El Quebrantador de Hielo
Designación de un escudero
La idea de Laurana para el ataque al castillo del Muro de Hielo provocó un alboroto. Los caballeros se oponían, los amigos de la elfa estaban a favor, en tanto que Harald parecía dubitativo pero interesado. Se pasaron esa noche y el día siguiente discutiendo sobre ello. Finalmente Harald accedió a apoyar el plan de Laurana, principalmente porque Raggart el Viejo lo aprobaba, pero en parte porque Derek estaba en contra. Derek dijo en tono cortante que ningún hombre que tuviera un poco de sensatez iría a la batalla armado únicamente con la fe en unos dioses que, si realmente existían, habían demostrado no ser merecedores de la confianza de los hombres. Por lo tanto, no tomaría parte en esa empresa.
Brian tuvo que admitir que en lo tocante a esa cuestión estaba de acuerdo con Derek. El plan de Laurana era ingenioso, pero dependía de los dioses, e incluso Elistan dijo que no garantizaba que los dioses se unieran a la batalla.
—Aun así estás dispuesto a arriesgar la vida porque crees en ellos y en la remota posibilidad de que acudan en tu ayuda —señaló Aran, que ofreció cortésmente la petaca a todos antes de echar él un trago.
—No he dicho eso. He dicho que tengo fe en que los dioses nos ayudarán —respondió Elistan.
—Pero acto seguido has añadido que no puedes prometer que lo hagan —arguyó Aran en tono afable.
—Nunca me atrevería a hablar por los dioses —dijo Elistan—. Les pediré humildemente su ayuda, y si lo creen oportuno, accederán. Si por alguna razón se negaran a prestar su ayuda, aceptaré su decisión, porque ellos saben lo que es mejor para nosotros.
Aran rompió a reír.
—Les estás dando una salida a los dioses. Si te ayudan, se llevan el reconocimiento, pero si no lo hacen, les facilitas una disculpa.
—Deja que intente explicarlo —sonrió Elistan—. Me contaste que tienes un sobrino de cinco años al que adoras. Pongamos que ese niño te suplica que le dejes jugar con tu espada. ¿Le darías lo que quiere?
—Por supuesto que no —contestó Aran.
—Amas muchísimo a tu sobrino. Quieres que sea feliz pero, sin embargo, le niegas eso. ¿Por qué?
—Porque es un niño. Para él una espada es un juguete. Aún no tiene suficiente discernimiento para comprender el peligro al que se expondría él mismo y los que estén a su alrededor. —Aran sonrió—. Entiendo lo que quieres decir, señor. Afirmas que ésa es la razón de que los dioses no nos den todo lo que les pedimos. Porque podríamos hacernos trizas.
—Concedernos todos los deseos y peticiones sería lo mismo que permitir a un niño que juegue con tu espada. No alcanzamos a ver el plan eterno de los dioses ni cómo encajamos en él. En consecuencia, pedimos con la esperanza de que nos sea concedido lo que queremos, pero si no es así, tenemos fe en que ellos saben lo que es mejor para nosotros. Aceptamos su voluntad y seguimos adelante.
Aran reflexionó sobre esos razonamientos y se ayudó a pasarlos con un trago de la petaca, pero volvió a sacudir la cabeza.
—¿Crees en esos dioses? —le preguntó a Sturm.
—Sí —repuso Sturm, serio.
—¿Crees que los dioses verdaderos saben lo que es mejor para ti?
—Tengo prueba de ello. Cuando estuvimos en Thorbardin para buscar el Mazo de Kharas, oré a los dioses para que me entregaran el mazo a mí. Quería esa sagrada arma para forjar las legendarias Dragonlances. Al menos eso era lo que me decía a mí mismo. Me enfadé con los dioses cuando creyeron conveniente entregarles el mazo a los enanos.
—¡Y todavía estás enfadado por eso! —comentó Flint al tiempo que negaba con la cabeza.
Sturm sonrió.
