34

La manada de lobos

La trampa

El destino de Laurana

En el cubil de Sleet, ahora vacío, el lobo blanco se encontraba cerca de su amo. Aunque el reptil se había ido, su hechizo aún funcionaba y la nieve caía en grandes copos que descendían suavemente alrededor de los dos y se posaban en la pelambre del animal formando una esponjosa manta blanca. El lobo parpadeó para quitarse los copos de los ojos. Los otros miembros de la manada del lobo permanecían quietos o paseaban cerca de él sin dejar de agitar y erguir las orejas, atentos a cualquier sonido. La hembra dominante, compañera del macho, alzó el hocico y husmeó el aire. Se puso tensa.

Los otros lobos dejaron de moverse, alzaron las cabezas, alertas, atentos a lo que había llamado su atención. La loba miró hacia atrás, a su pareja. El lobo miró a Feal-Thas.

El brujo invernal permaneció inmóvil. La nieve le apelmazaba las prendas de piel y formaba una segunda capa. El elfo miraba fijamente los túneles, a los que alumbraba una luz mágica porque no quería que sus enemigos fueran tropezando en la oscuridad; también él olisqueó el aire. Aguzó el oído.

El suelo tembló como si hubiera un terremoto. Los túneles crujieron y chirriaron. Allá arriba se oyeron los gritos de heridos y moribundos; el sonido de la batalla. El castillo estaba siendo atacado. A Feal-Thas eso le daba igual. Por él, que los dioses de la Luz dieran rienda suelta a sus arrebatos de cólera, que arrasaran aquel lugar hasta sus cimientos. Sólo tenía que aguantar el tiempo suficiente para que él pudiera destruir a los ladrones que andaban tras el Orbe de los Dragones.

La nieve dejó de caer mientras Feal-Thas pronunciaba palabras de magia con las que entonaba un hechizo poderoso. Al principio salmodiaba las palabras del conjuro, pero acabó con un aullido. La piel blanca de las ropas se le adhirió a la carne. Las uñas le crecieron y se curvaron hacia abajo hasta transformarse en garras. La mandíbula sobresalió hacia delante y la nariz se alargó para formar un hocico. Las orejas se le desplazaron hacia arriba y aumentaron de tamaño. Los dientes se desarrollaron y los colmillos, se volvieron afilados y amarillos, sedientos de sangre. Estaba a cuatro patas, sintiendo cómo los músculos se le tensaban en la espalda, percibiendo la fortaleza de las piernas. Se deleitó con su fuerza.

Era un lobo enorme, el señor de los lobos. Superaba en mucho la talla de los otros miembros de la manada, que se movían furtivamente a su alrededor y lo observaban con los ojos rojos, inseguros, cautelosos, pero aun así dispuestos a seguirlo donde los condujera.

Acrecentados los sentidos, Feal-Thas captó lo que los otros lobos olfateaban: el olor a humanos flotaba en el aire gélido. Oyó la respiración jadeante y las firmes pisadas, el tintineo de una espada, algún retazo de conversación, aunque los solámnicos eran parcos en palabras porque reservaban el aire para respirar.

Su trampa había funcionado. Venían a él.

Feal-Thas saltó y echó a correr, los músculos contrayéndose, expandiéndose, contrayéndose, expandiéndose. Las patas se alzaban del suelo, empujando para apartarse de él, se extendían en una larga zancada. El viento le silbaba en las orejas. La nieve le pinchaba en los ojos. Abrió la boca e inhaló el aire mordiente, la saliva le goteó de la lengua que colgaba a un lado de la boca. Sonrió en el éxtasis del disfrute de la carrera, de la cacería y de la perspectiva de la matanza.

Dentro de túnel de hielo, Derek se detuvo para consultar el mapa que le había dado Raggart el Joven. Los pasadizos en los que habían entrado no existían trescientos años atrás. El cubil del dragón estaba marcado en el mapa, aunque el antepasado de Raggart no le había dado ese nombre puesto que los dragones no se habían visto en Krynn desde hacía muchos siglos. El cubil aparecía en el mapa como «cueva de la muerte», porque el antepasado había visto un montón de huesos esparcidos por todas partes, incluidas varias calaveras humanas.

Un cubil de dragón abandonado sería el lugar lógico para que Sleet lo usara como su guarida, o ésa era la conclusión a la que Derek había llegado. Gracias al mapa sabía más o menos en qué dirección estaba el cubil y tomó un túnel que conducía hacia allí. La luz del sol, que pasaba a través del hielo, les alumbraba el camino y daba al pasadizo un titilante color azul verdoso. Habían recorrido una corta distancia cuando llegaron a un sitio en que su túnel se cruzaba con otros dos. Derek miró el mapa con el entrecejo fruncido, sin sacar nada o casi nada en claro. Aran señaló de repente la pared de hielo.

—¡Mirad esto! —exclamó.

En la superficie helada había marcadas unas flechas. Una señalaba hacia arriba, en tanto que otra apuntaba a lo que parecía ser un burdo dibujo de un dragón, una figura esquemática con alas y cola. Los caballeros investigaron los otros túneles y encontraron que en cada uno de ellos había flechas similares.

