NICETO ALCALÁ-ZAMORA, EL CONSERVADOR
QUE TRAJO LA REPÚBLICA Y PRECIPITÓ LA GUERRA
Niceto Alcalá-Zamora nació en Priego, Córdoba, poseía buenas dotes intelectuales, entre ellas una memoria casi prodigiosa, una oratoria florida y a veces enrevesada, pero eficaz, y había escrito numerosos estudios jurídicos. En 1931, año de la instauración republicana, cumplió 54 años. Fue la máxima jerarquía de la república, como jefe del gobierno provisional primero, y a continuación como presidente, es decir, jefe del estado. Fue también el político más duradero en el poder: desde el 14 de abril de 1931 hasta el 7 del mismo mes de 1936, cinco años, prácticamente la vida entera del régimen, hundido definitivamente en julio del 36, como veremos. Influyente siempre, su papel fue decisivo en, al menos, dos momentos clave: en 1930-1931, para traer la república, y a finales de 1935 y principios del 36, al desahuciar del poder a la derecha moderada y allanar el camino al Frente Popular.
Pese a la importancia política del personaje, las historias suelen pintarlo con tonos desvaídos. Un nieto suyo, miembro de la Academia de la Historia, ha querido rescatar y resumir así su gestión: «Al hacerse cargo de la presidencia de la República, comprendió muy bien que su primer deber para salvar el futuro del régimen, zarandeado por las olas de la crisis económica mundial del 29 y por los totalitarismos de izquierda y derecha, radicaba en el ejercicio infatigable de su limitado poder moderador, cuyo éxito dependía, por desgracia, de la improbable benevolencia con que se escucharan sus consejos para impedir que llevasen a cabo sus propósitos los extremismos de uno y otro signo, que detestaban el obstáculo presidencial, cada día más decididos a exterminarse mutuamente»[1].
¿Hasta qué punto fue de ese modo?
Alcalá-Zamora, o don Niceto, como solía llamársele, había hecho su carrera como diputado y ministro de la Restauración, cuyas costumbres «caciquiles» conocía bien y, según sus enemigos, compartía. Al colapsar el régimen en 1923 tras una larga crisis, Alcalá-Zamora rehusó colaborar con la dictadura de Primo. En 1930, la ida del dictador abrió el tránsito a la normalidad constitucional. Algunos concebían ésta como una vuelta al régimen de la Restauración, demasiado desprestigiado ya para ser viable; otros deseaban una monarquía más democratizada; y fuerzas importantes anhelaban la república, que sería la segunda en la historia de España.
En abril de ese año, don Niceto, muy católico y nunca antes republicano, abandonó de pronto la monarquía. Decisión arriesgada, pues la mayoría de la gente no tenía, seguramente, sentimientos republicanos, y la I República era recordada, no sin razones, como una catástrofe. No obstante, el monarquismo estaba minado por un cáncer moral. La razón del súbito republicanismo de don Niceto la expone Miguel Maura, otro monárquico que le había precedido dos meses en la conversión: «La Monarquía se había suicidado, y, por lo tanto, o nos incorporábamos a la revolución naciente, para defender dentro de ella los principios conservadores legítimos, o dejábamos el campo libre, en peligrosísima exclusiva, a las izquierdas y a las agrupaciones obreras»[2].
Sonaba excesivo afirmar el suicidio de la monarquía entonces, pero en los meses siguientes pudo comprobarse en sus líderes una auténtica vocación autodestructiva. Sus políticos vacilaban o traicionaban al rey Alfonso XIII, muchos de ellos con un plus de bajeza o cobardía. En cambio los republicanos, todavía pocos y divididos, agitaban combativamente. Muchos pertenecían a la masonería, organización también asentada en el ejército.
Maura y Alcalá-Zamora procedieron enseguida a unir y organizar la corriente republicana en torno a un plan de acción. Asombra en principio que los republicanos, casi todos anticlericales de estirpe jacobina, aceptaran la dirección de dos católicos y monárquicos de la víspera, pero les obligó su propia dispersión, debilidad y escasez de líderes. El único capaz de rivalizar con los dos ex monárquicos era Alejandro Lerroux, jefe del republicanismo histórico y del Partido Radical, el más sólido entre los republicanos; pero los celos y recelos de sus correligionarios dieron la primacía a don Niceto. Éste, pues, y Maura, promovieron lo que pasaría a la historia como Pacto de San Sebastián, el 17 de agosto de 1930, un principio de programa y de estrategia para traer la república.