—Tal vez lo esté. Todavía no entiendo por qué los dioses consideraron adecuado dejar el mazo en el reino enano cuando nos es tan necesario. Pero sí sé por qué los dioses no me lo entregaron a mí. Al final comprendí que no quería el mazo por el bien de la humanidad, sino por mi propio bien. Quería el mazo porque me traería gloria y honor. Para mi vergüenza, llegué incluso a acceder a tomar parte en un ardid deshonroso para conservar el mazo y engañar a los enanos.
»Cuando comprendí lo que había hecho, pedí perdón a los dioses. Me gusta pensar que habría utilizado el mazo para hacer el bien, pero no estoy seguro. Si estaba dispuesto a caer tan bajo para obtenerlo, quizá me habría hundido aún más. Los dioses no me dieron lo que creía que quería; me dieron un regalo mayor: conocimiento de mí mismo, de mi debilidad, de mis flaquezas. Me esfuerzo a diario para superar esas faltas y, con la ayuda de los dioses y de mis amigos, llegar a ser un hombre mejor.
Brian miró a Derek mientras Sturm hablaba, sobre todo cuando se refirió a querer el mazo para su propia gloria. Pero Derek no escuchaba. Estaba sentado junto a Harald y discutía con él para intentar convencerlo de que apoyara su plan. Tal vez fue mejor que Derek no oyera lo que Sturm había admitido. Si Derek ya tenía mal concepto de él, con eso habría tocado fondo.
Aran siguió preguntando a Elistan cosas sobre los dioses, como los nombres o en qué se diferenciaba Mishakal de Chislev y por qué había dioses de la neutralidad, como había dicho Lillith, y lo de mantener el equilibrio en el mundo. Aran escuchaba las respuestas de Elistan con atención, aunque Brian suponía que el interés de su amigo en esos recién descubiertos dioses era puramente académico. Brian no se imaginaba al cínico Aran abrazando una religión.
La voz de Derek se alzó cortante y acabó con la conversación.
—¿Esperas que confíe el éxito de mi misión en los delirios de un par de viejos y en las ideas estúpidas de una muchacha? ¡Estás loco!
Harald se puso de pie y desde su prominente estatura miró a Derek.
—Loco o no, si quieres que los míos ataquen el castillo, señor caballero, entonces lo haremos a mi modo, o más bien al de la elfa. Mañana al amanecer.
El jefe salió de la tienda. Derek se puso furioso, luego se sintió frustrado y por último, impotente. Tenía dos opciones: o aceptar la oferta del bárbaro o renunciar a su misión. Brian suspiró para sus adentros.
Una idea inoportuna se le pasó por la cabeza a Brian. Nadie sabía nada respecto al Orbe de los Dragones. ¿Y si al final resultaba que era un artefacto maligno? Si lo fuera, ¿se lo llevaría Derek a Solamnia sólo para servir a su propia ambición? Brian tenía la desagradable sensación de que su amigo lo haría.
Miró a Sturm, un hombre que había admitido abiertamente haber tenido una flaqueza, que hablaba sin tapujos de sus faltas. En contraposición estaba Derek, Caballero de la Rosa curtido en la batalla, un hombre seguro de sí mismo que rehusaría admitir que tenía faltas, que se negaría a reconocer cualquier debilidad.
«¿Seguro que es un caballero?», había preguntado el kender.
En muchos sentidos, Sturm Brightblade era más caballero que Derek Crownguard. Sturm, con todas sus debilidades, sus faltas y sus dudas, se esforzaba día tras día por estar a la altura de los nobles ideales de la caballería. Sturm no participaba en aquella misión para encontrar el Orbe de los Dragones. Estaba allí porque Derek se había llevado al kender a la fuerza y Sturm no quiso abandonar a su amigo. Por el contrario, Brian sabía muy bien que Derek sacrificaría al kender, al pueblo del hielo, a todo el mundo, incluidos sus amigos, para conseguir lo que quería. Derek diría (y quizá incluso se lo creería) que hacía aquello por el bien de la humanidad, pero Brian se temía que sólo era por el bien de Derek Crownguard.
