39

El combate de Kitiara

El juramento de lord Soth

Kitiara se incorporó sobre las rodillas en la sangre y miró fijamente las puertas abiertas. Ante ella se hallaba un vestíbulo grandioso, oscuro, vacío y radiante con la luz de las velas de una inmensa lámpara de hierro forjado que había pendido del techo y ahora estaba caída en el suelo, rota y retorcida. Si Kit no se ponía de pie y entraba en aquel vestíbulo, sería un cadáver más tirado en el patio. Skie sobrevolaría el alcázar de Dargaard a la mañana siguiente y vería en los adoquines sus huesos y su carne putrefacta dentro de la armadura azul y el yelmo astado de un Señor del Dragón. Skie la lloraría —sería el único que lo haría— pero acabaría encontrando otro jinete. Ariakas se reiría cuando se enterara y la consideraría una estúpida que se merecía la suerte corrida. Takhisis la despreciaría. Lord Soth recogería el yelmo astado y lo añadiría a sus trofeos. Y ahí se acabaría todo. Kitiara Uth Matar quedaría en el anonimato para siempre. Desaparecería en la oscuridad y en el olvido.

«Un poco de miedo es sano —le había dicho Gregor Uth Matar a su hija en una ocasión—. Demasiado, te incapacita para combatir. Cuando empiezas a sentir el latido del miedo en la garganta es que te estás aferrando a la vida con demasiada ansiedad, hija. Despréndete de lo que podría ser y vive lo que es, porque posiblemente sea lo único que tienes…».

Un soldado salió del vestíbulo. Vestía una armadura adornada con la rosa, uno de los hombres de armas de Soth. Las llamas lo consumían mientras caminaba, ennegrecían la armadura y le levantaban ampollas en la piel. La carne de la cara se derritió y dejó a la vista una calavera sanguinolenta. Sostenía una espada en la abrasada mano. Los ojos sólo veían muerte… y a ella. Iba a matarla si ella no lo mataba antes; sólo que él ya estaba muerto. «Despréndete de lo que podría ser y vive lo que es…».

Kitiara se desprendió de su ambición, de sus esperanzas, sus sueños y sus planes. Se desprendió de amor y odio, y, cuando ya no quedó nada dentro de ella, fue consciente de que ya no era presa del miedo.

Poniéndose de pie, Kit desenvainó la espada y avanzó audazmente al encuentro del guerrero espectral. La armadura de dragón la protegía del calor de las llamas. Lanzó un grito de desafío y tocó el arma del muerto en un golpe de tanteo para juzgar su fuerza y su destreza. La fuerza del cadáver andante era portentosa; su contragolpe casi le partió el brazo. Dio un paso atrás y esperó a que la atacara.

Pero parecía que la muerte, además de la pericia, le hubiera robado al espectro la sesera. El guerrero fantasmal enarboló la espada por encima de la cabeza y arremetió como si estuviera cortando leña. Kitiara lo esquivó en un quiebro, saltó y giró. Descargó una patada en el peto del muerto y lo derribó.

El espectro se debatió torpemente en el suelo, tirado boca arriba. Kit le plantó un pie en el torso y le hundió la espada en la garganta, entre la armadura y el yelmo. Las llamas desaparecieron y el guerrero se quedó inmóvil. Sin embargo, no había acabado con él. Kit no podía matar a quien ya estaba muerto.

Al oír un golpeteo metálico a su espalda se volvió velozmente, aunque no con suficiente rapidez: una espada le dio en el hombro izquierdo. La armadura la salvó de acabar con la clavícula rota, pero el golpe fue lo bastante contundente para abollar la armadura que la Reina Oscura en persona había bendecido. Mientras que el guerrero muerto se rehacía del impulso de su ataque, Kitiara blandió el arma en un tajo lateral contra el cuello de su adversario que lo descabezó. El segundo cadáver aún no se había desplomado del todo cuando otro se le echó encima, y Kit oyó que a su espalda el primer atacante se ponía de pie.

