Capítulo 6

JOSÉ DÍAZ, LA ESTRATEGIA DE MOSCÚ

José Díaz y Dolores Ibárruri, La Pasionaria, fueron las figuras más destacadas del Partido Comunista de España, el primero como máximo dirigente (secretario general), y la segunda como fogosa oradora y agitadora. Encuadrarlos históricamente exige atender a los rasgos especiales del Partido Comunista. Al comparar a éste con el PSOE o la CNT, advertimos, al margen de su muy distinto tamaño por entonces, una diferencia de peso: el PCE se concebía como organización de revolucionarios profesionales, disciplinados en una «unidad de acero», un «bloque monolítico», con toda su energía concentrada en destruir el capitalismo. Su tono militar resaltaba en su autodefinición como «vanguardia» del proletariado, y en sus lemas y canciones tipo «Llamamiento de la Comintern»:

Legión proletaria

legión campesina

en filas compactas marchemos al frente

al hombro el fusil…

El estilo comunista era directo y duro, sin el toque sentimental o lastimero de socialistas y anarquistas, un estilo libre de «prejuicios burgueses», propio para la acción inexorable. El bolchevique debía tener, como enseñaba Stalin, «una pasta especial». Le inspiraba una mística de «emancipación social» respaldada por los éxitos atribuidos a Lenin y a Stalin en la aplicación práctica del marxismo y en la creación del «hombre nuevo», entregado a la causa y ajeno a los vicios y taras de la burguesía. Ello dotaba al partido de consistencia, activismo y habilidad maniobrera fuera de lo común. Hasta 1936 el PCE no dejó de ser un partido pequeño, y sólo la guerra lo convertiría en el más fuerte de la izquierda. Pero incluso antes su influjo se medía por más que el número de sus afiliados.

También distinguía al PCE su total entrega a la URSS, y su financiación, en buena medida, por ésta. Los partidos comunistas componían la Comintern (abreviatura de Internacional Comunista) o «Tercera Internacional», y formaban el aparato subversivo mundial más formidable que haya existido. La Comintern no era un tejido laxo de partidos autónomos, como la socialista Segunda Internacional, sino un aparato rígidamente centralizado en Moscú y sumiso a Stalin. La defensa de la URSS, primera revolución socialista mundial, «patria del proletariado asediada por el imperialismo», constituía el deber primordial, «la piedra de toque del internacionalismo proletario», para los comunistas de cualquier país. La dirección cominterniana no sólo intervenía en el nombramiento de los comités ejecutivos de los partidos nacionales, sino que colocaba al lado de éstos a agentes directos, los cuales asesoraban y vigilaban la aplicación de las directrices, y solían actuar en calidad de verdaderos jefes en la sombra. Pocos partidos –el chino en especial, y con dificultad– escaparon a esa tutela de acero, y el PC español no fue de ellos. El «ojo de Moscú» en España era el argentino Victorio Codovilla, y luego, ya en la guerra, el italiano Palmiro Togliatti, uno de los agentes más talentosos de la Comintern, el búlgaro Stepanof y algún otro.

Perseguido bajo la dictadura de Primo, el PCE tuvo nula influencia en la llegada de la república. Era entonces un grupo marginal, volcado en la denuncia del nuevo régimen como un engendro «burgués», al cual oponía la consigna de un «gobierno obrero y campesino», formación de soviets, liberación de los «pueblos oprimidos», etc., siguiendo de modo esquemático la orientación general de Moscú.

