LARGO CABALLERO O LA REVOLUCIÓN PROLETARIA;
PRIETO, EL AMIGO SOCIALISTA DE AZAÑA
Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto fueron ministros en el gobierno provisional republicano, con Alcalá-Zamora, y luego durante el primer bienio, con Azaña. No volverían a ostentar cargos públicos bajo la república, aunque sí ya entrada la guerra. Sin embargo su papel fue decisivo en el destino del régimen, como jefes de los «batallones populares» con los que Azaña contaba.
Tanto Largo, madrileño con 62 años en 1931, como Prieto, bilbaíno de origen asturiano con 48 años, habían salido de lo más bajo de la escala social, y habían llegado a convertirse, por su esfuerzo y talento, en líderes sindicales y políticos. Su acción más destacada antes de la república había sido la dirección de la huelga revolucionaria de 1917, de carácter jacobino-socialista. Entonces habían aceptado el papel de «brazos» subordinados a la iniciativa republicana, pero Largo había salido de la experiencia furioso con los burgueses, que casi nada hicieron en la ocasión, y por quienes se consideró engañado y utilizado. No pensaba volver a sacarles las castañas del fuego. Coincidió en ello con Besteiro, pero no con Prieto. Los tres serían los grandes jefes del PSOE de la época, tras la muerte, en 1925, del fundador del partido, Pablo Iglesias.
El desengaño de 1917 influyó para que, al caer el régimen de la Restauración, Largo llevase al partido, contra la opinión de Prieto, a colaborar con la dictadura de Primo, en la cual Largo llegó a consejero de Estado. Esa colaboración hizo del sindicato socialista, UGT (Unión General de Trabajadores), el único potente, con un PSOE moderado en línea socialdemócrata. Al final de la dictadura, el PSOE-UGT era la principal, o la única, fuerza política y de masas organizada. De él iba a depender en mucho el curso de los acontecimientos.
Prieto deseaba ayudar a los republicanos a derrocar la monarquía, pero se oponían Besteiro y Largo. Éste menospreciaba a los republicanos, cuyas conjuras le parecían «dignas de ser representadas en un espectáculo de revista»[1]. Pero Prieto, con actos consumados, logró empujar al partido al pronunciamiento urdido en el Pacto de San Sebastián, y Largo terminó por ceder. El PSOE auxiliaría al golpe militar con una huelga general. No obstante, Besteiro seguía renuente, y llegado el momento saboteó la huelga en Madrid, favoreciendo el fracaso de la acción. Tales hechos causarían largos rencores en el partido.
Implantada la república, la conjunción del PSOE y los jacobinos marcó los dos primeros años. Esa alianza la entendían de modo diferente Prieto y Largo: el primero, en coincidencia con Azaña, como una política a largo plazo; el segundo, como un pacto pasajero a fin de asentar el régimen y usarlo como trampolín para saltar luego a un sistema socialista. ¿Cuándo? Lo dirían las circunstancias. Largo criticaba a Prieto: «Pretende que los más fuertes secunden a los más débiles», que «la gobernación del Estado debe estar encomendada a los partidos de menor arraigo en la opinión nacional, relegando a la calidad de servidores a los más numerosos y fuertes», con el PSOE en «el papel de mozo de estoques de don Manuel Azaña». Pero los socialistas: «No queremos [actuar] como unos subalternos a quienes se tenga simplemente para prestar un servicio»[2].
El problema, en suma, consistía en quién dirigiría a quién. Largo, coherente con el marxismo, doctrina oficial del partido, seguía la táctica expuesta ya en el Manifiesto de Marx y Engels, de apoyar a las fuerzas burguesas más progresistas, para arrastrarlas a la revolución, sin dejarse frenar por ellas. El proceso debía culminar en la destrucción –«la violencia es la partera de la historia», dijo Marx–, del sistema burgués, y la transformación radical de la sociedad mediante la dictadura del proletariado, que erradicaría la religión, la familia tal como era conocida, la propiedad privada de los medios de producción y, a la larga, el estado. Así pensaban Largo y otros muchos, y de ahí su pugna sorda con quienes aceptaban la primacía burguesa, como Prieto, y de otra manera Besteiro.
