Asalto al castillo del Muro de Hielo
—Eh, vosotros dos, despertad —ordenó secamente Derek.
—¿Eh? ¿Qué? —Aran se sentó, todavía medio dormido, aturdido y alarmado—. ¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre?
Brian alargó la mano hacia la espada, tanteando, ya que no veía en la oscuridad. Entonces lo recordó; le había dado el arma a Sturm. Brian gimió para sus adentros. Un caballero sin espada. Derek consideraría aquello como una transgresión grave.
—Silencio —ordenó Derek en voz baja—. He estado dándole vueltas a las cosas. Vamos a secundar ese loco plan de la elfa de atacar el castillo…
—Derek, aún es de noche —protestó Aran—. ¡Una noche fría como el trasero de un goblin! Cuéntame lo que sea por la mañana. —Se tumbó y se tapó con las pieles hasta la cabeza.
—Ya es de mañana, o no le falta mucho —repuso Derek—. Y ahora, prestad atención.
Brian se sentó, tembloroso de frío. Aran lo miró atisbando por encima del borde de las pieles.
—Bien, así que secundamos el plan de atacar el castillo —dijo Aran al tiempo que se rascaba la mejilla, áspera por la crecida barba—. ¿Por qué tenemos que hablar de ello?
—Porque sé dónde encontrar el Orbe de los Dragones —contestó Derek—. Sé donde está.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Brian, sorprendido.
—Ya que pareces estar tan entusiasmado con estos dioses recién descubiertos, digamos que me lo revelaron —repuso Derek—. Cómo lo sé no es importante. Escuchad mi plan. Cuando empiece el ataque, nos separaremos del grupo principal, entraremos a hurtadillas en el castillo, recuperaremos el orbe y… —Hizo una pausa y se volvió para mirar fijamente hacia fuera—. ¿Habéis oído eso?
—No —dijo Brian.
Derek masculló algo sobre espías y salió agachado de la tienda.
—¡Los dioses le revelaron dónde está el orbe! —Aran movió la cabeza con incredulidad y buscó la petaca de licor.
—Creo que hablaba con sarcasmo. Actúa de un modo que no es propio de Derek —añadió Brian, preocupado.
—Tienes razón. Derek será un majadero envarado y arrogante, pero al menos era un majadero envarado y arrogante honorable. Ahora ha perdido incluso esa cualidad entrañable.
Pensando que tanto daba ya si se levantaba, Brian se calzó las botas. La luz grisácea del amanecer empezaba a colarse en la tienda.
—Quizá tiene razón. Si nos coláramos en el castillo…
—Ésa es la cuestión —le interrumpió Aran, que gesticuló con la petaca—. ¿Desde cuándo se «cuela». Derek en algún sitio? Éste no es el Derek que tuvo que poner patas arriba la Medida para encontrar la forma de que entráramos en Tarsis sin proclamar nuestra condición de caballeros a todo el mundo. Ahora nos metemos a hurtadillas en castillos y robamos Orbes de Dragones.
—En el castillo del enemigo —puntualizó Brian.
Aran negó con la cabeza, poco convencido.
—El Derek que conocíamos se habría dirigido directamente a la puerta del castillo, la habría aporreado y habría retado al hechicero a que saliera y peleara. La verdad es que no es muy sensato, pero ese Derek nunca se habría planteado actuar como un ladrón furtivo.
Antes de que Brian pudiera responder, Derek entró agachado en la tienda.
—Estoy seguro de que el elfo andaba cerca, escuchando a escondidas, aunque no logré pillarlo. Ahora ya no importa. El campamento empieza a despertar. Brian, ve a buscar a Brightblade. Dile lo que vamos a hacer y ordénale que no hable de esto con nadie. Que no se lo cuente a los otros, sobre todo a los elfos. Voy a hablar con el jefe.
Derek salió de nuevo.
—¿Vas a seguirlo en este plan descabellado? —preguntó Aran.
—Derek nos ha dado una orden —repuso Brian—. Y… es nuestro amigo.
—Un amigo que va a conseguir que nos maten —masculló Aran.
Se abrochó el cinturón de la espada y, después de echar un último trago a la petaca, se la guardó en la chaqueta y salió de la tienda a grandes zancadas.
Brian fue a buscar a Sturm y encontró despierto al caballero. Una delgada franja de luz salía por debajo de la tienda.
—¿Sturm? —llamó en voz baja, y apartó el faldón de la tienda.
La luz provenía de una mecha puesta en un plato con aceite. Sturm estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, y bruñía el acero de la espada de Brian con un suave cuero afelpado.
—Casi he terminado, milord —dijo Sturm, que alzó la cabeza. La luz de la llama brillaba en sus ojos. Brian se acuclilló.
—La orden de que limpiaras mi espada sólo era una broma.
—Lo sé. —Sturm sonrió. La mano que sostenía el suave paño se deslizó despacio, con cuidado, sobre la hoja de acero—. Lo que has hecho por mí significa más de lo que jamás podrás imaginar, milord. Esto es un modo de mostrar mi gratitud, aunque sea poca cosa.
Brian se sintió muy conmovido.
—Tengo que hablar contigo —dijo.