De los reunidos en San Sebastián, sólo don Niceto y Lerroux disfrutaban de amplio reconocimiento público. No así Azaña y otros, luego famosos. Prieto, socialista asistía sin mandato de su partido. Participaron nacionalistas catalanes, pero no vascos, al parecer por presiones del obispo Múgica, y tampoco los catalanistas de derecha, convencidos de que una nueva república sólo acarrearía desgracias.
El medio acordado para acabar con la monarquía fue el clásico pronunciamiento militar, muy en la tradición jacobina del siglo XIX, secundado por una huelga general. A ese fin debían atraer al PSOE, único partido organizado y potente por entonces, pero reacio a la aventura. Prieto se encargó de arrastrar a los socialistas al golpe, con buen éxito. No sabemos si don Niceto y Maura aceptaron muy de grado el pronunciamiento, pero lo aceptaron.
Intentado en diciembre, el golpe fracasó, y dos militares complicados en él, Galán y García Hernández, fueron fusilados. Parecía un serio retroceso republicano, pero los monárquicos suicidas no se arredraron por eso, e hicieron lo posible por convertir aquel fracaso de sus contrarios en fracaso de sí mismos[3]. Y de este modo, cuatro meses después, el 12 de abril de 1931, los procesados por el golpe de diciembre concurrían a las elecciones municipales convocadas por el gobierno como paso previo para unas generales. En las capitales de provincia ganaron los republicanos, pero no en el conjunto del país, donde vencieron ampliamente sus contrarios.
Los líderes republicanos acogieron con euforia este relativo triunfo, pensando en las próximas elecciones generales, pero Maura, seguro de la descomposición monárquica, empujó a sus compañeros a tomar el poder. Tal como previó, casi todos los ministros de Alfonso XIII, empezando por el principal de ellos, el conde de Romanones, carecían de cualquier voluntad de lucha. Por tanto, la noche del 14 de abril, el Gobierno Provisional Revolucionario, presidido por Don Niceto, ocupó los ministerios, mientras Alfonso XIII abandonaba el Palacio de Oriente con rumbo a Cartagena, y allí embarcaba para Francia.
Así, y contra una idea extendida, la república nació bajo el impulso y dirección de unos monárquicos de la víspera, católicos y fundamentalmente conservadores. Y nació en paz, gracias, no a los republicanos, resueltos a la violencia desde el principio, sino a la decisión monárquica de no oponerles resistencia[4].
Alcalá-Zamora quedó muy ufano de su éxito, y años después, hundida la república, replicará con sarcasmo a críticas de Lerroux, el republicano histórico: «¿Que aun siendo yo según él muy dinámico no tengo condiciones de luchador? Pues si a pesar de ello vencí pronto, total y fácilmente, ello tendrá al menos el mérito de la rareza. ¿Que él dirigió con excepcionales dotes, que yo no tengo, varios movimientos revolucionarios republicanos? Pues si en pocos meses el único que prevaleció en España fue dirigido por mí, ello será, como dicen los castizos, suerte que uno tiene»[5].
Y sin duda él y Maura influyeron decisivamente, pues dirigieron el proceso y percibieron su momento crucial, y, no menos importante, contribuyeron a acelerar la disgregación monárquica y a calmar a la opinión conservadora en relación con la república, ligada, para muchos, a excesos jacobinos y revolucionarios.
Pero la suerte no iba a durarles. Ellos esperaban dirigir una amplia opinión conservadora, capaz de contrarrestar los extremismos, pero antes de un mes, a partir del 11 de mayo, grupos de fanáticos anticlericales lanzaron una oleada de incendios por varias provincias. Más de cien edificios fueron pasto de las llamas, entre ellos la biblioteca tenida por segunda de España, y otra más, laboratorios, centros de formación profesional, templos de gran valor artístico, esculturas, pinturas, etc. Alcalá-Zamora, jefe del gobierno, resultó una «verdadera calamidad presidencial en momentos difíciles», en palabras del indignado Maura, ministro de la Gobernación, a quien el presidente y el resto del gobierno impidieron frenar a los delincuentes[6].
