Introducción

LOS PERSONAJES DE LA REPÚBLICA
EN MARCHA HACIA LA GUERRA

La voluntad de mentir se concentra especialmente en la presentación del pasado cercano […]. No se abrirá de verdad el horizonte de España mientras no haya una decisión de establecer el imperio de la veracidad. Julián Marías.[1]

Sobre ningún episodio de los años 30 se ha mentido tanto como sobre éste [la guerra de España], y sólo en años recientes han empezado los historiadores a extraer la verdad de la montaña de mendacidad bajo la cual estuvo oculta durante una generación. Paul Johnson.[2]

La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira. Jean-François Revel.[3]

En una conferencia que di sobre las causas de la guerra, un oyente me criticó indignado: «Usted no es imparcial. Si hubo una guerra, las culpas deben repartirse más o menos al cincuenta por ciento entre los dos bandos». Pretensión absurda, en nombre de una supuesta imparcialidad o espíritu reconciliador. Tal vez a una guerra hayan contribuido ambos contendientes por igual, o tal vez no. Muchos estudiosos, incluso de derecha, cargan casi toda la responsabilidad en el lado de Franco, por haberse alzado «contra un gobierno legítimo y democrático». El argumento es fuerte, si es verdadero, pero su veracidad sólo destilará de un examen cuidadoso.

Más interés que esta obviedad tiene la «culpa» misma. Sesenta años después, los sentimientos de culpa y acusación siguen vivos y usados como factor de legitimación política. Persiste un auténtico fanatismo en torno al asunto, y sigue válida la queja del historiador R. Salas Larrazábal sobre ciertas mentalidades blindadas contra los datos y la lógica. Un amigo me habló de un conocido suyo, incapaz de terminar Los orígenes de la guerra civil española, porque le deprimía ver puestas en tela de juicio ideas que él había tenido por firmes. Por mi parte, intento soslayar esa pesada disputa en torno a culpas por hechos tan antañones, y procuro más bien entender el pasado a través de las intenciones y valoraciones de sus protagonistas reales, de la lógica de sus actos, de sus objetivos y medios.

En los últimos dos decenios la bibliografía española y extranjera sobre la guerra ha aumentado mucho en cantidad, si bien no cabe decir lo mismo de su calidad, justificadora a menudo del dicho de Revel: «¿Qué es la ideología? Es una triple dispensa: dispensa intelectual, dispensa práctica y dispensa moral. La primera consiste en retener sólo los hechos favorables a la tesis que se sostiene, incluso en inventarlos totalmente, y en negar los otros, omitirlos, olvidarlos, impedir que sean conocidos»[4].

Un número muy elevado de los estudios publicados cae en enfoques y métodos típicos de esa propaganda ideológica.

Una falacia muy extendida consiste en identificar, implícitamente, los problemas con determinadas soluciones. Buen ejemplo ofrece Pierre Vilar, tan influyente en la historiografía española, en el comienzo de su libro resumen sobre la guerra civil: «Hay que encontrarle otros orígenes distintos a los de una mala combinación ministerial, una buena voluntad frustrada, la torpeza de un presidente. La España del siglo XX heredó del XIX graves desequilibrios. Sociales: vestigios del antiguo régimen agrario, estructuras incoherentes de la industria. Regionales: un desarrollo desigual opone mental y materialmente, en el seno del Estado, antiguas formaciones históricas. Espirituales: La Iglesia católica mantiene una pretensión dominante a la que responde un anticlericalismo militante, político-ideológico en una cierta burguesía, pasional en las masas populares anarquizantes. Se trata, en primer lugar, de ponderar la fuerza de estos problemas.[5] El empleo del término «desequilibrio» en lugar de «diferencia», sugiere una tendencia a la caída, al derrumbe. Implica, además, una igualdad social, espiritual y regional –prometida y nunca cumplida por algunas ideologías–, que garantizaría un equilibrio «correcto». Bajo la aparente exposición objetiva de los problemas se desliza así el prejuicio de que determinados partidos o doctrinas resolvían los desequilibrios, y otros los acentuaban.