—La flecha que apunta hacia arriba debe de indicar que este túnel lleva al castillo propiamente dicho —dedujo Brian.

—Y este otro conduce al cubil del dragón —apuntó Derek con satisfacción.

—Me pregunto qué significará esa «X» —comentó Aran, que dio un sorbo de la petaca.

—Y quién las habrá labrado —planteó Sturm.

—Nada de eso tiene importancia. —Derek se encogió de hombros y echó a andar por el túnel que tenía dibujada la figura del dragón.

Gilthanas y Laurana, acompañados por Flint y Tas, seguían de cerca a los caballeros; avanzaban por los helados pasadizos en silencio, sigilosos. Se detuvieron cuando oyeron que los caballeros se paraban y escucharon la conversación sobre los túneles marcados. Cuando los caballeros reanudaron la marcha, fueron tras ellos.

El pequeño grupo se movía silenciosamente, manteniendo la distancia, y los caballeros no oyeron nada. Debido al frío, Flint había tenido que dejar atrás la cota de malla y el peto. Aunque se protegía con un coselete de cuero grueso e iba embutido hasta los ojos en montones de pieles y cuero, el enano aseguraba que se sentía desnudo sin su armadura. El crujido de las fuertes botas era el único sonido que hacía, aparte de los rezongos.

Tasslehoff estaba tan encantado con la idea de ser útil que se había propuesto obedecer la orden de Gilthanas de que estuviera callado, a pesar de que eso significaba tener que guardar para sí mismo todas las observaciones y preguntas interesantes; las fue reprimiendo hasta que empezó a sentirse como una gran jarra de gaseosa de jengibre que hubieran dejado al sol mucho tiempo: burbujeando y a punto de estallar.

De vez en cuando los caballeros hacían un alto para escuchar e intentar determinar si el enemigo se encontraba hacia el frente o a su espalda. Cuando se paraban, Laurana y su grupo hacían otro tanto.

—¿Por qué no los alcanzamos ahora mismo? —preguntó Flint, sin entender por qué actuaban así.

—No lo haremos hasta que Derek me conduzca al Orbe de los Dragones. —La voz del elfo sonó amenazante—. Entonces descubrirá que estoy aquí… con ganas de revancha.

Flint miró a Gilthanas sin salir de su sorpresa y desvió los ojos hacia Laurana, preocupado. La elfa dirigió una mirada suplicante al enano con la que le pedía comprensión. Flint siguió caminando, pero ya no refunfuñaba, una señal inequívoca de que estaba disgustado.

Los cuatro continuaron tras los pasos de los caballeros a través del laberinto de túneles. Pasaron por la cámara donde Feal-Thas había tenido el Orbe de los Dragones y a su monstruoso guardián mágico. Los caballeros repararon en la amplia gruta, pero la dejaron atrás, si bien los amigos oyeron a Aran decir que había visto una «X» en el muro. Aquello hizo que Gilthanas, que también se había fijado en las marcas de las paredes, entrara un momento para investigar. Laurana se acercó a él y dejó a Flint y a Tasslehoff de guardia en la puerta.

Estremecida por el terror, Laurana contempló los huesos, miembros cercenados y sangre congelada en el hielo.

—Fíjate en ese pedestal —señaló Gilthanas con tono triunfal—. Está hecho para sostener el Orbe de los Dragones. Mira esas runas. Hacen referencia al orbe y a cómo fue creado. Eso explica la masacre —añadió al tiempo que miraba la sangre y los despojos que había por doquier—. No somos los primeros en venir a buscarlo.

—Es decir, que el orbe se encontraba aquí y que alguien o algo lo guardaba, pero ya no está. A lo mejor hemos llegado demasiado tarde. —La voz de Laurana tenía un dejo de esperanza.

Gilthanas le lanzó una mirada iracunda y estaba a punto de decir algo cuando oyeron gritar a Flint.

—¡Maldito kender! —gruñó cuando salieron al pasadizo—. Ha escapado por allí. —Apuntó hacia un túnel marcado con el símbolo de un dragón.

Casi de inmediato, Tasslehoff regresó a todo correr.

—¡Creo que lo he encontrado! —dijo en un sonoro susurro—. ¡El cubil del dragón!

Gilthanas salió a toda prisa en pos de Tas, y Flint y Laurana se apresuraron a seguirlos. Al girar en un recodo, el elfo retrocedió hacia el túnel con un veloz salto e hizo señas a los demás para que se acercaran despacio.

—Están aquí —señaló, articulando las palabras en silencio.

Laurana se asomó cautelosamente al recodo y vio una enorme cámara vacía. Del techo colgaban carámbanos a semejanza de estalactitas blancas. Los caballeros se encontraban en el centro de la cámara y miraban a su alrededor.

—¿Y los guardias? —preguntó Brian en ese momento, tenso—. Hemos recorrido todo este trecho sin toparnos con nadie.

