GARCÍA OLIVER, LA GIMNASIA REVOLUCIONARIA
Juan García Oliver, natural de Reus y con treinta años al llegar la república, fue probablemente el dirigente anarquista más destacado de aquellos años. Inteligente y con dotes de líder, representaba el elemento irreductible del anarquismo español, de pensamiento un tanto simple, muy obrerista y dado a la violencia: «A los anarquistas de origen proletario les movía la pasión de hacer pronto la revolución social e instaurar inmediatamente la justicia social mediante la aplicación de estrictas normas de igualdad. Entre los anarquistas de origen burgués o de influencia liberal burguesa, prevalecía la observancia de los principios, sin conceder primordial importancia a la realización de la justicia social y a la instauración del comunismo libertario»[1].
García formó «grupo de afinidad» con los famosos Durruti, Ascaso y Jover (Los solidarios, y luego Nosotros), y participó en acciones terroristas, entre ellas la preparación del atentado contra Dato, uno de los políticos más capaces de España, cuya muerte supuso una irreparable pérdida para el régimen de la Restauración.
Durante la dictadura de Primo de Rivera fue fundada la FAI (Federación Anarquista Ibérica), suerte de sociedad secreta creada para asegurar la pureza de ideas y conductas libertarias dentro de la más amplia y difusa Confederación Nacional del Trabajo o CNT. García Oliver y los suyos, que participaron en alguna acción sangrienta contra el dictador, terminaron entrando en la FAI, para evitar verse aislados y pese a conceptuarla como una caterva de burócratas e intelectuales «trepas». García detestaba en particular a Abad de Santillán y a Federica Montseny, a quienes trata con acritud en sus memorias. Paradójicamente llegaría durante la guerra a ministro de Justicia.
La CNT aunaba de modo confuso las diversas corrientes del anarquismo, desde la sindicalista, partidaria de la acción de masas, hasta la individualista, propensa al terrorismo y aun al mero bandolerismo, exaltado ya desde los tiempos de Bakunin, para quien el bandido que roba y mata revela un espíritu revolucionario auténtico y sin adornos. Los ácratas formaron una sociedad propia dentro de la sociedad española, donde convergían, en mezcla contradictoria, puritanismo y libertinaje, pacifismo y atentados con bomba o con pistola, esperanto y vida sana y «natural», vegetarianismo y nihilismo, con sus escuelas y centros culturales como los ateneos libertarios, y sus normas de conducta peculiares. Pese a sus anhelos de igualdad y convivencia feliz y armónica, esas organizaciones no ofrecían un ejemplo muy edificante al respecto, pues en ellas proliferaban las luchas por el poder, nunca bautizado de esa manera, las aversiones personales y las maniobras sin escrúpulos por imponer unas u otras tendencias.
Los anarquistas, en general, propugnaban la gran explosión de violencia que «destroza la costra de los pueblos y pone a flote los valores auténticos de una sociedad», liberando radical y definitivamente al hombre. Por ello desechaban el método comunista de la «dictadura proletaria»: «Un hecho revolucionario es siempre violento. Pero la dictadura del proletariado (…) no tiene nada que ver con el hecho violento de la revolución, sino que, en resumidas cuentas, se trata de erigir la violencia en una forma práctica de gobierno. Esta dictadura crea, natural y forzosamente, clases y privilegios (…). La dictadura del proletariado esteriliza la revolución y es una pérdida de tiempo y energías»[2].
La discusión sobre estos asuntos, sobre las fases en el camino de la emancipación humana, y la organización adecuada a tal objetivo, provenían ya de la época de Marx y Bakunin, y no tenían fin.
Por otra parte, la necesidad anarquista de hacer explícita la decisión común como suma de las individuales, solía multiplicar y alargar interminablemente las disputas, limitando mucho la eficacia de sus grandes organizaciones. Con frecuencia era la decisión de actuar tomada por algún sector o sindicato menor la que forzaba al conjunto a secundarlo bajo la invocación de la solidaridad. Como señala el líder libertario J. Peirats, tampoco era posible para los dirigentes establecer pactos con otras fuerzas pues no podían garantizar su cumplimiento: «La autonomía de que gozaban los sindicatos para declararse en huelga, su feroz apego a la libertad de acción y la nula influencia de los comités superiores en los problemas profesionales y reivindicativos económicos convierten en quimérico en la CNT el dirigismo desde arriba»[3].