Por lo demás, el análisis de Vilar es una obviedad en lo poco que tiene de real. En todo país y época hallamos desequilibrios sociales, regionales y espirituales. Ellos eran más acentuados en 1890 que en 1930, o en Portugal, Grecia, Polonia o Bulgaria que en España, y sin embargo ninguna de ellas sufrió conmoción semejante a la española de 1934 o 1936. O considérese, en la misma Francia, la diferencia (creciente, según la doctrina marxista de Vilar) entre la oligarquía financiera y la masa de trabajadores peor pagados; entre la rica región parisina y la Auvernia; o, durante decenios, entre la pretensión dominante del Partido Comunista con sus millones de votantes deseosos de una dictadura proletaria a imitación de la URSS, correspondida por un anticomunismo político-ideológico y pasional de las masas conservadoras. ¿Por qué tales desequilibrios no engendraron en Francia una guerra civil –aunque el país estuvo cerca de ella también en los años treinta–, y en España sí?

Planteamiento similar vemos en libros no marxistas, como Spain betrayed (España traicionada): «La distancia entre ricos y pobres en España era inmensa, y la poderosa jerarquía católica hacía poco por mejorar las condiciones. El resultado fue que campesinos en la miseria y obreros descontentos apoyaban el anarquismo radical o el socialismo, reforzado con un acre anticlericalismo, mientras el liberalismo en España tendía a un mayor extremismo que en la mayor parte de Europa. Sin embargo los ricos terratenientes y ciertas áreas del país, especialmente en el norte, mantenían una visión incondicionalmente conservadora que excluía cualquier reconsideración de los males del país. Muchos españoles, de tendencia monárquica, veían la salvación de su país en las tradiciones propias españolas y en un gobierno fuertemente centralizado. Al mismo tiempo, los movimientos nacionalistas en las provincias vascas y Cataluña animaban a su gente a considerarse distintos de los castellanos que mandaban en Madrid…»[6].

Esta mezcla de hechos, prejuicios y falsedades ayuda poco a entender la situación. ¿Comparada con qué países era «inmensa» la distancia entre ricos y pobres? Más pobreza padecían otros países europeos, y no obstante apenas cundió en ellos el anarquismo, o incluso el socialismo, el cual tuvo en cambio peso fundamental en varios países ricos. Es una osadía afirmar que la Iglesia no hacía casi nada por los desfavorecidos, cuando su red asistencial, de preparación profesional, enseñanza, etc., era cualquier cosa menos desdeñable. Por lo demás, ¿dependía de la «poderosa jerarquía eclesiástica» el desarrollo económico y la mengua de las diferencias? La vasta masa popular se seguía considerando católica, aunque mucha gente en todas las capas sociales fuera anticlerical, pero ¿procedía el anticlericalismo de la actitud de la Iglesia, o de unas ideologías hostiles por principio a la religión, y martilleadas sin tregua durante generaciones? Por otra parte, la tradición española no era centralista; al contrario, el centralismo va ligado más bien al liberalismo. Y sólo una parte de éste tendía al extremismo. Decir que en Madrid «mandaban los castellanos» es simplemente ridículo, y poco pertinente equiparar los nacionalismos vasco y catalán, el primero profundamente racista y separatista, bastante menos el segundo.