Le explicó el plan de Derek de utilizar el ataque como una maniobra de distracción y colarse en el castillo para robar el orbe.
—Derek dice que sabe dónde está el orbe —añadió.
—¿Y cómo es que lo sabe? —preguntó Sturm, fruncido el entrecejo.
Brian no quiso repetir la burla sarcástica de Derek acerca de los dioses, así que soslayó la pregunta.
—Derek te ordena que nos acompañes.
Sturm lo miró en silencio, preocupado. La arruga de la frente se le marcó más.
—Lejos de mí cuestionar las órdenes de un Caballero de la Rosa…
—Oh, vamos, cuestiónalas —pidió Brian con cansancio—. Es lo que Aran y yo hemos estado haciendo desde que emprendimos esta misión. —Bajó la voz—. Estoy preocupado por Derek. Cada vez está más obsesionado con ese Orbe de los Dragones, casi como si lo tuviera consumido.
Sturm parecía muy serio.
—Sé algo sobre magia, no creas que por propia elección, sino porque he pasado mucho tiempo con Raistlin…
—Tu amigo, el Túnica Roja —precisó Brian.
—Amigo exactamente, no, pero sí, es a quien me refiero. Raistlin siempre nos ha advertido que si alguna vez nos topamos con algún objeto que pudiera ser mágico, más vale que lo dejemos en paz, que no hagamos nada con él. Dice que esos artefactos están preparados para que los utilicen quienes han estudiado magia y saben y entienden su mortífero potencial. Que suponen un peligro para los ignorantes. —Sturm torció el gesto.
»Una vez que no hice caso de las advertencias de Raistlin, lo pagué caro. Me puse un yelmo mágico que había encontrado y se apoderó de mí… —Sturm se calló e hizo un ademán con la mano como para apartar de su recuerdo aquel suceso—. Pero ésa es otra historia. Creo que si Raistlin estuviera aquí nos prevendría contra ese orbe, nos diría que no nos acercáramos a él.
—Hablas como si el orbe tuviera algo que ver con el cambio acaecido en Derek, pero ¿cómo es posible tal cosa? —arguyó Brian.
—¿Cómo es posible que un yelmo enano robe el alma de un hombre? —le preguntó Sturm con una sonrisa pesarosa—. No conozco la respuesta.
Dejó a un lado el paño y sostuvo la hoja sobre la llama; observó cómo la luz destellaba en el metal reluciente. Luego apoyó la espada sobre su brazo doblado, hincó una rodilla en el suelo, y le ofreció el arma, con la empuñadura por delante, al caballero.
—Milord —dijo con profundo respeto.
Brian aceptó la espada y se abrochó el cinturón debajo de la capa, ya que no era lo bastante largo para ceñirse encima de la gruesa piel.
Sturm recogió la antigua espada de los Brightblade, la herencia de su padre que era para él más valiosa. Señaló con un gesto la entrada de la tienda.
—Después de ti, milord.
—Por favor, llámame Brian. Me da la impresión de que te estás dirigiendo a Derek.
Aparentemente los dioses estaban con Derek y con el pueblo del hielo, al menos al principio, porque el día amaneció claro, con un sol radiante y un viento reconfortante e inusitadamente cálido para esa época del año, según les dijo Harald. Consultó con Raggart el Viejo, que dijo que los dioses enviaban ese buen tiempo como señal de que aprobaban la arriesgada empresa. Y como los dioses estaban con ellos, había decidido participar en la incursión.
Harald y Raggart el Joven se quedaron anonadados. El anciano casi no podía caminar sin ayuda. Los dos intentaron disuadir a Raggart el Viejo, pero no les hizo caso. Llevando consigo su Quebrantador, se dirigió hacia los botes deslizantes sin ayuda a pesar de sus pasos inestables. Cuando Raggart el Joven intentó ayudarlo, el anciano ordenó a su nieto de muy mal humor que dejara de estar pendiente de él todo el tiempo como haría una condenada osa con su cachorro.
Laurana llevaba su Quebrantador. Había planeado llevar también la espada para usarla en la batalla. Se sentía honrada por el regalo del hacha, pero no estaba cómoda utilizándola, ya que no se había adiestrado en el manejo de ese tipo de armas. Sin embargo, la espada no estaba en la tienda. La había buscado largo rato y finalmente llegó a la conclusión de que seguramente se encontraba en la tienda de Tas junto con todas las otras cosas que había echado en falta en los últimos días. No tenía tiempo para ponerse a rebuscar entre los «tesoros» del kender, así que, temiendo llegar tarde, asió el Quebrantador y salió a la mañana.
Contemplaba el radiante sol y pensaba que quizá su plan funcionaría, después de todo, cuando Gilthanas la alcanzó.
—¿No crees que deberías quedarte aquí, en el campamento, con las otras mujeres?
—No —replicó ella, indignada, sin dejar de caminar. Su hermano echó a andar a su lado.
—Laurana, he oído hablar a Derek con sus amigos esta mañana…
Laurana frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—Y fue una suerte que le oyera —dijo Gilthanas, a la defensiva—. Cuando empiece el ataque, los caballeros van a aprovecharlo como una maniobra de distracción para entrar en el castillo sin ser vistos y coger el Orbe de los Dragones. Si Derek va, iré tras él. Sólo te lo digo para que lo sepas.