Derek se alejó del jefe hecho una furia y Aran fue tras él para tratar de calmarlo. Harald, Raggart y Elistan, junto con Gilthanas y Laurana, se marcharon a una tienda que Raggart había dedicado a los dioses para discutir sus planes del asalto al castillo a la mañana siguiente. Hacía horas que no veían a Tasslehoff, y Flint, convencido de que el kender se había caído en un agujero del hielo, dijo que iba a ver si lo encontraba.
Brian tuvo una idea al mirar a Brightblade. Derek se pondría furioso y seguramente lo tendría en su contra para siempre, pero Brian tenía la sensación de que hacer lo que se le había ocurrido era lo correcto. Sólo le quedaba una duda respecto a Sturm, y tendría que aclarar el asunto con él antes de poner en marcha su plan. Sturm estaba a punto de marcharse con Flint para buscar al kender cuando Brian lo detuvo.
—Sturm —lo llamó—. ¿Podemos hablar un momento en privado?
Flint dijo que él solo podía encontrar al maldito kender y dejó a Sturm con Brian. Puesto que la tienda que compartía con sus dos compañeros estaba ocupada, Brian le preguntó si podían ir a la suya.
—Quiero hacerte una pregunta —empezó cuando se hubieron acomodado entre las pieles—. Sé que no es un asunto de mi incumbencia y que mi pregunta es impertinente. Estás en tu derecho de enfadarte conmigo por preguntarlo y lo entenderé si te molestas. También lo entenderé si te niegas a contestar.
Sturm tenía el gesto serio, pero hizo un ademán a Brian para que continuara.
»¿Por qué mentiste a tus amigos respecto a que eras un caballero? Antes de que respondas —advirtió Brian a la par que alzaba la mano en un gesto admonitorio—. He visto el respeto y la estima que te tienen tus amigos. Sé que a ellos no les habría importado que fueras un caballero o no. ¿Estás de acuerdo en eso?
—Sí, es cierto —admitió en voz baja Sturm, tan baja que Brian tuvo que echarse hacia delante para oírlo.
—Y que cuando descubrieron que habías mentido tampoco les importó. Te siguen admirando, confían en ti y te respetan.
Sturm bajó la cabeza y se pasó la mano por los ojos. La emoción no le dejaba hablar.
—Entonces, ¿por qué la mentira? —preguntó amablemente Brian. Sturm alzó la cabeza. Tenía el semblante pálido, demacrado, pero sonrió cuando habló.
—Podría decirte que nunca les he mentido. Verás, en ningún momento les he dicho explícitamente que fuera un caballero. Pero dejé que lo creyeran. Vestía mi armadura, hablaba de la caballería, y cuando alguien se refería a mí como a un caballero, no lo desmentía.
Hizo una pausa y se quedó pensativo, como evocando el pasado.
—A mi regreso, si Tanis me hubiera preguntado si era un Caballero de Solamnia, creo que habría tenido el coraje de explicarle que mi candidatura había sido rechazada.
—Injustamente —dijo Brian con firmeza.
Sturm pareció sorprendido. No había esperado apoyo en ese sentido.
»Sigue con la explicación, por favor —pidió Brian—. No pienses que te lo pregunto por presunción o vana curiosidad. Estoy intentando aclarar algunas cosas por mi cuenta.
Sturm parecía sentirse un tanto perplejo, pero continuó:
—Tanis no me hizo esa pregunta. Dio por hecho que era un caballero, igual que mis otros amigos. Antes de que pudiera aclarar las cosas, se desató un infierno. Estaba la Vara de Cristal Azul y los hobgoblins y una dama a la que proteger. Nuestras vidas cambiaron para siempre en un instante, y cuando se presentó el momento en el que podría haberles dicho la verdad a mis amigos, ya era demasiado tarde. La verdad sólo habría causado complicaciones.
»Además, estaba mi orgullo. —La expresión de Sturm se ensombreció—. No habría podido soportar la petulante satisfacción de Raistlin, sus comentarios sarcásticos.
Sturm respiró profundamente. Su voz se suavizó, como si hablara consigo mismo, como si Brian no estuviera allí.