Sin duda en renta per capita, acceso a la enseñanza, mortalidad infantil, expectativa de vida etc., el país estaba bastante detrás de los del centro-noroeste europeo, pero, si consideramos el grupo de países, más numeroso, que rodea ese núcleo, la posición española no era tan mala. Al llegar la república, España venía a ser un país medio, económicamente atrasado en relación con los más ricos de Europa, pero, y esto tiene importancia, en vías de cerrar poco a poco la brecha con ellos. Como ha demostrado Stanley Payne, era ya un país bastante modernizado. Poseía una notable red de comunicaciones, una industria considerable, aunque muy concentrada en Vizcaya y Barcelona, pero radicada también en otras provincias, como Asturias, Madrid, Gerona, Guipúzcoa, etc. Un 75 por ciento de la población estaba alfabetizada, y el número de publicaciones periódicas era alto. Disfrutaba de un cierto esplendor en pintura, literatura, música, pensamiento, y de un desarrollo científico de segundo orden, pero en rápido desarrollo. Nada de ello, con ser fundamental, queda reflejado en el pretendido retrato de Spain betrayed.

Retrato aún menos fiel al no mostrar la evolución previa. Tampoco lo hace P. Vilar al mencionar la «herencia del siglo XIX», como si en los primeros treinta años del XX no hubiera sucedido nada de relieve, e implicando de paso una supuesta oposición entre modernizadores y partidarios de perpetuar el siglo XIX. Un buen modo de desfigurar la historia es contentarse con la foto fija, incluso si es buena, que en los casos vistos no lo es. España había permanecido semiestancada entre principios del siglo XIX y 1875, debido a las numerosas guerras internas y externas, pronunciamientos militares, intrigas políticas, pobreza de la enseñanza universitaria, decadencia intelectual, etc. Suma de ello, su renta per capita apenas creció, y si en 1800 llegaba al 94 por ciento de la británica y francesa combinadas, en 1875 había bajado al 55 por ciento[7]. En cambio, a partir de la última fecha la sociedad española cobró un nuevo dinamismo.

Entonces, vencida la I República, que había llevado a la nación al borde de la desintegración y la ruina, el desorden disminuyó, al fundar Cánovas el régimen conocido como la «Restauración», porque restauraba la monarquía borbónica, bajo Alfonso XII. El sistema integraba las dos fuerzas liberales, la moderada y la exaltada, cuyas luchas y disputas habían marcado los decenios anteriores. Los exaltados o progresistas, parte de ellos republicanos, heredaban el espíritu jacobino, que en la Revolución francesa había destacado por su cerrado anticristianismo y por el uso del terror de masas y el genocidio en nombre de su concepto de la libertad. A los jacobinos se deben en España los pronunciamientos militares, sinónimo de la inestabilidad decimonónica, pues en el ejército tenían aquellos sus bases, comúnmente logias masónicas. Algunas de sus propuestas eran razonables, pero el comportamiento violento y epiléptico que las acompañaba, provocaba un temor y rechazo muy extendidos. En la Restauración, los jacobinos no republicanos renunciaron al viejo espíritu y, como Partido Liberal, aceptaron la convivencia con los liberales moderados del Partido Conservador, sobre la base del turno en el gobierno, siguiendo más o menos el modelo inglés.

La Restauración, época crucial en la historia contemporánea del país, evolucionó a una mayor democracia (sufragio universal desde 1890), aunque lastrada por la corrupción electoral (el «caciquismo»), pero con genuinas libertades de expresión, asociación, etc. El caciquismo, la dificultad para una política de altura a causa del continuo cambio ministerial, la escasa atención a la enseñanza pública, el muy desigual desarrollo económico, el proteccionismo excesivo y otros defectos del régimen, han recibido una crítica durísima por parte de sus enemigos y de historiadores e intelectuales tanto de derecha como de izquierda, desde Ortega y Gasset a Tuñón de Lara. Pero estudios como los de C. Seco Serrano, J. M. Marco, L. Arranz, J. Varela Ortega y otros, han cambiado la imagen de la época. Hoy el balance de la Restauración nos parece extraordinariamente positivo, comparado con la época anterior o con la II República: libertades, despliegue cultural, superación de los «pronunciamientos», estabilidad interna mantenida durante casi medio siglo –una verdadera proeza, dados los precedentes–, mayor complejidad social. Por primera vez desde comienzos del siglo XIX España salió de su semiatrofia económica para crecer de modo sostenido y acelerado. Cabe especular con lo que habría sido la historia de España si aquel régimen no hubiera caído ante fuerzas políticas adversas. La II República y la guerra civil vienen a ser el resultado último de esa caída.

