Capítulo 2

AZAÑA, LA INTELIGENCIA JACOBINA Y
LOS GRUESOS BATALLONES POPULARES

Si Alcalá-Zamora presidió la república durante prácticamente los cinco años de existencia de ella, Azaña dirigió el gobierno del primer bienio, perdió el poder por otros dos años, y lo recuperó en febrero de 1936, para ocupar en mayo el puesto de don Niceto, una vez destituido éste. Luego, tras el alzamiento del 18 de julio, siguió presidiendo durante casi tres años un régimen que propagandísticamente se seguía llamando II República, pero con muy poco en común con ella.

En contraste con Alcalá-Zamora, la historiografía ha prestado a Azaña la máxima atención: no menos de treinta biografías más o menos completas, cientos de semblanzas, artículos y comentarios. Ningún prohombre republicano ha suscitado tanto examen y polémica, predominando, en los últimos veinte años, las opiniones laudatorias. Su complejo carácter ha dado lugar asimismo a mil versiones. Dentro de las diferencias, tenía llamativas similitudes con don Niceto: ambos de familia acomodada, excelentes estudiantes y luego oradores, llegarían a creerse indispensables para la república, y descargarían en los demás la culpa de todos los males. Entre los republicanos de izquierda o jacobinos, Azaña destacaba muchos codos por su talento político, intelectual y literario, dotes algo menguadas por un talante adusto, mordaz, frívolo e inestable. Tenía 51 años al llegar la república, y era de Alcalá de Henares.

Algunos estudiosos de derechas le han dedicado incondicional aversión (J. Arrarás); otros, abierta simpatía (E. Aguado, J.Tusell, F. Jiménez Losantos en sus primeros libros). La derecha ha solido respetar sus dotes de orador e intelectual, si bien culpándolo mucho o algo por la guerra. Las izquierdas lo tratan con favor: Azaña encarnaría el gran designio de democratizar y modernizar el país, frustrado por los errores de la izquierda extremista, pero sobre todo de los horrores de la derecha autoritaria o fascista, tachada de refractaria a cualquier reforma que afectase a sus privilegios.

Para J. Marichal, «Pocas figuras hay en la Europa contemporánea tan originales y tan reveladoras del drama histórico del medio siglo 1898-1939. Intelectual de raza, fue también hombre de notables aptitudes ejecutivas, combinándose en él nuevamente las «armas» –la capacidad para el mando y el gobierno– y las «letras». «Surgió en 1931 como la personalidad más vigorosa de su tiempo». «Se opuso a la violencia y a la venganza». Tuñón de Lara y S. Juliá coinciden: su poder descansaba «sólo en la posesión de la razón máxima, de la más clara palabra». J. Tusell y G. Queipo de Llano lo consideran «la vida española más interesante del siglo XX», aunque empiezan por atribuirle una «indomable resistencia», puramente imaginaria, a la dictadura de Primo de Rivera. Y un largo etcétera. Más analíticos y menos ditirámbicos resultan libros como los de J. M. Marco, F. Jiménez Losantos o F. Suárez[1].

Azaña se inició en la política con poca fortuna, durante la monarquía y en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez, que había de ser asesinado veinte años después, en 1936, en una cárcel del régimen presidido por el propio Azaña. El republicanismo de éste data de la dictadura de Primo, hacia la cual muestran sus escritos una intensa hostilidad, no traducida en acción. Ido el dictador, se sumó al proyecto impulsado por Maura y Alcalá-Zamora en el Pacto de San Sebastián, para traer la república.

Se reveló como orador el 28 de septiembre de 1930, en un mitin en la plaza de toros de Madrid. Allí afirmó: «Todos cabemos en la República»; pero matizó que ésta «será pensada y gobernada por los republicanos», idea jacobina, no democrática –máxime siendo escasos los republicanos–, y no ocasional, sino concepción clave y repetida en su pensamiento, sin la cual no podrá entenderse su conducta política.