La inestabilidad y flojas raíces de la república ofrecían óptimas condiciones para la acción subversiva, pero el PCE continuó aislado. En marzo de 1932, la Comintern promovió una pugna interna, e impuso una dirección nueva en el partido, desplazando a la anterior, de José Bullejos, tachada de «oportunista», «dogmática», aquejada de «infantilismo izquierdista», etc. En la nueva dirección destacaban José Díaz, Dolores Ibárruri, Pedro Checa, Vicente Uribe y Jesús Hernández. El primero había sido obrero panadero en Sevilla y militante de la CNT hasta 1927, habiendo ingresado entonces en el PCE. Ibárruri, procedente de Vizcaya, venía del defenestrado equipo de Bullejos, pero supo desprenderse de él a tiempo y criticarlo con la severidad precisa, haciéndose apta para la nueva dirección. También de Vizcaya procedían Uribe y Hernández, los dos de historial terrorista. Al valenciano Checa, quizá el más competente del grupo, le distinguía una menor afición al poder.

La nueva directiva impuso al PCE un activismo frenético, pero apenas logró salir del gueto. Atacando a la república burguesa y tachando al PSOE de «socialfascista», participó no obstante en la revolución de octubre del 34, y hasta se distinguió en Asturias, en los últimos días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar, y los socialistas no le entregaron armas. Tras la tormenta, los comunistas explotaron la interesada inhibición del PSOE para reclamar con desenvoltura «la plena responsabilidad del movimiento», aunque el gobierno no le hizo mucho caso. A juicio del PCE, la lección clave de la lucha consistía en la urgencia de formar «un fuerte Partido proletario revolucionario», a cuya ausencia atribuían la derrota: Con todo. «El proletariado ha dado un paso formidable (…). La revolución ha crecido (…). El camino de Asturias (…) es el faro que señala a las masas la única senda de su liberación»[1].

Sería ya avanzado 1935 cuando el PCE comenzara a pesar en la política española, y lo haría adoptando la nueva estrategia diseñada en el VII Congreso de la Comintern, reunido en Moscú a finales de julio. El Congreso respondía a los cambios causados en el panorama europeo por el triunfo del nazismo, a principios de 1933, y por la rápida liquidación del Partido Comunista Alemán, antes la gloria de la Comintern y su ariete más potente. La línea comunista hasta entonces había consistido en un ataque frontal a la burguesía y sus «agentes y lacayos socialdemócratas» en cada país. Ahora, el triunfo nazi imponía otras medidas de autoprotección para la URSS, pues Hitler aspiraba a extender el dominio germano por las grandes llanuras rusas. Urgía concitar por doquier las mayores fuerzas posibles. El fascismo, enemigo principal, fue convenientemente definido como el poder terrorista de un ínfimo sector de la oligarquía financiera, de sus elementos «más reaccionarios, más nacionalistas, más imperialistas». Por tanto, ya no procedía el ataque frontal a «toda la burguesía y sus lacayos», sino el envolvente, procurando atraerse a buena parte de los hasta entonces adversarios, para aislar y destruir al enemigo principal, el fascismo. El instrumento a tal fin serían los «frentes populares».

Esa estrategia se enmarcaba en otra más amplia. Stalin preveía una próxima «guerra imperialista» entre las potencias burguesas por un nuevo reparto del mundo. Esa guerra le beneficiaría, pues abonaría el continente europeo para la revolución y la expansión soviética, pero había el peligro de que se unieran dichas potencias contra Moscú, o simplemente empujaran a Hitler en tal dirección. ¿Empezaría antes la «guerra imperialista» o la agresión del fascismo alemán a la URSS? De eso dependía todo. Stalin buscaba ganar tiempo, usando los frentes populares para agravar las «contradicciones» entre las democracias burguesas y la Alemania nazi. Al tiempo, y subterráneamente, maniobraba para llegar a un acuerdo con Hitler.

