COMPANYS, LEVANTAR CATALUÑA
Durante la república, el nacionalismo catalán tuvo sus principales líderes en Francesc Maciá y Lluis Companys, sucesivamente. Siendo Cataluña la región más rica de España, y habiendo prendido el nacionalismo en buena parte de su población, la acción de sus nacionalistas repercutió fuertemente en el conjunto del país. El nacionalismo catalán, como el vasco, tomó cuerpo a finales del siglo XIX, sobre todo tras el «desastre del 98», que produjo en España una sensación de fracaso y revisiones de la historia en un sentido a menudo fantasioso, no sólo por parte de los nacionalistas periféricos, sino también de los regeneracionistas, Ortega, Azaña y tantos más.
Pero el nacionalismo catalán difiere del vasco. Éste eligió desde el principio el separatismo (aunque en épocas y sectores relegara esa aspiración a un incierto futuro), y un racismo exaltado y atrabiliario.
Creo especialmente reveladoras estas frases de Sabino Arana, fundador y maestro del PNV, que he citado en otras ocasiones: «El euskeriano y el maketo. ¿Forman dos bandos contrarios? ¡Ca! Amigos son, se aman como hermanos, sin que haya quien pueda explicar esta unión de dos caracteres tan opuestos, de dos razas tan antagónicas.» Tales expresiones encierran todo el programa político del PNV, dedicado en cuerpo y alma a inculcar a los vascos la conciencia de ser una raza superior, «la más noble y libre del mundo», «sin punto de contacto o fraternidad con ninguno de sus vecinos», y en trance de corromperse, por estar «hermanada y confundida con el pueblo español, que malea las inteligencias y los corazones de sus hijos, y mata sus almas». Consecuencia inevitable de tales concepciones era el intento de romper la amistad y fraternidad con los demás españoles, sentimientos intolerables para Arana, y de marginar a los vascos reacios a aceptar sus doctrinas. Así, el PNV tendía a crear en Euzkadi[1] una sociedad alejada en lo posible del contacto con Maketania, influyendo mucho menos que el nacionalismo catalán en la historia española. Otro rasgo del PNV, su carácter antiliberal y semiteocrático, le valió el apoyo de buena parte del clero[2].
El nacionalismo catalán es más complejo, también más confuso, y así como en el vasco dominó una línea muy derechista, en aquél terminó por imponerse la izquierda. Parte del nacionalismo catalán pensaba en el resto de España como simple mercado reservado a su industria, otra parte aspiraba a elevar a las demás regiones al nivel material de Cataluña, y encabezar un estado imperialista «ibérico» desde Lisboa al Ródano. De ahí su proclividad a intervenir en la política general española. Solía negar la existencia de España, sustituida, también algo mágicamente, por el término «Estado español», estado de raíces fantasmales, e interpretaba la historia en clave victimista y lastimera, proclive a un exclusivismo resentido. Ello explica su papel ambiguo durante la Restauración, a la cual apoyó a veces, pero más a menudo socavó al lado de los revolucionarios, cuyo ímpetu aspiraba a encauzar, un poco como Azaña.
Aquellas aventuras desembocaron en la dictadura. La Lliga regionalista, el partido nacionalista de derecha dirigido por Francesc Cambó, incitó, probablemente, el golpe de Primo de Rivera, en 1923, ante la imposibilidad de frenar el terrorismo en Cataluña, pero luego negó su concurso a Primo. El nacionalismo catalán, de derecha o de izquierda, no ofendió gran cosa a la dictadura[3], ni ésta a aquél. Lo mismo ocurrió con el nacionalismo vasco.
Finalizada la dictadura, Cambó defendió, limitado por su precaria salud, una vuelta a la monarquía constitucional. El filósofo Ortega y Gasset, por entonces partidario entusiasta de la república, quiso atraerle a ella, pero Cambó rehusó, y Ortega «tuvo que escuchar una exposición serena de mis argumentos dirigidos a hacerle ver que aquella República de que me hablaba era un puro ensueño; que si la República venía (…) supondría el comienzo de una era de convulsiones para España (…). Al oírme, tuvo un ataque de furia. Salió del salón batiendo la puerta»[4].