El esfuerzo integrador de la Restauración fue deshecho por las nuevas fuerzas surgidas al abrigo de las libertades y del desarrollo económico, sobre todo el socialismo, el anarquismo y los nacionalismos periféricos. Se ha achacado al régimen incapacidad para integrar esas fuerzas, pero la crítica no aprecia lo bastante el carácter revolucionario e intransigente de ellas, tan difícilmente asimilable. Los anarquistas asesinaron a Cánovas, Canalejas y Dato, quizá los tres políticos de mayor altura de la época junto con Antonio Maura, a quien también intentaron matar –como al propio rey Alfonso XIII, realizando para ello una auténtica carnicería–. El líder socialista Pablo Iglesias llegó a justificar en el Parlamento el terrorismo. Unos y otros rechazaban la sociedad liberal, cuyas ventajas tenían por irrisorias, aunque las aprovechasen a fondo mientras socavaban su legalidad, aliándose entre sí para intentonas revolucionarias. El nacionalismo vasco nació con definida vocación de arruinar el espíritu fraternal reinante de siglos entre los vascos y los demás españoles. El catalán, más moderado, y en ocasiones sostén de la ley, cayó a veces en extremismos y maniobró con los revolucionarios, mientras un sector de él basculó hacia posturas jacobinas[8]. El republicanismo, desacreditado tras la experiencia de la I República, intentó algún pronunciamiento militar, en la tradición jacobina[9], y combinaba un sentimentalismo social sin clara salida práctica, con un impulso revolucionario próximo al anarquismo.

Al subrayar la incapacidad del régimen para integrar a esas corrientes, se olvida además que todas ellas pudieron organizarse, expresarse y participar en elecciones; que, pese a la corrupción electoral, o haciendo uso de ella, lograron a veces resultados excelentes en los ayuntamientos, y lucidos en las Cortes –salvo los anarquistas, por decisión propia–; y que su intensa agitación nunca les ganó al grueso de la opinión pública, refractario a sus programas, en parte por influjo del catolicismo.

La Restauración quebró en 1923, víctima de una ola de terrorismo sin precedentes, de los efectos del desastre militar de Annual, en Marruecos, demagógicamente explotado por la oposición, y de la ineptitud de los políticos de la hora. Pero entonces quedó a la luz cómo las fuerzas revolucionarias y antiliberales, aunque muy capaces de arruinar el sistema, no constituían alternativa a él. Vino la dictadura de Primo de Rivera, y el PSOE colaboró con ella, desapareció el terrorismo anarquista (y el patronal), y republicanos y nacionalistas catalanes y vascos cayeron en una discreta pasividad, aunque la represión contra ellos fue suave, nada sangrienta, y siguiera publicándose mucha de su propaganda. Al mismo tiempo la gangrena marroquí quedó curada, y el desarrollo económico fue el más intenso habido hasta entonces.

Sin embargo la dictadura sólo podía ser una solución transitoria. Cuando, a los seis años y pico, Primo abandonó, salió a flote la arrasadora crisis moral de los partidos monárquicos y liberales, mientras saltaban a primer plano las fuerzas que el régimen liberal no había logrado encauzar. El 14 de abril de 1931 nacía la república. ¿Triunfaría ésta donde había fracasado la Restauración, logrando la convivencia de socialistas, republicanos jacobinos, anarquistas y nacionalistas, al lado de las corrientes conservadoras? Así cabía esperarlo, pues las fuerzas antes destructoras iban pronto a hacer suya la república, pese a haber sido llevadas al poder, paradójicamente, por líderes conservadores. España inauguraba una etapa histórica promisoria de una nueva y fructífera estabilidad sobre bases mucho más amplias que las de la Restauración, pues heredaba de la dictadura la mejor situación económica en un siglo y cuarto –aunque ensombrecida por la depresión mundial–, y la superación de los dos cánceres del régimen anterior: el terrorismo y la guerra de Marruecos.