Por esas fechas aclaró sus planes en un discurso en el Ateneo de Madrid, influyente centro cultural presidido por él. La transformación política, anunció, sería dirigida por «la inteligencia», es decir, por los republicanos afines al propio Azaña, auxiliados por «los gruesos batallones populares» en calidad de «brazos», los «brazos del hombre natural, en la bárbara robustez de su instinto». Concebía esa tarea como «vasta empresa de demoliciones», como «empresa demoledora» de la herencia histórica de España –que comparó a la sífilis–, pues «Ninguna obra podemos fundar en las tradiciones españolas, sino en las categorías universales humanas». El futuro «no me importa. Tan sólo que el presente y su módulo podrido se destruyan. Si agitan el fantasma del caos social, me río». Con ese optimismo, advirtió: «No seré yo (…) quien siembre desde esta tribuna la moderación». Este discurso, pronunciado cuando preparaba la toma del poder, ha recibido poca atención, y sin embargo no puede ser más iluminador: refleja casi proféticamente el futuro y define una actitud jacobina[2].

En otros lugares explicó Azaña su atracción por el jacobinismo: «En el ápice del poderío, más aire me hubiese dado a Robespierre que a Marco Aurelio», e interpretó así las razones del profeta del terror revolucionario francés: «La inteligencia no es libre: es sierva de la verdad». La verdad imponía, en consecuencia, asestar «terribles tajos». Sin embargo Azaña era por naturaleza más bien pacífico, se describe a sí mismo como «indolente», y temía «los horrores de la revolución social». Pero pensaba explotar y encauzar ese impulso revolucionario a fin de democratizar y modernizar España tal como él lo entendía.

Al jacobinismo español lo distinguía una débil producción intelectual y un cerrado anticatolicismo. Se creía portador de la democracia y la libertad, y con derecho, por ello, a imponer su poder en toda circunstancia, y a aliarse con las fuerzas más extremistas. En el siglo XIX los jacobinos se llamaron liberales «exaltados», luego «progresistas» y por fin republicanos. Eran pocos, pero disponían de núcleos activos en el ejército, y con ellos dieron numerosos golpes militares, los «pronunciamientos».

Desentendido del posible caos social y de la moderación, Azaña apoyó, sin duda, el plan de imponer la república por medio de un pronunciamiento. Al fracasar éste, en diciembre de 1930, se ocultó[3], y si bien no tuvo parte alguna en la llegada del nuevo régimen, pronto destacó como uno de sus principales líderes. Reveladora fue su actitud ante la quema de templos, bibliotecas, etc., apenas llegada la república. Entonces se opuso en redondo a usar la fuerza pública para detener a los incendiarios, amenazó con provocar una crisis política si no se le hacía caso, y pronunció la frase: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». Según don Niceto, «la furiosa actitud de Azaña planteó, con el motín y el crimen ya en la calle, la más inicua y vergonzosa crisis de que haya memoria»[4]. No obstante, hay consecuencia en su actitud: ¿no provenían los incendios del «hombre natural en la bárbara robustez de su instinto», puesto a demoler la historia de España, materializada en los templos y en las actividades culturales de la Iglesia, enemigo muy fundamental a abatir? No creo distorsionar su punto de vista al señalarlo.

La misma coherencia mostrará el 13 de octubre en los debates parlamentarios sobre la Constitución, empeñando todo su vigor dialéctico en proscribir la enseñanza religiosa. Objetivo esencial a su juicio, pues si bien «tenemos la obligación de respetar la libertad de conciencia», urgía mucho más «poner a salvo la República y el Estado»: «No me vengan a decir que esto es contrario a la libertad, porque esto es una cuestión de salud pública». Y decidió, osadamente: «España ha dejado de ser católica». Estaba en pleno «proceso de demoliciones».