A los socialistas les repugnaban la indisciplina, querellas y desorden de los republicanos, y además sufrían la competencia de la CNT, que les motejaba de cómplices de los explotadores. En ese contexto, la impopularidad de Azaña después de Casas Viejas, y sus derrotas sucesivas en comicios parciales, convencieron a muchos socialistas de que la alianza con él les perjudicaba, y de que maduraban las condiciones para pasar del apoyo a los jacobinos a la lucha abierta contra la democracia burguesa: «Sin duda nos tenían por socialdemócratas inofensivos, cargados de prejuicios seudodemocráticos», se mofaba El Socialista en el verano del 33[3]. Largo lideró la ruptura con los republicanos, y recibió el título de Lenin español, como llamado a dirigir en España una revolución análoga a la rusa del 17.
Prieto, incapaz de hacer frente a Largo, le secundó no muy sinceramente. Sólo Besteiro rechazó aquella «locura colectiva». Llamó «vana ilusión infantil» a la consigna de dictadura proletaria, cada vez más popular en el partido, denunció la propaganda oficial y pronosticó un baño de sangre. Pero le desbordaba el empuje de los radicales o bolcheviques, así llamados por analogía con los seguidores de Lenin. Abatido, exclamaba: «¿Es que no habrá posibilidad de salir de esta locura dictatorial que invade el mundo?»[4].
En enero de ese año, 1933, Hitler había accedido al poder en Alemania, y comenzado a desmantelar las antes muy poderosas organizaciones socialistas y comunistas. La propaganda del ala bolchevique del PSOE sacó partido del suceso alemán para invocar un supuesto peligro de golpe fascista en España y justificar por él sus propios anhelos de dictadura. Según Largo, influido por intelectuales prosoviéticos como Araquistáin, Baraibar o Álvarez del Vayo, ya no había sitio para una democracia burguesa, y el país debía optar entre un régimen de estilo soviético y otro de estilo nazi.
En septiembre, el fuerte desgaste de Azaña movió al presidente Alcalá-Zamora a retirarle la confianza, y así terminó el bienio de izquierdas. El 1 de octubre, el Lenin español declaró en un mitin: «Nuestro partido es (…) revolucionario (…) cree que debe desaparecer este régimen». Propuso «crear un espíritu revolucionario en las masas, un espíritu de lucha», y encomió la dictadura proletaria: «aunque haya unos hombres que por motivos sentimentales digan: No, eso no; eso es algo horroroso, es inútil», pues «en España se va creando una situación, por el progreso del sentimiento político de la clase obrera y por la incomprensión de la clase capitalista, que no tendrá más remedio que estallar algún día». Al día siguiente, Prieto anunciaba en las Cortes: «Yo declaro, en nombre del grupo parlamentario socialista (…), que la colaboración del Partido Socialista en gobiernos republicanos, cualesquiera que sean sus características, su matiz o su tendencia, han concluido definitivamente». Decisión «indestructible e inviolable»[5].
En las elecciones de noviembre, el PSOE obtuvo 60 diputados (113 en 1931), pero salió incomparablemente mejor librado que los jacobinos, y sobre todo mantuvo sus sólidas organizaciones. Entonces quedó claro el anacronismo de colaborar con partidos tan insignificantes y desprestigiados como los republicanos de izquierda, no digamos de seguir su batuta. Había llegado la ocasión para el PSOE de luchar directamente por sus propios objetivos, marcados por la doctrina oficial: un régimen semejante al de Stalin, muy popular entonces en la propaganda de izquierdas.
El obstáculo seguían siendo Besteiro y los suyos, atrincherados en la dirección de la UGT. Los revolucionarios volcaron su energía en desalojarlos: «En la historia del Partido Socialista no existe antecedente de una lucha ideológica tan agria, tan violenta en su fondo y en su forma», explica Amaro del Rosal, uno de los bolcheviques. Besteiro acusaba a la prensa del partido de «envenenar a los trabajadores», y de seguir la línea soviética: «Por ese camino de locura decimos a la clase trabajadora que se la lleva al desastre, a la ruina y en último caso se la lleva al deshonor». «Vais a llegar al poder, si llegáis, empapados y tintos en sangre», auguró, y sólo para emprender luego otra lucha con la CNT. Pero los besteiristas, sometidos a una lluvia de acusaciones, presiones e intimidación, terminaron excluidos de cualquier poder efectivo en el partido y el sindicato[6].
