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Feal-Thas tiende una trampa

Derek sueña con dragones

A su regreso al castillo del Muro de Hielo procedente de Neraka, Feal-Thas mandó llamar al cabecilla de los draconianos para preguntar si se habían visto forasteros en las inmediaciones. El draconiano informó que un grupo de extraños, entre ellos tres caballeros solámnicos, habían atacado a dos guardias draconianos. Los caballeros y el resto de sus compañeros merodeaban por los alrededores del campamento de los Bárbaros de Hielo. A Feal-Thas no le cupo duda de que esos caballeros eran los que Kitiara había enviado como parte del plan de Ariakas para infiltrar el Orbe de los Dragones entre los solámnicos.

Ariakas le había explicado el plan a Feal-Thas durante la estancia del hechicero en Neraka. El emperador había usado la analogía de asediar ejércitos arrojándoles los cadáveres de animales infestados con la peste. Los caballeros llevarían el orbe a Solamnia y allí caerían bajo su influjo, igual que el miserable rey Lorac de Silvanesti.

Feal-Thas había aceptado respaldar el plan. No podía hacer otra cosa. Ariakas llevaba la Corona del Poder y Takhisis lo amaba, mientras que el hechicero y la diosa casi ni se dirigían la palabra. Feal-Thas se consoló con la idea de que ocurrían accidentes, sobre todo a caballeros que buscaban la gloria. Ariakas no tendría argumentos para culparlo a él si ese solámnico acababa en la tripa de la dragona.

Había otro problema que Ariakas no había tenido en cuenta porque Feal-Thas no lo había puesto al corriente. El Orbe de los Dragones tenía sus propias ideas y sus propios planes.

Durante cientos de años, desde que los dragones se habían ido a dormir a raíz de la derrota de la Reina de la Oscuridad a manos de Huma Dragonbane, los Orbes de los Dragones, creados con la esencia de esos reptiles, habían esperado el regreso de su soberana. Finalmente oyeron la voz de Takhisis llamándolos, del mismo modo que había llamado a sus dragones. Ahora, este orbe estaba ansioso de verse libre de su encierro y volver al mundo. Feal-Thas percibía los susurros incitantes con los que lo tentaba, pero tenía el sentido común de hacer oídos sordos. Otros —los que deseaban oírlo, los que querían creerle— le harían caso.

Tras oír el informe del draconiano, Feal-Thas se dirigió deprisa al cubil de Sleet a fin de comprobar que el orbe estaba a salvo. La dragona blanca había recibido órdenes de protegerlo y obedecería lo mejor que supiera. Por desgracia, las aptitudes de Sleet no la hacían merecedora de la confianza del hechicero. La dragona tenía pocas luces, no era lista, ni sutil, ni astuta, mientras que el Orbe de los Dragones era todas esas cosas y más.

Feal-Thas recorrió los túneles helados del castillo. No llevaba luz. A su llegada, había ejecutado un encantamiento para que los pasadizos emitieran una luz blanca azulada. Pasó delante de la cámara que antes había albergado al orbe y echó una ojeada dentro. Las huellas de las víctimas del guardián aún perduraban: sangre que cubría el suelo y salpicaba las paredes. Hizo un alto para contemplar la horripilante escena. Parte de esa sangre era de Kitiara. Cuando se marchaba de Neraka, a Feal-Thas le habían informado de que la guerrera había escapado a la ejecución. La noticia había sido motivo de desilusión, pero no le había sorprendido. Ésa tenía la suerte de cara. Y no sólo era afortunada, sino también lista y audaz; una combinación peligrosa. Ariakas no tendría que haberle permitido vivir tanto tiempo. Deshaciéndose de ella, Feal-Thas le haría un favor a todo el mundo.

Sólo tenía que encontrar la forma de esquivar esa suerte que la acompañaba siempre.

Feal-Thas entró en el cubil de la dragona. Una nieve mágica, creada por el reptil, caía a su alrededor. La nieve mantenía el ambiente frío que le gustaba y conservaba en buen estado sus alimentos (dos thanois y un humano muertos) hasta que le apeteciera comérselos. Sleet dormitaba, pero despertó rápidamente al olfatear al elfo. Agitó los ollares como si sintiera un cosquilleo. Los ojos eran meras rendijas brillantes de color rojo. Las garras se clavaron en el hielo y los labios blancos se replegaron y dejaron al descubierto los colmillos amarillentos. No le gustaba Feal-Thas, sentimiento que, dicho sea de paso, era recíproco.

Los blancos eran los dragones más pequeños y menos inteligentes de la Reina de la Oscuridad. Se les daba bien matar y poco más. Obedecían instrucciones, pero sólo si eran sencillas.

—¿Qué quieres? —masculló Sleet.

Las escamas blancas emitían destellos azules a la luz mágica creada por el hechicero. Tenía las alas plegadas hacia atrás y la larga cola enroscada en torno al inmenso corpachón cubierto de nieve. Aunque pequeña en comparación con un rojo, la dragona llenaba la gran caverna que había heredado de algún otro blanco que la había construido hacía mucho, muchísimo tiempo, tal vez en tiempos de Huma. La pálida luz del sol brillaba a través de la entrada del cubil, al otro extremo de la cueva, y arrancaba destellos de los muros recubiertos de nieve y de la escarcha creada por el aliento del reptil.