Laurana se volvió para mirar a su hermano a la cara.
—Quieres que me quede aquí porque tu intención es apoderarte del orbe y crees que yo intentaré impedírtelo.
—¿Y no es así? —preguntó él, iracundo.
—¿Qué piensas hacer? ¿Luchar con los caballeros? ¿Enfrentarte a todos ellos?
—Tengo mi magia…
Laurana negó con la cabeza otra vez y echó a andar. Gilthanas la llamó en tono furioso, pero ella no le hizo caso. Elistan, que se dirigía hacia los botes deslizantes, oyó el grito de Gilthanas y advirtió el semblante de la elfa enrojecido por la cólera.
—Deduzco que tu hermano no quiere que vengas —apuntó el clérigo.
—Quiere que me quede con las mujeres.
—Tal vez deberías hacerle caso. Le preocupa tu seguridad —dijo Elistan—. Los dioses nos han sido propicios hasta ahora y confío en que sigan siéndolo, pero eso no significa que no haya peligro…
—No le preocupa mi seguridad —argumentó Laurana—. Derek y los otros caballeros planean aprovechar la batalla como una maniobra de distracción. Van a entrar a escondidas en el castillo para robar el Orbe de los Dragones. Gilthanas se propone seguirlos porque quiere el orbe. Está dispuesto, o eso piensa él, a matar a Derek para conseguirlo, así que ya ves por qué tengo que ir.
Elistan frunció las cejas canosas y sus ojos azules centellearon.
—¿Sabe esto Harald? —preguntó.
—No. —Laurana enrojeció, avergonzada—. No puedo decírselo. No sé qué hacer. Si se lo cuento a Harald, lo único que conseguiré será causar problemas, y los dioses nos sonríen hoy…
Elistan contempló el sol radiante y el cielo despejado.
—Desde luego es lo que parece. —Miró pensativamente a la elfa—. Veo que llevas el Quebrantador.
—Sí, aunque no era mi intención. No sé cómo manejarlo, pero no logré encontrar mi espada. Tasslehoff debe de habérsela llevado, aunque él jura que no lo ha hecho. —Laurana suspiró—. Claro que eso es lo que dice siempre.
Elistan le dirigió una mirada penetrante.
—Creo que debes ir con tu hermano y con los otros. —Sonrió e hizo un comentario enigmático—. Creo que esta vez Tasslehoff dice la verdad.
Se adelantó para alcanzar a Harald y dejó a Laurana mirándolo desconcertada, sin entender qué había querido decir con eso.
El pueblo del hielo guardaba los botes deslizantes al resguardo de una formación natural del glaciar. Los guerreros subieron a ellos hasta llenar cada bote deslizante a su capacidad máxima. Los tripulantes asieron los cabos, listos para izar las enormes velas, y esperaron que Harald diera la orden. El jefe abrió la boca, pero las palabras no llegaron a salir de sus labios. Alzó la vista al cielo con expresión de inquietud.
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó Derek, irritado.
—Lo noto —dijo Sturm, que se agazapó a la sombra de un mástil y tiró de Tasslehoff para que se agachara a su lado—. El dragón. Creo que deberías ponerte a cubierto, milord.
Derek no comentó nada, pero se acuclilló en la cubierta mientras mascullaba que aquello era otra tentativa de Harald para no llevar a cabo el ataque.
Los guerreros buscaron cobijo, ya fuera tendiéndose en cubierta o saltando por la borda para esconderse, debajo de los botes. Todos sentían una inexplicable inquietud. Oían el silbido del viento entre las jarcias, pero nada más. Aun así, nadie se movió y la sensación de terror fue creciendo progresivamente en todos ellos. Incluso Derek se agazapó más a resguardo de las sombras.
La dragona, Sleet, apareció de repente sobre ellos con las alas blancas extendidas y las escamas refulgentes al sol matinal. El miedo al dragón oprimió sus corazones y los dejó a todos sin respiración. Los hombres se encogieron en cubierta, amilanados. Las armas resbalaron de las manos entumecidas. En el campamento, los niños chillaban y los perros aullaban aterrados. La dragona agachó la testa y dirigió los ojos rojos hacia el campamento. Los guerreros que habían conseguido superar el miedo asieron las armas y se prepararon para defender a sus familias.
Sleet batió perezosamente las alas una vez, lanzó un bramido y chasqueó los dientes en un gesto amenazador, pero eso fue todo. Siguió volando y pasó casi rozando los botes deslizantes.
Los que estaban agazapados en los botes vieron el colosal vientre del reptil pasar por encima de los mástiles. Nadie osó moverse ni respirar mientras los sobrevolaba pesadamente. Sleet tenía la costumbre de usar las patas para volar, casi como si nadara a través del aire, de manera que cuando bajaba las alas juntaba las patas traseras, y luego las abría al alzar las alas. Eso reducía su velocidad y tardó cierto tiempo en perderse de vista, deslizándose en aquel estilo mezcla de vuelo y natación, directamente hacia el amanecer.