Por contra, ofrecían un campo excelente para la acción de sociedades secretas, como la FAI, que dominó en buena medida a la sindical durante esos años. Según datos manejados habitualmente, la CNT tenía millón y medio de afiliados, pero sus congresos nunca representaron a tantos, y la cifra real se encuentra seguramente en torno a la mitad, como también pasaba con la UGT.
La CNT se veía a sí misma como «una organización eminentemente política (política, bien entendido, de la antipolítica), social (agitación social) y revolucionaria (insurreccional)»[4]. La práctica del terrorismo la había convertido en un verdadero cáncer del régimen de la Restauración, pero no había impedido a republicanos, socialistas y nacionalistas catalanes colaborar con ella, tomándola por fuerza de choque, útil para destruir el poder liberal. Al acercarse la república, todos ellos pensaron nuevamente en utilizarla a su favor para, una vez alcanzado el poder, meterla enérgicamente en cintura si se desmandaba.
Un sector de la CNT había tenido trato con los políticos del Pacto de San Sebastián en abril de 1931, y en todo caso hubo una alianza de hecho: los ácratas dieron buen número de votos a las candidaturas republicanas. Pero muchos anarquistas no estaban de acuerdo o, bien apoyaban la república sólo como un poder débil al que sería fácil derrocar luego. Los republicanos, y en especial los nacionalistas catalanes, pensaban explotar las discrepancias en el seno de la sindical para domesticarla o al menos controlarla. Companys se había especializado en la defensa de anarquistas durante los años álgidos del terrorismo, de 1919 a 1923, conocía bien el movimiento, y dio aliento al sector meramente sindicalista, persiguiendo en cambio al más doctrinalmente libertario, es decir, a la FAI. Intentó, al modo del PNV, crear una «Federación Obrera Catalana» atrayendo a ella a una parte de los sindicalistas, para lo cual «explotaba la xenofobia más vulgar, propagando que la CNT estaba compuesta exclusivamente de muertos de hambre procedentes de las zonas paupérrimas del sur de España»[5].
El intento empezó a fracasar pronto. Al llegar la república, los anarquistas habían invadido el Ayuntamiento de Barcelona e impuesto a Companys como alcalde, pero a las dos semanas la armonía comenzó a deshacerse. En la manifestación del 1 de mayo, cuenta García Oliver: «Desde el camión-tribuna dirigí una mirada a los cuatro lados de la multitud y grosso modo, conté no menos de cien compañeros que, con su pistola entre pantalón y barriga, sólo esperaban la oportunidad de lanzarse, a su manera, a la práctica de la gimnasia revolucionaria»[6].
Al llegar la muchedumbre a la plaza del Ayuntamiento, los mozos de escuadra intentaron cortarle el paso, y estalló un tiroteo, quedando tendidos en la calle varios muertos y heridos.
No obstante, dentro de la CNT cobró impulso la corriente partidaria de dar una oportunidad a la república, mediante una cierta conciliación y aplazamiento de los objetivos revolucionarios. Dirigía esa tendencia Ángel Pestaña, un líder cenetista histórico, y fue llamada «de los treintistas», por el número de firmantes de un manifiesto en ese sentido. En junio tuvo lugar uno de los más tormentosos congresos de la CNT para decidir los objetivos y la táctica de la nueva etapa, así como la hegemonía de los conciliadores o de los revolucionarios. Terminarían imponiéndose estos últimos en los meses siguientes, derrotando y expulsando sin contemplaciones a los treintistas, apoyados por la Esquerra. «Para el diario madrileño los políticos son iguales en la demagogia electoral, en la sisa del mando, en su deseo de fama, en su oportunismo, en su habilidad para criticar cuando están en la oposición y en su cinismo para justificarse una vez en el poder.[7]»
Entre los revolucionarios se hacía notar García Oliver, propulsor de acciones radicales, inmediatas y persistentes para desmoronar el poder burgués. En opinión de García, «los problemas sociales sólo podían encontrar solución en un movimiento revolucionario que, al par que destruía las instituciones burguesas, transformara la economía. Sin precisar fecha, nosotros propugnábamos el hecho revolucionario, despreocupándonos de si estamos o no preparados para hacer la revolución e implantar el comunismo libertario, por cuanto entendemos que el problema revolucionario no es de preparación y sí de voluntad, de quererlo hacer, cuando las circunstancias de descomposición social como las que atraviesa España abonan toda tentativa de revolución». Se trataba de practicar una «gimnasia revolucionaria», consistente en golpear sin tregua, con la mayor violencia posible, organizando para ello y sobre la marcha una estructura de grupos insurreccionales.
