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Caballo en exceso bueno, trae contratiempos

El clérigo de Takhisis

Kitiara cabalgó toda la noche. El corcel de Salah Kahn había pasado varios días aburrido e inactivo en el establo y estaba deseoso de galopar. Kit tenía que sofrenarlo de vez en cuando para que no se agotara. Les esperaba un largo viaje. El alcázar de Dargaard se encontraba a varias jornadas todavía, además de que el peligro acechaba detrás de cada arbusto y vigilaba todas las encrucijadas.

Mientras cabalgaba trató de calcular cuándo se descubriría su desaparición. Confiaba en que no ocurriera hasta el amanecer, a la hora señalada para su ejecución, pero con el caos creado por los incidentes en la Abadía Oscura era imposible asegurarlo. Los dragones llevarían la noticia de su fuga a todas partes. La información se difundiría rápidamente.

La única ventaja a su favor era que Ariakas daría por sentado que se dirigiría a Solamnia para reunirse con las fuerzas que tenía a su mando y encabezar una rebelión contra él. Era lo que el emperador habría hecho en su lugar. Concentraría a los rastreadores en las calzadas que conducían a Solamnia. Ésos cazadores de recompensas iban a llevarse un chasco. Kit no viajaba al oeste, sino al norte, hacia la comarca maldita conocida como Foscaterra, un territorio en el que nadie se aventuraba a menos que quisiera morir o que tuviera una razón excepcionalmente buena para no encontrarse en cualquier otro lugar.

Siendo parte de Solamnia, la comarca se llamó originalmente Nobleterra. Era una zona muy boscosa, accidentada y montañosa. Inadecuada para la explotación agrícola, en tiempos del Cataclismo estaba poco poblada. Un rico e influyente Caballero de la Rosa, sir Loren Soth, gobernaba la región. El alcázar familiar se alzaba en la zona septentrional de las montañas Dargaard. Construido a semejanza de una rosa, el castillo estaba considerado una maravilla de la arquitectura. La leyenda familiar contaba que el abuelo de Soth había contratado artesanos enanos para que construyeran el castillo; las obras no concluyeron hasta pasados cien años. Una ciudad llamada Dargaard creció alrededor del alcázar, pero la mayoría de las poblaciones de Nobleterra se alzaban a orillas del río y sus gentes se ganaban la vida con la explotación de molinos o el aprovechamiento de recursos naturales como la madera o la pesca.

El Cataclismo devastó Nobleterra. Los terremotos hendieron montañas. El río se desbordó e inundó las riberas y, en algunos sitios, se desvió el cauce. Todas las poblaciones a lo largo de la corriente quedaron destruidas. Hubo víctimas. Los medios de sustento desaparecieron.

Gentes de otras regiones de Solamnia habían sufrido también las consecuencias de la hecatombe. Concentrados en su propia supervivencia, no estaban en condiciones de preocuparse por lo que pasaba en Nobleterra. La mayoría imaginó que el señor de la región se ocuparía de hacer frente al desastre.

Llegaron supervivientes de la región, tambaleándose y balbuceando historias terribles. El otrora magnífico alcázar de Dargaard había quedado destruido, y eso no era lo peor. Entre sus paredes se habían cometido asesinatos; la señora y su pequeño hijo habían sufrido una muerte horrible, abrasados por el fuego que había arrasado el maravilloso castillo y lo había dejado ennegrecido y desmoronado. Con su último aliento, según se contaba, la dama había lanzado una maldición al hombre que podía haberlos salvado a ella y a su hijito, pero que, cegado por los celos y la ira, se había marchado dejando que perecieran en las llamas.

Sir Loren Soth, antaño un Caballero de Solamnia noble y orgulloso, se había convertido en un Caballero de la Muerte condenado a vivir en el mundo espectral de los muertos vivientes. Las voces quejumbrosas de las elfas que compartían su maldición entonaban noche tras noche una salmodia que narraba su trágica caída. Guerreros de fuego, huesos y armaduras ennegrecidas manchadas con su propia sangre se vieron obligados por la maldición de su señor a patrullar eternamente por el adarve de las murallas medio desmoronadas y matar a todo ser vivo que los desafiara.

Los dioses de la Luz habían condenado a lord Soth a llevar una existencia atormentada al obligarlo a reflexionar sobre su culpabilidad. Confiaban en que, con el tiempo, pediría su perdón, la redención. Takhisis lo quería para ella y lo dotó de enormes poderes mágicos con la esperanza de persuadirlo de que le diera la espalda a la salvación y se pusiera a su servicio. Pero al parecer Soth les había dado la espalda a todos los dioses, los del bien y los del mal, porque no había salido de sus dominios para aterrorizar al mundo como Takhisis había esperado que hiciera. Seguía en su alcázar, rumia que rumia, meditabundo, terrible, matando de forma atroz a quienes osaban molestarlo.