Los disgustos, sin embargo, no le llegaron de los divididos y asustados católicos, sino de algunos «gruesos batallones populares» refractarios al liderazgo de «la inteligencia»: la CNT anarquista, que había ayudado a traer la república, votando sus candidaturas, enseguida pasó a organizar revueltas y desórdenes. Este «caos social» ya preocupó a Azaña, que decidió reprimirlo «con la mayor violencia», en sus propias palabras. Cuando la insurrección ácrata de enero de 1932, Fernando de los Ríos, ministro en su gabinete, ante su medida de «fusilar a quien se cogiese con las armas en la mano, quiso disentir, pero yo no le dejé, y con mucha brusquedad le repliqué que no estaba dispuesto a que se me comiesen la República. Todos los demás ministros aprobaron mi resolución». La represión fue, pues, muy dura. Según los líderes de la CNT, «las cárceles se llenaron de bote en bote y las torturas estuvieron a la orden del día». Más de un centenar de presos fue deportado a África en virtud de la Ley de Defensa de la República, promovida por Azaña, que permitía al gobierno prescindir de la Constitución en la práctica. Esa ley fue aplicada a menudo, cerrando prensa, imponiendo multas o deteniendo a personas sin acusación. Azaña había advertido: «La República es de todos los españoles, gobernada, regida y dirigida por los republicanos, y ¡ay del que intente alzar su mano contra ella!», «A la amenaza responderé con la acción, y a la acción de otro con una acción centuplicada por la furia del poder, atacado en su justa posesión del mando»[5].

En enero de 1933 ocurrió la matanza de Casas Viejas, en Cádiz, donde la Guardia de Asalto asesinó a 14 campesinos prisioneros, y a otros varios, anarquistas, incendiando el chamizo donde resistían. Azaña fue acusado de ordenar «tiros a la barriga». La acusación puede muy bien ser falsa, pero la tragedia tiene clara relación con la línea azañista de «máxima violencia» contra el «hombre natural» desmandado. Casas Viejas marcó el comienzo de su caída.

Más éxito tuvo Azaña, al principio, con otros «batallones populares», los socialistas. Comenzó su gobierno, en diciembre del 31, en alianza con el PSOE, aceptando éste una posición subordinada, pese a tener muchos más votos que los jacobinos. Sin embargo la disposición socialista a dejarse regir por la «inteligencia» republicana, duraría poco. A lo largo de 1933, Azaña pudo comprobar cómo el PSOE se radicalizaba y reclamaba la «dictadura del proletariado». Y el 2 de octubre, en las Cortes, el líder socialista Prieto proclamaba la ruptura con los republicanos, «cualesquiera sean sus características, su matiz y su tendencia».

La «inteligencia», por tanto, había perdido sus «brazos». Desastre agravado porque la «inteligencia» republicana demostraba ser muy exigua. Azaña lamenta constantemente en sus diarios la ineptitud y botaratería de los partidos republicanos y sus líderes, a la mayoría de los cuales trata con profundo menosprecio. Gordón Ordás, jefe radical-socialista es un «pedante fracasado», «insigne albéitar», que «se ha afanado por adquirir una ilustración vasta y general, sin que podamos estar seguros de que la haya asimilado». De Marcelino Domingo deplora: «¿Qué sería un Gobierno presidido por este hombre? ¿Y qué puede ser la reforma agraria dirigida por él?». Álvaro de Albornoz queda retratado como un simple que «no se entera de nada», «ha fracasado hasta un extremo que raya en lo cómico». Y así sucesivamente[6].

Del conjunto, no piensa mejor. Describe un congreso del Partido Radical Socialista, el más votado entre los republicanos de izquierda: «Llevan tres días, mañana, tarde y noche, desgañitándose. Y lo grave del caso es que de ahí puede salir una revolución que cambie la política de la república (…). Después de tan feroces discusiones, se han echado a llorar oyendo el discurso de Domingo; se han abrazado y besado, han gritado (…) gente impresionable, ligera, sentimental y de poca chaveta». De otros afines comenta: «No saben qué decir, no saben argumentar». «No se ha visto más notable encarnación de la necedad.» El desprecio llega a la amargura: «Me entristezco casi hasta las lágrimas por mi país, por el corto entendimiento de sus directores y por la corrupción de los caracteres (…). Veo muchas torpezas y mucha mezquindad, y ningunos hombres con capacidad y grandeza suficientes para poder confiar en ellos (…). ¿Tendremos que resignarnos a que España caiga en una política tabernaria, incompetente, de amigachos, de codicia y botín, sin ninguna idea alta?». Ningún enemigo del régimen ha pintado de él y sus hombres un retrato tan lúgubre[7].