—Y deseaba tanto ser caballero. No soportaba renunciar a mi sueño. Juré que sería digno de ello. Tienes que creerme. Juré que jamás haría nada en desdoro de la caballería. Creía que si dirigía mi vida como un caballero, podría enmendar la mentira. Sé que lo que hice está mal y me siento profundamente avergonzado. He malogrado para siempre mis esperanzas de ser un caballero. Lo acepto como mi castigo. Pero si los dioses quieren, espero presentarme algún día ante el Consejo para confesar mis pecados y pedir su perdón.
—Creo que eres mejor caballero que muchos de los que tenemos ese título —manifestó Brian con suavidad.
Sturm negó con la cabeza y sonrió. Iba a decir algo, pero lo interrumpió Flint al asomar por el faldón de la tienda.
—¡Ése condenado kender! —gritó—. ¡No te vas a creer en qué lío se ha metido ahora! Será mejor que vengas.
Sturm se disculpó y salió apresuradamente a rescatar a Tas del aprieto en el que estuviera. Brian se quedó en la tienda y reflexionó sobre todo lo que habían hablado. Finalmente, tomó una decisión. Haría lo que había pensado, aunque era más que probable que Derek no volviera a dirigirle la palabra.
* * *
Ésa noche, los Bárbaros de Hielo celebraron una ceremonia en honor a los dioses y pidieron su bendición para el ataque al castillo del Muro de hielo. Derek rezongó que imaginaba que debería asistir o de otro modo ofendería a su anfitrión, pero añadió en tono sombrío que no se quedaría mucho rato. Aran comentó que, por su parte, estaba deseando asistir; disfrutaba con un buen festejo. Brian también esperaba anhelante la celebración, pero por una razón diferente.
El jefe había hecho retirar todas las cosas en las que se trabajaba en la casa larga para dejar espacio libre para bailar. Varios ancianos estaban sentados alrededor de un enorme tambor y lo tocaban suavemente mientras Raggart el Viejo narraba historias de los dioses antiguos que le había oído contar a su padre y, antes, a su abuelo. A veces con la cadencia monótona de una salmodia, a veces con el ritmo de un cántico, el anciano narró su relato e incluso ejecutó unos cuantos pasos de una danza. Después, Raggart el Joven lo sustituyó y relató historias de héroes de batallas anteriores para envalentonar los corazones de los guerreros. Cuando terminó, Tasslehoff, con un ojo morado pero en buenas condiciones por lo demás, entonó una canción subida de tono sobre que su amor verdadero era un barco de vela y que dejó completamente perplejos a los Bárbaros de Hielo, aunque aplaudieron por cortesía.
Gilthanas tomó prestada una flauta hecha de hueso de ballena y tocó una canción que pareció llevar hasta la tienda del jefe el aroma de las flores silvestres en primavera. Era tan evocadora la melodía del elfo, que la tienda, saturada del humo de los fuegos de turba e impregnada con el intenso tufo a pescado, olió a lilas y a hierba fresca.
Cuando los cantos y los relatos acabaron y todos hubieron comido y bebido, Raggart el Viejo levantó las manos para pedir silencio. Costó un poco, porque lo niños (y el kender) estaban excitados con la fiesta y no podían quedarse quietos. Finalmente, sin embargo, el silencio se fue adueñando de la tienda del jefe. El pueblo del hielo miraba a Raggart, expectante; sabía lo que iba a pasar. Derek masculló que suponía que podían irse ya, pero como ni Aran ni Brian se movieron, no tuvo más remedio que quedarse.
Raggart el Viejo alargó la mano hacia un objeto envuelto en piel blanca que había tenido todo el tiempo a los pies. Lo alzó con ambas manos, reverente, y lo sostuvo ante sí. Susurró algo y su nieto, Raggart el Joven, desató suavemente las tiras que mantenían enrollada la piel. El envoltorio se soltó y dejó a la vista un objeto que brilló a la luz de los fuegos.