Ésos eran los informes procedentes de Nobleterra y al principio pocos los dieron por ciertos, pero siguieron llegando historias de aquella región tenebrosa y todas contaban lo mismo. La ciudad de Dargaard, que había escapado del Cataclismo relativamente indemne, estaba abandonada; sus habitantes habían huido aterrorizados y juraban que no volverían nunca. Pero junto con los comentarios sobre banshees y guerreros espectrales llegaron asimismo historias que hablaban de un tesoro fabuloso, riquezas inimaginables escondidas en sótanos y bodegas del alcázar. Muchos fueron los codiciosos y aventureros que viajaron hasta Dargaard en busca de fama, riqueza y gloria. Los únicos que regresaron fueron aquellos que, asaltados por el terror al contemplar los muros ennegrecidos y las torres resquebrajadas del alcázar, no se acercaron a él. Era tal la terrible fama del lugar que a alguien se le ocurrió cambiarle el nombre de Nobleterra por Foscaterra. Con el tiempo, acabó siendo más conocida por este nombre que por el original, y ahora ya figuraba así en los mapas.

En realidad, nadie había visto a lord Soth; o si alguien lo había visto, no había vivido para contarlo. ¿Era el Caballero de la Muerte un mito, una invención de las madres para asustar a los niños que se portaban mal? ¿Era, tal vez, un cuento salido de la desbordante imaginación de un kender? ¿O existía realmente?

Kitiara habría sido la primera en desestimar tales historias fantasiosas si no fuera porque la reina Takhisis se había mostrado persistente y apremiante en su petición. Y por otra razón. El padre de Kit había viajado a Foscaterra. Atraído por los rumores de riquezas sin cuento y tomando a broma los «cuentos de vieja», Gregor Uth Matar había sido uno de los pocos que habían vuelto con vida. Fue así porque, como había admitido sin rebozo, su instinto de conservación lo había convencido de que ninguna cantidad de dinero merecía correr tal peligro. Siempre había bromeado respecto a su viaje a Foscaterra, pero cuando Kit, de pequeña, le había insistido para que le contara detalles, Gregor le había dicho que era mejor olvidar ciertas cosas. Se había reído al decir aquello, pero una expresión lúgubre que Kit no había visto nunca ensombreció los ojos de su padre, una mirada que jamás había olvidado.

Y allí estaba ella, de camino a ese lugar espantoso, hogar de los vivos al igual que de los muertos, guarida de los desesperados que se habían visto empujados a ocultarse en Foscaterra porque en todos los demás sitios se los perseguía.

Ésa noche, mientras cabalgaba, Kitiara pensó en todo eso; en su padre; y recordó las historias horribles que había oído contar. No muy lejos de Neraka llegó a una bifurcación en la calzada. Un ramal se dirigía al oeste. El otro llevaba al norte. Kit sofrenó su caballo. Miró hacia poniente, donde estaba Skie, que a esas alturas habría olvidado su rabieta y se estaría preguntando qué le habría pasado. Estuvo a punto de tomar la ruta del oeste, volver con sus tropas, desafiar a Ariakas. Hacer exactamente lo que el emperador temía que hiciera.

Se planteó esa posibilidad y se obligó a examinarla. Skie estaría de su parte, de eso no le cabía duda. Pero no podría contar con los otros dragones azules. La reina Takhisis, furiosa de que hubiera roto su promesa, le daría la espalda y los dragones azules no se opondrían a su reina. Las propias tropas de Kit estarían divididas. Tal vez podría inclinar a la mitad de los hombres a favor de su causa. Los demás desertarían. El apuesto Bakaris se uniría a ella, pero no era muy de fiar. Se volvería contra ella en el instante en que la recompensa fuera suficiente.

Kitiara rebulló en la silla. Había también otra razón, la más importante, para que no cabalgara hacia el oeste. Podría romper su juramento a la reina, pero Kitiara Uth Matar no rompería una promesa hecha a sí misma. Y se había jurado que volvería triunfante ante Ariakas, fuerte y poderosa, tan poderosa que el emperador no osaría contrariarla. Para conseguir eso necesitaba un aliado fuerte y poderoso… Alguien como lord Soth. Era vencer o morir.

Kit cabalgó hacia el norte.