—Si había soldados guardando esta zona, probablemente se fueron a sumarse a la batalla —dijo Derek—. Aran, tú y Brightblade quedaos aquí y vigilad. Brian, tú vienes conmigo…

—Es una trampa, milord —advirtió Sturm, que habló con tal calma y convicción que los caballeros enmudecieron sobresaltados. Derek se recuperó rápidamente.

—Tonterías —dijo de mal humor.

—Creo que podría estar en lo cierto, Derek —intervino Aran—. Todo el rato hemos tenido la sensación de que nos seguía alguien.

Gilthanas retrocedió un poco más en el túnel y tiró de Laurana hacia atrás.

—Eso explica la razón de que Feal-Thas mandara marcharse a todos los que vigilaban el orbe, incluido el dragón —añadió Brian, tenso—. Quería engañarnos para que hiciéramos exactamente lo que estamos haciendo: meternos en una trampa.

Como si alguien lo estuviera escuchando, un aullido escalofriante resonó en la oscuridad como una risa bestial, burlona, vibrante de hostilidad, rebosante de una terrible amenaza de sangre, dolor y muerte. El aullido solitario fue coreado por muchos más que levantaron ecos en los túneles.

Laurana se aferró a su hermano, que la estrechó contra sí. Flint desenfundó el hacha y miró frenéticamente en derredor.

—¿Qué ha sido eso? —jadeó Laurana. Sentía los labios entumecidos por el frío y el miedo—. ¿Qué era ese horrendo sonido?

—Lobos —susurró Gilthanas, sin atreverse a hablar en voz alta—. La manada de lobos de Feal-Thas.

A la tajante orden de Derek, los caballeros tomaron posiciones, espalda contra espalda, mirando hacia fuera, prestas las espadas. El acero centelleó a la mágica luz.

Los lobos tenían cercados a los caballeros. Las fieras, una masa de pelambres blancas contra el fondo de la nieve y rojas pupilas feroces, daban vueltas alrededor de los caballeros con pasos silenciosos, acercándose más y más. Ahora guardaban silencio, centradas en la matanza inminente, en esquivar el afilado acero, en saltar y arrastrar al suelo y desgarrar, en beber la sangre caliente.

Uno de los lobos, más grande que los demás, se mantuvo aparte, fuera del círculo. Ése lobo no se unió al ataque, sólo observaba, era un espectador. A Laurana le dio la impresión de que el animal tenía una sonrisa cruel reflejada en los ojos oscuros.

Los elfos llevaban mucho tiempo estudiando las costumbres y la naturaleza de los animales con los que compartían sus hogares boscosos. No mataban a los animales que tenían de vecinos, ni siquiera a los depredadores, a menos que se vieran obligados a hacerlo.

Laurana conocía las costumbres y el comportamiento de los lobos y ningún lobo habría actuado de esa forma, permaneciendo sentado y observando a sus compañeros.

—Algo no es como debería ser. ¡Espera, Flint! —gritó desesperadamente cuando el enano estaba a punto de salir corriendo hacia la batalla—. ¡Tas! ¿Sigues teniendo esos anteojos mágicos? ¡Con los que ves las cosas como son realmente!

—Quizá sí —contestó el kender—. Nunca sé con seguridad lo que tengo, ¿sabes? Pero he intentado llevar siempre encima esos anteojos.

Laurana observó, angustiada e impaciente, cómo se quitaba los guantes y empezaba a rebuscar en sus numerosos saquillos. Desde su escondite en el túnel, Laurana alcanzaba a ver con el rabillo del ojo que los lobos iban cerrando el círculo. Debían de ser unos cincuenta o más. Y el lobo solitario seguía contemplando a los caballeros condenados y esperaba.

Tasslehoff continuaba revolviendo los saquillos. Frenética, Laurana cogió uno, lo abrió y tiró el contenido al suelo. Estaba a punto de hacer lo mismo con los demás cuando Gilthanas señaló con un dedo. Los anteojos relucían y titilaban con la mágica luz. El elfo hizo intención de recogerlos, pero Tasslehoff fue más rápido. Los tomó y, lanzando una mirada de reproche a Gilthanas, se los puso encima de la nariz.

—¿A qué tengo que mirar? —preguntó.

—Al lobo grande. —Laurana se arrodilló junto al kender para ponerse a su altura y se lo señaló—. El de allí, el que está separado de los otros.

—No es un lobo. Es un elfo —dijo Tasslehoff, que añadió, muy excitado—: ¡No, espera! Es un elfo y un lobo…

—Feal-Thas… —susurró Laurana—. Tú sabes algo de este hechicero, Gil. ¿Cómo podemos detenerlo?

—¿A un archimago? —Gilthanas soltó una risa desganada—. A uno de los hechiceros más poderosos de Krynn… —Enmudeció y su expresión se tornó pensativa—. Puede que quizá hubiera un modo, pero tendrías que hacerlo tú, Laurana.

—¿Yo? —La elfa estaba aterrada.

—Eres la única que tiene una posibilidad —manifestó su hermano—. Tú tienes el Quebrantador de Hielo.