No todo el anarquismo compartió esa táctica, pero, observa García Oliver: «Sí fue generalizándose la teoría de la gimnasia revolucionaria en todo el ámbito español, donde los conflictos obreros entre nuestros sindicatos y las autoridades locales terminaban frecuentemente en enfrentamientos armados con la Guardia civil, con asalto de los ayuntamientos, izado en ellos de la bandera rojinegra y proclamación del comunismo libertario»[8].
Simultáneamente con el congreso, una huelga en la compañía Telefónica, impulsada por la CNT, corrió enseguida por rumbos muy violentos. «La inexperiencia de la mayoría de los huelguistas de Teléfonos, entre los que abundaba el personal femenino, fue un serio inconveniente para sostener el conflicto. El grueso de las operaciones más arriesgadas, tales como sabotajes, tuvieron que pesar sobre los militantes de otros sindicatos (…). La lucha degeneró muy pronto en guerrilla entre [la Guardia Civil] y los comandos saboteadores de la CNT»[9].
En julio hubo otra fuerte convulsión en Andalucía, especialmente en Sevilla, con numerosos muertos y donde las fuerzas de orden practicaron, según todos los indicios, la «ley de fugas», es decir, el asesinato de presos so pretexto de intentos de huida.
Aparte de frecuentes atentados, huelgas y atracos, los libertarios organizaron dos amplias insurrecciones. La primera, el 18 de enero de 1932, en el Alto Llobregat. Contra ella mandó Azaña tropas con órdenes drásticas para sofocar el movimiento, desterrando luego a 104 dirigentes rebeldes a las colonias africanas. Esto dio lugar a nuevas protestas, enfrentamientos y atentados, prolongados hasta finales de mayo en Barcelona y otras ciudades catalanas. La constante agitación sacaba de quicio a las autoridades y aflojaba la coalición republicano-socialista. La Esquerra, muy complaciente durante un período con los desmanes anarquistas, pues deseaba retener sus votos, iba irritándose cada vez más. Según Peirats: «entraron en liza grupos de jóvenes nacionalistas de Estat Catalá (ala extremista separatista de la Esquerra) que tenía sus centros en los centros o «casals» del partido. Estos grupos (escamots) se insinuaron como fascistas por sus procedimientos: secuestros, apaleamientos, asesinatos, contando con la impunidad más absoluta»[10]. En efecto, bastante de todo ello hubo, y el jefe de la represión nacionalista, Miquel Badia, caería bajo las balas anarquistas, en venganza, en 1936.
Con sus castigos, Azaña había dado por vencido el peligro ácrata, y a mediados de 1932, cuando se preparaba para acabar con la conspiración de Sanjurjo, escribía estas expresivas palabras: «Así como sofocamos por la fuerza el movimiento anarcosindicalista, hay que sofocar el de la derecha a toda costa y pase lo que pase»[11]. Esto último lo consiguió sin apenas dificultad y con poca sangre, pero se equivocaba en lo primero, pues el anarquismo, lejos de encontrarse liquidado, lanzaba el 8 de enero de 1933 una nueva y más amplia insurrección, con la ambiciosa finalidad de derrocar el poder de una vez por todas. Las fuerzas de seguridad conocían su designio, pues la propia prensa libertaria no hacía ningún misterio del próximo y feliz momento de la liberación, y el gobierno pudo entonces desarticular en buena parte el alzamiento. Pero políticamente iba a sufrir una derrota decisiva.
García Oliver fue apresado en Barcelona, frustrándose varios tremendos atentados para volar la Capitanía General, Gobernación y jefatura Superior de Policía. Sin embargo, «En Barcelona y en Cataluña –dice García–, la conmoción fue enorme al enterarse la gente de las terribles palizas que nos propinaron los guardias de asalto», a resultas de las cuales él y sus compañeros quedaron «como piltrafas de carne machacada». Pero todo eso «fue pálida orgía comparado con la brutalidad desplegada en Casas Viejas»[12]. En efecto, la lucha se enconó en ese pequeño pueblo de Cádiz, donde la Guardia de Asalto, cuerpo creado por los republicanos y enviado con órdenes de actuar expeditivamente, abrasó a un anciano apodado Seisdedos y a su familia, incluidas mujeres y niños, en una casucha donde se negaban a rendirse y resistían a tiros. Además, los guardias hicieron una razzia en la localidad y capturaron y luego asesinaron a otros doce o catorce campesinos. Siguió un escándalo memorable. El gobierno de Azaña, que parecía firme y asentado después de haber derrotado a Sanjurjo, cayó en el mayor descrédito, del cual no iba a reponerse, viéndose obligado a dimitir, en septiembre.