Amaneció un día luminoso y frío y Kit comprendió que el caballo iba a suponerle un problema. El magnífico semental, con su capa negra y brillante como el azabache, la larga crin, la ondeante cola y el musculoso cuerpo, era obviamente un animal valioso. La gente se paraba para mirarlo con admiración. Después desviaban la vista hacia el jinete, a Kit, vestida de nuevo con el farseto. Había utilizado la daga para cortar los hilos del bordado que marcaban la tela acolchada de la prenda, ya desgastada por el uso. No tenía capa a pesar del tiempo frío y eso le daba un aspecto aún más andrajoso. Todos los que veían el caballo se preguntaban de inmediato cómo una mercenaria desharrapada como ella se las había ingeniado para conseguir un animal tan extraordinario. Todos con los que se cruzaba se acordarían del costoso caballo y de su mísera amazona.

Kit abandonó la calzada y buscó refugio en los bosques. Por fin encontró una depresión poco profunda donde podría estacar al animal. Estaba exhausta por la agotadora experiencia vivida y necesitaba dormir. Antes de dormirse, Kit no dejó de darle vueltas al problema del caballo. Le había puesto el nombre de Jinete del Viento, y necesitaba su fortaleza, su poderío y su vitalidad para que la llevara hasta Foscaterra. Necesitaba su rapidez en caso de que las fuerzas de Ariakas le dieran alcance. Tenía que encontrar la forma de poder cabalgar por la carretera abiertamente, sin llamar la atención.

La mente le siguió trabajando mientras dormía y Kit despertó reanimada al final de la tarde con lo que esperaba que fuera la solución a su problema.

Dejando al caballo escondido en el bosque, Kit tomó un aspecto aún más ruin. Se manchó con barro la cara, se revolvió el pelo para que le cayera sobre los ojos y luego se dirigió a la calzada. Todavía estaba demasiado cerca de Neraka para su gusto, y el corazón le palpitó desbocado al ver una tropa de soldados goblins que marchaba camino de la ciudad. Se agazapó detrás de un árbol y los goblins pasaron ante ella sin reparar en su presencia.

Se acercó una caravana de mercaderes, pero iba protegida por varios mercenarios bien armados y dejó que pasara. Después, ya próxima la noche, el número de viajeros disminuyó. Kit empezaba a sentirse frustrada e impaciente. Estaba perdiendo un tiempo precioso, y a punto ya de decidirse a correr el riesgo de cabalgar tal como iba vestida, apareció el viajero que había esperado ver: un clérigo de Takhisis, de alto rango por las apariencias, probablemente un ocultista. Llevaba al cuello un gran medallón de la fe que colgaba de manera ostentosa de una gruesa cadena de oro. Se adornaba los dedos con anillos de azabache y ónice engarzados en oro. La silla y los arreos eran de buen cuero y de aspecto caro.

Era un hombre bajo, de constitución oronda y tez rubicunda. A diferencia de los clérigos oscuros del templo, era evidente que él disfrutaba con la comida y el vino. No llevaba armas aparte de la fusta. Kit esperó a que apareciera su escolta armada, pero no llegó nadie. No se oía sonido de cascos. Aunque viajaba solo por calzadas próximas a Neraka, el clérigo no parecía estar preocupado o nervioso. A Kit tendría que haberle llamado la atención una circunstancia tan extraña, pero tenía prisa y la víctima era demasiado perfecta para renunciar a ella.

Al acercarse el caballo del clérigo, Kit salió de su escondrijo detrás del árbol. Manteniendo la cabeza agachada para ocultar sus rasgos, se acercó cojeando al clérigo con la mano extendida.

—Por favor, padre oscuro —dijo con voz áspera—, despréndete de una moneda de acero para un soldado herido en servicio a nuestra reina.

El hombre le dirigió una mirada maligna y alzó la fusta en un gesto amenazador.

—Perro miserable, no tengo nada que darte —le espetó con malos modos—. Es impropio de un soldado de nuestras tropas rebajarse a mendigar. ¡Saca tu cuerpo sarnoso de la calzada pública!

—Por favor, padre… —gimoteó Kitiara.

El clérigo descargó un fustazo contra ella, dirigido a la cabeza. Falló el golpe, pero Kit soltó un grito y se tiró de espaldas, como si se hubiese desplomado.

El clérigo prosiguió su viaje sin mirar atrás. Kit esperó un momento para comprobar que estaba solo y que no había guardias que lo siguieran a cierta distancia. Al no ver a nadie en el camino, corrió ágil y silenciosamente en pos de él. De un salto subió a la grupa del caballo, rodeó el cuello del clérigo con un brazo y le puso la punta del cuchillo en la garganta.

Lo había pillado completamente por sorpresa. El roce frío del acero en la piel lo hizo dar un respingo y se quedó rígido en la silla.