Laurana había tirado el arma al suelo para ayudar a Tasslehoff a buscar en los saquillos. El Quebrantador descansaba a sus pies, cristalino, límpido, reluciente. No hizo intención de recogerlo. Gilthanas la asió del brazo al tiempo que le hablaba muy deprisa:

—Tu arma es mágica. El hechicero es un brujo invernal y el arma está hecha con los mismos elementos que alimentan y avivan su magia. Es la única arma que podría acabar con él.

—Pero… es un hechicero —arguyó Laurana, acobardada.

—¡No lo es! Ahora, no. Ahora es un lobo. ¡Está atrapado en el cuerpo del animal y su hechizo lo tiene trabado! No podrá pronunciar las palabras del conjuro ni hacer los gestos ni usar los ingredientes. ¡Tienes que atacarlo ahora, antes de que cambie de forma!

Laurana estaba tiritando, fija la mirada en el enorme lobo blanco. Los otros animales seguían girando alrededor de los caballeros, cautelosos con las armas afiladas pero, aun así, ávidos de sangre.

—Puedes hacerlo, Laurana —la animó Gilthanas de todo corazón—. Tienes que hacerlo. En caso contrario, no hay esperanza para ninguno de nosotros.

Si Tanis estuviera allí… Laurana se obligó a no pensar en eso. Tanis no estaba con ellos. No podía depender de él ni de ninguna otra persona. Todo estaba en sus manos ahora. Los dioses le habían regalado el Quebrantador, aunque no sabía por qué. No lo había pedido, no lo quería. Su elección parecía poco acertada. No era un caballero. Sin embargo, mientras rumiaba todo aquello que entraba en conflicto con su fe, algunas ideas de cómo atacar al hechicero empezaron a cristalizar en su mente. Dio voz a sus pensamientos a medida que le llegaban, casi sin darse cuenta de lo que decía.

—No debe verme venir. Si se da cuenta, podría empezar a adoptar su verdadera forma. Gil, busca un sitio desde donde puedas usar el arco. Consigue que su atención siga puesta en la batalla y, si es posible, apártalo del resto de la manada.

Gilthanas la miró, sobresaltado, y después asintió con un brusco movimiento de la cabeza.

—Lamento haberte arrastrado a esto. Es culpa mía.

—No, Gil. Yo tomé mis propias decisiones.

Recordó el día que había huido de su casa para seguir a Tanis. Ésa decisión la había llevado a conocer a los dioses, a conocerse a sí misma. Era una persona muy distinta a la muchachita mimada que había sido. Una persona mucho mejor, o eso esperaba. No lo lamentaba, ocurriera lo que ocurriese.

El círculo de lobos empezó a cerrarse, a acercarse a su presa. Flint se mantuvo junto a la elfa, firme como una roca.

—Puedes hacerlo, muchacha —dijo con convicción, y añadió tristemente—: ¡Ojalá hubiese tenido tiempo de enseñarte a manejar esa hacha como es debido!

La elfa le sonrió.

—No creo que eso hubiera cambiado nada.

Gilthanas se escabulló hacia la salida del túnel para buscar una buena posición desde la que utilizar el arco. Laurana y Flint bajaron rápidamente por el túnel ligeramente inclinado y se aventuraron en la cámara. Feal-Thas no los vio ni los oyó, como tampoco los lobos. Estaban pendientes de la cercana presa, centrados en la matanza.

Tasslehoff se lo había estado pasando muy bien subiendo y bajando los anteojos a fin de ver al elfo en cierto momento y al lobo en el siguiente. Cuando empezó a aburrirse del juego, se quitó los anteojos, miró a su alrededor y vio que estaba solo.

Gilthanas se había situado al final del túnel. Había sacado el arco y estaba colocando una flecha en la cuerda. Laurana, con el Quebrantador asido con ambas manos, se deslizaba por detrás de la manada de lobos. Flint iba detrás de ella, con un ojo puesto en los lobos y el otro en Laurana.

—Intenta darle en la espalda, muchacha —le dijo el enano—. ¡Apunta a la zona más grande y dale con ganas!

Tas se guardó rápidamente los anteojos en un bolsillo y se tanteó el cinturón. Allí estaba Mataconejos, en el mismo sitio de siempre, tanto si había pensado en llevársela como si no.

—Quién sabe si después de esto no tendré que ponerte un nuevo nombre: Matalobos —le prometió a la daga.

Echó a andar detrás de sus amigos. No había prestado atención a la orden de Laurana de que guardaran silencio y abrió la boca para lanzar una pulla a voz en cuello, pero las palabras se le atascaron en la garganta.

Los caballeros cerraron filas y se dispusieron a hacer frente lo mejor posible al inminente ataque. Los lobos se acercaron a ellos, relucientes los ojos rojos con la luz espeluznante. La nieve, una nieve mágica, empezó a caer saliendo de la nada. La luz menguó y redujo su alcance visual.