Esta doble política es conocida por testimonios como el de W. Krivitski, alto cargo del espionaje soviético en Europa Occidental, luego encargado del apoyo a España, y desertor a Occidente a finales de 1937. Durante muchos años, la mayoría de los historiadores negaron veracidad a sus testimonios, pese a la evidencia de que dichas maniobras culminaron exitosamente en 1939, con el amical y antes inimaginable reparto de Polonia entre Stalin y Hitler. El acuerdo entre ambos dictadores ha sido presentado por dichos historiadores, y por la propaganda soviética, como una solución improvisada ante el fracaso de la política anterior del Kremlin, de movilizar a las democracias contra Alemania. Pero resulta ingenuo creer improvisado un acuerdo de tal envergadura, que abrió las compuertas de la guerra mundial como «guerra interimperialista», en el sentido deseado por Moscú. Investigaciones recientes, como la de S. Koch en El final de la inocencia, indican que Krivitski tenía básicamente razón, y sus críticos estaban fundamentalmente errados.

La perspectiva de la guerra centraba, por tanto, los planes de Stalin, empezando por el reforzamiento de su poder personal, simultáneo con la política de frentes populares. El régimen soviético había practicado desde el principio el terror de masas, y ahora el método se volvió contra quienes, en el Partido Bolchevique, podían hacer sombra a Stalin. Se desató el «Gran Terror», durante el cual cientos de miles de comunistas, empezando por la plana mayor de jefes de la revolución de 1917, fueron eliminados en secreto o luego de juicios prefabricados, poco después de que millones de «contrarrevolucionarios», sobre todo en Ucrania, hubieran perecido por hambre, fusilamientos y trabajo esclavo en el archipiélago Gulag[2].

Pese a no subsistir en la URSS la menor libertad política, ni apenas libertad personal, y a que las ideas comunistas sobre la «democracia burguesa» estuvieran bien claras para quien quisiera enterarse, la táctica de los frentes populares tuvo un éxito extraordinario en los países occidentales, pues aunque sólo en España, Francia y Chile llegó a cuajar en gobiernos frentistas, creó un ambiente social y político muy prosoviético, cuyos ecos aún resuenan. Los comunistas no sólo aparecían como demócratas, sino como árbitros de la democracia. Por supuesto, bajo el equívoco de las palabras, las «democracias» por ellos propugnadas serían «avanzadas» o «de nuevo tipo», y el Frente Popular debía entenderse como antesala de la revolución socialista, según aclaró Dimítrof, la estrella del VII Congreso cominterniano.

El congreso nombró a José Díaz vocal de la Comisión ejecutiva de la Internacional, y Largo Caballero, tratado hasta poco antes de embaucador y agente de la reacción, fue vitoreado como «el Lenin español». Las críticas al PSOE cobraron un tinte más «fraternal», y Largo recibió el apoyo del PCE contra la fracción de Prieto, llamada «centrista» y no inclinada a nuevas insurrecciones. También promovieron los comunistas la fusión con el PSOE en una «unidad férrea» sobre la base de los principios bolcheviques, para dotar al proletariado de un «gran partido invencible». La anterior hostilidad dio paso, poco a poco, a una verdadera luna de miel.

Todos cantaban loas a Stalin y a la URSS, la cual, informaba José Díaz: «se ha convertido en el primer país del mundo en cuanto a cultura –porque la cultura de los obreros de la Unión Soviética está por encima de la de todos los demás países–; ha pasado a ser el segundo país industrial del mundo –el primero de Europa–, y dentro de poco será también el primero del mundo; ha dado bienestar a los campesinos, y hoy tiene un ejército, el glorioso Ejército Rojo, que se hace respetar en el mundo entero. Allí los hombres de ciencia, los sabios, los intelectuales, no tienen trabas para desarrollar sus investigaciones científicas» Etc. Lógicamente, señalaba Mije, otro líder del PCE, la URSS era: «La atalaya luminosa que nos alumbra el camino; allí hay un pueblo orgulloso, un pueblo libre, que no sufre ni explotación ni hambre, que se ha libertado por completo y que marcha a la cabeza de las muchedumbres de trabajadores del mundo entero. (…) Unámonos en un solo partido para que España, por encima de los fascistas, le tienda la mano y diga: “Igual que tú, he hecho mi revolución; hermana soy en el concierto de los países soviéticos del mundo”». También en la prensa socialista, e incluso en la jacobina, abundaban los ditirambos al modelo staliniano [3].