Los Bárbaros de Hielo soltaron un quedo suspiro y todos se pusieron de pie; sus invitados los imitaron una vez que entendieron lo que se esperaba de ellos.
—¿Qué es? —preguntó Tasslehoff, que estaba de puntillas y estiraba el cuello—. ¡No veo nada!
—Un hacha de guerra hecha de hielo —contestó Sturm, maravillado.
—¿De verdad? ¿De hielo? ¡Flint, aúpame! —gritó el kender mientras ponía las manos en los hombros del enano, listo para subirse a él.
—¡Ni lo sueñes! —replicó el enano, ofendido, a la par que apartaba las manos de Tas a manotazos.
Raggart frunció el entrecejo por la interrupción. Sturm asió a Tas y tiró de él para colocarlo delante; de ese modo, el kender veía bien y Sturm podía mantenerlo sujeto, porque advirtió que los dedos de Tas se agitaban con ansiedad.
—Hace mucho, mucho tiempo —empezó Raggart—, cuando el mundo era joven, nuestro pueblo vivía en una tierra muy lejana, una tierra abrasada por el fiero sol. No había comida ni agua. Nuestro pueblo se consumía con el calor y muchos murieron. Por fin, el jefe no pudo soportarlo más. Pidió ayuda a los dioses, y uno de ellos, el Rey Pescador, respondió. Conocía una tierra donde la pesca era abundante y proliferaban los animales con pieles. Mostraría a nuestro pueblo el camino a esa tierra, porque sospechaba que criaturas malignas estaban intentando apoderarse de ella. Había un problema: esa tierra tenía un verano muy breve. Era un territorio invernal, un lugar de nieve y hielo.
»El jefe y su gente estaban hartos del sol ardiente, del calor sofocante y del hambre constante. Accedieron a trasladarse y el Rey Pescador les dio ropas adecuadas para el frío y les enseñó a sobrevivir en el largo invierno. Después los tomó en su mano y los trajo al glaciar. El último regalo que el dios les concedió fue el conocimiento para crear armas de hielo.
»Los Quebrantadores de Hielo tenían la bendición de los dioses, e incluso cuando los dioses, en su justa ira, nos dieron la espalda, aquellos de nosotros que esperábamos pacientemente su regreso seguimos creando Quebrantadores de Hielo. Y a pesar de que los dioses se habían ido, su bendición perduró al igual que nuestra fe en ellos.
»En la víspera de una batalla, es una tradición que el clérigo que crea estas armas mire en el corazón de todos y elija al que posee la destreza y el valor, la sabiduría y el conocimiento necesarios para ser un gran guerrero. A esa persona los dioses le conceden el regalo de un Quebrantador de Hielo.
Los guerreros del pueblo de hielo se alinearon a un lado de la tienda del jefe y Harald, con un gesto, indicó a sus invitados que se unieran a ellos. Flint frunció el entrecejo y negó con la cabeza.
—El acero es suficientemente bueno para Reorx y es suficientemente bueno para mí —dijo—. Sin ánimo de ofenderos a vosotros ni al Rey Pescador —se apresuró a añadir.
Raggart sonrió y el enano asintió con la cabeza. Laurana no se unió a la fila y se quedó con Flint y Elistan. Sturm y Gilthanas ocuparon su sitio en la línea, aunque Sturm lo hizo principalmente para no perder de vista a Tasslehoff. Brian, Derek y Aran se situaron al final de la fila.
Raggart, con el arma encima de la piel blanca, caminó a lo largo de la hilera. Dejó atrás a los guerreros del pueblo de hielo, dejó atrás a Gilthanas y a Sturm, y, con gran desilusión del kender, pasó de largo con el arma y dejó atrás a Tasslehoff, que alargó la mano para tocarla.
—¡Ay! —Tas apartó los dedos con rapidez—. ¡Me he quemado con el hielo! —gritó alegremente—. ¡Mira, Sturm, el hielo me ha quemado! ¿Cómo es posible?
Sturm hizo callar al kender.
Raggart siguió adelante, hacia donde estaban los tres caballeros.