—¡Maldito idiota! —maldijo ferozmente Aran a Derek, y su voz subió de tono con cada palabra que pronunciaba—. ¡Necio arrogante, estúpido y orgulloso! ¿Qué dices ahora? ¿Qué puñetera sarta de sabias sentencias vas a soltarnos antes de que muramos todos?

—Aran, eso no va ayudarnos… —susurró Brian, que tenía la boca tan seca que casi no pudo hablar.

Sturm se encontraba a la izquierda de Brian, estoico, aguantando el tipo, firme la punta de la espada, la mirada fija en los lobos. Estaba hablando, pero era para sí mismo, sus palabras apenas eran audibles. Brian comprendió que rezaba pidiendo a Paladine que los ayudara y encomendándole sus almas.

Brian deseó ardientemente poder creer en un dios —¡cualquier dios!— y no estar contemplando un horrendo abismo eternamente silencioso, eternamente vacío. Que el dolor y el terror tuvieran algún significado, que la vida tuviera algún sentido. Que su muerte sirviera de algo. Que no hubiera encontrado finalmente el amor sólo para perderlo en una cueva helada por una aventura inútil. Le subió a la boca un regusto amargo. Puede que los dioses hubieran regresado, pero lo habían hecho demasiado tarde para él.

—Brightblade, cállate —le espetó Derek con voz enronquecida—. Todos vosotros, callaos.

Actuaba como el comandante frío, tranquilo, el cabecilla que dominaba la situación, un ejemplo de valentía, una inspiración para sus hombres tal como se describía en la Medida. Si albergaba dudas, no las evidenciaba ante ellos. Brian pensó que creía en algo. Derek creía en Derek, y no podía entender por qué ellos no creían también en él.

«Espera que muramos creyendo en él», comprendió de repente Brian.

La idea le resultó divertida y soltó una risa ronca, quebrada y amarga, que tuvo por resultado otra reprimenda de Derek.

—¡Estate atento!

—¿A qué? —despotricó Aran—. ¿Al hecho de que vamos a morir de un modo horrible, despedazados por animales salvajes y nuestros huesos trasladados a alguna guarida para que los mastiquen desp…

—¡Cierra el pico! —gritó Derek, furioso—. ¡Callaos todos!

Según la Medida, el cabecilla nunca debía gritar, nunca debía perder la calma, nunca debía vacilar ni dudar, nunca debía manifestar temor…

A Brian le cayeron copos de nieve en las pestañas. Parpadeó para quitárselos rápidamente y siguió con la mirada fija en los lobos. Como si actuaran siguiendo una señal inaudible, las fieras se lanzaron sobre ellos en tropel.

Sturm bramó un fuerte grito de desafío y blandió la espada trazando un arco cortante. Un enorme lobo blanco cayó a sus pies con un tajo en el cuello por el que manaba sangre a borbotones.

Otro lobo saltó sobre Brian a la par que gruñía y mostraba los afilados colmillos. De repente salió despedido hacia un lado y su cuerpo se deslizó sobre el hielo. Brian vio, cuando pasó resbalando ante él, una flecha que le sobresalía de las costillas. Una segunda flecha alcanzó a un lobo en pleno salto y lo derribó. Brian no tenía tiempo para preguntarse qué pasaba ni para mirar en derredor. Otro lobo enorme cargaba a la carrera sobre la nieve. Brian intentó golpearlo con la hoja de la espada, pero el lobo saltó y lo empujó con las grandes patas en el pecho. El peso del animal tiró a Brian al suelo. La espada se le escapó de las manos enguantadas y se deslizó por el hielo girando sobre sí misma.

El aliento caliente del lobo le dio en la cara; olía a carne podrida. Los dientes amarillentos se le clavaron en la carne. La saliva, ahora enrojecida por la sangre —su sangre— le salpicó. El lobo lo tenía inmovilizado. Lo golpeó con las manos en vano. El lobo hundió los colmillos en el cuello de Brian y el caballero chilló. Sabía que había chillado, pero, para su horror, no se oyó nada excepto un gorgoteo. El lobo mordió con fuerza, listo para desgarrarle la garganta. Entonces lanzó un horrible gañido y cayó de lado o lo apartaron de una patada. Brian alzó la mirada y vio a Sturm sacando de un tirón su espada del costado del lobo.

Sturm se agachó sobre él. Brian casi no lo distinguía con la copiosa nevada.

Sturm asió firmemente su mano, la sujetó con fuerza, aun cuando seguía arremetiendo y lanzando tajos con su espada para rechazar a otros lobos.

«Me incorporaré dentro de un momento —quiso decirle Brian—. Te ayudaré a luchar. Sólo tengo que… recobrar el aliento…».

Brian se aferró a la mano de Sturm e intentó respirar, pero no logró llevar aire a los pulmones.

Siguió agarrando la mano de Sturm. La nieve caía y los copos en sus labios eran muy fríos y… se soltó…

Laurana vio caer a Brian. Vio que Sturm se inclinaba sobre él sin dejar de luchar e intentaba impedir que los lobos lo atacaran. Uno de los animales saltó sobre los hombros de Sturm, que, merced a un gran esfuerzo, logró levantarse y sacudirse de encima a la fiera. El lobo cayó de espaldas y Sturm le hundió la espada en la tripa; el animal soltó un gañido y chasqueó las mandíbulas al tiempo que agitaba las patas por el dolor.

