El oráculo de Takhisis
Kit da un ultimátum
El invierno entró de lleno en Ansalon. Yule llegó y pasó. Se seguía buscando a Kitiara, aunque ya sin demasiada intensidad. Ariakas no mandó a sus tropas en su persecución. Lo que sí hizo fue enviar asesinos y cazarrecompensas, pero con la orden de llevar sus pesquisas con comedimiento y cautela. Al cabo de un tiempo, dio la impresión de que se habían olvidado de ella. Ya no había cazarrecompensas repartiendo por ahí monedas de acero y preguntando si alguien había visto a una guerrera de cabello oscuro, rizado y corto, con sonrisa sesgada.
Kitiara no lo sabía, pero Ariakas había hecho volver a sus sabuesos. El emperador empezaba a lamentar todo el incidente. Se daba cuenta de que había cometido un error respecto a Kit. Empezó a creer en su afirmación de inocencia e intentó culpar a Iolanthe de haber llegado a creer que Kit lo había traicionado. La maga, muy atinadamente, desvió la responsabilidad hacia el hechicero Feal-Thas. El elfo había acabado siendo una gran decepción para Ariakas —que, sin embargo, nunca había esperado gran cosa de él— cuando llegó la noticia de que el maldito elfo había conseguido que lo mataran y en su caída había arrastrado consigo al castillo del Muro de Hielo.
Por lo menos el caballero, Derek Crownguard, había sido víctima de la confabulación del emperador. Se había llevado el Orbe de los Dragones a Solamnia, y los informes de los espías de Ariakas comunicaban que la controversia por la posesión del orbe había abierto una brecha entre elfos y humanos, además de la subsiguiente desmoralización de la caballería por la influencia del orbe.
Ariakas quería que Kit volviera. Por fin estaba preparado para entrar en guerra con Solamnia y necesitaba su pericia, sus dotes para el liderazgo, su coraje. Sin embargo, no había rastro de ella por ninguna parte.
La reina Takhisis podría haber informado a Ariakas sobre el paradero de Kit, ya que Su Oscura Majestad tenía bajo una estrecha vigilancia a la Dama Azul, pero Takhisis decidió mantener en la ignorancia a Ariakas. Éste probablemente habría visto con buenos ojos la entrada de lord Soth en la guerra, pero no le gustaría ni pizca encontrarse con una alianza entre Soth y Kitiara. Kit ya tenía un ejército que la respaldaba, un ejército que le era leal. Si a eso se sumaba el poderoso Caballero de la Muerte y sus fuerzas, Ariakas empezaría a sentir que la Corona del Poder descansaba sobre su cabeza con cierta inestabilidad. Podría intentar impedir que Kitiara llegara al alcázar de Dargaard, pero Takhisis no estaba dispuesta a consentirlo.
Los cazarrecompensas eran un fastidio para Kit, pero en absoluto representaban un peligro. Ninguno de ellos la reconocería con su disfraz de ocultista de algo rango y nadie la molestaría. Incluso había sostenido una conversación muy entretenida con un cazarrecompensas, a quien facilitó su descripción y lo mandó a una persecución larga e infructuosa. Cuando tomó la calzada que conducía a Foscaterra, la persecución acabó. Nadie deseaba seguirla por aquella tierra maldita.
El viaje fue largo y agotador, y le dio a Kitiara tiempo de sobra para pensar en su encuentro con lord Soth. Necesitaba un plan de ataque. Kit nunca entraba en batalla sin tener uno preparado. Le hacía falta información muy precisa respecto a qué clase de enemigo se enfrentaba; información verídica, nada de leyendas, mitos, historias de vieja, cuentos kenders o cantos de bardos. Por desgracia, no era una información fácil de conseguir. De aquellos que habían visto a lord Soth cara a cara, ninguno había vuelto para hablar de ello.