En cambio los nacionalistas más o menos de izquierda, no articulados aún en verdaderos partidos, entraron en el Pacto de San Sebastián. El acuerdo entre ellos y los republicanos no resultó fácil. El nacionalista Carrasco i Formiguera, declaró: «A partir del nacimiento del nuevo régimen, Cataluña recaba su derecho a la autodeterminación y se dará a sí misma el régimen que le convenga». Es Maura quien lo relata: «A este desatino sucedió un silencio general y penoso». Maura contestó a Carrasco y los otros «algo que estoy seguro que tenían bien sabido: que por tal camino se iba derecho a la guerra civil». Según el acuerdo final, las Cortes aprobarían la autonomía una vez los catalanes la hubieran aceptado en referéndum[5].
El Pacto de San Sebastián fue verbal, un «acuerdo entre caballeros». Los nacionalistas, reticentes e incrédulos ante una república próxima, mostraron pocas ganas de participar en el Gobierno Provisional Revolucionario, constituido para prepararla. Sin embargo, cuando de forma tan inesperada nació, en abril del 31, el nuevo régimen, supieron explotar el desorden y la emocionalidad del momento para hacerse con el poder, colocar a sus hombres en todos los niveles de la administración regional, y proclamar, por boca de Maciá, la «república catalana», invitando a las demás regiones a entrar en una «confederación de pueblos ibéricos». Ello rompía el Pacto de San Sebastián, y prometía conflictos. Presionado, Maciá retiró la «república catalana», pero obtuvo lo esencial, pues copó la administración con gente adicta. Los republicanos y socialistas vieron en tales conductas una preocupante deslealtad.
Maciá, ya anciano, estaba en la cúspide de su gloria. Cambó, en sus momentos más bajos, observa con razonable acidez: «Francesc Maciá, a quien nadie tomaba en serio en los primeros años de la Dictadura, cuando hacía ridículas maniobras en los alrededores de París, se había convertido en un símbolo. La ida a Prats de Molló, que consistió en embarcar un día unas decenas de jóvenes uniformados en París, debidamente vigilados por la policía, para hacerse detener en Perpiñán, se presentaba como una gesta heroica»[6].
En marzo, sólo un mes antes de la república, varios grupos nacionalistas se habían fusionado, bajo la presidencia de Maciá, para formar la Esquerra Republicana de Catalunya, de acusado corte jacobino, y de peso muy notable en los destinos del régimen.
Los políticos de la Esquerra, entre ellos el leridano Companys, que iniciaba a sus 49 años una rutilante carrera política, se habían adueñado de la administración en Cataluña, y luego, gracias a ello y a su popularidad del momento, arrasaron en las elecciones, hundiendo a la Lliga de Cambó (36 escaños contra 3).También atrajeron los votos de la CNT, con la cual vivían una luna de miel, finalmente corta, pues los ácratas no se dejaron controlar. La CNT se rehízo con rapidez y violencia, asesinando a obreros de otros sindicatos, y promoviendo constantes disturbios, ante los cuales la Esquerra miraba hacia otro lado, o fingía buena cara.
En julio, Azaña consigna cómo «Maciá no está conforme con que se tomen medidas de excepción (…). No quiere indisponerse con los sindicatos, de quienes espera votos para el referéndum del Estatuto». Además, «las autoridades se rinden al ambiente sentimental (…), y como los niños besan a Maciá, los gobernadores se impresionan como ante un santón[7], y no se atreven a contrariarle». Un enviado de la Generalitat, Lluhí, fue a Madrid a tratar el caso. Entendía la gravedad del asunto, pero vacilaba. «Maura le hace observar cómo va a recibir la Generalidad la economía de Cataluña, si ésta continúa como hasta aquí, y de qué medios va a disponer para conservar el orden, si se encuentra con el sindicalismo desbordado, y con la industria paralizada, como ya lo está»[8]. Sin embargo, con el tiempo la Esquerra aplicaría una represión inmisericorde a sus turbulentos aliados de primera hora.