Aran combatía con pericia. Su espada estaba resbaladiza por la sangre y a sus pies se amontonaban cuerpos. Los lobos retrocedieron sin quitarle ojo y después varios de ellos unieron esfuerzos para derribarlo. Uno se deslizó velozmente por detrás y clavó los afilados colmillos a través del cuero de la bota, a la altura del tobillo, de manera que le cortó un tendón. Aran trastabilló y los lobos saltaron sobre él gruñendo y enseñando los dientes, mordiendo y desgarrando. Aran gritó pidiendo ayuda. Sturm no podía hacer nada, no podía acudir en su auxilio. Un lobo lo había agarrado por la manga del brazo con el que manejaba la espada e intentaba hacerle perder el equilibrio. Sturm le asestó un puñetazo en un intento de lograr que abriera las fauces.

Laurana oyó los gritos de Aran y se volvió a mirar.

—Flint ve en su ayuda —gritó.

El enano la miró ceñudo, dubitativo, sin querer separarse de ella.

—¡Ve! —lo apremió.

Flint le dirigió una mirada angustiada y después corrió en ayuda de Aran. El enano cayó desde atrás sobre los lobos atacantes y rugió a la par que descargaba tajos con el hacha, que en seguida se tiñó de sangre. Los lobos, enloquecidos con el olor a sangre fresca, no le hicieron caso y siguieron atacando a Aran, que había dejado de debatirse. Una de las alimañas murió con los dientes clavados aún en la carne del caballero.

Flint quitó el cadáver del animal de encima de Aran y se plantó ante el cuerpo del caballero para defenderlo de los lobos.

—¡Reorx, ayúdame! —gritó el enano mientras blandía el hacha, y la hoja de acero, cubierta de sangre, relució con un intenso color rojo a la luz del túnel. A los lobos no les gustaba la luz y se mantuvieron alejados, pero no dejaron de vigilarlo.

—¿Aran? —gritó Derek, que se volvió a medias. Pero estaba librando su propia batalla y no pudo ver qué había pasado.

Flint echó una rápida ojeada al caballero, enterrado bajo cadáveres de lobos, pero no se atrevió a descuidar la vigilancia de los animales.

—¡Tas! —llamó a voces—. ¡Te necesito! ¡Aquí! Ocúpate de Aran —ordenó cuando el kender llegó corriendo.

Tasslehoff apartó a patadas, frenético, los cuerpos ensangrentados de los animales hasta dar con Aran. Los ojos del caballero estaban abiertos de par en par, sin parpadear a pesar de los copos de nieve. Le habían desgarrado la mitad de la cara. La sangre había formado un charco que se había congelado en el hielo debajo de él.

—¡Oh, Flint! —gritó Tas, la voz ahogada por la consternación.

Flint miró hacia atrás.

—Que Reorx lo acompañe —murmuró ásperamente.

Tas le gritó una advertencia y Flint se volvió mientras blandía el hacha contra los lobos que se abalanzaban sobre ellos.

Sturm se puso espalda con espalda con Derek para que los lobos no los derribaran por detrás, como habían hecho con Aran. Los dos hombres se encontraban en medio de un círculo de cuerpos. Algunos de los lobos, heridos, gemían e intentaban en vano incorporarse. Otros yacían inmóviles.

El hielo se había teñido de rojo con la sangre. Las espadas de los caballeros estaban resbaladizas al correr la sangre por la hoja y empapar la empuñadura. Sudaban copiosamente bajo las ropas de piel. Su respiración era agitada y cubría de escarcha los bigotes y las cejas. Los lobos vigilaban, esperando que se abriera una brecha. De cuando en cuando, una flecha llegaba volando desde la oscuridad y derribaba a otro animal, pero Gilthanas se estaba quedando sin flechas y tenía que asegurarse de que cada disparo diera en el blanco.

—¿Aran? —preguntó Derek con voz enronquecida, entre jadeos.

—Muerto —contestó Sturm, resollando.

Nada más. Derek no preguntó por Brian. Sabía la respuesta. En cierto momento casi había caído sobre el cuerpo de su amigo. Los lobos se acercaban otra vez.

Flint estaba a la defensiva, luchando para salvar la vida. Ya no bramaba; tenía que ahorrar esfuerzos y aliento. Un lobo saltó hacia él. Arremetió con el hacha, pero falló y la bestia le cayó encima, derribándolo. Tasslehoff saltó sobre el lomo del animal. El kender parecía acometido por un ataque de furia kender y gritaba insultos que no servían para nada, porque los lobos no le entendían ni les importaba. Montado en la bestia, Tas acuchilló al lobo en el cuello y volvió a acuchillarlo otra y otra y otra vez, con toda la fuerza de su pequeño brazo hasta que el lobo se desplomó en el suelo, muerto.