Lo único que tenía era la información que le había proporcionado Iolanthe al final de su azaroso encuentro en el templo de Neraka. Kit deseó haber prestado más atención a la bruja, haberle hecho más preguntas. Claro que estaba intentando huir para salvar la vida y no era el mejor momento para estar de cháchara. Kit repasó todo lo que Iolanthe le había contado y le estuvo dando vueltas con la esperanza de idear alguna estrategia. Todas las historias coincidían en ciertos puntos: un ejército de guerreros espectrales; una estatua antigua de tres banshees que paraba el corazón; y un Caballero de la Muerte que podía matar con sólo decir una palabra. Desde el punto de vista de Kit, desarrollar una estrategia para ese encuentro se parecía mucho a planear una estrategia para suicidarse. En realidad, la cuestión era cómo morir de la forma más rápida y lo menos dolorosa posible.
Kit tenía el brazalete que Iolanthe le había dado. La hechicera le había explicado cómo utilizarlo, pero Kit quería saber todo cuanto hubiera que saber sobre ese brazalete. No es que no confiara en Iolanthe. La bruja le había salvado la vida.
Bueno, para ser sincera, tampoco se fiaba mucho de ella, así que llevó el brazalete a una tienda de artículos de magia.
El propietario —un Túnica Roja, como solían ser la mayoría, ya que había que tratar con magia negra, roja y blanca— agarró el brazalete como si ya no fuera a soltarlo. Le brillaron los ojos al verlo y la boca se le hizo agua. Lo acarició con arrobo. La voz se le enronqueció cuando habló sobre él. Le dijo que era un brazalete muy raro y muy valioso. Era el primero que veía, así que sólo conocía ese tipo de brazalete de oídas. Musitó unas palabras mágicas mientras hacía movimientos con las manos sobre él y el brazalete puso de manifiesto su naturaleza mágica. Aunque no se atrevería a jurar por su dios que la joya haría lo que Iolanthe había afirmado —proteger a Kit del miedo inducido por un conjuro y de ataques con la magia—, creía muy probable que el brazalete actuara como se esperaba que lo hiciera. Después, sosteniéndolo amorosamente en la mano, le ofreció a Kit que eligiera a cambio cualquier objeto de los que había en su tienda.
Kitiara logró finalmente rescatar el brazalete de la mano del hombre y se marchó. El Túnica Roja la siguió calle abajo sin dejar de suplicarle que se lo vendiera, y la guerrera tuvo que poner a galope a su caballo para dejar atrás al hombre. Hasta entonces Kit no había sido muy cuidadosa con el brazalete; lo había metido en una mochila y no había pensado mucho en él. A partir de ese momento, lo trató con más cuidado y comprobaba con frecuencia que seguía donde lo había dejado. Sin embargo, el brazalete no consiguió que se sintiera mentalmente más tranquila respecto al encuentro con el Caballero de la Muerte, sino todo lo contrario. Iolanthe no le habría dado un regalo tan valioso a no ser que tuviera la certeza de que iba a necesitarlo.
Era descorazonador. Mucho.
Kitiara decidió hacer algo que no había hecho en su vida: buscar la ayuda de un dios. Takhisis era la responsable de enviarla a esa misión. Al enterarse de que había una pitonisa que transmitía oráculos cerca de la frontera con Foscaterra, Kitiara dio un rodeo para visitar a la vieja arpía y pedir el favor y la protección de Su Oscura Majestad.
La pitonisa vivía en una cueva, y si la peste contaba como exponente de su valía, entonces era extremadamente poderosa. El olor a residuos corporales, a incienso y a repollo cocido bastaba para provocar arcadas a un troll. Kit, que había entrado en la cueva, estaba dispuesta a dar media vuelta y salir de inmediato cuando un rapazuelo, tan sucio que resultaba imposible adivinar si era un chico o una chica, la agarró de la mano y tiró de ella hacia dentro.