Nadie se movió hasta tener la certeza de que se había ido. Entonces, al desaparecer el miedo que les atenazaba el corazón, se incorporaron y se miraron unos a otros con sorpresa, casi sin atreverse a comentar lo que ahora se atrevían a esperar que fuera cierto.
—¡El dragón ha abandonado el castillo! —gritó Harald con incredulidad. Miró hacia el sol brillante hasta que las lágrimas le emborronaron la vista y después se volvió hacia Raggart el Viejo y le dio un abrazo de oso; por suerte, el anciano iba bien cubierto de pieles, o de otro modo le habría roto los frágiles huesos—. ¡Alabados sean los dioses! ¡El dragón se ha ido del glaciar!
Elistan se puso de pie, el medallón asido todavía en la mano. Parecía un poco mareado y abrumado por la largueza de los dioses. Había esperado un milagro, pero nada tan portentoso.
Los guerreros empezaron a lanzar un vítor, pero Harald, temeroso de que el dragón los oyera y regresara, los hizo callar y les ordenó que se pusieran manos a la obra. Izaron las velas, el viento hinchó las lonas y propulsó los botes deslizantes, que surcaron el hielo sobre los afilados patines.
Flint, cómo no, había puesto pegas a subir a una embarcación aduciendo que siempre se caía por la borda. Sturm había convencido al enano de que los botes deslizantes no eran como las embarcaciones que surcaban las aguas; que no se mecerían ni cabecearían con las olas. Y si se caía por la borda, cosa harto improbable, no corría el riesgo de ahogarse.
—No, claro, sólo me romperé la crisma contra el hielo —rezongó Flint, pero como la opción era quedarse en el poblado si no subía al bote, accedió a ir con ellos.
Por desgracia, el enano no tardó en descubrir que los botes deslizantes eran mucho peor que cualquier otro medio de transporte de cuantos había usado en su vida, incluidos los grifos. Los botes deslizantes se desplazaban por el hielo mucho más deprisa que una embarcación por el agua, y no sólo se movían a toda velocidad a través del glaciar, sino que a veces iban tan rápido que el viento los alzaba sobre uno de los patines y los escoraba. Cuando ocurría esto, los Bárbaros de Hielo sonreían y abrían mucho la boca para sentir el viento en su interior.
El pobre Flint estaba acurrucado en un rincón apartado, sujeto con los brazos a una cuerda y los ojos cerrados con todas sus fuerzas para no ver la horrible colisión que estaba convencido se produciría. Una vez abrió un ojo y vio a Tasslehoff agarrado al cuello del mascarón tallado con la forma de un monstruo marino con morro picudo. El kender chillaba con deleite mientras las lágrimas causadas por el punzante viento le corrían por las mejillas. El copete se agitaba tras él como un gallardete. Con un estremecimiento, Flint juró que era la última vez. Y lo decía en serio. Se acabaron los botes de cualquier tipo. Para siempre.
Derek paseaba por cubierta; o más bien lo intentaba. No dejaba de dar traspiés hacia los lados, y finalmente, comprendiendo que tal ineptitud perjudicaba su dignidad (los Bárbaros de Hielo no tenían dificultad en mantenerse derechos en la cubierta ladeada) volvió a su sitio en la batayola, al lado de Harald. Raggart el Viejo y Elistan estaban sentados en sendos barriles y parecían disfrutar con la alocada carrera. Gilthanas procuraba mantenerse cerca de Derek. Sturm se encontraba junto a Tasslehoff, listo para sujetar al kender si éste se soltaba y salía volando. Laurana estaba apartada de los demás, en especial de Derek, al que no había complacido precisamente su decisión de acompañarlos y había intentado mandarla de vuelta al campamento. Había apelado a Harald, pero no encontró respaldo en el jefe. A Laurana se le había entregado un Quebrantador de Hielo. Ella era la guerrera elegida y, si quería ir, era bienvenida. Posiblemente Harald habría cambiado de opinión si hubiera sabido la verdadera intención de la elfa.
Sentada en cubierta, con el aire azotándole el rostro, Laurana consideraba lo que se proponía hacer y estaba horrorizada consigo misma. Temblaba sólo de pensarlo y no estaba segura de tener coraje para llevarlo a cabo. Varias veces perdió el valor y decidió que cuando llegaran a su destino se quedaría en el bote. Nadie se lo echaría en cara. Por el contrario, todos sentirían alivio. Por mucho que le hubiera sido entregado el Quebrantador, los guerreros se sentían incómodos al tener a una mujer entre ellos. Derek estaba furioso e incluso Sturm le dirigía miradas preocupadas.
Laurana había luchado contra draconianos en Pax Tharkas y había salido bien parada. Tanis y los demás había elogiado su destreza y su valor en combate. A pesar de que las mujeres elfas se entrenaban para luchar —tradición que se remontaba a la Primera Guerra de los Dragones, cuando los elfos lucharon para sobrevivir—, Laurana no era una guerrera. Sin embargo, no podía permitir que Gilthanas se enzarzara en un combate con los caballeros, y tenía el horrible presentimiento de que sería exactamente eso lo que pasaría si no había nadie para impedírselo. En otras circunstancias habría confiado en que Sturm se pusiera de parte de su hermano y no lo dejara meterse en líos, pero Sturm tenía ahora otras lealtades. Estaba comprometido a obedecer a su superior y Laurana no quería obligarlo a elegir entre el deber y la amistad.