La mujer miró hacia atrás y vio que el primer atacante arremetía con un golpe contra su espalda. El que tenía delante se abalanzó sobre ella. Se tiró al suelo. El guerrero que venía por detrás atravesó al que estaba delante y los dos cayeron. Kitiara salió gateando de debajo de los cadáveres y se encontró con otro guerrero esperándola; éste la atacó con una lanza.

Kit rodó frenéticamente sobre sí misma hacia un lado. El muerto asestó un golpe oblicuo y Kit soltó una exclamación ahogada de dolor cuando la punta de la lanza le abrió un tajo en el muslo. Viendo una oportunidad, le aprisionó las piernas con los dos pies y lo derribó. Partió la punta de la lanza, pero no gastó energía en «matarlo». Daría igual. No podía morir.

Más tropas espectrales se sumaron al ataque, tantas que Kit ni siquiera pudo calcular su número. Saltaban desde las almenas, bajaban por las escaleras dejando tras de sí un rastro de llamas que resplandecían en los aceros de las espadas y ardían en sus ojos vacíos de vida pero rebosantes de odio.

Kit estaba herida y exhausta. El miedo le había pasado factura al dejarla sin fuerzas y no podía dejar de luchar. Se arriesgó a echar otra ojeada hacia atrás. Las puertas del alcázar de Dargaard seguían abiertas de par en par y el gran vestíbulo, alumbrado por la luz de las velas, estaba vacío. No había guerreros espectrales dentro del alcázar; no habían salido más desde que apareció el primero para atacarla. Los soldados muertos se amontonaban delante de ella. Si conseguía entrar en el alcázar, cruzar las puertas con vida…

Sacando la daga que guardaba en una bota, apuñaló a uno de los guerreros en el diafragma, por debajo del peto, y retrocedió un paso. Hundió la espada en la visera del yelmo de otro y siguió retrocediendo.

Tenía que impedir que los guerreros la rodearan por los flancos y le cerraran el paso por detrás, interponiéndose entre las puertas abiertas y ella. Arremetió con la espada entre las piernas de un guerrero y golpeó hacia arriba, abriéndole un tajo en la entrepierna. El espectro se desplomó hacia delante y Kitiara se acercó un paso más a las puertas.

Un golpe la despojó de uno de los brazales. La sangre brotó de una herida profunda en el antebrazo izquierdo; la sangre le manaba también del muslo. Recibió un impacto en la cabeza y tuvo la impresión de que las llamas titilaban y daban vueltas. Pero se resistió al intenso dolor y parpadeó hasta que consiguió enfocar la vista para continuar luchando. Y siguió retrocediendo.

Jadeaba. Los brazos le dolían. La espada le pesaba una barbaridad. La mano con la que sostenía la daga estaba resbaladiza de su propia sangre. Cuando arremetió con la daga a un enemigo, el arma se le escapó de la mano. Hizo un intento desesperado de recogerla, pero los pies enemigos la pisaron y tuvo que renunciar a ella.

Una espada la alcanzó en el costado. La armadura la salvó de morir, pero el golpe la hirió en las costillas y a partir de ahí cada movimiento, cada inhalación, se convirtió en un martirio. Siguió caminando hacia atrás, siguió blandiendo la espada, siguió esquivando y haciendo quiebros. Delante de ella, los guerreros se apiñaban y luchaban sin reflexión y sin destreza, de forma que se golpeaban entre sí tanto o más que a ella. Aunque eso daba igual. Morían, caían y se incorporaban para luchar otra vez.

La luz de las velas salía a raudales a su espalda. Había llegado a las puertas. Las hojas de madera, reforzadas con bandas metálicas, estaban abiertas. Encima de Kit brillaban los alevosos dientes de un rastrillo.

Kit respiró hondo y dio un grito estrangulado de rabia y desafío antes de lanzar un último y frenético ataque. Repartiendo tajos y arremetidas con la espada, hizo retroceder a los guerreros, que tropezaron y cayeron unos sobre otros, y después se dio media vuelta y corrió con las pocas fuerzas que le quedaban a través de las puertas.