En tales condiciones, casi espléndidas, la convivencia era el verdadero reto del nuevo régimen. De cómo lo afrontara dependía la solución o el agravamiento de los problemas o «desequilibrios». El marxismo de P. Vilar, aunque harto más flexible e inteligente que el tan frecuente en nuestros lares, le lleva a una falacia, al buscar el origen de la guerra en algo distinto a «una mala combinación ministerial, una buena voluntad frustrada, la torpeza de un presidente», como escribe con desenvoltura. Ciertamente no yace ahí la fuente de la guerra. Pero tampoco en los problemas o desequilibrios de aquella sociedad, y sí en la manera como abordaban esos problemas los partidos y sus dirigentes, y en el carácter ideológico y objetivos de éstos. A ellos debemos ceñirnos, pues no son los juicios del historiador sobre los problemas de la época los que influyen en la historia, sino los juicios de sus verdaderos protagonistas, los cuales quedan desvirtuados en enfoques como los de Vilar, tan sugestivos también para no marxistas, debido a su engañoso objetivismo. Una guerra civil no es efecto ineluctable de unas «condiciones objetivas» mejor o peor definidas por el historiador, sino un hecho político, fruto ante todo de las decisiones políticas del momento.

Pueden distinguirse en la república cinco etapas: una primera de formación, entre agosto de 1930 (Pacto de San Sebastián) y mayo de 1931, con equilibrio aparente entre las fuerzas conservadoras (Alcalá-Zamora, partido de Lerroux) e izquierdistas (socialistas y jacobinas).

La segunda, de jacobinización del régimen, disparada con la «quema de conventos», en mayo, manifiesta luego en una constitución netamente anticatólica, y asentada, en diciembre, en la coalición jacobino-socialista que gobernará hasta septiembre de 1933, veintiún meses caracterizados por las reformas de Azaña (en especial la del ejército, la agraria y el estatuto de Cataluña), dos insurrecciones anarquistas, el golpe de Sanjurjo y un gran desorden público. Hacia el final de ella, el PSOE rompe con los republicanos y se inclina por la dictadura del proletariado.

La tercera etapa, de reacción contra la política anterior, se extiende, tras un breve interludio, desde las elecciones de noviembre de 1933, ganadas por el centro derecha –sin que las izquierdas aceptasen el dictamen de las urnas–, hasta la rebelión armada del PSOE y de los nacionalistas catalanes de izquierda en octubre de 1934, contra el gobierno democrático. La rebelión, aun derrotada, comenzó la guerra civil, porque sus promotores mantuvieron e intensificaron un clima de crispación extrema.

En la cuarta destacan la inestabilidad política y las disensiones entre el gobierno de centro derecha y el presidente Alcalá Zamora, hasta culminar en la liquidación del partido Radical de Lerroux, en septiembre de 1935, y la expulsión de la CEDA del gobierno, en diciembre, antes de tener tiempo de aplicar su programa.

La quinta y última etapa abarca desde la disolución de las Cortes, en enero de 1936, a julio del mismo año. La convocatoria de elecciones originó una campaña a la que cuadra el calificativo de feroz, y dio el triunfo electoral, en febrero, al Frente Popular, coalición de las fuerzas que en octubre de 1934 se habían sublevado contra la república o habían apoyado moralmente la rebelión. El resultado fue un período de extrema violencia contra la derecha, con esporádicas réplicas de un sector de ella, culminado en el alzamiento militar del 17 de julio.