El pelo lacio, estropajoso y de un blanco amarillento enmarcaba la cara de la vieja arpía como una madeja enredada. La carne le colgaba flácida de los huesos. Tenía los ojos turbios y desenfocados. Bajo las ropas desgastadas, los pechos le tocaban las rodillas al estar sentada en el suelo, con las piernas cruzadas delante de la lumbre. Parecía encontrarse en una especie de trance porque murmuraba, babeaba y balanceaba la cabeza. El pilluelo alargó una mano exigiendo un donativo de una moneda de acero si Kitiara quería hacer una pregunta al oráculo de la Reina de la Oscuridad.
Kit albergaba sus dudas, pero también estaba desesperada. Le dio la moneda de acero y el pilluelo la examinó para cerciorarse de que no era falsa.
—Es buena, Marm —masculló, y se quedó a ver el espectáculo.
La vieja arpía se despabiló lo suficiente para echar un puñado de polvo al fuego. El polvo chasqueó y siseó; las llamas cambiaron de color y ardieron verdes, azules, rojas y blancas. Hilillos de humo negro se enroscaron alrededor de la vieja arpía, que empezó a gemir mientras se mecía atrás y adelante.
El humo era ponzoñoso e hizo lagrimear a Kit. Le costaba trabajo respirar e intentó de nuevo salir de allí, pero el pilluelo la asió de la mano y le ordenó que esperara; el oráculo estaba a punto de hablar.
La vieja arpía se sentó erguida y abrió los ojos que, de repente, estaban límpidos y lúcidos. Los murmullos eran claros y fuertes, profundos, fríos y vacíos como la muerte.
—«Juraré lealtad y pondré mi ejército al servicio del Señor del Dragón que tenga el valor de pasar la noche conmigo en el alcázar de Dargaard, solo».
La vieja arpía se desplomó sobre sí misma, mascullando y plañendo como un bebé. Kitiara estaba enfadada. ¿Para eso había gastado una moneda de acero?
—Ya sabía lo de la promesa de ese Caballero de la Muerte —dijo—. Por eso voy allí. Lo que necesito en que Su Oscura Majestad vele por mí. No le serviré de nada si Soth me mata antes de que tenga siquiera ocasión de abrir la boca. Si su majestad me prometiera…
La vieja arpía alzó la cabeza, miró directamente a Kitiara y dijo en un tono irascible y quejoso:
—¿Es que no sabes reconocer una prueba, estúpida muchacha?
La vieja arpía volvió a entrar en aquella especie de trance y Kitiara se marchó tan deprisa como pudo.
Una prueba, había dicho el oráculo. Lord Soth la pondría a prueba. Podría tomarse como algo reconfortante porque significaba que el Caballero de la Muerte se abstendría de matarla en el mismo instante en que pusiera el pie en la entrada. Por otro lado, también podría significar que la mantendría con vida por su valor como diversión. A lo mejor sólo mataba a la gente cuando se aburría de verla sufrir. Kit siguió su viaje al norte.
Supo que había cruzado la frontera de Foscaterra cuando empezó a encontrar pueblos abandonados; además, la calzada por la que viajaba ya casi no se la podía considerar tal. Solamnia había tenido siempre fama de contar con una excelente red de vías públicas. Los ejércitos avanzaban más deprisa por calzadas que se encontraban en buenas condiciones. Los mercaderes viajaban más lejos y llegaban a más ciudades. Tener buenas calzadas significaba gozar de una economía fuerte. Incluso después del Cataclismo, cuando abundaban los tumultos y la agitación, los que tenían a su cargo las ciudades hicieron del mantenimiento de las vías públicas una prioridad; en todas partes excepto en Foscaterra.
Muchas de las calzadas habían quedado destruidas durante el Cataclismo al quedar sumergidas cuando los ríos se desbordaron o al desaparecer con los terremotos. Sin el mantenimiento adecuado, las calzadas que resistieron empezaron a deteriorarse, y en algunas partes desaparecieron por completo cuando la naturaleza reclamó la tierra para sí. Las vías por las que Kit viajaba ahora estaban tapizadas de malas hierbas, espolvoreadas de nieve y sin viajeros. Pasaron días sin que Kit se cruzara con un alma viviente.