Las izquierdas, en general, justificaron los desmanes como procedentes del «pueblo», y supuestamente provocados por la derecha, y presionaron para que el gobierno tomase una actitud radical. Alcalá-Zamora aceptó medidas de castigo no contra los incendiarios, sino contra las víctimas, entre ellas la decisión de disolver la orden jesuita, aunque de momento no se aplicase.
Si aquellos sucesos fueron catastróficos cultural y artísticamente, no lo fueron menos en lo político. En cierto modo, lo peor no fueron los desmanes, sino la manera como obraron ante ellos el gobierno y las izquierdas, pórtico a mayores disturbios. La consternada opinión católica reaccionó sin violencias, pero buena parte de ella retiró su confianza al régimen, y algunos sectores, como los carlistas, decidieron prepararse para la acción armada, mientras los monárquicos alfonsinos pasaron a una oposición frontal, conspirando en el ejército como antes habían hecho los republicanos. En el plano económico, la sensación de inseguridad jurídica retrajo la iniciativa privada.
Contra lo que suele decirse, y como ya hemos visto, el nuevo régimen había llegado en condiciones excelentes, sin conflictos externos ni terrorismo. La Iglesia y el Vaticano se mostraban conciliadores. La situación económica era la mejor en casi un siglo y medio, y aunque amenazada por la depresión mundial, ésta repercutiría en España mucho menos que en sus vecinos, debido a la débil imbricación del país en la economía internacional. Pero el fuego de aquellas jornadas condensó nubes de tormenta. Don Niceto constata en sus memorias algunas consecuencias «desastrosas» para la república: «Le crearon enemigos que no tenía; quebrantaron la solidez compacta de su asiento; mancharon un crédito hasta entonces diáfano e ilimitado; motivaron reclamaciones de países tan laicos como Francia o violentas censuras de (…) Holanda (…). Pero de momento los partidos de izquierda aprovecharon mezquinos para fines de provecho inmediato el odioso hecho, alegando que reflejaba indignaciones del sentimiento popular, no satisfecho por nuestras templanzas»[7].
Y lo más amargo: «Habíamos perdido el apoyo principal de las torpes derechas, las cuales sintieron el horror bastante para detenerse en su adhesión a la República y el terror sobrado para acudir a la lucha electoral»[8].
La segunda parte del aserto es discutible, pues sólo sectores minoritarios de la derecha resolvieron marginarse de la legalidad. En cambio sí fracasó la ambición de don Niceto y Maura, de encabezar un amplio partido moderado. No era de extrañar: uno de ellos presidía, y el otro era ministro, en un gobierno que de hecho había amparado los desmanes, y ninguno de los dos había dimitido, ni desmentido las interpretaciones de la izquierda, ni resistido a las medidas de castigo a las víctimas. En las elecciones siguientes, en junio, el partido de ambos políticos, el Republicano Conservador, aislado de la opinión de derechas, obtuvo sólo veintidós diputados, en torno a un 5 por ciento del total.
Luego, los debates sobre la Constitución trajeron un nuevo descalabro para don Niceto, el cual terminó dimitiendo, el 13 de octubre, en protesta por el sectarismo antirreligioso por él achacado a la ley fundamental. Le sucedió Azaña, quien dio un giro izquierdista al gobierno: sustituyó la alianza del 14 de abril por una coalición jacobino-socialista, en diciembre, excluyendo a Lerroux y a otros. Con todo, también entonces fue nombrado don Niceto presidente de la República, sin poder inmediato, pero con capacidad para derribar un gobierno retirándole su confianza. El favorecido atribuye el nombramiento a su prestigio, y Azaña, que le trata de perturbado, a la simple y lamentada ausencia de alguien más idóneo en aquel momento.
Los dos años siguientes, la coalición de izquierdas gobernó sin injerencias del presidente, salvo en sus últimos tiempos, cuando la coalición se descomponía. Durante ese periodo ocurrieron varias sublevaciones anarquistas y el golpe militar de Sanjurjo. Y en marzo de 1933 nacía el gran partido conservador moderado, tan deseado por Alcalá-Zamora y Maura. Se trataba de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), dirigida por José María Gil-Robles y orientada por la Iglesia. Pero la CEDA, aunque legalista, no se proclamaba republicana (ni lo contrario), y escapaba por completo a la tutela de don Niceto. Éste iba a obsequiarle una profunda e irreconciliable inquina.