La pretensión de gobernar en tales términos y con tales métodos se justificaba en la intención de «modernizar el país». Intención que su biógrafo Santos Juliá califica: «Es de todo punto imposible negarle grandeza, la misma que conserva aún el propósito de la República de establecer un marco de convivencia democrática para una sociedad escindida»[8]. Pero todos los datos indican más bien una convivencia democrática muy discutible, y una escisión social cada vez más profunda en el marco republicano. En sus dos años de gobierno hubo muchos más obreros y no obreros muertos por la fuerza pública o en otras violencias políticas (no menos de 200, la cifra más alta del siglo para un período tan corto), muchos más presos y deportados, y muchos más periódicos cerrados, que en diez o veinte años de la monarquía. El mismo Azaña aparece un tanto escindido en sus escritos. Invoca espléndidos, si bien algo vaporosos, ideales de concordia, eficiencia y libertad, e implícitamente los declara irrealizables, por falta de gente capaz de trabajar por ellos, o simplemente de comprenderlos. Y él mismo defiende o aplica métodos que infaliblemente habían de conducir al «caos social». Refrendó la secularización de los cementerios, disolvió la orden jesuita, prohibió la enseñanza católica, justificó la violencia anticristiana, hostigando, en fin a la población católica, muy mayoritaria, vulnerando para ello las libertades de conciencia, asociación y expresión, como él mismo admitió[9].

El balance de sus dos años de gobierno dista de ser deslumbrante. Mucha gente –incluso católica–, aunque resentida, estaba dispuesta a sobrellevar su sectarismo, a cambio de realizaciones prácticas. Y alguna hubo. Implantó el voto femenino (con apoyo de la derecha y fuertes reticencias en la izquierda, temerosa del conservadurismo atribuido a las mujeres) y el divorcio. Pero su reforma agraria sólo dio unas parcelas míseras a 4.400 campesinos. Aumentó el presupuesto de enseñanza, pero éste siguió entre los más bajos de Europa, y lo avanzado por un lado se perdió por otro: politización del magisterio y supresión de muchos centros católicos prestigiosos, entre ellos lo más parecido que había en España a una facultad de Ciencias Económicas, en Deusto. El estatuto catalán debía cerrar el problema nacionalista, pero lo exacerbó. La inseguridad retrajo la iniciativa privada, agravando la incidencia de la depresión mundial, y el hambre volvió a los niveles de treinta años atrás. En el plano de las libertades, la Ley de Defensa de la República las reducía a muy poco en la práctica. Etc. Su reforma militar estuvo bien concebida, como reconocerá el mismo Franco, pero otros factores crearon malestar en la oficialidad: los aires de «trágala», promociones arbitrarias, el antimilitarismo izquierdista. El propio Azaña se queja amargamente de los suyos, que, incapaces de «bajarle los humos a un sargento, ahora que tienen al ejército desarmado políticamente (…) se afilan los colmillos en él, a mansalva»[10].

El gran éxito de su gobierno fue la derrota de la rebelión de Sanjurjo. Este general había asegurado la llegada pacífica de la república, en abril del 31, al mantener pasiva a la Guardia Civil, cuyo jefe era, y ofrecerse a los republicanos. Pero en agosto de 1932 se sublevó por considerar insoportable la situación del país. Su golpe ha sido presentado como «de la derecha» –hasta por Madariaga–, y Azaña, tras vencerlo fácilmente, reprimió sin contemplaciones a los partidos y prensa conservadores. Pero en realidad sólo mínimos sectores derechistas participaron en él, y la sanjurjada demostró que el grueso de la derecha optaba por la vía pacífica y legal.