Tasslehoff se quedó de pie sobre el animal, mirándolo con gesto sombrío, dispuesto a matarlo de nuevo si por casualidad se le ocurría volver a la vida. Cuando la fiera se movió, el kender lanzó un grito salvaje y empezó a acuchillarlo otra vez; por poco no hirió a Flint, que intentaba salir de debajo del cuerpo del animal.

Laurana había visto el caos con el rabillo del ojo. Valiéndose de la nieve mágica del hechicero como cobertura, la elfa rodeó por detrás a Feal-Thas para llegar hasta él por la espalda. Gilthanas disparó a Feal-Thas y el enorme lobo que no era un lobo tuvo que apartarse del resto de la manada para evitar las flechas del elfo. Obligado a permanecer en los límites del lugar del ataque, Feal-Thas paseó de un lado a otro sin quitar ojo a la refriega, con la lengua fuera, los colmillos goteando saliva, como si estuviera saboreando la sangre. No vio a Laurana hasta que la elfa estuvo casi encima de él, viniendo desde atrás. Con los aullidos y gruñidos de los lobos no la había oído aproximarse.

Al ir acercándose, Laurana había reparado en el cuerpo de Brian tirado en el hielo ensangrentado. Había tenido miedo, pero la rabia lo hizo desaparecer. Enarboló el Quebrantador y, recordando las instrucciones impartidas a toda prisa por Flint, inició un golpe en arco para golpear al lobo en la espalda y cortarle la columna vertebral…

Feal-Thas presintió su presencia. La cabeza de lobo giró y con la mirada la traspasó hasta el fondo del corazón. Los ojos la inmovilizaron del mismo modo que el lobo había paralizado a Brian. La elfa se detuvo en mitad del movimiento de ataque y el Quebrantador se quedó suspendido en el aire, preparado, listo para descargar el golpe mortal. Pero la voluntad de Laurana se disipó como agua caída en la arena. Feal-Thas la miraba fijamente, tanteando en lo más hondo de su ser, la figurada mano expoliadora hurtándole los secretos de su corazón, seleccionando y escogiendo, guardando lo valioso y desechando lo que no le servía.

Con un ataque de pánico, Laurana comprendió que Gilthanas se había equivocado. El archimago podía hacer magia desde el interior del cuerpo del lobo. Un conjuro la tenía apresada y no podía hacer nada para escapar de él más que aletear inútilmente como una mariposa clavada con un alfiler.

El lobo gruñó y la elfa oyó palabras en aquel sonido bestial.

—¡Te he visto antes!

—No —musitó Laurana, temblando.

—Oh, sí. Te vi en el corazón de Kitiara. La veo a ella en el tuyo y veo al semielfo en el de ambas. ¿Qué es este enredo?

Laurana quería huir. Quería matarlo. Quería caer de rodillas y enterrar la cara en las manos. Pero no podía hacer nada. El lobo se acercó más a ella, pero la elfa estaba paralizada, incapaz de liberarse de aquella mirada cruel.

—Kitiara desea a Tanis y está dispuesta a tenerlo —dijo Feal-Thas—. Si tiene éxito, Lauralanthalasa, lo habrás perdido para siempre. Soy la única persona lo bastante poderosa para impedírselo. Mátame y será tanto como entregárselo a tu rival.

Laurana oía el estruendo de gritos mezclados con el aullido de los lobos. Miró hacia atrás y vio a Brian con la garganta desgarrada, a Aran muerto, a Flint saliendo a gatas de debajo de los cadáveres de los lobos y a Tasslehoff luchando mientras las lágrimas le corrían por las mejillas que abrían surcos en la sangre.

Feal-Thas supo en ese momento que había perdido su dominio sobre la elfa. Vio el peligro que corría. Primero Kitiara lo había dejado en ridículo abocándolo al fracaso y al desastre, y ahora esta elfa estaba allí para rematar el trabajo y acabar con él. Vio a las dos mujeres riéndose de él.

La ira borbotó dentro de Feal-Thas. Si hubiese estado en su cuerpo habría destruido a esa débil mujer con una palabra y un gesto. Ahora tendría que conformarse con despedazarla a dentelladas, darse un banquete con su carne, beber su sangre. Y algún día haría lo mismo con Kitiara.

Laurana sintió que la presa del hechicero se aflojaba, percibió la rabia en los ojos amarillos y vio venir el ataque. Poniendo toda su fuerza en ello, asió firmemente el Quebrantador. Se olvidó de Tanis, se olvidó de Kitiara, puso su pasado, su futuro y a sí misma en manos de los dioses. Se hizo dueña de su propio destino.

Chasqueando los dientes, el lobo saltó sobre ella.

—Que así sea —dijo sosegadamente Laurana, e impulsó el Quebrantador en un arco dirigido a la garganta del falso lobo.