En su política de unidad con el PSOE, el PCE iba a cosechar triunfos memorables: integró su débil sindicato, CGTU, en la UGT, influyendo en éste de manera creciente, pero, sobre todo, llegó a fusionar las juventudes de ambos partidos, en abril del 36, bajo principios y dirección comunistas.

Otro logro del PCE fue entrar en la coalición planeada entonces por Azaña y Prieto para recuperar el poder mediante las urnas. Ambos líderes deseaban marginar a los comunistas, pero la amistad de éstos con Largo lo impidió. La coalición, más tarde conocida como «Frente Popular», según la terminología comunista, fue llamada un tiempo «Bloque Popular» por el propio PCE, quizás con propósito de no alarmar.

La campaña electoral de febrero del 36 tuvo tremenda virulencia, y José Díaz no se quedó atrás: «La lucha está planteada con absoluta claridad. Fascismo o antifascismo, revolución o contrarrevolución». «Nuestra lucha, en España, no tiene el menor parecido con las “elecciones de tipo normal” de países como Inglaterra, Norteamérica, Suiza, etcétera. Aquí se ventila mucho más. La movilización de las masas (…) tiene más significación que el simple hecho de designar a unos representantes en Cortes. Con los votos va a decidirse esta vez el futuro, la forma y el cauce por los que ha de marchar el movimiento ascendente de los oprimidos.» «La papeleta llevada a las urnas, en este momento, tiene casi el mismo valor que tenían los fusiles en Asturias (…). Una cosa no excluye la otra, cada cosa a su tiempo»[4].

Si bien la propaganda comunista insistía desde octubre en que el país vivía bajo el fascismo, preguntaba ahora «qué sería el fascismo en España». Y se contestaba: «Sería un régimen mucho más terrible que el de Alemania. Una prueba de lo que sería la tenéis en la inaudita represión del movimiento de Asturias. Ese refinamiento en los métodos bárbaros de represión cobraría proporciones monstruosas». El PCE jugó a fondo la baza de las supuestas atrocidades de Asturias, en competencia con Prieto y los demás: «Durante la época de Torquemada fueron quemadas nueve mil personas y atormentadas cien mil. Después, en tiempos de su continuador, Deza, dos mil seiscientos quemados y treinta y cinco mil atormentados. ¿No os recuerda esto lo que, siglos más tarde, se ha hecho en Asturias? (Voces: «¡Asesinos!») ¡Treinta mil presos en las cárceles y los presidios de España! ¡Y en qué condiciones! ¡En la situación más inhumana que se puede dar a los presos!». Al margen de las fantasías sobre la Inquisición, el número de presos debía de estar entre un cuarto y un tercio de aquella cifra, y en condiciones normales, según testimonios de los mismos presos; y diversos responsables, entre ellos el líder principal, Largo Caballero, habían sido absueltos o, como Vidarte, ni siquiera procesados[5].

Díaz exponía el programa inmediato: «Queremos un ejército democrático, un ejército del pueblo (…). Queremos que las nacionalidades de nuestro –Catalunya, Euzkadi, Galicia– puedan disponer libremente de sus destinos ¿por qué no? Si ellos quieren liberarse del yugo del imperialismo español (…) tendrán nuestra ayuda». Etc. La «reacción» –y todas las derechas eran para el PCE reaccionarias y fascistas, con la posible excepción del PNV– tenían ante sí un futuro bien lóbrego: «Los que os explotan ni son españoles, ni son defensores de los intereses del país ni tienen derecho a vivir en la España de la cultura y el trabajo»[6].

Ideas tales, con más o menos matices, las compartía la mayor parte de los socialistas y anarquistas, fuerzas mucho mayores y mejor organizadas que los jacobinos, los cuales alentaban el «torrente popular», pese a sentir cierta inquietud por la conducta de aquellos «gruesos batallones populares».