Con tan flojos puntos positivos y tantos negativos, las elecciones de noviembre de 1933 derrumbaron a los jacobinos. El partido de Azaña bajó de 26 a 5 diputados, y el Radical Socialista, escindido, de 56 a 4. El propio Azaña prefirió presentarse en las listas socialistas de Bilbao, auspiciado por su amigo Prieto. El centro derecha ganó por gran número de votos (cinco millones a tres) y mayor aun de escaños.

Sin embargo no por haber perdido en las urnas se creyeron obligados los jacobinos a dejar el poder. Su primera reacción consistió en proponer un golpe de estado: Azaña y otros presionaron a Alcalá-Zamora y a Martínez Barrio, jefe del gobierno a la sazón, para que no convocasen las Cortes salidas de los comicios y mantuviesen un gobierno de centro-izquierda que preparase nuevas elecciones con garantías de éxito para ellos. Don Niceto resistió la presión, y éste fue sin duda un mérito democrático suyo.

Azaña, pese a algunas declaraciones legalistas, persistió en su actitud, y en junio julio de 1934, volvió a la carga, con un plan golpista para imponer un gobierno evidentemente ilegal y fraudulento desde Barcelona, arropado por la Esquerra, que debía apoyar el PSOE con una huelga general. Este suceso merece atención, por lo característico. En sus diarios, y en el libro Mi rebelión en Barcelona, Azaña pretende exactamente lo contrario: él habría defendido los medios legales frente a las tentaciones de rebelión de la Esquerra, y habría enviado a un propio, llamado Esplá, a calmar a los inquietos nacionalistas catalanes. Dencás, un jefe separatista de la Esquerra, que en aquel verano preparaba la insurrección nacionalista, sostiene que en realidad Esplá fue a ayudar en los preparativos, y lo mismo viene a decir Amadeu Hurtado, a la sazón representante de la Generalidad ante Madrid. ¿Quién dice la verdad? La dicen Dencás y Hurtado, según he podido comprobar en los archivos de Largo Caballero. Como consta en un acta, el republicano propuso a los socialistas apoyar el golpe, previsto para principios de julio, pero el PSOE no quiso saber nada, porque estaba preparando su propia revolución proletaria y no pensaba supeditarse a los burgueses jacobinos[11].

Pérez Salas, militar muy próximo a Azaña, menciona el complot y la causa de su fracaso. Casualmente, Pérez figuró en octubre entre los asesores de Dencás cuando por fin la Esquerra se sublevó, en connivencia con el PSOE. Entonces el partido azañista, Acción Republicana, no sólo rompió con el poder democrático, sino que amenazó con usar «todos los medios» contra él.

Estas conductas no encajan en la imagen de parlamentario liberal y demócrata ofrecida por tantos historiadores sobre Azaña, pero en cambio cuadran perfectamente con su concepción jacobina de la república, según la cual sólo los republicanos, apoyándose en los «batallones populares», tenían «títulos» para gobernar el régimen, y no las derechas, por muchas mayorías que obtuviesen en las urnas.

Durante 1935 el radicalismo de Azaña aumentó. Su proceso por complicidad en la intentona de octubre fue archivado por falta de pruebas, pero él se sintió humillado y perseguido. Creyó posible, entonces, recomponer la alianza con el PSOE, esperando que el escarmiento de octubre habría humillado en los socialistas la soberbia de instaurar la dictadura proletaria, y que volverían al papel de «brazos» de la «inteligencia» republicana. Esperanza válida para un sector socialista, el de Prieto, pero no para el fundamental, liderado por Largo Caballero. El PSOE del primer bienio ya no existía. Y el otro gran «batallón popular», la CNT, mostraba mayor rebeldía que nunca a las pretensiones dirigistas burguesas. Tampoco el Partido Comunista, en rápido auge, tenía la menor disposición a dejarse orientar; por el contrario, pensaba dirigir él a los burgueses mediante la táctica de los frentes populares.