En agosto, la autonomía recibió masivo respaldo en referéndum, y comenzó un penoso trámite para aprobarla en Cortes. Muchos socialistas y republicanos recelaban de los nacionalistas, por las que juzgaban deslealtades anteriores; más recelaban las derechas, por la ambigüedad de la Esquerra hacia la unidad española; y causaba malestar la «comprensión» nacionalista hacia la violencia ácrata. Entre unas cosas y otras, las discusiones se prolongaban, como las de la reforma agraria, hasta que, en agosto de 1932, aprovechando la derrota de Sanjurjo, Azaña logró aprobar en las Cortes el estatuto. En cambio el estatuto vasco sufría la abierta hostilidad de socialistas y jacobinos, temerosos de «un Gibraltar vaticanista» en las provincias Vascongadas, debido al carácter del PNV, tan derechista y clerical.
En un muy citado discurso Azaña expuso: «Cataluña dice, los catalanes dicen: queremos vivir de otra manera dentro del Estado español. La pretensión es legítima; es legítima porque la autoriza la ley (…) constitucional. La ley fija los límites que debe seguir esta pretensión, y quién y cómo debe resolver sobre ella. Los catalanes han cumplido estos trámites y ahora nos encontramos ante un problema que se define de esta manera: conjugar la aspiración particularista o el sentimiento o la voluntad autonomista de Cataluña con los intereses o los fines generales y permanentes de España dentro del Estado organizado por la República».
Estas palabras limaron asperezas y dieron la impresión de superar el conflicto. Pero la Esquerra, ¿haría del estatuto una clave para su integración en España, o un resorte para la secesión? Casi todos los catalanistas lo aceptaban como un cuadro satisfactorio de convivencia, pero en la Esquerra tenían fuerza los separatistas, que presentaban a España como una entidad ajena o extranjera, y esperaban una ocasión favorable para romper la unidad.
Companys era más bien autonomista, y Maciá lo era sólo de modo provisional. Un mal presagio fue la creación de milicias por el grupo Estat Catalá, integrado en la Esquerra y dirigidas por Josep Dencás. Las milicias, llamadas escamots, «pelotones», por afinidad con las «escuadras» mussolinianas, tenían ideología izquierdista y estilo fascistoide. Declaradamente separatistas, cultivaban modos exaltados y violentos, gustaban de desfiles uniformados y aparatosos, y practicaban la intimidación y acciones de «castigo», en una de las cuales destrozaron los talleres de una revista satírica cuyas burlas les enfadaban. Llamadas, medio en broma, medio en serio, «el fascio de Maciá», generaban tensiones en la propia Esquerra, pero sus furores antiespañoles eran consentidos y estimulados, por creerlos un medio útil de presión frente a Madrid.
En noviembre del 33, al barruntarse el fracaso electoral izquierdista, la Esquerra llamó: «Contra el alud reaccionario, contra el fascismo, contra la dictadura, Cataluña, baluarte de la República». Y, dice Cambó, «se lanzó a toda suerte de violencias (…), se llegó a la rotura de urnas, cosa que no había ocurrido en Barcelona desde 1901, es decir, desde que por primera vez fue verdadero el sufragio. ¡Tenían que ser los que gobernaban la Cataluña autónoma los que diesen este triste espectáculo!». Contados los votos, la furia esquerrista llegó al summum. Su prensa clamó contra «la tropa negra y lívida de la inquisición y el fanatismo religioso», vencedora en las urnas por «el llamamiento al fanatismo, a la locura, a la traición, a la miseria moral y mental (…) de una conciencia de esclavo y de iluminado»; y dio la consigna: «el arma al brazo y en pie de guerra». «Tomen nota la Lliga, el obispo y su tropa siniestra (…) y mediten bien el significado de nuestras palabras (…). No amenazamos, advertimos (…). No hacemos literatura, nosotros». En vano les exhortó la Lliga a la paz, y a no repetir «la historia de España en el siglo XIX»[9].
Maciá murió en Navidad de ese año, y le sucedió a la cabeza de la Generalidad Lluis Companys, cuya compleja trayectoria política le había llevado, en opinión de Cambó, de ser «netamente anticatalanista» a un catalanismo de circunstancias. Como abogado, había defendido a muchos anarquistas, y tenía simpatías entre ellos. Durante la dictadura había sido detenido, pero pronto soltado sin acusaciones graves. En la jornada del 14 de abril de 1931 se había apoderado del Ayuntamiento, con algunos seguidores y ácratas, autoproclamándose alcalde de Barcelona. Para su embarazo, algunos nacionalistas le reprochaban su viejo historial.