Había, no obstante, una diferencia entre el PCE y Largo. Para éste, la alianza con los jacobinos se limitaba a los comicios, mientras que Díaz veía en el Frente Popular «una necesidad, no solamente para el momento de las elecciones, sino también para después, como garantía para la realización de lo pactado, y como fuerza de combate, hasta que venzamos a la reacción y al fascismo»[7]. En principio, esta política conectaba con Prieto, favorable a una alianza estable, y no sólo electoral, con Azaña. Pero era una falsa apariencia. Prieto y Azaña pensaban usar el Frente Popular para reducir a la derecha a la impotencia, como hemos visto, pero sin eliminarla del todo, y manteniendo ciertos rasgos de democracia. Para el PCE, «la realización de lo pactado» consistía en la total erradicación de los partidos de la derecha, empezando por el más influyente y moderado de ellos, la CEDA.

Las elecciones dieron al PCE 17 escaños, representación por encima de su fuerza electoral, pero prueba de su creciente peso, también manifiesto en el nombramiento de Dolores Ibárruri, La Pasionaria, como vicepresidente de las Cortes. En ellas iban a brillar los comunistas por su intervención constante y agresiva.

Díaz expuso su política tan pronto como el 27 de febrero: «Bajo la presión de las masas el Gobierno empieza a marchar. Pero el Gobierno actual tiene un empacho de legalismo que le impide marchar al ritmo que exigen los acontecimientos. ¿A qué vienen esos empachos de legalismo? ¿Hay algo que pueda ser más legal que la voluntad del pueblo?». Por «presión de las masas» entendía la imposición de la ley desde la calle, táctica del PCE y el PSOE de Largo, aplicada enseguida a la amnistía y luego a la «reforma» agraria: «Decimos a las masas trabajadoras: no os hagáis ilusiones acerca de vuestras fuerzas, cread órganos de lucha, seguid de cerca la actividad del gobierno nacido del Bloque Popular para que realice el programa que se ha comprometido a realizar, y seguid avanzando sin deteneros hacia la consecución de vuestros objetivos». «Apoyaremos lealmente al Gobierno si éste realiza el programa del Bloque Popular (…). Pero lo combatiremos si no lo realiza. Y (…) el Partido Comunista, partido dirigente de la revolución, no se detendrá ahí»[8].

Era una política revolucionaria, tendente a organizar un doble poder («órganos de lucha») incluyendo la infiltración en el estado y la creación de milicias, cuyos desfiles se hicieron parte del paisaje: «¿Deben ser, por una parte, milicias socialistas, por otra milicias comunistas y por otra milicias anarquistas? ¡No! Deben ser una sola Milicia», con vistas a disponer, en un futuro muy próximo, de «miles y miles de jóvenes con camisas de un solo color para que tengamos el embrión del Ejército del pueblo»[9].

No decaía un momento el grito por destruir a los partidos derechistas, explotando los bulos sobre Asturias: «No vamos a hacer responsable de la bestial represión de octubre a un guardia civil cualquiera –aunque no nos olvidamos de los ejecutores–, sino al gobierno Lerroux–Gil-Robles». «Necesitamos que las cárceles queden vacías para que puedan pasar a ocuparlas rápidamente los otros, los criminales que han maquinado y perpetrado la sangrienta represión de octubre». «Queremos que las celdas que han sido desalojadas por nuestros hermanos sean ocupadas rápidamente por el gobierno Gil-Robles–Lerroux.» «Es necesario que estén rápidamente en la cárcel, porque constituye una verdadera vergüenza para el pueblo que Gil-Robles se pueda sentar con tranquilidad en los escaños de la Cámara (…). Los muertos y los torturados piden justicia y hay que encarcelar a todos sus asesinos. No pedimos venganza, sino justicia aplicada por un tribunal revolucionario o por quien sea, y estamos seguros de que ese tribunal decidirá aplicar la misma sentencia que ellos aplicaron: el fusilamiento». Y así sucesivamente[10].