En noviembre de 1933 unas elecciones desastrosas para la izquierda daban el poder al centro derecha, con la CEDA como partido más votado. Estos comicios marcan el punto de viraje de la república. Casi todas las izquierdas reaccionaron abruptamente a su fracaso en las urnas: unas propugnaron el golpe de estado, y otras organizaron una insurrección armada. En cuanto a la CEDA de Gil-Robles, dejó el poder al Partido Radical de Lerroux, republicano centrista, contentándose con apoyarlo desde fuera.
La CEDA y Alcalá-Zamora coincidían en varios objetivos, sobre todo el de reformar la Constitución, y el partido de Lerroux era notablemente moderado. Por tanto, debiera haber reinado entre ellos una armonía fundamental. Pero ocurrió lo contrario. Si en el primer bienio el presidente apenas había interferido con la labor gubernamental de las izquierdas, ahora pasó a hacerlo constantemente contra las derechas, llegando a provocar un grave choque constitucional al oponerse a la vuelta al ejército de los militares de la sanjurjada, amnistiados en abril del 34.
Las injerencias presidenciales y las maniobras desestabilizadoras de las izquierdas llevaron a Gil-Robles a reclamar, finalmente, la entrada en el gobierno, a principios de octubre. En ese momento el PSOE y la Esquerra nacionalista catalana se alzaron en armas contra el gobierno legítimo, empujando al régimen a una situación catastrófica.
Vencida la revuelta, pareció posible que el centro-derecha aplicase por fin, en calma, el programa con que había ganado las elecciones. Pero no fue así. Alcalá-Zamora aumentó sus presiones hasta límites no constitucionales, perturbando en extremo la labor de gobierno, y en el otoño de 1935 asestó dos golpes formidables al centro derecha. En primer lugar colaboró con Prieto y Azaña en destruir políticamente a Lerroux y su Partido Radical, por medio de una campaña que hinchó en forma desmesurada unas pequeñas corruptelas, conocidas como el estraperlo. Siendo el partido lerrouxista el único capaz de atemperar los odios crecientes entre izquierdas y derechas, su hundimiento constituyó una verdadera tragedia para el régimen.
En un segundo y decisivo golpe, en diciembre, don Niceto arrojó a la CEDA del poder. Esta acción, muy dudosamente legal, abría el camino a nuevas elecciones, las más decisivas del régimen, en un ambiente de crispación extrema, y de odio desatado.
¿Por qué obró de esta manera un político básicamente conservador y católico, empujando a la república hacia el abismo? Sabemos que él creía, en 1935, que la experiencia de izquierda se había agotado en el primer bienio, y la de derecha en el segundo. Por tanto, la opinión popular debía inclinarse entonces por una opción de centro, que él aspiraba a tutelar, arrebatándosela a Lerroux, hacia quien sentía un desprecio bien visible en sus Memorias. Chapaprieta y Portela Valladares, los políticos por quienes optó en sustitución de los de la CEDA, testimonian cómo el presidente confiaba en propulsar un partido de centro, a organizar sobre la marcha. El nuevo partido debía obtener unos 150 diputados, bastantes más que ningún otro hasta la fecha, dictando la marcha del régimen. Este cálculo demostraría ser ilusorio.
Tal error no se entendería sin otra consideración: Alcalá-Zamora era lo que podríamos llamar un católico progresista, y de ello se ufana en sus escritos. Le horrorizaba pasar por reaccionario, y mostraba complacencia con las izquierdas, aunque éstas lo zahiriesen con motes despectivos como «el Botas», «el cacique de Priego» y, justamente, «reaccionario». Esa mezcla de temor y simpatía por la izquierda se trocaba en desdén hacia las derechas conservadoras, a las cuales había aspirado a dirigir y de las cuales se había sentido abandonado a raíz de las jornadas incendiarias del 31. Por tanto veía como rivales a Gil-Robles y a Lerroux, y procuró eliminarlos cuando creyó llegado el momento. Añádase que, pese a lo repentino de su propio republicanismo, y a que llega a describir a los republicanos de izquierda como «un manicomio no ya suelto, sino judicial, porque entre su ceguera y la carencia de escrúpulos sobre los medios para mandar, están en la zona mixta de la locura y la delincuencia»[9], tenía al nuevo régimen por creación personal suya, no sin base, y le irritaba la negativa de la CEDA a proclamarse republicana.