Ante los comicios municipales catalanes, en enero del 34, las izquierdas unieron sus fuerzas, con ayuda de figuras como Azaña, Prieto, Marcelino Domingo o Casares Quiroga, preludio de un recobro de la unidad izquierdista en toda España. El título de «baluarte de la república» dado a Cataluña, volvía a testimoniar su concepción del régimen, no como un sistema democrático, sino como una propiedad de la izquierda. Lema curioso, además, porque el poder en Madrid había pasado, tras las elecciones, al más votado y antiguo de los partidos republicanos, el de Lerroux. La CEDA había aplazado su entrada en el gobierno, a fin, decía, de calmar los rencores.
En los meses siguientes menudearon los roces entre la Generalidad, dominada por la Esquerra, y el gobierno central, para alcanzar su culmen con motivo de una ley de contratos agrarios. Alegando abusos de la Esquerra, la Lliga había abandonado el Parlament, y la ley pasó en él sin trabas. Pero la Lliga, considerándola contraria a la tradición catalana y a los derechos de propiedad, la denunció ante las Cortes por rebasar el estatuto, y el conflicto llegó al Tribunal de Garantías Constitucionales, creado en tiempos de Azaña para resolver tales contenciosos. El tribunal dictaminó contra dicha ley, pero el gobierno, presidido por Samper y ansioso de aplacar a la Esquerra, propuso a ésta unos ligeros retoques «sin alterar en nada su contenido esencial», y promulgar la norma enseguida, para no dar tiempo a nuevos recursos.
Companys no sólo rechazó la decisión del tribunal, poniéndose en rebeldía, sino también la propuesta conciliatoria de Samper. «El fallo la culminación de una ofensiva contra Cataluña», y «los buenos catalanes» debían «defender su prestigio con la sangre de sus venas». «Tal vez yo os diré a todos: ¡hermanos, seguidme! Y toda Cataluña se levantará». El 12 de junio, mientras grupos de manifestantes gritaban «¡lucharemos hasta la muerte!», declaró en el Parlament: «Me han llenado de estupor unas declaraciones del (…) señor Samper, lanzando la sugerencia (…) de que tal vez, si se modificaban algunos aspectos (…) podría haber un plano de avenencia que, en este problema, la sola palabra nos cubre de vergüenza». A su entender Cataluña sufría «la agresión de los lacayos de la monarquía y de las huestes fascistas», y por tanto «se nos plantea el problema de si las libertades de Cataluña están en peligro por haberse apoderado de la República todo lo viejo y podrido que había en la vida española». No cabía la transacción, pues «¡oh amigos!, si eso sucediese y yo tuviese la desgracia de quedar con vida, me envolvería en mi desprecio y me retiraría a mi casa para ocultar mi vergüenza como hombre (…) y el dolor (…) de haber perdido la fe en los destinos de la Patria».
El nacionalista moderado Abadal advirtió, entre insultos de los demás, el deber de acatar al Tribunal, fundado con acuerdo de la Esquerra, y el riesgo de perder la autonomía por tales trifulcas. Companys le replicó: «Admitamos que Cataluña sea vencida y que nos arrebaten todas las libertades; pero como los que estamos al frente perderemos la vida, renacerá de una manera triunfante la nacionalidad catalana». Con cierta incongruencia añadió: «No somos hombres que nos dejemos llevar por los nervios ni por exaltaciones clamorosas momentáneas (…). Sabemos adoptar aquel tono ponderativo de táctica y equilibrio, de saber hacer (…). No somos unos insensatos». Según sus adeptos, por aquellos días la figura de Companys «adquiría proporciones épicas, de leyenda, mientras que Samper, Lerroux, Salazar Alonso [ministro de Gobernación], aparecían en su miserable minusculidad»[10].