García estuvo perdiendo sangre durante treinta horas por una herida en la cabeza, según dice, y quedó moribundo. Logró salvarse, pero debió dedicar un tiempo a reponerse, apartado de la primera línea de acción. Las repetidas insurrecciones, huelgas y demás violencias, principalmente anarquistas, aunque también de otros orígenes, causaron en los primeros dos años de la república no menos de 280 muertos, según ha calculado el historiador S. Payne, y sacudieron una y otra vez la estabilidad del régimen.
A su vez, la represión creó en la CNT un rencor feroz, explícito en comentarios como éste del periódico La Tierra, en la conmemoración del segundo aniversario del régimen: «Dos años de República. Dos años de dolor, de vergüenza, de ignominia. Dos años que jamás olvidaremos, que tendremos presentes en todo instante; dos años de crímenes, de encarcelamientos en masa, de apaleamientos sin número, de persecuciones sin fin. Dos años de hambre, dos años de terror, dos años de odio».
Por consiguiente, en lugar de ayudar a las izquierdas en las elecciones de noviembre del 33, como habían hecho en las de abril del 31, los ácratas lanzaron una furiosa campaña por la abstención, contribuyendo así de modo significativo, aunque menor de lo que solía pensarse, a la derrota izquierdista.
El 8 de diciembre, la CNT celebraba el triunfo del centro derecha a su manera, es decir, con su mayor movimiento insurreccional hasta la fecha. En él murieron unas 90 personas, casi 20 en un sabotaje que hizo despeñarse un tren, en Valencia. A ese alzamiento, propugnado por la FAI, se habían opuesto García Oliver y su «grupo de afinidad» Nosotros, argumentando: «1. Que debíamos considerar sospechosa toda tentativa insurreccional acordada a espaldas del grupo «Nosotros». 2. Que los motivos alegados para la insurrección –impedir la entrega del gobierno a las derechas– no tenían por qué afectar a los trabajadores de la CNT, porque si los derechistas triunfaron se debía a que por nuestra propaganda antielectoral los trabajadores no habían votado. 3. Que nuestra propugnada «gimnasia revolucionaria» alcanzaba solamente a la práctica insurreccional de la clase obrera al servicio del comunismo libertario, pero nunca para derribar ni colocar gobiernos burgueses, fuesen de derecha o de izquierda»[13]. La oposición del grupo –con el voto en contra de Durruti–, no impidió sin embargo el alzamiento, indicio de la «anarquía» reinante en la sindical.
De todas formas, el aborrecimiento a los socialistas y a la Esquerra apartaron a la CNT de la insurrección de octubre del 34, cuyos fines, la imposición de una dictadura de tipo comunista o la práctica separación de Cataluña, tampoco le interesaban. La única excepción ocurrió en Asturias, donde el comité regional ácrata firmó con la federación asturiana del PSOE un pacto por «el triunfo de la revolución social en España, estableciendo un régimen de igualdad económica, política y social sobre los principios socialistas federalistas».
Durante 1935 la subversión anarquista continuó, si bien con intensidad menor. Debido a su abstención en la revuelta de octubre, la CNT sirvió de blanco a ensañados ataques y burlas del resto de la izquierda, y pasó el año en rifirrafes con los comunistas, a quienes caracterizaba como «descocados sin inteligencia ni moral», «maestros indiscutibles del embuste», «enanos saturados de ponzoña»; con los socialistas, «bandas terroristas y rompehuelgas, o agentes confidenciales de la policía», cuyos «más caros afanes consistían en enriquecerse velozmente» a costa del erario público, utilizando con cinismo a los obreros mediante una demagogia seudorrevolucionaria; con Companys, «atorrante político que vivió del halago al anarquismo y luego lo persiguió con refinamiento», y cuyos seguidores, «los gloriosos masacradores de anarquistas (…) se entregaron como azoradas mujerzuelas». Etc.[14]
Pero la CNT tenía en la cárcel a bastantes adeptos, sobre todo detenidos en Asturias (los procedentes de las insurrecciones anteriores habían sido amnistiados en 1934), y por ello le convenía la amnistía prometida por la coalición de izquierdas. Llegadas las elecciones de febrero del 36, dio sus votos a dicha coalición, cooperando a la llegada del Frente Popular, como hiciera en abril de 1931 a favor de la república; y también por creer que el nuevo gobierno facilitaría, por su debilidad, una pronta revolución libertaria. Y, al igual que en 1931, la sindical ácrata se transformó de inmediato en un foco de desorden público, en emulación unas veces y en rivalidad otras, con la UGT de Largo. De este modo ambos sindicatos, los más poderosos con diferencia, competían por desestabilizar al gobierno de Azaña. Éste, durante el primer bienio, había podido apretar a los revoltosos con mano de hierro, gracias al apoyo de un PSOE unido, pero ahora se veía impotente por completo. Envuelto en la maraña de sus promesas, miedos y debilidades, contemporizaba y procuraba encauzar contra las derechas el turbión revolucionario.