Vencedores, Largo y Prieto prepararon la revolución. Una comisión secreta coordinó e instruyó al partido, al sindicato y a la juventud. Hoy conocemos las instrucciones: la insurrección debía entenderse como guerra civil, y desarrollarse con la máxima violencia. Fueron organizados grupos de choque, depósitos de armas, células en las tropas y cuerpos policiales, y la colaboración de bastantes jefes militares. En este empeño transcurrió la mayor parte del año 34. El tono del partido se exaltó: «En las elecciones de abril [del 31] los socialistas renunciaron a vengarse de sus enemigos y respetaron vidas y haciendas; que no esperen esa generosidad en nuestro próximo triunfo. (…) La consolidación de un régimen exige hechos que repugnan, pero que luego justifica la historia (…). El socialismo ha de acudir a la violencia máxima para desplazar al capitalismo. La revolución no puede tener por objeto asustar al capital, sino destruirlo.»
A la acusación de predicar la guerra civil, Largo replicaba: «Pongámonos en la realidad, estamos en plena guerra civil». Las consignas de las Juventudes Socialistas tenían el mismo estilo: «¡¡Estamos en pie de guerra!! ¡Por la insurrección armada! ¡Todo el poder a los socialistas!»; anunciaban su disposición entusiasta a ejecutar a numerosos enemigos, y cultivaban «Un poso de odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida». Tal era el lenguaje y la actitud, casi nunca citados por cierta historiografía[7].
El PSOE creía poder empujar a las masas a la lucha, pero algo indicaba la falta de un clima bélico en los obreros: la caída en la afiliación a la UGT, que llegó a bajar de los 400.000 miembros efectivos –suele atribuírsele un millón y hasta un millón y medio de afiliados, aunque probablemente nunca por entonces pasó de los 700.000–[8]. El retroceso no desanimó a los bolcheviques.
El alzamiento se desencadenó el 4 de octubre, con el pretexto de la entrada, presentada como golpe fascista, de tres ministros de la derechista CEDA en el gobierno. El 6 se unía al PSOE la Esquerra catalana, dueña de la Generalitat. La rebelión originó episodios sangrientos en 26 provincias, con numerosos muertos en Madrid, Barcelona, Guipúzcoa, Vizcaya, León, Santander, Zaragoza, Albacete, etc. En Asturias los rebeldes se impusieron durante casi dos semanas, obligando a complejas operaciones bélicas. Murieron casi 1.400 personas, y quedaron destruidos cientos de edificios (iglesias, centros culturales, la Universidad de Oviedo, colecciones de arte y libros, edificios públicos, fábricas), saboteados ferrocarriles y carreteras, etc. Fue el mayor intento revolucionario en Europa Occidental desde la Comuna de París, 64 años antes, y las izquierdas obreristas en todo el mundo lo celebraron como un hito en el camino de la emancipación humana.
La revuelta ha sido explicada como un movimiento espontáneo o apenas preparado, «defensivo», producto de un temor popular al golpe fascista, e impuesto a los líderes del PSOE por las masas, indignadas y rebeldes a causa de las sevicias y el hambre sufridos por culpa de la patronal y el gobierno «reaccionario». Así lo han planteado desde H. Thomas a Broué y Temime, Santos Juliá, Fusi, Tuñón, D. Ruiz, Preston, Díaz-Nosty, Jackson y un largo etcétera. Coincidencia extraordinaria, incluso en estudiosos de tendencia derechista como García de Cortázar. Y sin embargo se trata de una versión perfectamente falsa, ciñéndose mucho más a los hechos las versiones opuestas, a menudo desdeñadas, como las de R. de la Cierva, Aguado, Teruel, Sánchez García-Saúco, etc. Actualmente ya no hay duda de que la insurrección fue preparada cuidadosamente por la dirección socialista, con el fin de imponer una dictadura de estilo soviético, a su juicio liberadora. Y la población, lejos de presionar en pro de la rebelión, desoyó los llamamientos a las armas –con la única excepción de la cuenca minera asturiana–. Tampoco sufrían las masas más hambre que en el bienio izquierdista, pues el hambre empezó a remitir lentamente en el período de centro derecha, como indica el número de muertos por esa causa, de 260 en 1933, más del doble que en 1930, a 233 en 1934.