Hasta allí había avanzado a buen paso, pero ahora el progreso se había hecho más lento. Tenía que desviarse kilómetros de su ruta para encontrar un vado por el que cruzar un río a causa de que la corriente había arrastrado el puente. Tenía que abrirse paso entre la hierba alta que llegaba a los flancos del caballo y que era dura como el alambre. En cierto tramo, la calzada se hundía en un barranco, y en otra zona la condujo directamente al pie de un acantilado. A veces sólo recorría unos cuantos kilómetros en un día, aunque tanto ella como su caballo acababan extenuados. También tenía que dedicar tiempo a la caza; las únicas posadas y granjas por las que pasó llevaban mucho tiempo abandonadas.
Kit no había vuelto a disparar un arco desde su adolescencia, y en el mejor de los casos había sido una arquera más bien desmañada. Sin embargo, el hambre aguzaba la destreza, y se las arregló para derribar un ciervo de vez en cuando. Claro que entonces tenía que trocearlo y aliñarlo, en lo que empleaba un tiempo precioso.
A ese paso, sería tan vieja como el oráculo cuando llegara al alcázar de Dargaard… Si es que lo conseguía.
No sólo tenía que vérselas con calzadas en malas condiciones, bosques infranqueables y el hambre, sino que también debía estar alerta constantemente por los forajidos que habían hecho de aquella zona de Ansalon su casa. Se había deshecho de las ropas de clérigo acomodado previendo que la convertirían en una presa más codiciada y las cambió por las que llevaba en su huida de Neraka: el farseto y un coselete de cuero que había encontrado a lo largo del camino. De nuevo tenía la apariencia de una mercenaria que pasaba una mala racha, pero ni siquiera eso la salvaría. En Foscaterra había gente que mataría por un par de botas.
Durante el día cabalgaba con la mano puesta continuamente en la empuñadura de la espada. En una ocasión, una flecha la alcanzó en la espalda, pero el coselete la desvió. Estaba dispuesta a luchar, pero el cobarde que había disparado no tuvo agallas para dar la cara y enfrentarse a ella.
De noche dormía con un ojo abierto, o eso intentaba, porque a veces el cansancio hacía que se sumiera en un sueño profundo. Por suerte para Kit, al caballo de Salah Kahn lo habían entrenado para frustrar los intentos de asesinato contra su amo, práctica que era un estilo de vida en Khur. El relincho de alarma del animal sacaba de su sueño a Kit bruscamente cada dos por tres. Incorporándose de un brinco, tenía que luchar a brazo partido contra un matón armado con un cuchillo o, con la espada enarbolada, atisbar una figura imprecisa que se escabullía de vuelta a las sombras.
Hasta ese momento había tenido suerte; los que la habían atacado eran asaltantes solitarios. Pero llegaría el día o la noche en que una cuadrilla errabunda de ladrones caería sobre ella y sería su fin.
—No puedo hacerlo, majestad —dijo Kit un día mientras avanzaba trabajosamente por la nieve, llevando al caballo de las riendas porque el terreno era demasiado abrupto para ir montada en el animal sin correr el riesgo de que se hiciera daño—. Siento tener que romper mi juramento, pero de todos modos no lo habría cumplido porque no habría vivido lo suficiente para ver el alcázar de Dargaard.
Kit dio un tropezón y se detuvo. No le gustaba admitir la derrota, pero estaba demasiado hambrienta, demasiado cansada, demasiado desmoralizada y tenía demasiado frío para seguir adelante. Empezaba a darse media vuelta para volver por donde habían venido, cuando Jinete del Viento lanzó un relincho aterrado y se encabritó al tiempo que pateaba el aire con las manos. Kit llevaba sujeta firmemente la brida y el movimiento brusco e inesperado del animal casi le descoyuntó el brazo.