Abierta la crisis, las elecciones tuvieron lugar el 16 de febrero de 1936. En ellas naufragó el proyecto centrista del presidente, triunfando el Frente Popular, coalición de izquierdas mucho más radicalizada e incontrolable que la del primer bienio. Y triunfó de modo muy fundamental gracias a Alcalá-Zamora, que le había despejado la senda con sus ataques al Partido Radical y a la CEDA. Si el anterior gobierno de centro había rehabilitado y admitido en el ejército a los partidarios de Sanjurjo, ahora los militares implicados en la insurrección de octubre del 34 no sólo volvían a sus puestos, sino que lo hacían cubiertos de gloria, sin que el presidente se opusiera, como se había opuesto rígidamente a la vuelta de los derechistas.
No obstante, los nuevos dueños del poder, con todos sus motivos de gratitud hacia don Niceto, no pensaban tolerar un presidente conservador, capaz de usar sus prerrogativas para ponerles en apuros, o hasta para echarles del gobierno, como había hecho con la CEDA. Por ello urdieron, para arrojarlo de la presidencia, una maniobra comúnmente juzgada como una de las más extravagantes e ilegítimas de la época.
El presidente podía disolver dos veces las Cortes, provocando nuevas elecciones, pero los diputados salidos de los segundos comicios podían juzgar si la disolución previa había tenido justificación. Si la hallaban injustificada, el presidente quedaba destituido. Había en el caso otro problema: la disolución cuestionada, la de principios del 36, ¿era la segunda o la primera? Había razones jurídicas para considerarla la primera, pues la de 1933 había correspondido a unas Cortes Constituyentes cuya labor terminaba con la elaboración de la Constitución y de las leyes complementarias. Pero el Frente Popular se impuso como juez y parte, y juzgó la disolución del 36 como segunda e injustificada. ¡En cierto sentido, las Cortes se declaraban injustificadas a sí mismas y al gobierno del Frente Popular, pues de esa disolución provenían ambos!
Aquella conducta de las izquierdas fue prácticamente revolucionaria, dejando una impresión de ilegitimidad y uso torticero de la ley. Esto ocurría el 7 de abril de 1936. Don Niceto lo consideró un doble golpe de estado, pero no resistió. Resulta irónico leer en sus Memorias expresiones de aprecio hacia Largo Caballero, el cual escribió de él un cruel epitafio político: «Había sido doblemente traidor, a la Monarquía y a la República». Cambó, colaborador suyo cuando se deshizo de la CEDA, también lo maltrata en sus Memorias: «Él tuvo gran parte de la culpa de que viniera la República, él tuvo la culpa principal de que viniera la revolución, y ni una vez ni otra actuó impulsado por una ilusión, por un entusiasmo, que, equivocados incluso, son una excusa: las dos veces obró por resentimiento.»[10] Lerroux considera a Alcalá-Zamora el máximo responsable del hundimiento de la república y, por tanto, de la guerra. Expresiones acaso algo injustas y excesivas, pero no sin un claro fondo de verdad.
De cualquier modo, no cabe sostener que se redujera a dar consejos para impedir «los propósitos de los extremistas de uno y otro signo de exterminarse mutuamente». Hizo mucho más que aconsejar: contribuyó decisivamente a hundir el centro, a radicalizar a la derecha moderada, y a abrir paso a una izquierda dispuesta a tomarse la revancha por la derrota de 1934, provocando un brusco bandazo político en el apogeo de los odios y los miedos. Obró así pensando que había llegado el momento de «centrar» y moderar definitivamente la república bajo su orientación personal. Tan craso error precipitó una guerra quizá, aunque difícilmente, evitable.
El ambiente por los días de la destitución presidencial lo describe el escritor liberal Salvador de Madariaga: «Aumentaron, en proporción aterradora, los desórdenes y las violencias, volviendo a elevarse llamaradas y humaredas de iglesias y de conventos hacia el cielo azul, lo único que permanecía sereno en el paisaje español. Continuaron los tumultos en el campo, las invasiones de granjas y heredades, la destrucción del ganado, los incendios de cosechas (…). En el país pululaban agentes revolucionarios a quienes interesaba mucho menos la reforma agraria que la revolución. Huelgas por doquier, asesinatos de personajes políticos de importancia local (…). Había entrado el país en una fase francamente revolucionaria»[11].
Faltaban poco más de tres meses para que la derecha se sublevase a su vez.