—¿Qué voy a hacer con un arma hecha de hielo? —masculló Derek con desdén—. Supongo que tendré que aceptarla o, en caso contrario, los ofendería. Sigo albergando la esperanza de convencer al jefe para que respalde mi plan.
Raggart pasó delante de Aran, que observó el hacha con curiosidad e hizo un brindis con la petaca. El clérigo pasó delante de Brian y llegó ante Derek, pero también pasó por delante sin detenerse.
Raggart se detuvo entonces, fruncido el entrecejo. Miró a su alrededor y el ceño se le borró. Dio la espalda a la fila de guerreros y caminó hacia Laurana. Con una reverencia, le tendió el Quebrantador de Hielo a la elfa.
—¡Tiene que ser un error! —exclamó Laurana con un respingo.
—Veo una torre alta, un dragón azul y una reluciente lanza plateada cuyo brillo enturbia una gran tristeza —dijo Raggart—. Veo una esfera rota y otra salpicada con la sangre del mal. Veo una armadura dorada que brilla como un faro en primera línea de la batalla. Los dioses te han elegido, señora, para que recibas su presente.
Raggart le tendió el Quebrantador. Laurana miró en derredor, aturdida, preguntando en silencio qué debía hacer. Sturm le dedicó una sonrisa de ánimo y asintió con la cabeza. Gilthanas frunció el entrecejo y negó con la cabeza. Las elfas se entrenaban para combatir, como los varones de su raza, pero ellas no luchaban a menos que la situación fuera desesperada. ¡Una elfa no se prestaría nunca a liderar hombres!
—¡Tómala, Laurana! —gritó Tasslehoff con ansiedad—. Pero ten cuidado, que quema. ¡Fíjate en mis dedos!
—El hacha está bien elaborada, eso tengo que admitirlo —dijo Flint, que examinaba el arma con ojo crítico—. Tómala, muchacha. Prueba cómo la sientes en la mano.
Laurana se puso colorada.
—Lo siento, Raggart. Me siento realmente honrada con este regalo, pero tengo una sensación extraña. Me temo que al aferrarla estaré asiendo el destino.
—Tal vez lo hagas.
—Pero no es eso lo que quiero —protestó la elfa.
—Cada cual busca su propio destino, pequeña, pero al final es el destino el que nos encuentra a nosotros.
Laurana siguió sin decidirse.
—Si hacía falta una confirmación de que el viejo está chiflado, ahora la tenemos —rezongó Derek.
Habló en solámnico y en voz baja, pero Laurana lo oyó y lo entendió. Apretó los labios. Su rostro adquirió un gesto de resolución. Alargó la mano y, un poco encogida esperando la ardiente mordedura del hielo, asió el Quebrantador y lo alzó de la piel en la que descansaba.
Laurana se relajó. Sostenía el arma con facilidad y, cosa extraña, el hielo no era más frío que la empuñadura de una espada de acero. Lo levantó hacia la luz para admirar su belleza. El Quebrantador estaba hecho con un hielo cristalino, cortado y pulido para hacerlo suave, sus formas eran elegantes y sencillas.
El arma tenía el aspecto de ser muy grande y pesada, y sus amigos se encogieron un poco esperando que se le cayera o la levantara con torpeza. Para su sorpresa, cuando Laurana la enarboló, el Quebrantador se ajustaba perfectamente a su agarre.
—Es como si la hubieran hecho para mí —dijo, maravillada.
Raggart asintió con la cabeza como si aquello no fuera nada extraordinario. Instruyó a la elfa sobre el uso del arma y los cuidados que precisaba, como por ejemplo no exponerla directamente al sol y mantenerla lejos del fuego.
—Porque —explicó Raggart—, aunque el hielo con el que se hacen estas armas está bendecido por los dioses y por lo general es denso y recio, el Quebrantador se derretirá, aunque no tan deprisa como el hielo corriente.
Laurana le dio las gracias a él, al pueblo del hielo y, por último, a los dioses. Envolvió el Quebrantador en la piel blanca y, con las mejillas aún arreboladas, pidió en voz baja que la ceremonia prosiguiera. El tambor empezó a sonar de nuevo. Brian, con el corazón latiéndole desbocado, levantó una mano.