La guerrera soltó las riendas y empuñó la espada. El caballo plantó las manos en el suelo y se quedó quieto en la calzada, sudoroso, sacudido por temblores, echando espumarajos y con los ojos en blanco. Kit miró a su alrededor pero no vio nada, aunque sentía el terror del animal. Entonces oyó el sonido de unos cascos a su espalda.
Kit giró rápidamente sobre sus talones y el acero de la espada centelleó al sol.
Un caballo enorme, negro como el azabache y con llameantes ojos rojos, estaba plantado en mitad de la calzada y le cerraba el paso. Una mujer lo montaba en silla de amazona, como hacían las damas de la aristocracia. Llevaba un elegante vestido de terciopelo negro. La falda caía en airosos pliegues por el flanco del animal casi hasta el suelo. Un velo largo y diáfano le ocultaba el rostro. Iba sentada muy erguida, altiva, y las manos enfundadas en guantes negros sujetaban las riendas sin tirar de ellas.
Kitiara soltó la espada. Temblando por dentro, más aterrada de lo que había estado con la idea de afrontar su ejecución, cayó de hinojos.
—¡Majestad! —jadeó, temerosa—. No era mi intención…
—Oh, ya lo creo que sí —la interrumpió Takhisis con una voz tan suave como el terciopelo de su vestido y tan dura como el suelo congelado en el que Kit se había arrodillado—. He oído tu ultimátum.
—Majestad, no era eso lo…
—Pues claro que lo era. Has dicho que si quiero que vayas al alcázar de Dargaard, tendré que encontrar un modo de llevarte allí de forma conveniente y a tiempo.
«Y viva», pensó Kitiara, aunque no osó decirlo en voz alta.
Se arriesgó a echar una ojeada con disimulo, pero no consiguió ver nada de los rasgos de la mujer ocultos bajo el velo.
—Si me lo ordenas, majestad, seguiré adelante… Hasta donde llegue… —dijo humildemente la guerrera.
Takhisis tamborileó con los dedos en un gesto de irritación. Sentada muy derecha en la silla, volvió la cabeza a un lado y a otro abarcando con la mirada el bosque y aquel desdichado remedo de calzada que no merecía llamarse así.
—Te creeré —concedió Takhisis—. Has hecho un gran trabajo al venir hasta aquí. Sabía que este lugar era un desastre, pero no sabía que lo fuera hasta tal punto. —Volvió el rostro velado hacia la guerrera—. Te ayudaré una vez más, Dama Azul, pero será la última.
La Reina Oscura alzó una mano enguantada y señaló el cielo.
Kitiara miró a lo alto y soltó una exclamación de alegría. Skie volaba allá arriba, despacio, con la cabeza inclinada, y miraba a un lado y a otro. Kitiara lo llamó al tiempo que se incorporaba de un salto y se ponía a agitar los brazos. O el dragón la oyó o tal vez oyó la orden de su reina, porque desvió la vista, localizó a Kit, y empezó a descender volando en espiral.
Kitiara se volvió hacia Takhisis.
—Gracias, majestad. No te defraudaré.
—Y si lo haces, dará lo mismo, ¿no crees? Estarás muerta —repuso Takhisis—. Supongo que tendré que devolverle el caballo a Salah Kahn o sus protestas serán el cuento de nunca acabar.
Tomó las riendas de Jinete del Viento con un grácil ademán y partió calzada adelante llevando por la brida al aterrado corcel. Cuando la diosa hubo desaparecido en la oscuridad del bosque, Kitiara tuvo un gozoso reencuentro con Skie.
Estaba tan contenta de ver al dragón que tuvo que contenerse para no rodearle el cuello con los brazos y estrujarlo. Sabía que Skie se sentiría profundamente ofendido y probablemente no la perdonaría nunca. Empezó a disculparse con el dragón y admitió que él tenía razón, que su estúpida búsqueda del semielfo la había metido en un buen lío y casi le había costado la vida. Skie no le dijo: «Te lo advertí». Por el contrario, tuvo un gesto muy generoso al pedirle perdón a su vez y admitir que se había equivocado al dejarla sola.