Estas alternativas del régimen no pueden explicarse sin atender cuidadosamente a las formas de pensar, las apreciaciones de la realidad y las decisiones de los políticos implicados, cabezas de importantes fuerzas sociales. Por tanto, la primera parte de este libro abordará sus actitudes, que trazaron la marcha hacia la guerra. He procurado hacer comprensibles a los personajes, aunque sea esquemáticamente, y no juzgarlos, pues no me parece esta última la misión del historiador. La imagen resultante colisiona con la hoy mayoritaria, y ello podría deberse a mis inevitables errores o insuficiencias, aunque espero mostrar que obedece más bien a la defectuosa metodología aplicada a menudo al estudio de estos asuntos.

Un ejemplo ayudará a entenderlo. En su libro Las tres Españas del 36, P. Preston encara la significación histórica de Azaña, entre otros, y para ello empieza citando al general Mola, para quien el político republicano era un «monstruo que parece más bien la absurda experiencia de un nuevo y fantástico doctor Frankenstein que fruto de los amores de una mujer», merecedor de reclusión «para que escogidos frenópatas estudien en él un caso, quizá el más interesante, de degeneración mental ocurrido desde el hombre primitivo a nuestros días». Y Preston aclara: «Nada indica de modo más directo la importancia de los servicios prestados por Manuel Azaña a la Segunda República que el odio que sintieron hacia él los ideólogos y propagandistas de la causa franquista»[10].

Tal presentación tiene auténtico valor propagandístico. La opinión de Mola, de entrada descalificada, refuerza la contraria del estudioso inglés, discrepar de la cual, viene a sugerirse, equivaldría a identificarse con la morralla franquista. Dicho autor usa mucho ese truco, tachando a sus discrepantes de apologistas de la «reacción»[11]. La propaganda es en buena medida un juego de sugerencias donde se escamotea la información real, y aquí ocurre algo de eso. Pero el valor propagandístico rara vez coincide con el historiográfico, y las frases de Mola, dictadas por la pasión de la lucha, no prueban nada pro o contra Azaña. Más interés tendrían otras de Unamuno o Marañón, y aun éstas carecen de sentido si no se contrastan con hechos concretos. Esos hechos los establece Preston así: «Las reformas hechas durante el primer bienio –la nueva Constitución, el voto de la mujer, el divorcio, las reformas militares, la separación de la Iglesia y el Estado, el Estatuto de Cataluña, la legislación laboral y la reforma agraria– fueron considerables, y cada una, a su manera, constituyó un desafío a los privilegios de la derecha.»

Nada más lógico, entonces, que el odio de los privilegiados y el afecto del pueblo hacia el autor de las reformas… Pero –omite el historiador– no fue la derecha, sino el pueblo quien retiró la confianza al líder republicano. Tras sus reformas, su partido quedó casi sin diputados. La opinión popular sobre los servicios de Azaña –y la opinión del propio Azaña, expuesta en sus diarios– era, pues, harto menos fervorosa que la de Preston, y no sin buenas razones, como veremos en el capítulo correspondiente.

Azaña, nos informa el autor, «concebía el ejercicio del poder como la práctica de la virtud; tenía razón, convencía con palabras y actuaba legislando». Cosas así se leen en S. Juliá y otros. Pero gobernar es mucho más que perorar o legislar, como sabía Azaña, aunque parezcan ignorarlo sus devotos. ¿Qué fue, si no, su amplio uso de la Ley de Defensa de la República, que de hecho invalidaba la Constitución y los derechos ciudadanos? No sólo la mayoría de sus reformas fracasaron, por diversas razones, sino que fueron escoltadas por duras represiones, por un brusco aumento del hambre, la delincuencia y los disturbios –de origen izquierdista casi todos–, del cierre de centros educativos prestigiosos sólo por ser católicos, etc. Datos nada triviales, que no impresionan al historiador –ni los cita–, pero que sí impresionaron a la población.