En cuanto al peligro fascista, Besteiro no creía en él. Los demás le contradecían, pero ¿lo hacían sinceramente? Éste es un problema clave. Una extensa bibliografía pinta a unos socialistas angustiados, quizá erróneamente, pero con bastantes razones, por el fascismo de la derechista CEDA. Hoy está claro que sabían muy bien que la CEDA no era fascista. Araquistáin, principal teórico bolchevique, negó, en plenos preparativos de la revuelta, la existencia de tal peligro… en la revista norteamericana Foreign Affairs: no existían en España condiciones sociales y políticas para el fascismo, escribía. Y hubo declaraciones semejantes del mismo Largo. La prueba fehaciente de su convicción resplandece en el acuerdo de los dirigentes de no reivindicar la revuelta si ésta fracasaba, a fin de aprovechar las garantías de la legalidad burguesa y eludir en lo posible la represión posterior. Es decir, apelaban al peligro fascista como justificación y para excitar a las masas, pero en realidad contaban con que la democracia subsistiría incluso después de un fracaso de su intentona, y podrían explotarla. Y acertaron. De haber reivindicado su acción, aclara muy bien S. Carrillo, uno de los jefes bolcheviques: «Aparte de la suerte personal que hubiéramos podido correr en el momento, nuestras organizaciones hubieran sido aplastadas y no se hubieran mantenido y fortalecido tan rápidamente»[9].
La insurrección marcó el comienzo del derrumbe de la república. Se la ha equiparado al pronunciamiento de Sanjurjo, dos años antes, pero no hay base para ello. Con Sanjurjo sólo se rebeló un sector insignificante de la derecha, mientras que en octubre del 34 lo hicieron los principales partidos de la izquierda, con el apoyo moral de los jacobinos, y, cosa realmente notable, contra una legalidad diseñada por ellos mismos. Fue, como la llamó acertadamente G. Brenan, «la primera batalla de la guerra civil». Podría no haberlo sido y quedar como un hecho aislado, si los revolucionarios hubieran entendido el fracaso como prueba de haber seguido un camino errado. Así lo pensó Prieto, huido al extranjero, pero Largo Caballero, detenido en Madrid y luego absuelto por «falta de pruebas», lo interpretó como un revés pasajero dentro de una estrategia general acertada. Se trataba de persistir, aprendiendo de la experiencia para triunfar en la próxima ocasión.
El año siguiente, 1935, transcurrió, en cuanto al PSOE, en una lucha interna casi feroz entre Prieto y Largo. Pareció ganar Prieto, al hacerse con el órgano oficial del partido, El Socialista, y con la dirección del partido. Además, logró imponer su política de apoyo y subordinación a los jacobinos en un nuevo pacto con Azaña, que fraguaría en el Frente Popular. Pero Largo conservó la hegemonía en las juventudes, en federaciones clave como la de Madrid, y en la UGT, base de masas del partido. Aceptó pactar con Azaña, pero con fines muy distintos de los de Prieto: ganar las elecciones y con ellas la amnistía, para reorganizarse e insistir en la vía revolucionaria. La vuelta a una alianza como la del primer bienio era ilusoria.