En el verano de 1935, Azaña, antes hundido por Casas Viejas y luego por la derrota de octubre, resurgió con fuerza inusitada. A sus magnos mítines no sólo iban los suyos, sino también socialistas, comunistas y otros que, para embarazo del líder, saludaban con el puño cerrado y no con pañuelos blancos, como él sugería. Hizo en sus discursos apología de la rebelión de octubre, equiparándola en valor democrático a los comicios que le habían echado a él del poder, exageró dramáticamente la represión, y rechazó la conciliación. Él comprendía que aquella emocionalidad estaba desatando un «torrente popular que se nos viene encima», pero, optimista una vez más, afirmó no sentir temor: «la cuestión es saber dirigirlo [el torrente], y para eso nunca nos han de faltar hombres»[12]. Frase asombrosa cuando, por sus diarios, conocemos su pesadumbre por la falta de hombres «que sepan hacer las cosas».

Otro aparente triunfo de ese verano fue para Azaña la intriga del estraperlo, que según muchos indicios organizaron él, Prieto y un chantajista holandés llamado Strauss. En la trama terminó colaborando Alcalá-Zamora, como ya quedó indicado, y su fruto consistió en la aniquilación de Lerroux y su partido, casi único elemento de estabilidad persistente en la República.

La expulsión de la CEDA del poder, en diciembre, otorgó a Azaña su gran ocasión, en un clima de odios salvajes entre izquierdas y derechas. En las elecciones de febrero de 1936, la coalición de izquierdas, dirigida por él, salió vencedora, no en votos, pues hubo un empate con las derechas, pero sí en escaños parlamentarios, gracias a una ley electoral muy favorable a las coaliciones. El bloque izquierdista todavía no solía ser llamado, como lo sería luego, Frente Popular, término de origen comunista.

El programa del Frente tenía neto carácter jacobino: desdeñando puntos obreristas, proponía una práctica revancha para los rebeldes de octubre: total amnistía, con amenaza de persecución para quienes habían defendido la ley. Pero sobre todo planeaba «republicanizar» la administración, depurando el funcionariado para asegurar el control izquierdista tanto de los poderes ejecutivo y legislativo como del judicial. Con ello pensaban impedir un nuevo triunfo de la derecha, la cual quedaría reducida a elemento testimonial y justificador de un régimen que en realidad dejaba de ser democrático. Azaña inició su nueva etapa gobernante con palabras de conciliación, pero en el fondo muy similares a las del mitin de la plaza de toros de Madrid en 1930, es decir, la república para los «republicanos» de izquierda. El 1 de marzo prometía cumplir el programa del Frente Popular «para que la República no salga nunca más de nuestras manos, que son las manos del pueblo»[13]. La democracia y las posibilidades de convivencia iban desvaneciéndose.

Con esa concepción, los vencedores ampliaron su ventaja en las Cortes hasta hacerla aplastante, quitando escaños a la derecha mediante una «revisión de actas» que atendía arbitrariamente a denuncias de supuestos abusos electorales derechistas y desoía denuncias similares contra las izquierdas. La misma intención rigió para expulsar de la presidencia de la república a don Niceto, cuyos derechos constitucionales pendían amenazantes sobre la decisión azañista de perennizarse en el poder. La maniobra contra don Niceto, como la del estraperlo contra Lerroux, fue planeada por Prieto y Azaña, y éste sustituyó al defenestrado: desde 1935 venía pensando en ocupar la presidencia.

La situación parecía colmar las expectativas de Azaña, pues el gobierno ya no era, como en el primer bienio, jacobino-socialista, sino exclusivamente jacobino, pero con el respaldo exterior del PSOE, el PCE y hasta la misma CNT, que habían aportado su voto a la victoria. Sin embargo las apariencias engañaban. Prieto sí apoyaba a Azaña, pero el grueso del PSOE preparaba la revolución e imponía la ley desde la calle: así la amnistía o la nueva reforma agraria. Los comunistas y los ácratas tampoco ofrecían visos de sumisión a la «inteligencia» jacobina. Cundieron los disturbios y desmanes: asesinatos, incendios de templos, asaltos a locales y prensa de la derecha, explosión de bombas, invasiones de fincas, sabotajes y huelgas incontrolables. Prieto mismo consideró la situación insoportable para el país.