El victimismo, como eficaz técnica de propaganda, tiene su parte en Las tres Españas, al ponderar el odio feroz a Azaña por parte de la derecha. Cierto, el odio cumplía un gran papel en aquella política, pero tratarlo de manera historiográfica y no propagandística obliga, en primer lugar, a atender al odio recíproco de las izquierdas a los jefes derechistas. Baste señalar –Preston no lo hace– que Azaña no llegó a ser amenazado de muerte en el propio Parlamento, como sí lo fueron los derechistas Calvo Sotelo y Gil-Robles, cumpliéndose la amenaza en un caso y, casi, en el otro. Además, la aversión de la derecha a Azaña no era tan general, y el autor podría haber recogido frases laudatorias hacia él incluso de José Antonio, jefe del partido fascista. También podría comparar los juicios mutuos entre Azaña y Gil-Robles, mucho más razonables los del último. Y no vendría mal mencionar el odio profesado a Azaña por los ácratas, sobre todo después de la matanza de Casas Viejas, perpetrada por la republicana Guardia de Asalto. Después de todo no fueron las derechas, sino los anarquistas, quienes empujaron a aquél fuera del poder en 1933. Un retrato del prohombre alcalaíno debe tener en cuenta estas cosas, sin lo cual no puede aspirar a pasar por fiel.

El título del libro comentado, Las tres Españas del 36, ya es engañoso, aunque haya dado lugar a una de esas modas fáciles. No existieron «tres Españas», sino dos bandos enfrentados. En cada uno variaban enormemente el fervor y el compromiso según las personas, y se tuvieron al margen algunos individuos y grupos, como ocurre en cualquier guerra. Las razones de los abstencionistas, muy variadas y aun opuestas entre sí, forman un cajón de sastre y no llegaron a crear en ningún caso una corriente homogénea ni una opción política. Oponerlos como una «tercera España» a los contendientes es abusar de la credulidad o desinformación del lector. En fin, la historiografía, insistamos, tiene sus exigencias, distintas de las de la propaganda, y no admite tan fácilmente la atención exclusiva a los hechos favorables a la tesis y la omisión de los inconvenientes, como decía Revel.

Ofrecer una versión aceptable del papel de los personajes obliga a señalar su trasfondo ideológico. Así, el jefe socialista Largo Caballero enfocaba los problemas políticos y sociales desde el marxismo, según el cual la «clase obrera» tenía unos intereses históricos antagónicos a los de la «clase burguesa» y debía derrocar a ésta cuando las circunstancias madurasen. Maduración alcanzada, a juicio de dicho líder, en los años treinta. Sin atender a este factor básico, las explicaciones tienden a convertirse en galimatías.

En segundo lugar debe señalarse la importancia política del personaje. No pesaban lo mismo las ideas y soluciones de Largo, cabeza del partido más nutrido y organizado de la izquierda y quizá del país, que las de Andrés Nin o las de José Antonio, líderes de grupos marginales. El extremismo de unos podía ser decisivo, y el de otros no pasar de retórica. La diferencia no siempre es tenida en cuenta.

En tercer lugar, conviene comparar un mismo factor en los dos bandos o en sus dirigentes. Acabamos de ver, hablando de Azaña y el odio, cómo atender sólo a una parte distorsiona la realidad. Este defecto es muy frecuente. Suelen mencionarse, por ejemplo, las deficiencias en armamento de un bando, sin examinar las del contrario, el cual, queda sugerido implícitamente, nadaría en la abundancia. Así un reciente libro del estudioso inglés G. Howson sobre las armas de la república.

Una cuarta condición es apoyarse con cierta amplitud en las palabras de los propios personajes. Pero todos hablaron y a veces escribieron mucho a lo largo de los años, y, como humanos, caen en no infrecuentes contradicciones: ¿con qué palabras quedarse? ¿cuándo son significativos sus propósitos o justificaciones? Estas dificultades se superan aceptablemente relacionando las palabras con el momento en que fueron pronunciadas y con los actos. Si no, caeremos en otro efecto propagandístico muy común, al subrayar los buenos propósitos de algún dirigente o partido, al margen de sus acciones reales.