—Tengo algo que decir.
El tambor enmudeció. Aran y Derek lo miraban estupefactos, sabedores de lo mucho que su amigo detestaba hablar en público. Todos los demás lo observaron con afecto y expectación.
—Yo… eh… —Brian tuvo que hacer una pausa para aclararse la garganta y después continuó; habló rápidamente para pasar cuanto antes el mal rato—. Entre nosotros hay alguien a quien he llegado a conocer bien en este viaje. He sido testigo de su valor. He admirado su sinceridad. Es la personificación del honor. En consecuencia. —Brian inspiró profundamente, sabedor de la reacción que iban a desatar sus palabras—, declaro que tomo a Sturm Brightblade, hijo de Angriff Brightblade, como mi escudero.
Brian tenía las mejillas encendidas. La sangre le palpitaba en los oídos. Fue consciente, borrosamente, del aplauso cortés de los Bárbaros de Hielo, que ignoraban lo que eso significaba. Por fin se atrevió a levantar la cabeza. Sturm se había puesto muy pálido. Laurana, sentada a su lado, aplaudía entusiasmada. Gilthanas entonó un acorde marcial con la flauta. Elistan le dijo algo a Sturm y le apretó la mano. El color volvió al semblante de Sturm; los ojos le relucían al resplandor de la lumbre.
—¿Estás seguro de esto, milord? —preguntó Sturm en un tono de voz muy bajo. Lanzó una ojeada de soslayo, significativa, a Derek, que tenía una expresión borrascosa, colérica.
—Lo estoy —afirmó Brian, y alargó la mano para estrechar la de Sturm—. ¿Comprendes lo que esto representa para ti?
Sturm asintió con la cabeza.
—Lo comprendo, milord —respondió con voz enronquecida—. No tengo palabras para expresarte lo mucho que esto significa… —Hizo una profunda reverencia—. Me honra la buena opinión que tienes de mí, milord. No te defraudaré.
Abrumado por la emoción, fue incapaz de decir nada más. Flint se acercó a felicitarlo, al igual que Tasslehoff. Laurana se inclinó hacia Brian para hacerle una pregunta.
—Has dicho que si sabía lo que esto representaba para él. ¿Qué representa? ¿No es Sturm demasiado mayor para servir como escudero? Creía que los escuderos eran muchachos jóvenes que actuaban como criados de un caballero.
—Por lo general lo son, aunque no hay restricciones sobre la edad. Algunos hombres siguen siendo escuderos toda su vida, satisfechos con esa posición. Al hacerlo mi escudero, Sturm podrá solicitar ahora someterse a las pruebas como aspirante a caballero, algo que no habría podido hacer en caso contrario.
—¿Y eso por qué?
—Porque al nombrarlo mi escudero, las transgresiones que cometió y que lo habrían dejado excluido de la caballería, ahora quedan expurgadas.
Una leve arruga se marcó en la tersa frente de Laurana.
—¿Qué transgresión puede haber cometido Sturm?
Brian vaciló, reacio a contestar.
—Sé que mintió respecto a que era caballero —dijo Laurana—. Sturm me lo confesó. ¿Es eso a lo que te refieres?
Brian asintió con un gesto y después alzó la cabeza cuando una ráfaga de viento helado se coló en la tienda del jefe y agitó las llamas de los fuegos. Derek se había marchado, airado.
Laurana lo siguió con la mirada, preocupada.
—¿Quieres decir que Derek habría utilizado eso para vetar la solicitud de Sturm?
—Oh, sí —contestó Brian a la par que asentía enérgicamente con la cabeza—. Al hacer a Sturm mi escudero estoy diciéndole al Consejo que he decidido que su error de juicio se debería perdonar y olvidar. Derek ni siquiera podrá sacar el tema de que Sturm mintió respecto a ser un caballero.