Una cuerda gruesa, unida al mecanismo, sujetaba el rastrillo arriba. Confiando en que el tiempo y el fuego hubieran debilitado la resistente soga, Kit arremetió con la espada e intentó cortarla. Logró segar unos cabos, pero la cuerda no se partió. Kit rechinó los dientes. El sudor le corría por la cara y la cegaba. Respiró profundamente. Un dolor intenso la asaltó. Los guerreros venían tras ella. Kit sentía irradiar el calor de las llamas devoradoras de carne. Asestó otro tajo. La cuerda se partió y el rastrillo descendió en medio de un gran estruendo; algunos guerreros quedaron aplastados bajo las afiladas puntas.

Los guerreros desaparecieron. Se esfumaron. Para ellos la lucha había terminado y volvieron a su amarga oscuridad, a su vigilancia sin fin, a montar la eterna guardia.

El clamor del combate cesó y, de momento, reinó el silencio; un bendito silencio.

Kitiara gimió. El dolor era como tener clavado un cuchillo al rojo vivo. Se dobló por la cintura, con el brazo ciñéndose el costado. Lágrimas de dolor le ardieron en los ojos. Sollozó y después apretó los dientes para contener el llanto. Mordiéndose los labios hasta que le salió sangre, esperó a que el dolor remitiera un poco.

Alguien empezó a cantar. La voz era un mero susurro al principio, pero le puso el pelo de punta y le provocó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Kitiara abrió los ojos y miró a su alrededor, enloquecida.

Tres elfas venían flotando hacia ella, como movidas por corrientes de aire caliente elevándose de llamas invisibles. Tenían la boca abierta, las manos extendidas, y Kitiara comprendió, desalentada, que había escapado de un peligro para caer en otro. Ya había experimentado los efectos debilitadores de una única nota de aquel canto letal.

El cántico se haría más fuerte, más poderoso. Las horrendas notas romperían a su alrededor como una ola impetuosa de angustia demoledora, sus lamentos y su dolor tan desgarrador y patético le pararían literalmente el corazón.

Las elfas se acercaron más con el largo cabello flotando a su alrededor como zarcillos, los ropajes blancos quemados y ennegrecidos, los cuerpos temblorosos por la quejumbrosa canción.

Cabello rubio, pupilas azules, tez sonrosada, ojos rasgados, orejas puntiagudas… Elfas… Doncellas elfas…

Laurana…

—¡Zorra elfa! —gritó Kitiara, enloquecida—. ¡Aunque sea lo último que haga, te mataré!

Sin hacer caso al dolor, profiriendo maldiciones, blandió la espada contra la doncella elfa con grandes, furiosos, letales arcos atrás y adelante, tajando y acuchillando.

Laurana desapareció. Kit sólo hendía el aire.

Bajó la espada y se encontró inmóvil, jadeando y sudorosa, dolorida y ensangrentada, en medio del vestíbulo. Alzando la vista borrosa por la sangre, vio a sus pies una enorme lámpara de hierro forjado. Aunque se había caído hacía siglos las velas seguían encendidas. Un charco de sangre todavía reciente —siempre horriblemente reciente, fresca como un recuerdo— se extendía debajo del metal retorcido.

Más allá de la lámpara había un trono. El Caballero de la Muerte, lord Soth, estaba sentado en él y la observaba. La había estado observando todo el tiempo. Los ojos tras las rendijas del yelmo ardían fijamente, sin altibajos, un reflejo de las llamas apagadas hacía trescientos años. No se movió. Esperó a ver qué hacía a continuación.

El brazo izquierdo de Kitiara estaba empapado de sangre que aún manaba de la herida. Tenía los dedos de esa mano insensibilizados. La mujer respiraba en jadeos dolorosos, desgarradores. El más mínimo movimiento le provocaba una oleada de dolor lacerante por todo el cuerpo. Se había torcido una rodilla y no se había dado cuenta hasta ahora. La cabeza le palpitaba terriblemente. Tenía la vista borrosa y el estómago revuelto.

Kitiara se irguió cuanto le fue posible considerando que cojeaba de la pierna izquierda y no podía apoyar todo el peso en la derecha. Parpadeó para ahuyentar las lágrimas y sacudió la cabeza para apartar los negros rizos de la cara.