Principal consigna unitaria del Frente Popular fue la amnistía de los detenidos por la rebelión de octubre. Toda la izquierda se volcó en una enorme campaña de propaganda contra el centro-derecha en el poder, acusándole de una represión inhumana en Asturias, de orgías de asesinatos, violaciones y torturas, con abundancia de detalles espeluznantes. Prieto descolló en esa campaña, de trascendentales efectos, pues suministró a las izquierdas, incluidos los anarquistas, un motivo de unidad, y exacerbó en las masas un espíritu de indignación, revancha y odio. El golpe de octubre había fracasado ante todo porque, evidentemente, no existía un clima de guerra civil en la población, pero la campaña posterior sobre la represión enconó los ánimos de modo terrible. No obstante, las acusaciones sobre la represión fueron casi todas falsas o muy exageradas. Llegado al poder, el Frente Popular rehusó investigar y aclarar los hechos denunciados, que tanto le habían beneficiado electoralmente.
Tan pronto las elecciones de febrero del 36 dieron la victoria a las izquierdas, quedó de relieve la doble orientación dentro del PSOE, llevándolo al borde de la escisión. Los prietistas respaldaron a Azaña, pero los bolcheviques lo socavaron. Escribirá Largo: «El señor Azaña creyó que iba a gobernar una Arcadia feliz. Que por el hecho de estar él en el poder se terminarían los conflictos entre patronos y obreros y no habría huelgas, y que los trabajadores sufrirían con paciencia la explotación capitalista esperando ser emancipados por él con su programa electoral. Como a pesar de haber un Gobierno republicano se producían huelgas, se desesperaba»[10].
Había mucho más que huelgas. Los seguidores del Lenin español y otros impusieron enseguida la amnistía, la invasión de fincas, etc., entre incendios, asaltos y atentados; infiltraron la policía y el ejército, y reorganizaron sus milicias, que a veces desfilaban con armas. En suma, establecieron un doble poder.
A menudo se ha tachado de ciega o absurda esta táctica de Largo Caballero, por acosar a un gobierno después de todo muy izquierdista y resuelto a impedir la vuelta de la derecha al poder. Sin embargo, aclara el socialista Vidarte –uno de los jefes de octubre–, era una táctica muy coherente: el Frente Popular ofrecía a los bolcheviques la ocasión de alcanzar el poder sin necesidad de arriesgarse a una nueva revuelta ni a nuevas elecciones. Les bastaba desgastar y llevar a la crisis a Azaña para, de modo legal, sucederle como miembros del Frente Popular[11]. Única sombra en esa estrategia: que la derecha, empujada a la desesperación, se adelantase a golpear.
En paralelo al desorden público, crecían las discordias en el PSOE. Al asumir Azaña la presidencia del estado, tras expulsar a Alcalá-Zamora, se pensó en Prieto para dirigir el gobierno. Muchos le creían el único capaz de afrontar el caos, pero el sector de Largo lo impidió, recayendo el cargo en el excitable Casares Quiroga. A primeros de mayo, Prieto hizo su célebre llamamiento: «¡Basta ya! ¡Basta, basta! (…) Lo que no puede soportar un país es la sangría constante del desorden público sin finalidad revolucionaria inmediata, lo que no soporta una nación es el desgaste de su Poder público y de su propia vitalidad económica, manteniendo el desasosiego, la zozobra y la intranquilidad. Podrán decir espíritus simples que ese desasosiego, esa zozobra, esa intranquilidad, la padecen sólo las clases dominantes. Eso, a mi juicio, constituye un error».
Pues las «clases dominantes», más bien dominadas a la sazón, podían tener una reacción peligrosa. Ello inquietaba menos a Largo, a cuyo juicio un golpe militar derechista sería aplastado por el movimiento popular.
Las tensiones en el PSOE llegaron a tal extremo que a finales de mayo Prieto y varios de los suyos estuvieron cerca de perder la vida en un mitin, en Écija, a manos de los seguidores de Largo, de quienes tuvieron que huir defendiéndose a tiros, y protegidos finalmente por la Guardia Civil. Por entonces Prieto se desesperaba también por la conspiración militar derechista. Instó al gobierno a desarticularla, pero, para su indignación, Casares se negó, creyendo tener la trama bajo control y poder aplastarla en el momento oportuno.