Así las cosas, el triunfo del Frente Popular abría espléndidas perspectivas al movimiento libertario, y el grupo de Solidaridad Obrera, en Barcelona, mostraba una euforia muy extendida: «En la voluntad de obrar de la masa militante, en la inteligencia con que se aprovechen estos momentos y se encaren los problemas de la revolución, reside la posibilidad de que la CNT sea la organización de las multitudes y la fuerza transformadora por excelencia (…). La consigna de hoy es reconstruir la organización para que sea capaz de cumplir con su misión histórica»[15]
En ese clima de fervor, sólo ensombrecido por los rumores de golpe militar, la CNT reunió a primeros de mayo un Congreso en Zaragoza, con vistas a dar pasos decisivos hacia la revolución libertaria. Fue examinada a fondo la sociedad futura, cuya llegada se vislumbraba claramente, y que debía asentarse en conjuntos de «comunas» federadas, con abolición del dinero, del poder político, de las divisiones sociales por motivo de división del trabajo, del sexo, etc. La actividad humana, hasta las relaciones amorosas, quedarían sometidas a normas supuestamente nacidas de la propia naturaleza humana y sin necesidad de un poder externo que asegurase su cumplimiento. García Oliver critica en sus memorias esos entretenimientos como extravíos ante la urgencia de contrarrestar el tan rumoreado golpe militar, pero tenían sentido en la esperanza, muy extendida, de una pronta revolución.
Más prácticas resultaron otras medidas y acuerdos, en especial el cierre de algunas brechas internas. De tiempo atrás habían germinado disidencias, surgiendo los «sindicatos de oposición», y aunque se habían evitado las polémicas públicas, para no disgregar el movimiento, el riesgo de escisiones era muy real. Pero quedó superado en el congreso: «Fue francamente positivo el acuerdo de reunificación de la CNT y la reincorporación de los Sindicatos separados, que era fundamental desde el punto de vista de la estrategia revolucionaria. Este acuerdo, junto con el que recayó sobre proponerle a la UGT entrar a formar parte de una unidad de acción con la CNT, ponía de manifiesto la inteligencia revolucionaria» García Oliver se atribuye buena parte del mérito de la estrategia unitaria que debía «ofrecer un frente compacto en las luchas inevitables que se avecinaban»[16]
La propuesta de unidad de acción con los socialistas rezaba: «Primero: la UGT, al firmar el pacto de alianza revolucionaria reconoce implícitamente el fracaso del sistema de colaboración política y parlamentaria. Como consecuencia lógica de este reconocimiento, dejará de prestar toda clase de colaboración política y parlamentaria al actual régimen imperante. Segundo: para que sea una realidad efectiva la revolución social, hay que destruir completamente el régimen político y social que regula la vida del país».
Este planteamiento significaba una acción insurreccional a corto plazo, pero carecía de viabilidad, no sólo por los celos entre ambos sindicatos, sino porque el sector bolchevique del PSOE seguía otra estrategia, como vimos: no pretendía asaltar de frente el estado, sino desestabilizar al gobierno y llevarlo a una crisis que abriera a los socialistas las puertas del poder por un camino en apariencia legal.
Así, ambas fuerzas prosiguieron cada una por su lado, rivalizando o combatiéndose en huelgas enconadísimas, sin faltar choques sangrientos entre ellas, y al mismo tiempo cooperando, por distintas vías, a crear una crisis revolucionaria. La revolución, en efecto, podía venir, bien por el camino elegido por Largo, bien por un asalto directo como el de octubre de 1934, pero en mucha mayor escala, propugnado por la CNT; o, finalmente, como réplica a una reacción derechista que muchos daban por descontada en aquellos meses trágicos. Ante esta última eventualidad, rememora García Oliver, «en Barcelona día y noche no hacíamos otra cosa que contar y recontar los fusiles, pistolas y cartuchos de que disponíamos»[17].