Con los brazos temblorosos por la fatiga, consiguió, sólo gracias a un arranque de pura fuerza de voluntad, enarbolar la espada y ponerse torpemente en posición de combate. Intentó hablar, pero no le salió la voz. Tosió y notó el sabor de la sangre. Volvió a intentarlo.

—Lord Soth —dijo—, te reto a luchar conmigo.

Sus ojos irradiaron por la sorpresa y después titilaron. Soth cambió de postura en el trono, y la capa negra, con el repulgo manchado con la sangre de su esposa y de su hijo, se movió a su alrededor.

—Podría matarte sin necesitar siquiera levantarme de mi trono —replicó.

—Podrías —convino Kitiara, que hablaba en jadeos susurrantes—, pero no lo harás porque sería una cobardía, un acto indigno de un caballero solámnico.

Los ojos la contemplaron intensamente; después, Soth se levantó del trono.

—Tienes razón —admitió—. En consecuencia, acepto tu desafío.

Apartando a un lado la capa, sacó de una vaina ennegrecida una espada enorme, un mandoble, y rodeando la lámpara caída se encaminó hacia ella. Cojeando dolorosamente, Kitiara giró sobre sí misma para no perderlo de vista, con la espada preparada.

Era más alto y más fuerte que ella, amén de estar más muerto que ella; aunque no mucho más, a decir verdad. Él no sentía dolor físico, aunque sólo los dioses sabían el tormento espiritual que soportaba. Nunca se cansaría. Podía luchar durante cien años y a ella le restaban unos instantes más de fuerza. Tenía más alcance que ella. Kit nunca conseguiría acercarse a él, pero aquello era lo que había jurado que haría y, por la Reina Oscura, iba a cumplir su promesa aunque fuera lo último que hiciera.

Soth amagó por la izquierda, pero Kit no se dejó engañar porque había visto llegar el verdadero ataque. Paró el golpe y su espada chocó con la de él.

El helor de la muerte y de algo peor, el frío acerbo de la vida sin fin y sin reposo, la asaltó a través de carne y hueso. Se estremeció de dolor y sufrió una arcada al tiempo que luchaba por respirar y no ceder terreno, firme, parando la espada del caballero muerto con la suya, manteniéndolo a raya con los últimos vestigios de coraje, porque la fuerza hacía mucho que se le había agotado.

La espada se le rompió. La hoja se deshizo en fragmentos de acero. Esquirlas y trozos de metal relucieron a la luz del fuego. Kitiara se tambaleó, a punto de caer.

Soth avanzó amenazadoramente hacia ella. Kit metió la mano en la armadura de dragón, aferró la daga oculta entre las escamas y, tiritando, temblorosa, se abalanzó sobre él.

Soth le asió la muñeca de la mano que sostenía la daga y se la retorció. La carne de Kit se congeló bajo su tacto y la guerrera soltó un gemido suave, involuntario, pero se mordió los labios. No le daría la satisfacción de oírla gritar. Esperó, en silencio, la muerte.

Lord Soth le soltó la mano.

Kitiara se aferró la muñeca y lo miró, embotada, sin importarle ya lo que ocurriera después de haber llegado tan lejos, sólo que fuera cuanto antes.

El caballero muerto alzó la espada y Kit se preparó para lo que se avecinaba.

Lord Soth giró el arma en las manos enguantadas y se la tendió, la empuñadura por delante, mientras hincaba una rodilla en el suelo.

—Mi señora —dijo—. Acepta mi servicio.

Kitiara miró fijamente la espada. Lo miró fijamente a él. Esbozó su sonrisa sesgada y después se desplomó en el suelo, hecha un ovillo, una mano por debajo del cuerpo y la otra extendida de forma que los dedos rozaban el charco de sangre que había debajo de la lámpara.

Soth se despojó de la negra capa y tapó con ella a Kitiara para protegerla del frío de la noche. Por la mañana convocaría al dragón para mandarla sana y salva a su destino. Entretanto, vigilaría su reposo.

Ésa noche, por primera vez desde su caída, lord Soth excusó a las elfas de entonar el cántico de sus crímenes para que no despertaran a Kitiara.