Los botes deslizantes surcaban velozmente el glaciar en dirección al castillo. Los guerreros se amontonaban a los costados y disfrutaban con la desenfrenada carrera. El plan de ataque era sencillo. Si los dioses acudían en su ayuda, los guerreros lucharían. Si no era así, utilizarían los veloces botes para salir de allí cuanto antes. El único enemigo que hubiera podido alcanzarlos era el dragón blanco, y se había ido. Pero todos confiaban en que los dioses, que tanto habían hecho por ellos, harían todavía más.
La victoria estaba asegurada.
La torre señera del castillo del Muro de Hielo, encumbrándose en el aire, parecía ser la única parte de la fortaleza hecha de piedra. Los muros del castillo estaban cubiertos de hielo acumulado durante siglos. Los guardias apostados en lo alto de las murallas caminaban sobre hielo. Las escaleras de piedra también habían desaparecido bajo el hielo hacía mucho tiempo. Eran tantas las capas acumuladas sobre las murallas que la parte superior de las atalayas estaba prácticamente al nivel del manto blanco.
A medida que los botes se aproximaban, vieron soldados que se apiñaban en las almenas heladas. Eran enormes, unas verdaderas moles.
—Ésos no son draconianos —apuntó Derek.
—Thanois —contestó Harald, iracundo—. Nuestros enemigos seculares. También se les llama hombres-morsa porque tienen los colmillos y la corpulencia de ese animal, aunque caminan erguidos como los hombres. No aprecian a Feal-Thas. Si están aquí es porque tienen la oportunidad de matarnos. Ya podemos despedirnos de un ataque por sorpresa. Al hechicero le advirtieron de nuestra llegada.
—Los lobos —dijo Raggart el Viejo con aire avisado—. Estuvieron merodeando por el campamento anoche. Oyeron nuestro festejo de guerra y le contaron que veníamos.
Derek puso los ojos en blanco al oír aquello, pero guardó silencio.
—Y, sin embargo, Feal-Thas mandó lejos al dragón —dijo Sturm con cierto desconcierto—. Eso no tiene sentido.
—Quizá sea un ardid —sugirió Raggart el Joven—. A lo mejor está escondido en los alrededores, listo para atacarnos.
—No —le contradijo su abuelo, que se puso la mano en el corazón—. No siento su presencia. Se ha marchado.
—Podría deberse a muchas razones —intervino Derek en tono enérgico—. La guerra se está librando en otras partes de Ansalon. Quizá hacía falta en otro sitio. Tal vez ese tal Feal-Thas se siente demasiado seguro de sí mismo y cree que no necesita su ayuda contra nosotros. Lo que significa —se dirigió en voz baja a sus amigos—, que el Orbe de los Dragones está desprotegido.
—Si excluimos a un millar de hombres-morsa y unos cuantos cientos de draconianos, sin contar con un elfo oscuro que es hechicero —rezongó Aran.
—No te preocupes. —Derek pateó la cubierta para calentarse los pies. Estaba de buen humor—. Los dioses de Brightblade nos ayudarán.
Sturm no oyó el comentario sarcástico de Derek porque estaba absorto observando a los thanois hacinados en las murallas blandiendo las armas e inclinándose sobre las almenas para gritar e insultar a sus enemigos. Los guerreros respondían a los insultos, pero parecían desalentados. Los thanois se arracimaban en las murallas y formaban un muro de acero oscuro, denso, sin fisuras, que rodeaba la parte alta de la fortaleza.
—Feal-Thas convoca una tropa de miles de guerreros para proteger el castillo y, sin embargo, manda lejos al dragón —comentó Sturm a la par que movía la cabeza con incredulidad.
—Ahí arriba hay osos blancos —gritó Tasslehoff—. ¡Igual que la que salvamos! —Se volvió hacia el jefe—. Creía que los osos eran amigos de tu gente.
—Los thanois esclavizan a los osos blancos —le explicó Harald—. Los acosan y los atormentan hasta que los osos acaban odiando a todo lo que camine sobre dos piernas.
—Primero, draconianos; después, hombres-morsa; ahora, osos enloquecidos. ¿Qué será lo siguiente? —gruñó Flint.
—Ten fe —dijo Elistan mientras ponía la mano en el hombro del enano.
—La tengo —contestó Flint con resolución. Dio palmaditas al hacha—. En esto. Y en Reorx —se apresuró a añadir el enano, temeroso de que el dios, que tenía fama de ser susceptible, se sintiera ofendido.
Los botes deslizantes llegaron al alcance de los arcos. Al principio los guerreros no estaban preocupados. Los thanois, con sus manos gruesas rematadas en garras, no servían como arqueros. Pero las flechas empezaron a caer con un ruido sordo en el hielo que había un poco más adelante y comprendieron que en las murallas había arqueros draconianos. Dos flechas alcanzaron en el costado de un bote y los astiles se cimbrearon clavados en la madera.
Harald ordenó detener los botes. Arriaron las velas, las embarcaciones perdieron velocidad y, finalmente, se pararon.