Sturm contestaba pacientemente las preguntas que le hacía Tasslehoff, al que tuvo que prometer que si alguna vez participaba en un torneo, él le llevaría el escudo, un honor que dejó al kender radiante de placer.
—No creo que Sturm mintiera —susurró Laurana.
—Tal como ocurrieron las cosas, yo tampoco lo creo —convino Brian.
Aran se acercó para estrecharle la mano a Sturm y darle la enhorabuena, tras lo cual se dirigió hacia Brian.
—Derek quiere verte fuera —le dijo al oído.
—¿Está muy enfadado?
—Imagino que está ahí fuera mellando el filo de la espada a fuerza de mordiscos —contestó jovialmente Aran. Dio una palmada en el hombro a Brian—. No te preocupes. Hiciste lo correcto. Será el epitafio que diga al pie de tu tumba.
—Gracias —rezongó Brian.
Empezó el baile. Los ancianos comenzaron a tocar los tambores y a cantar con ritmo vivo. Jóvenes y viejos salieron al centro de la tienda; formaron un círculo, enlazados por los brazos, y empezaron danzar mientras se inclinaban, se mecían y se entrelazaban. Incitaron a Laurana a unirse a los danzantes, e incluso persuadieron a Flint, que no dejó de tropezar con sus propios pies y trastabillar para regocijo de todos. Brian, suspirando, se dirigió a la salida de la tienda. Sturm lo detuvo.
—Me temo que esto provocará problemas entre Derek y tú.
—Me temo que tienes razón —dijo Brian con una sonrisa desganada.
—Entonces, no sigas adelante con ello —le pidió encarecidamente Sturm—. No merece la pena…
—Yo creo que sí. La caballería necesita hombres como tú, Sturm —manifestó Brian—. Quizá más de lo que necesita hombres como nosotros.
Sturm empezó a protestar otra vez y Brian se desabrochó el cinturón de la espada y se lo tendió a Sturm.
—Toma, escudero. Que el arma esté limpia y bruñida por la mañana cuando cabalguemos hacia la batalla.
Tras una breve vacilación, Sturm aceptó la espada con una sonrisa de agradecimiento.
—Lo estará, milord —dijo con una reverencia.
Brian salió al gélido viento que soplaba del glaciar. Vio figuras borrosas que se escabullían por el perímetro del campamento: lobos que los vigilaban. Se preguntó si Raggart tendría razón, si los lobos serían espías. Desde luego, parecían interesados en ellos. Tuvo un escalofrío y se encontró con que lo esperaba todavía más helor: una fría cólera.
—¡Has hecho eso deliberadamente para desprestigiarme! —lo acusó Derek—. ¡Lo has hecho para acabar con mi credibilidad y hacerme parecer un necio!
Brian no salía de su asombro. Había esperado cualquier cosa, pero no eso.
—¡No me lo puedo creer! ¿Piensas que he hecho a Sturm mi escudero sólo para mortificarte?
—Por supuesto. ¿Por qué otra cosa ibas a hacerlo? Brightblade es un mentiroso y muy posiblemente un bastardo. ¡Dioses, ya puesto, tanto habría dado si hubieses nombrado tu escudero al kender! ¿O tal vez te estás reservando eso para mañana por la noche? —le espetó con furia.
Brian lo miraba estupefacto, enmudecido por la sorpresa.
»Quiero que los dos, Aran y tú, estéis en nuestra tienda antes de que salga la luna —prosiguió Derek—. Os hará falta descansar para mañana. Y dile a Brightblade que también tiene que presentarse ante mí. Como escudero, ahora está bajo mi autoridad. Obedecerá mis órdenes. Se acabó ponerse de parte de los elfos y en mi contra. Fíjate en lo que te digo: la primera vez que Brightblade me desobedezca, será la última.
Derek se dio media vuelta y se dirigió a la tienda que compartían los tres caballeros; sus botas crujían en el hielo y la espada tintineaba en su cadera.
Brian suspiró profundamente y regresó a la calidez y el regocijo reinantes en la tienda del jefe. Con el rabillo del ojo atisbo a los lobos deslizándose sigilosamente por el perímetro del campamento.