También Azaña ofrece tétricas pinceladas de esos días. Si el «caos social» le hacía reír en 1930, ahora le angustiaba, al corroer la legitimidad de su gobierno. Reaccionó con la huida: «bulto todavía parlante de un hombre excesivamente fatigado», como se retrató[14], rechazó las peticiones de la acorralada derecha para que restableciera el orden público, y abandonó en mayo la política inmediata para refugiarse en la presidencia del estado. Encargó entonces el gobierno a Casares Quiroga, hombre nervioso y enfermo de tuberculosis, considerado por todos como aun menos capaz que Azaña para afrontar el vendaval. En realidad ambos políticos sentían impotencia, carecían de «los cien hombres» necesarios para controlar a los «gruesos batallones populares», al «torrente popular», que ellos habían contribuido a desatar.

Desde finales de abril del 36 empezó a cobrar consistencia la conjura militar. Casares y Azaña creían tenerla controlada –en parte así era–, y esperaban liquidarla como habían hecho con la de Sanjurjo. Pero ahora era distinto: no estaban ante unos conspiradores aislados, pues la masa popular de la derecha empezaba a ver su salvación en el recurso a la violencia.

Cuando el 17 de julio del 36 se sublevó parte del ejército, Casares rehusó en un principio armar a los sindicatos, sabiendo que ello equivalía al golpe de gracia a una república ya en ruinas. No obstante, su resistencia duró poco más de un día, y tras unas horas de gobierno de Martínez Barrio, otro hombre de Azaña, Giral, ordenó el reparto de armas. En ese momento cayeron por tierra los últimos vestigios de legalidad republicana, y la guerra tomó un carácter revolucionario.

Hay en Azaña un aspecto trágico y patético que vuelve su figura muy atractiva para numerosos comentaristas. Fue sin duda un personaje contradictorio. Descalifica la violencia, pero toma parte, ya en 1930, en la preparación de un pronunciamiento militar. Se proclama burgués y moderado, pero empezó condenando la moderación para terminar en alianza con fuerzas revolucionarias en extremo violentas. En sus diarios dice haberse empeñado en mantener al ejército al margen del orden público, cuando obró muy al contrario; y criticará, como todos, el empleo de las tropas de África por Franco, cuando él fue el primero en traer moros a la península, para reprimir la rebelión de Sanjurjo. Defensor de las libertades, cerró más periódicos que nadie antes y en tan poco tiempo. Invoca a menudo la pureza parlamentaria y la democracia, pero intentó dos golpes de estado al perder las elecciones. Definió como grave peligro político incluir la clausura de las primeras Cortes entre las dos disoluciones autorizadas a Alcalá-Zamora, y luego utilizó dicha clausura para destituir y suceder a éste. Habla de acabar con los fusilamientos entre españoles, pero se mostró partidario de fusilar sobre la marcha (por otra parte sugiere la idea de que antes de él los fusilamientos eran una conducta frecuente, pero en el medio siglo de la Restauración sólo se fusiló en casos muy extremos, y en ningún caso durante la dictadura de Primo). Exalta a menudo la idea de España, y declara su historia real una desastrosa serie de opresiones y desgracias. Etc.

En los escritos de Azaña, especialmente en La velada de Benicarló, al igual que en los de Alcalá-Zamora, no hay indicio de que se creyese responsable por el rumbo de la república, pese a haberla dirigido en momentos clave. La culpa recae siempre en otros, y los historiadores afines a sus ideas le dan la razón: «Azaña era la solución burguesa a los problemas españoles de 1931 y, sin embargo, la burguesía no lo quiso tomar en cuenta», provocando el sangriento fracaso. «Manuel Azaña representa un símbolo valioso de liberalismo y democracia en la España dominada por la injusticia y el avance totalitario». Juicios tales, muy difundidos hoy, comparten dos desenfoques: identificar el liberalismo con su manifestación extremista o jacobina, y prestar demasiada atención a ciertas frases, bien escritas, de Azaña, y muy poca a los hechos[15].