Los guerreros contemplaron las altas murallas en un sombrío silencio. Nada de vítores, ni euforia, como había ocurrido al inicio del viaje. Los Bárbaros de Hielo rondaban la cifra de trescientos y se enfrentaban a un ejército de más de un millar. Estaban al descubierto, en campo abierto, mientras que su enemigo estaba protegido tras una fortaleza de hielo. Derek aún no había admitido la derrota, pero incluso él estaba amilanado.
Una piedra enorme, lanzada desde la muralla, se estrelló en el hielo, cerca del bote que estaba en cabeza. Si hubiera dado en el blanco, habría pasado a través del casco y quizá habría partido el mástil, además de matar a varios guerreros. Empezaron a caer más piedras sobre ellos, arrojadas por los fuertes brazos de los thanois. Harald se volvió hacia Elistan.
—No podemos quedarnos aquí esperando que consigan hacer una buena diana. O los dioses nos ayudan o tendremos que retirarnos.
—Lo entiendo —contestó el clérigo, que miró a Raggart el Viejo.
El anciano asintió con la cabeza.
—Echad la escala —ordenó Raggart.
Harald se quedó estupefacto.
—¿Es que vais a bajar del bote?
—Así es —contestó Elistan con tranquilidad.
—Imposible. —Harald sacudió la cabeza—. No lo permitiré.
—Tenemos que acercarnos más al castillo —explicó Elistan.
—Eso os pondrá al alcance de las flechas. Os utilizarán para practicar el tiro al blanco. —El jefe negó de nuevo con la cabeza—. No. De ningún modo.
—Los dioses nos protegerán —declaró Raggart, que dirigió una mirada astuta a Harald—. O se cree en los dioses o no se cree, jefe. Las dos cosas a la vez no puede ser.
—Es fácil tener fe cuando estás a salvo y cómodo en la casa larga —lo apoyó Elistan.
Harald frunció el entrecejo, se rascó la barba y miró a uno y a otro. Los guerreros se arremolinaban a su alrededor y observaban al jefe, esperando a ver qué decidía. A Laurana la asaltó repentinamente una duda. Aquello había sido idea suya, pero en ningún momento había tenido intención de que Elistan pusiera la vida en peligro.
Como el clérigo había dicho, era fácil tener fe cuando se estaba seguro y cómodo. Deseaba hacerle cambiar de idea. Como si le hubiese leído el pensamiento, miró en su dirección y le dedicó una sonrisa tranquilizadora. Laurana, esperando que irradiara confianza en lugar de denotar su vacilación, le respondió con otra.
—Soltad la escala —ordenó finalmente Harald, aunque de mala gana.
—Iré con ellos —se ofreció Sturm.
—Ni hablar —le ordenó Derek—. Te quedas con nosotros, Brightblade. —Luego añadió en solámnico—: Si ese absurdo plan funciona, cosa que dudo, me propongo entrar en el castillo y quiero tenerte cerca para que nos ayudes.
A Sturm no le gustaba ni un pelo, pero no podía hacer nada. Era un escudero, comprometido a servir a los caballeros.
—De todos modos no podrías protegernos, señor caballero —le dijo Raggart el Viejo—, pero gracias por el gesto.
El clérigo de Habbakuk asió su medallón con una mano y alzó la otra para pedir silencio. Los guerreros se callaron y muchos inclinaron la cabeza.
—Dioses de la Luz, acudimos a vosotros como niños que se escaparon de casa con rabia, y ahora, tras años de vagabundear, perdidos y solos, por fin hemos encontrado el camino de vuelta a vuestro amoroso cuidado. Acompañadnos ahora, pues vamos en tu nombre, Rey Pescador, y en el tuyo, Dios Padre, a combatir el mal que intenta apoderarse del mundo. Sed con nuestros guerreros, fortalecedles las manos y borrad el miedo de sus corazones. Sed con nosotros. Dadnos vuestra divina bendición.
Terminada la plegaria, Raggart echó a andar. Sus pasos eran firmes, ni rastro de la inestabilidad anterior, y apartó sin contemplaciones la mano de su nieto. Llegó a la escala de cuerda que colgaba por el costado de la embarcación y, asiéndola con manos seguras, empezó a bajar por ella con la agilidad que tuviera de chiquillo hacía más de setenta años. Elistan lo siguió con más lentitud ya que no estaba acostumbrado a las embarcaciones ni a las escalas, pero finalmente los dos estuvieron en el hielo sanos y salvos.
El enemigo se apiñó en las almenas para ver qué pasaba. Al divisar a dos ancianos vestidos con túnicas largas, una de color blanco y la otra de color azul grisáceo, que caminaban hacia ellos sin atisbo de miedo, los thanois comenzaron a ulular y a resoplar con desdén.
—¿Mandáis a luchar a vuestras viejas? —gritó uno de ellos y una áspera risotada general resonó a lo largo de las murallas, seguida de inmediato por una oleada de flechas.
Laurana contempló la escena aterrada, con el corazón en un puño. Las flechas cayeron alrededor de los clérigos. Una atravesó la manga de Elistan y otra se clavó en el hielo, entre los pies de Raggart. Ambos siguieron adelante sin vacilar, sin miedo, con la mano cerrada sobre el medallón.