La cuestión de fondo: «Nosotros, camaradas, no podemos estar conformes con esa falsa concepción de la democracia que consiste en dejar a los enemigos del pueblo hacer lo que se les antoje. ¡Eso, no! Cuando la reacción y el fascismo estaban en el Poder, millares de los mejores camaradas nuestros estaban en las cárceles. Los periódicos obreros y algunos republicanos, suspendidos. ¿Acaso es democracia dejar que ellos, después de haber oprimido y ensangrentado el país, se paseen libremente por las calles? ¡No! Las celdas que ocuparon nuestros hermanos deben ser ocupadas por los elementos reaccionarios. Y hay que proceder con mano dura contra su prensa». «No hay derecho a que hoy continúen publicándose periódicos reaccionarios (…). Democracia sí, para nosotros, para los trabajadores, para el pueblo. No hay democracia para los verdugos de la democracia»[11].

El 15 de abril, Díaz amenazó de muerte a Gil-Robles en las Cortes.

Obviamente, Lerroux y Gil-Robles habían defendido en octubre la legalidad republicana frente al asalto de socialistas, comunistas y nacionalistas catalanes, pese a lo cual no habían disuelto los partidos golpistas. Y, significativamente, Díaz y los suyos eludían clarificar, mediante una investigación desde las Cortes, la realidad de aquella represión, como les exigía Gil-Robles. Sin tener en cuenta estas circunstancias no podrá entenderse cabalmente la acción izquierdista en aquellos meses.

Los jacobinos, dueños de un gobierno cada semana más impotente, sufrían ante el curso de los acontecimientos, y sentían en sus aliados un peligro en aumento. A su vez, éstos sentían creciente impaciencia, y Díaz advertía perentoriamente el 5 de julio: «El Gobierno, al que estamos apoyando lealmente en la medida en que cumple el Pacto del Bloque Popular, comienza a perder la confianza de los trabajadores. Y yo digo al Gobierno republicano de izquierda que (…) si sigue por ese camino, nosotros obraremos, no rompiendo el Bloque Popular, sino fortaleciéndolo y empujando hacia la solución de un gobierno de tipo popular revolucionario que imponga las cosas que este Gobierno no ha comprendido o no ha querido comprender»[12]. Era también la política de Largo, como quedó indicado.

Mucha tinta ha corrido sobre la importancia del PCE en la creación del clima de guerra civil. La derecha siempre invocó el «peligro revolucionario» en general, y el comunista en particular, e incluso circularon documentos comunistas sobre una próxima insurrección. Se sabe desde hace tiempo la falsedad de los documentos, ya que el PCE no pensaba en un alzamiento próximo. Partiendo de ahí, historiadores y comentaristas como H. Southworth, Tuñón de Lara, Jackson y un largo etcétera, han negado la existencia de un peligro revolucionario, o al menos comunista, por aquellas fechas. Sin embargo sí existía. Nadie puede seriamente poner en duda el carácter revolucionario de la táctica comunista, centrada en la abolición de los partidos de derecha -y con ello de la legalidad y de la democracia–, con el encarcelamiento de quienes en octubre del 34 habían salvado la legalidad republicana, y en la formación de un doble poder. Dichos historiadores juegan con equívocos, pues si bien el PCE no pensaba lograr sus objetivos mediante un golpe inmediato, presionaba y desgastaba al gobierno jacobino para forzarlo a dimitir y heredarlo «legalmente». Para la derecha, esa táctica entrañaba mucho más peligro que una nueva insurrección.

Tampoco cabe restar importancia al PCE invocando su relativa pequeñez, pues no sólo crecía rápidamente e influía con su extraordinario activismo, sino que su política se imbricaba, en mutuo refuerzo, con la de los poderosos PSOE y la UGT bolcheviques.