—Te lo he pedido amablemente, padre oscuro —le increpó Kit en tono de reproche—. No quisiste darme nada, así que ahora insisto. Que seas un servidor de la Reina de la Oscuridad es lo único que te salva de que te degüelle, así que a lo mejor deberías darle las gracias. Y ahora, bájate del caballo.

Apartó la daga del cuello del hombre, se la puso en las costillas y le dio un ligero pinchazo. Notó que el cuerpo gordinflón se estremecía y supuso que era de miedo. El clérigo oscuro desmontó con gesto de fastidio y Kitiara se bajó hábilmente del caballo tras él. El hombre empezó a darse la vuelta y Kit le propinó una patada en las corvas que lo tiró patas arriba. El clérigo cayó al suelo con un gemido.

—Entrégame tu dinero… —empezó Kit.

Para su sorpresa, el clérigo se incorporó rápidamente, aferró el medallón y lo sostuvo ante sí.

—¡Que la reina Takhisis escuche mi plegaria y consuma tu corazón! —clamó, enfurecido—. ¡Que te desuelle y te arranque la carne de los huesos! ¡Que sorba todo aliento de tu cuerpo y te destruya por completo!

El cuerpo fofo le temblaba de rabia y su voz sonaba segura. No le cabía duda de que la diosa oscura respondería a su plegaria y, durante un instante aterrador, Kitiara tampoco lo dudó. El aire de la noche crepitó con el poder de la plegaria y la guerrera esperó, encogida, que la ira de Takhisis la inmolara.

No ocurrió nada.

—Acudes a la deidad equivocada si tu intención es detenerme, padre oscuro. La próxima vez, intenta dirigir tu plegaria a Paladine. Vamos, quítate la ropa. Quiero el cinturón, las joyas y esa bolsa repleta de dinero que llevas encima. ¡Deprisa!

Dio énfasis a sus palabras con la daga, con la que le pinchó en el diafragma. El clérigo se quitó la cadena y los anillos, rabioso, y se los tiró a los pies. Después se quedó inmóvil, echando chispas por los ojos y cruzado de brazos.

—Padre oscuro, la única razón de que no te destripe es porque no quiero estropear esa cálida túnica —le dijo Kit.

Estaba nerviosa y temía que apareciera alguien en cualquier momento. Avanzó un paso y le puso la punta de la daga en el cuello.

»Pero si me obligas…

El hombre le tiró la bolsa de dinero a la cabeza y, mientras se sacaba la túnica por la cabeza, no dejó de maldecirla invocando a todos los dioses oscuros que se le ocurrieron. Metiendo la bolsa y las joyas dentro de la túnica y de la capa, Kit hizo un bulto con todo ello y le dio un manotazo al caballo en la grupa; el animal salió a galope calzada adelante. Acto seguido echó a andar y dejó al clérigo oscuro tiritando, sin más ropa que los calzones, y barbotando imprecaciones.

Con una risita sofocada, Kit entró en el bosque y avanzó entre la espesa maleza en dirección al lugar en que había dejado escondido a Jinete del Viento. Al clérigo lo vio por última vez corriendo calzada abajo mientras llamaba a gritos a su caballo. Kit se había fijado en las marcas dejadas por la fusta en el cuello del animal y suponía que éste no se sentiría muy inclinado a detenerse y esperarlo.

Kitiara se puso encima de su ropa la suntuosa túnica de terciopelo negro de un clérigo de alto rango y se colgó al cuello la cadena de oro con el medallón de la reina. Los anillos le estaban demasiado grandes y se los guardó en la bolsa del dinero, llena de monedas de acero.

—¿Qué aspecto tengo? —le preguntó a Jinete del Viento mientras desfilaba delante del caballo, que pareció aprobar su apariencia. A lo mejor el animal también pensaba en las mejores posadas, la avena más fina, el establo más cálido.

De parecer una mercenaria de poca monta, Kitiara se había convertido en una rica sacerdotisa de Takhisis. Ahora nadie se cuestionaría que tuviera en su posesión un caballo tan valioso. Cabalgaría por las calzadas principales y lo haría de día. Dormiría en regias camas en vez de pasar la noche en barrancos. Sus perseguidores estarían buscando a una Señora del Dragón renegada, una mujer guerrera. Nunca se les pasaría por la cabeza buscar a una sacerdotisa de alto rango. El infeliz clérigo le contaría lo ocurrido al primer alguacil que encontrara, pero que él supiera, lo había atacado una mendiga o, como había mencionado a Paladine, una servidora del Dios de la Luz.

Kitiara rio de buena gana. Tomó una buena comida —la del clérigo— y después montó a caballo. Salió a galope hacia el norte. Había dejado atrás el peligro.

Para su desdicha, eso le dio tiempo de sobra para pensar en el verdadero peligro —un peligro sobrecogedor— que la esperaba.