—Los arqueros darán en el blanco a la próxima —advirtió Derek en tono sombrío—. Sabía que esto era un desatino. Vamos, Brightblade, hemos de ir a buscar a esos dos viejos locos y traerlos de vuelta.
—¡No! —Harald se plantó en medio para cerrarles el paso—. Fueron con mi beneplácito.
—Entonces tendrás que responder de las consecuencias —gruñó Derek.
Otra andanada de flechas se alzó desde la muralla. También fallaron el blanco. Más proyectiles cayeron alrededor de Elistan y de Raggart, pero ninguno los alcanzó.
Un guerrero empezó a lanzar vítores, pero sus compañeros hicieron que se callara. Observaron en silencio, sobrecogidos, sumidos en un temor reverencial. El griterío en las murallas había cesado, sustituido por un retumbo de cólera y gritos de «¡Disparad otra vez!».
Elistan y Raggart, que no habían prestado atención a las mofas antes ni a las flechas después, se detuvieron a corta distancia de los muros del castillo. Cada uno alzó su medallón para que los rayos del sol matinal incidieran en él.
El viento se hizo más fuerte y cambió de dirección de forma que soplaba con inusitada calidez trayendo consigo un indicio de primavera. Todos aguardaron en tensión al no saber qué iba a pasar.
—No pronunciaron las palabras mágicas —susurró Tas, preocupado.
Sturm le mandó callar.
El sol radiante incidió primero en un medallón y después en el otro.
Los dos irradiaron con fuerza. Los clérigos sostuvieron firmemente los medallones y la intensidad de la luz aumentó hasta que los que estaban mirando tuvieron que apartar los ojos. Un único rayo de luz rutilante, intensamente blanca, salió disparado del medallón de Elistan. El haz, fuerte y poderoso, golpeó la muralla del castillo del Muro de Hielo. Un instante después, otro rayo de luz, éste de color azul, salió del medallón de Raggart y estalló en otra sección de la muralla.
Nadie se movió ni habló. Muchos lanzaron una exclamación ahogada, sobrecogidos. Todos contemplaban la escena paralizados. Todos menos Derek, absorto en abrochar una hebilla suelta de su talabarte. Sturm iba a decir algo para llamar su atención sobre lo que ocurría.
—No malgastes saliva —dijo con voz queda Brian—. No mirará, y aunque lo hiciera, no lo vería.
El haz de luz de Elistan penetró en la muralla del castillo y el hielo se estremeció. Un sonido semejante a un trueno hendió el aire. El hielo se resquebrajó y, desprendiéndose de la muralla, se deslizó al suelo con un crujido sordo.
Cuando Raggart apuntó su rayo de luz sagrada, enormes fragmentos de hielo se resquebrajaron y se deslizaron muralla abajo.
Los dos haces brillaban más a cada segundo que pasaba conforme los dioses descargaban la fuerza del sol contra las murallas de hielo. Los thanois amontonados en las almenas habían dejado de burlarse y contemplaban la escena con estupefacción. Al principio no se dieron cuenta del peligro que corrían, pero entonces uno de ellos, menos estúpido que los demás, comprendió lo que sucedería sin remedio si continuaba el ataque a los muros del castillo de hielo.
Los arqueros redoblaron su esfuerzo, pero las flechas siguieron sin acertar en los blancos, mientras que las que atravesaban los rayos de luces se esfumaban en una bocanada de humo. El hielo crujía y se desprendía, y los que observaban el acontecimiento empezaron a ver la piedra que había debajo.
Elistan desvió el haz luminoso para alcanzar con él las almenas cubiertas de hielo. Algunos thanois que se encontraban cerca del ardiente rayo fueron presa del pánico e intentaron huir, pero sólo consiguieron chocar contra los que se amontonaban a su alrededor. Los thanois atrapados empujaron a los otros para abrirse paso. Sus compañeros respondieron a su vez propinándoles empellones. Bramidos de miedo y de rabia resonaron en el aire, pero quedaron ahogados por otro atronador crujido. El hielo de las almenas se estremeció y se sacudió; sin tener ya hielo que las sustentara, las almenas heladas se partieron y cayeron con un sonido semejante al de un alud.
Los thanois se precipitaron a cientos al vacío junto con el hielo; era espantoso oír los chillidos y los gritos de terror. Los thanois que estaban en la muralla que recibía el ataque de Raggart trataron de escapar, frenéticos, pero las almenas sufrieron una sacudida, temblaron y se desmoronaron. Hielo y thanois cayeron en cascada hacia el suelo.
Las grietas del hielo siguieron expandiéndose hacia fuera como la tela de una araña desquiciada, se desplazaron rápidamente por una zona de la muralla y atravesaron a toda velocidad la siguiente. Y entonces fue como si todo el castillo estuviera desplomándose, los muros de hielo resbalando y deslizándose, retumbando y cayendo. Sólo la torre de piedra permanecía inalterable, aparentemente invulnerable.