Posiblemente Prieto y Largo llegasen a un cierto entendimiento a principios de julio, ante los rumores crecientes de golpe militar. En estas circunstancias ocurrió el atentado que obligaría a los conspiradores a actuar sin demora: el secuestro y asesinato de Calvo Sotelo, por parte de un extraño grupo compuesto de guardias de asalto y milicianos socialistas, al mando de Condés, un capitán de la Guardia Civil. Calvo Sotelo, monárquico, era cabeza de la oposición, junto con Gil-Robles, líder de la CEDA, el cual se salvó por no estar en casa cuando fueron a buscarlo los pistoleros.
Sobre este crimen se han formulado diversas versiones. Según una, oficial en cierto modo en el PSOE, y refrendada por estudiosos como I. Gibson, se trató de una venganza espontánea de unos cuantos policías y milicianos por el asesinato del teniente Castillo, instructor de las milicias socialistas. De ser cierta esa hipótesis, testimoniaría la extrema descomposición de las fuerzas de orden público; pero aun siendo esa descomposición real, la idea suena inverosímil. Por estúpidos que fuesen los verdugos, no podían ignorar que tal atentado suponía la guerra civil. Otras versiones hablan de un crimen premeditado, de origen masónico, desde la organización militar izquierdista UMRA.
No ha solido atenderse a una hipótesis que, sin oponerse al supuesto masónico, es a mi juicio la más fundada: la intervención, o al menos inspiración, de Prieto. El atentado tuvo el efecto de forzar a los militares conjurados a salir de una vez a la palestra, y a duras penas puede creerse que no fuera ése el fin premeditado. ¿Y quién tenía interés en lograr tal efecto? Desde luego, Prieto. Él consideraba la situación insoportable, y le oprimía el ánimo la conspiración militar. Frustradas sus gestiones para forzar al gobierno a desarticularla, una táctica bastante lógica sería la de provocarla a saltar de una vez, sin dejarle tomar la iniciativa.
Pero no se trata de un simple ejercicio de lógica algo abstracto. Muchos indicios tangibles convergen en Prieto. El director del secuestro y asesinato, Condés, le era muy afecto, y el autor material del crimen, Cuenca, era miembro destacado de su guardia personal, llamada «la Motorizada», y probable salvador de su vida cuando estuvo a punto de ser linchado en el mitin de Écija. A las dos semanas, el sumario del crimen fue robado a mano armada por milicianos… prietistas.
Si estos hechos llaman mucho la atención, no menos la conducta de Prieto en los días siguientes. Según él, Condés se presentó a él «abrumado por el deshonor» y presto al suicidio, pero la estampa no encaja en el odio crispado de entonces, cuando Calvo y Gil-Robles habían recibido amenazas de muerte, y muchos izquierdistas considerarían un timbre de gloria hacerlas efectivas. El sentir reinante lo expresó crudamente Ángel Galarza, ministro de Gobernación poco tiempo después: «A mí el asesinato de Calvo Sotelo me produjo un sentimiento. El sentimiento de no haber participado en la ejecución»[12]. Algo indica, en cambio el argumento con que Prieto dice haber disuadido a Condés de su supuesta intención suicida: la guerra estallaría enseguida. Y desde luego no lo denunció. Le ayudó a ocultarse de la justicia.
El día 15, en la dramática discusión por el atentado en la Diputación Permanente de las Cortes, Prieto tuvo un lapsus extraño, o quizá no: por tres veces llamó «Gil-Robles» al asesinado, cuenta Zugazagoitia. Gil-Robles estaba, en efecto, entre los objetivos de la operación. Y tiene el mayor significado, a mi juicio, el intento de Prieto de igualar aquel asesinato con el de Castillo. Con ello igualaba a las fuerzas de seguridad del estado con un grupo terrorista, cosa quizá no del todo disparatada para esos días, pero a él no podía escapársele la desproporción política entre el asesinato de un líder muy principal de la oposición, y el de un teniente de policía, uno más entre los muchos de la época. La equiparación carece de la mínima base en esos términos, pero tiene un significado perfecto como excusa propagandística para justificar el magnicidio y velar de paso su verdadera motivación.