La hoja mágica, bendecida por Habbakuk, sesgó la magia del brujo invernal y penetró profundamente en su cuello. La sangre salió a chorros. Feal-Thas aulló. El lobo blanco se desplomó en el hielo con las mandíbulas abiertas y la lengua colgando mientras le salía sangre y saliva por la boca. Los ojos amarillos, rebosantes de odio, la miraron fijamente. Los flancos del lobo subieron y bajaron con agitación, las patas rascaron y arañaron el hielo que se había teñido con la sangre que manaba a borbotones de la fatal herida.

Unas palabras apagadas, siniestras y punzantes como colmillos, se clavaron en la elfa.

—¡El amor fue mi perdición! ¡Y será la tuya y la de ella!

El odio y la vida se apagaron en los ojos amarillos del lobo. En el mismo instante de morir, el encantamiento que había transformado a Feal-Thas en lobo se rompió. En cierto momento Laurana tenía ante sí el cadáver de un lobo; se limpió de nieve los ojos para ver mejor y, cuando volvió a mirar, el cuerpo del elfo yacía boca arriba en un gran charco de sangre. Tenía la cabeza casi seccionada del cuerpo.

Laurana dio un respingo, la estremeció un escalofrío y se dio la vuelta. Estaba mareada por la conmoción y el espanto. Empezó a tiritar de forma incontrolable. En algún rincón de su mente era consciente de que todavía corría peligro; la manada de lobos podía revolverse contra ella, atacarla. Alzó la vista justo en el instante en que una de las fieras corría hacia ella e hizo un esfuerzo para alzar el Quebrantador, pero de repente el arma parecía pesar demasiado. Jadeando para respirar, aunque le pareció que el aire no le llegaba a los pulmones, se preparó para lo que tuviera que pasar.

El lobo hizo caso omiso de ella. Se acercó con pasos ligeros y silenciosos al cuerpo del elfo, olisqueó la sangre y después echó la cabeza hacia atrás y lanzó un aullido quejumbroso. Al oír el lamento, los otros lobos interrumpieron el ataque y se pusieron a aullar. El lobo acarició con el hocico a Feal-Thas. Entonces miró a Laurana; sus ojos se desplazaron hacia el brillante Quebrantador manchado de sangre. El lobo le gruñó, dio media vuelta y se escabulló. El resto de la manada lo siguió y desapareció por los túneles.

Laurana sintió que le flaqueaban las piernas y cayó de rodillas, con el Quebrantador aferrado todavía en las manos. Tenía la impresión de que jamás podría soltarlo.

Gilthanas se arrodilló a su lado y la rodeó con el brazo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, asustado, cuando consiguió hablar.

—Sí, el hechicero no logró herirme —contestó, notando los labios entumecidos.

De pronto fue consciente de que era verdad. Feal-Thas había intentado hacerle daño con su maldición, pero ésta no la había alcanzado. Si el amor había sido la perdición del elfo, era porque había permitido que algo hermoso se transformara en algo tenebroso y corrompido. De Kitiara, no sabría decirlo. Todo aquello no tenía sentido. Para ella el amor era su bendición y seguiría siéndolo, tanto si Tanis la correspondía con el suyo como si no.

Sabía muy bien que no era perfecta, que habría momentos en que conocería la desesperación, los celos y la pena. Pero, con ayuda de los dioses, el amor la acercaría a la perfección, no le pondría obstáculos en su prosecución.

—Estoy bien —repitió, ahora con voz firme. Se puso de pie y soltó el Quebrantador sobre el cuerpo del hechicero muerto—. ¿Cómo están los demás?

Gilthanas sacudió la cabeza. Sturm se encontraba junto a los cadáveres de Aran y de Brian en actitud protectora. Su amigo estaba pálido, exhausto y cubierto de sangre, pero no parecía que lo hubieran herido. Flint sujetaba con fuerza a Tasslehoff, que agitaba enloquecidamente la ensangrentada Mataconejos y gritaba que iba a matar a todos los lobos del mundo.

Laurana se acercó presurosa al kender y lo abrazó. Tas, embadurnado de sangre, rompió a llorar y se derrumbó en el hielo hecho un ovillo, sacudido por los sollozos.

Derek tenía un corte en la mejilla y marcas de arañazos de garras en las manos y en los brazos. Una de las mangas del abrigo de pieles le colgaba en jirones y le manaba sangre de una dentellada en un muslo. Bajó la vista hacia los cadáveres de Aran y de Brian con el entrecejo ligeramente fruncido, como si intentara recordar dónde los había visto antes.

—Voy al cubil de dragón para buscar el orbe —dijo finalmente—. Brightblade, monta guardia. No dejes que nadie me siga, en particular los elfos.

—Gilthanas y Laurana probablemente te han salvado la vida, Derek —apuntó Sturm con la voz ronca por tener la garganta en carne viva.

—Limítate a hacer lo que se te ordena, Brightblade —replicó fríamente Derek.

Salió renqueando de la cámara en dirección al cubil del dragón.

—Que los dioses lo acompañen —murmuró Laurana.

—¡Ja! Pues lo que es por mí, que la bazofia se vaya con viento fresco —dijo Flint mientras daba palmaditas en la espalda al kender sacudido por los hipidos.