Companys, a quien Azaña trata con desprecio, se parecía mucho a éste en su tendencia a utilizar y espolear fuerzas sociales que se les volvían incontrolables. Menos sobrio que Azaña, Companys era aficionado a escenas teatrales, como recoge Bolloten del comunista Serra Pámies, que le conocía bien: «Le daban ataques, se tiraba de los pelos, arrojaba cosas, se quitaba la chaqueta, rasgaba la corbata, se abría la camisa. Este comportamiento era típico». Sin embargo, su temperamento era más bien pacífico como el de Azaña.
Estos sucesos, de gran efecto sobre el régimen, han recibido interpretaciones varias. La izquierda y los nacionalistas los presentaron como causados por una provocación de la derecha a «Cataluña», pero suena más auténtica la versión de Amadeu Hurtado, agente negociador de la propia Generalidad en el conflicto: «Supe que a la sombra de aquella situación confusa, la ley de Contratos de Cultivo era un simple pretexto para alzar un movimiento insurreccional contra la República, porque desde las elecciones de noviembre anterior no la gobernaban las izquierdas»[11].
Las frases de Companys, coreadas por su partido y prensa, buscaban crear un clima de exasperación y rebeldía popular. Dencás fue nombrado consejero de Gobernación, a fin de preparar militarmente la revuelta: «Intentábamos organizar unas juventudes armadas, precisamente para traducir en hechos prácticos los clamores de heroísmo y de actitudes rebeldes (…) para implantar y hacer factible aquella revolución que todos los dirigentes en los actos y mítines predicaban a nuestro pueblo»[12].
Si bien los preparativos fueron ocultados cuidadosamente cuando el golpe fracasó, hoy sabemos que se trató de una estrategia deliberada para, en la intención de unos, separar a Cataluña del resto de España, y en la de otros, derrocar al gobierno legítimo.
El plan preveía instruir unas fuerzas armadas y utilizar los Mozos de Escuadra, las guardias Civil y de Asalto, bajo mando de la Generalitat en virtud de la autonomía, y depuradas en parte. Así, la legalidad era usada para preparar la guerra civil. También trabajaba la Esquerra las guarniciones, y atrayendo a bastantes oficiales del ejército. Los responsables locales serían advertidos por radio: «En todas las emisiones de las radios locales se hacían sonar al final unos golpes secos y acompasados que significaban que no había llegado aún el momento para el alzamiento, pero se sabía la consigna de aquellos golpes, que cuando fuesen seguidos y rápidos, serían la orden de insurrección inmediata». Hubo tratos, hoy todavía oscuros, con el PNV y el PSOE. Como en el caso de éste, la pretextada amenaza fascista carecía de base, sirviendo de coartada justificativa y para excitar a las masas[13].
Azaña rememora al Companys de aquel verano «como un iluminado; como hombre seguro de su fuerza, del porvenir, engreído por el triunfo fácil que le había procurado el Gobierno». Muchos nacionalistas propugnaban romper la unidad española; el «trapo infecto» de la bandera republicana fue hecho trizas en varias ocasiones, y menudeaban los insultos a España y «su sucia historia». Ello ocurría mientras el PSOE aprestaba su insurrección, y Azaña su golpe de estado en combinación con la propia Esquerra. Amadeu Hurtado anota cómo ciertos republicanos de Madrid «con una inconsciencia inexplicable (…), por aquello del baluarte de la república, venían a Barcelona a informarse y a seguir con entusiasmo las peripecias del movimiento que se preparaba, aunque fuera a favor del extremismo nacionalista»[14].
Companys y los suyos entraron en acción el 6 de octubre, cuando creyeron que la revuelta socialista cundía victoriosa por el país. Pero se vinieron abajo tan pronto como el general Batet -con cuyo apoyo o al menos inhibición habían contado- defendió resueltamente la democracia. Bastaron cuatro o cinco compañías de soldados y guardias para sofocar la intentona en una sola noche. Durante aquellas horas los jefes esquerristas lanzaron ardientes llamamientos a las armas, pero los catalanes, en su casi totalidad, respaldaron al poder legítimo. La CNT, resentida por la cruda represión sufrida de la Esquerra los meses anteriores, se mantuvo al margen.