Los indicios no demuestran taxativamente la hipótesis, pero son muy sugestivos. En mi opinión, todo pudo haber sucedido así: Prieto y otros habrían acordado utilizar cualquier asesinato derechista como pretexto para liquidar a Gil-Robles y a Calvo Sotelo, y desencadenar la acción bélica. Ello explicaría que Prieto se hallara descansando en Vizcaya el día mismo de la acción. Al siguiente, en su periódico El Liberal, de Bilbao, escribía unas expresivas frases: «Hoy se dijo que la trágica muerte del señor Calvo Sotelo serviría para provocar el alzamiento de que tanto se viene hablando. Bastó este anuncio para que, en una reunión que sólo duró diez minutos, el Partido Socialista, el Partido Comunista, la Unión General de Trabajadores, la Federación Nacional de Juventudes Socialistas y la Casa del Pueblo quedaran de acuerdo (…) para una acción común. (…). Será una batalla a muerte, porque cada uno de los bandos sabe que el adversario, si triunfa, no le dará cuartel. Aun habiendo de ocurrir así, sería preferible un combate decisivo a esta continua sangría [cursivas mías]».
A su vez, el diario Claridad, órgano del sector bolchevique del PSOE, decía: «Sea la guerra civil a fondo (…). Todo menos el retorno de las derechas». Así pues, los dos sectores del PSOE, enfrentados casi a muerte poco tiempo antes, se unieron en aquel momento crucial. ¿O fue antes del asesinato de Calvo? En todo caso, observa S. Payne, iban a tener más guerra civil a fondo de la que pensaban[13].
Sorprendentemente casi todos los historiadores han subestimado estos indicios o no los han interrelacionado. La causa yace, como en el caso de Azaña, en la imagen propagandística del personaje, presentado, por lo común, como hombre de espíritu sentimental, abierto y noble, a veces incontrolable y dado a la intriga, pero esencialmente moderado, un político hábil, experto y muy patriota. Esa imagen, aunque negada por Largo, la han compartido la mayoría de los historiadores y políticos izquierdistas, y también muchos derechistas, como Alcalá-Zamora, Maura, y los mismos Gil-Robles o José Antonio.
Sin embargo Prieto fue también uno de los jefes de la huelga revolucionaria de 1917 y luego el principal agitador cuando el desastre de Annual, implicando en él al rey, sin prueba alguna, y empujando al derrumbe al régimen constitucional. En 1934 secundó a Largo Caballero para la guerra civil, ayudando a defenestrar a Besteiro, el líder demócrata y moderado. Entonces ideó, según Largo, cortar el agua a Madrid, y según Vidarte, el «putsch a lo Dollfus», un plan para adueñarse de centros administrativos vitales mediante milicianos disfrazados de guardias civiles y de asalto, imitando un golpe nazi similar en Austria. Luego destacó en la campaña sobre la represión en Asturias, que tales odios fomentó; y urdió, con Azaña y Strauss, la liquidación del Partido Radical y de Lerroux. Él fue, también con Azaña, quien expulsó a Alcalá-Zamora de la presidencia de la república, en una maniobra que deslegitimó al gobierno y dio un paso más hacia la guerra. Estos y otros hechos modifican su imagen tradicional, y hacen verosímil su implicación, no probada pero a mi entender muy probable, en el atentado contra Calvo y Gil-Robles.
En cuanto a Largo, muy ensalzado por toda la izquierda durante la república y parte de la guerra civil, sería después vilipendiado por comunistas y prietistas. Los historiadores, en su mayoría, tienden a considerarlo un burócrata gris, vanidoso y con manías de grandeza, de escaso talento, marxista superficial, etc. Pero la descripción no hace justicia al hombre a quien rindieron pleitesía casi todas las izquierdas durante años, llegado a su puesto dirigente por su esfuerzo personal, y vencedor en la mayoría de las querellas partidistas, sobre rivales presuntamente más inteligentes y políticos, como Prieto y Besteiro. Su marxismo fue coherente, y él llevó a España más cerca de la revolución que los líderes correligionarios de cualquier país occidental. Desde el punto de vista de las izquierdas de entonces, esto es un inmenso mérito, aun si supuso la guerra civil, coste alto, pero compensador para ellos, en pro de un régimen totalitario y emancipador, como deseaba la mayor parte de la izquierda.