Después la informó de que volvía a gozar del favor de Ariakas. El emperador le había pedido a Skie —casi le había suplicado— que fuera a buscarla. Aquélla noticia hizo que Kit esbozara una sonrisa sarcástica, sobre todo cuando se enteró de la muerte de Feal-Thas y que los caballeros solámnicos estaban provocando problemas.
Ariakas tenía una misión importante para Kitiara en Flotsam. El emperador también quería que Kit se pusiera a planear un ataque a la Torre de la Alta Hechicería.
—¡Ahora decide eso! —La guerrera estaba que echaba chispas—. Ahora, después de que los caballeros se plantean enviar tropas para reforzar la torre. Y si Solamnia es de repente tan importante ¿por qué habla de mandarme a Flotsam, al otro lado del continente, en alguna misión secreta? ¡Bah! ¡Ése hombre está perdiendo el control!
Skie sacudió la cola en un gesto de conformidad y se tumbó sobre la barriga para que Kitiara pudiera encaramarse a su lomo. El dragón llevaba consigo la armadura azul y el yelmo de un Señor del Dragón que le había entregado Ariakas por si conseguía dar con ella. La mujer se puso la armadura con verdadero placer. Se cubrió con el yelmo y juró que llegaría el día en que Ariakas lamentaría haberla tratado así. Todavía no era suficientemente fuerte para desafiarlo, pero ese día llegaría tarde o temprano; quizá antes de lo que imaginaba si tenía éxito en el alcázar de Dargaard. Equipada de nuevo con su armadura, Kitiara se sentía capaz de cualquier cosa, incluso de enfrentarse a un Caballero de la Muerte.
Recobrada su Dama Azul, el dragón estaba también de un humor excelente. Agitó las escamas azules y clavó las garras en el suelo, listo para alzar el vuelo.
—¿Adónde vamos? —preguntó—. ¿A Solamnia o a Flotsam?
Kitiara hizo una honda inspiración. Esto iba a ser difícil.
—¿No te dijo nada su majestad? —preguntó a su vez, evitando responder.
—¿Quién? ¿Decirme qué? —Skie volvió la cabeza hacia atrás, de repente receloso.
—Volamos hacia el norte —contestó Kitiara—. Al alcázar de Dargaard.
Skie la miró fijamente.
—Bromeas —dijo después en tono tajante.
—No, hablo en serio —contestó Kit sin perder la calma.
—¡Entonces es que estás loca! —gruñó el dragón—. Si crees que voy a llevarte a tu muerte estás…
—Le prometí a la reina Takhisis que me encargaría de esto —explicó Kitiara—. ¿Qué crees, entonces, que hago aquí, en Foscaterra?
—Quizá tras las huellas del semielfo. ¿Cómo demonios iba a saberlo?
—Créeme, he dejado de pensar en Tanis Semielfo —le aseguró al dragón—. Tengo cosas más importantes en la cabeza, como intentar discurrir la forma de salir con vida de este encuentro.
Le explicó el juramento que había hecho a Takhisis.
»Ya la conoces —añadió—. Ahora no puedo echarme atrás. Mi vida no valdría un céntimo kender.
Skie conocía a Takhisis y tuvo que admitir que arrostrar la cólera de la diosa era algo que hasta el dragón más poderoso evitaría como fuera. Aun así, no le gustaba el plan de Kit y se lo hizo saber.
—¡No puedo creer que fueras a hacer esto sin mí! —bramó—. Así al menos tendrás una posibilidad de sobrevivir. Arrasaré el alcázar, lo demoleré sobre su cabeza. No se puede matar al Caballero de la Muerte, pero al menos puedo debilitarlo, darle algo en lo que pensar. Por ejemplo, cómo salir arrastrándose de debajo de varias toneladas de escombros.
Kitiara se abrazó al cuello del dragón, se agarró fuerte y le ordenó que alzara el vuelo.
Era una buena idea la de Skie, y por eso Kit evitó decirle que no funcionaría.