—He venido para asegurarme de que estás cómoda y tienes todo lo que necesitas —respondió melosamente el hechicero.

La dragona resopló con desdén y al hacerlo exhaló escarcha por la nariz.

—Viniste a inspeccionar tu precioso orbe porque no te fías de mí. Está sano y salvo. Compruébalo por ti mismo y después ve a enterrar la cabeza en un glaciar.

La dragona blanca apoyó la testa en la nieve. Los ojos rojos no dejaron de vigilar a Feal-Thas.

El orbe descansaba en un pedestal de hielo. Los colores permanecían estáticos, inactivos, como si el artilugio estuviera muerto. Al acercarse Feal-Thas, el orbe y sus pensamientos se centraron en él y volvió a la vida. Los colores empezaron a girar en el interior del globo dándole la apariencia de una burbuja de jabón irisada; los colores —azul, verde, negro, rojo y blanco— cambiaban y giraban, convergían y se separaban.

Feal-Thas se acercó más. Como siempre, sus manos anhelaban tocarlo. Ansiaba intentar ejercer su poder sobre él, dominarlo, convertirse en el señor del orbe. Sabía que estaba capacitado para hacerlo. Sería fácil. Era poderoso, el archimago elfo más poderoso que había existido. Cuando tuviera el orbe, arrebataría la corona a Ariakas, desafiaría a la mismísima Takhisis…

El hechicero rio suavemente. Se detuvo delante del Orbe de los Dragones con las manos asidas firmemente por dentro de las mangas.

—Buen intento, aunque más vale que desistas —aconsejó al orbe—. No pienso rendirme a ti. Sé el peligro que entrañas. Tendrás que probar tus lisonjas con otro, como ese Caballero de Solamnia que ha venido a liberarte.

Los colores habían emitido un fugaz destello y se habían arremolinado ferozmente, pero entonces volvieron a lentificarse, a deslizarse como nubes a la deriva, dando la impresión de inactividad.

—Imaginé que eso te interesaría. Estoy seguro de que si te aplicas, lo atraparás. Eres el objeto de su deseo. Tendría que resultarte fácil subyugarlo, engatusarlo para atraerlo hacia ti, como tu gemelo hizo con Lorac. —Feal-Thas guardó silencio unos instantes y después añadió en tono quedo, sombrío—: Como tú intentaste conmigo.

El orbe se oscureció y los colores se fusionaron en el negro del odio.

»Conmigo fracasaste —continuó Feal-Thas, que se encogió de hombros—. Es posible que tengas éxito con el caballero. Podrías atraerlo aquí y entonces mandar a la dragona lejos, con algún encargo inventado. Pero no hace falta que te diga eso, claro. —El hechicero señaló al orbe con el índice—. Estás jugando conmigo con la esperanza de hacerme caer en la trampa. —De nuevo enlazó fuertemente las manos dentro de las mangas y añadió en tono desdeñoso—. Ahórrate la molestia. Tus promesas tentadoras no han funcionado en trescientos años y tampoco van a funcionar ahora.

Los colores volvieron a girar y esta vez el tono predominante fue el verde.

»Desconfías de mis motivos, como debe ser. Pues claro que es una trampa. Si traes aquí al caballero, yo acabaré con él. —Feal-Thas volvió a encogerse de hombros—. Aun así, tú podrías tener éxito y yo fracasar. Arriésgate. —Hizo una pausa y luego añadió en voz baja—: ¿Qué otra opción tienes?

Feal-Thas se dio media vuelta para marcharse. Vio reflejarse la luz del orbe en las paredes de hielo con destellos rojos, después púrpuras y por último un resentido negro verdoso. Lo que no vio fue confluir todos los colores en un bullicioso despliegue de triunfo cuando salió.

* * *

Derek volvió a despertarse de un sueño sobre dragones. Jadeó, alterada la respiración, aunque no de miedo, sino de exultación. Permaneció despierto, con la mirada perdida en la oscuridad, reviviendo el sueño; un sueño que había sido increíblemente real.

Por lo general sus sueños eran anodinos, grises y absurdos. No hacía caso de los sueños por considerarlos correrías descontroladas de la mente dormida. Derek nunca pensaba en lo que había soñado ni se molestaba en recordarlo, y le irritaba la gente que parloteaba sin cesar de ello.

Pero estos sueños eran diferentes. Éstos sueños estaban salpicados de colores: rojos y azules, verdes, negros y matices de blanco. Éstos sueños estaban llenos de dragones —dragones enemigos— que nublaban el cielo. El sol, al reflejarse en las escamas, creaba un arco iris abominable. La gente huía de ellos sin dejar de chillar de terror. A su alrededor manaba la sangre, se arremolinaba humo y crepitaba fuego. Él no corría. Aguantaba firme, con la mirada en lo alto, prendida en las alas batientes, en las fauces abiertas, en los colmillos que goteaban saliva. Tendría que haber tenido empuñada su espada, pero en lugar del arma sostenía en las manos un globo de cristal. Lo alzaba hacia el cielo y gritaba una orden imperiosa. Los dragones, bramando de rabia, caían del cielo como estrellas fugaces, moribundos, dejando tras de sí una estela de fuego.

Derek estaba bañado en sudor y apartó a un lado las pieles con las que se tapaba. El frío glacial le sentó bien, lo sacó bruscamente del sueño, lo devolvió a un estado consciente y alerta.

—El orbe —musitó, exultante.