Harald lanzó un bramido exultante y, blandiendo un Quebrantador gigantesco por encima de la cabeza, corrió hacia el costado de la embarcación al tiempo que gritaba a sus guerreros que lo siguieran. No se molestó en usar la escala, sino que saltó por encima de la borda. Sus guerreros bajaron en tropel detrás de él. Los guerreros que ocupaban los otros botes hicieron lo mismo, y en muy poco tiempo toda la fuerza corría por el hielo, ansiosa de atacar a cualquier enemigo que hubiera conseguido sobrevivir a la caída.
Derek ordenó a los caballeros que esperaran hasta que la embarcación estuviera vacía. Se asomó por la borda y miró atentamente la muralla del castillo; aparentemente, no tardó mucho en encontrar lo que buscaba. Corrió a la escala al tiempo que ordenaba a Sturm, Brian y Aran que lo siguieran.
Tas no oyó que dijera su nombre, pero dio por sentado que había sido un simple descuido. El kender saltó por encima de la borda alegremente y al momento corría, jubiloso, al lado de Derek.
El caballero, sin perder el paso, dio un empellón al kender que lo lanzó por el aire. Tas aterrizó de bruces en el hielo, con los brazos y las piernas flexionados. Rodó sobre sí mismo un par de veces antes de detenerse en el hielo y se quedó tendido, falto de respiración.
Sturm se volvió para ver si Tas se encontraba bien. Derek le bramó una orden, y durante unos instantes pareció que Sturm iba a desobedecer.
—¡Yo cuidaré de él! —gritó Laurana, que se acercaba presurosa a Tas.
Sturm tenía un gesto torvo, pero dio media vuelta y corrió en pos de los caballeros.
Gilthanas tenía razón. Derek no iba a unirse al combate. Había tomado una trayectoria en ángulo que lo alejaba de la batalla.
Laurana ayudó a Tas a levantarse. El kender no estaba herido, pero sí muy indignado.
—¡Derek dijo que no me necesitaba! ¡Después de todo lo que le he ayudado! No sabría nada de ese estúpido Orbe de los Dragones si no fuera por mí. ¡Vale, pues, ya veremos!
Antes de que Laurana pudiera impedírselo, Tas echó a correr.
—Te lo dije. —Gilthanas la detuvo para que no siguiera al kender.
—No pienso quedarme aquí —le replicó desafiante.
—Ya sé que no —fue la seca respuesta—. Sólo quiero dejar que cojan ventaja para que no sepan que los seguimos.
La elfa suspiró. Una parte de ella se alegraba de que su hermano no hubiera querido obligarla a quedarse en los botes, y otra parte deseaba que lo hubiera hecho. Sentía el mismo miedo que había experimentado cuando el dragón los había sobrevolado, aunque ignoraba la razón, ya que no había ningún reptil por los alrededores. Gilthanas y ella alcanzaron a Tasslehoff, porque sus cortas zancadas no podían equipararse a las de las largas piernas de los caballeros.
—Voy con vosotros —anunció Tas, que al jadear echaba nubecillas de vaho al aire.
—Bien. Podrías sernos útil —dijo Gilthanas.
—¿De verdad? —Aunque complacido, el kender estaba receloso—. Creo que nunca he sido útil.
—¿Adónde se dirigirá Derek? —se preguntó Laurana, desconcertada.
Derek había corrido hacia la muralla del castillo, pero ahora se desviaba en diagonal y giraba con su pequeña tropa por una esquina hacia la parte posterior del castillo, al mismo borde del glaciar.
Gilthanas entrecerró los ojos para resguardarlos de la brillante luz y señaló hacia una zona próxima al suelo.
—¡Allí! Ha encontrado una vía de acceso.
El hielo se había desgajado de la parte inferior del ventisquero y, como rebanando el costado de una colmena, el desprendimiento de hielo había dejado a la vista decenas de túneles por debajo del castillo.
Derek eligió el más cercano y ordenó a su reducida tropa que entrara.
Gilthanas, Laurana y Tas aguardaron hasta que los caballeros se hubieron alejado lo suficiente para poder seguirlos sin ser descubiertos. Los tres estaban a punto de entrar cuando oyeron unas pisadas fuertes.
—¡Esperad! —gritó una voz gruñona.
Laurana se volvió y vio que Flint, con muchos resbalones y traspiés, corría por la nieve hacia ellos.
—¡Date prisa! ¡Vamos a perderlos! —lo instó Gilthanas, irritado, y caminando sin hacer ruido, se internó sigilosamente en el túnel—. Quédate detrás de mí —ordenó a su hermana—. Y ten cuidado, no vayas a hacerte daño con esa cosa. —Lanzó una mirada furibunda al Quebrantador.
—¿Qué diantre haces tú aquí, cabeza de chorlito? —preguntó Flint a Tas, al que fulminó con la mirada.
—Gilthanas dice que puedo seros útil —contestó el kender, dándose importancia.
—¡Anda ya! —bufó Flint.
Abrumada por la incertidumbre, con la sensación de ser un estorbo, Laurana siguió a su hermano. Tenía que ir. Gilthanas actuaba de un modo extraño. Derek actuaba de un modo extraño. Los dos se comportaban como si no fueran los mismos de siempre, y todo era por el dichoso Orbe de los Dragones.
Esperaba fervientemente que no lo encontraran jamás.