Fracasados en octubre, y pese a no ser ilegalizados, la Esquerra y el PSOE procedieron a mitificar su revuelta. Companys había predicho que él y los demás jefes resistirían hasta la muerte, como ejemplo y semilla para un resurgir nacionalista, pero erró doblemente. Capitularon con singular facilidad, dando a la aventura un toque algo estrafalario, y pese a ello resurgieron al cabo de un tiempo. Así, el nacionalismo jacobino pudo haber naufragado en el ridículo, como vaticinó Alcalá-Zamora, pero tras una etapa de burla y desapego popular, se recobró, gracias, como en el caso del PSOE, a una campaña victimista hábil e insistente.
La campaña jugaba con el sentimiento catalanista, exaltando a los líderes del golpe como «héroes de Cataluña», vencidos con dignidad en lucha desigual por la libertad y los intereses catalanes: Companys y Cataluña «se encontraron juntos el 6 de octubre, y no se separarán jamás». «Companys es Cataluña. Cataluña es Companys», «Cataluña» había sufrido una derrota a manos del fascismo y la reacción, bien caracterizados por sus crímenes de Asturias. El proceso contra Companys y los suyos sirvió a los nacionalistas y la izquierda de eje para una recia propaganda. La Esquerra, como el PSOE, pretendía que en octubre sólo había ocurrido una «reacción popular espontánea» frente al «golpe fascista», como llamaban a la entrada de la CEDA en el gobierno. Los esquerristas ahora presos habrían intentado, precisamente, moderar esa reacción popular y darle un cauce viable, aun si no del todo legal, cosa lógica en aquellas condiciones extremas. Tal versión, como la del PSOE, negaba la evidencia, pues había sido la Esquerra la que había llamado a las armas, y el pueblo el que espontáneamente había hecho caso omiso. Pero los detenidos y la Esquerra sostuvieron con impavidez sus justificaciones[15].
Ante los jueces, pues, los procesados ocultaron celosamente sus preparativos de insurrección, envolviéndolo todo en nubes de exacerbada sentimentalidad. La prensa de izquierda en Madrid los presentaba como hombres simpáticos y honrados, entregados al bien de su pueblo y víctimas inocentes de unas circunstancias dramáticas. Dada la discreción de los implicados, quizá hoy seguiríamos ignorando los entresijos del golpe, de no ser por su necesidad de convertir a Dencás en chivo expiatorio, obligando a éste, en defensa propia, a hacer alguna luz sobre ellos.
El gobierno estuvo a punto de suprimir el estatuto de autonomía, pero sólo lo dejó en suspenso, mientras se normalizaba la situación. La Esquerra supo pintar la suspensión como un nuevo ataque a Cataluña, aunque ellos mismos la habían provocado al romper los tratos y acuerdos legales. El gobierno pudo haber puesto la autonomía en manos de la Lliga, pero la desconfianza creada hacia el nacionalismo en general era muy grande, y la interinidad se prolongó, bien explotada por los esquerristas. Otro éxito clave para éstos consistió en el cambio de actitud de la CNT. Reprimida antes por la Generalitat, incluso con métodos terroristas, se había abstenido en octubre, pero tras la derrota volvió a apoyar de hecho a las izquierdas, como en los primeros tiempos de la república.
Así, en las elecciones de febrero de 1936, los votos ácratas ayudaron a la Esquerra a obtener una amplia mayoría, mientras la Lliga, retrocedía acusadamente (12 escaños, frente a 36 izquierdistas). Companys y los suyos, liberados de la cárcel y despedidos en Madrid con un multitudinario mitin de simpatía, habían pensado presentarse en Barcelona y «tomar posesión del poder por la fuerza», apunta indignado Azaña, que los trata de pueriles[16] y hubo de hacer serios esfuerzos por reducirlos a los trámites legales. En los meses siguientes, la derecha catalana, atemorizada, apenas hizo oposición y llegó a un cierto acuerdo con la triunfante izquierda. Cataluña padeció menos disturbios que la mayoría de las regiones, pero la CNT recuperó su protagonismo, y la Esquerra no podía frenar sus amenazadores avances. El proceso revolucionario, aunque no muy estridente, se percibía con claridad, como un mar de fondo, para estallar con tremenda violencia en julio de 1936.