El espía
El sueño
Fuego y arco iris
Brian despertó del sueño profundo del agotamiento en un repentino estado de alerta. Permaneció inmóvil y prestó atención hasta estar seguro de que había oído voces y no lo había soñado. Las voces sonaron otra vez y el caballero apartó las mantas de piel y, moviéndose en silencio y con sigilo, rodeó el cuerpo del dormido Aran para acercarse a la entrada de la tienda.
—¿Qué pasa? —farfulló Aran.
—Me toca hacer guardia —susurró Brian, y Aran se echó las mantas por encima de la cabeza y se acurrucó entre las pieles que le servían de lecho.
Brian se arrebujó en sus pieles, apartó el faldón de la tienda y escudriñó la oscuridad. No se movía nada. Derek estaba ahí fuera, en alguna parte. Había insistido en que montaran sus propios turnos de guardia a pesar de que Harald le había asegurado que el pueblo de hielo mantenía una rigurosa vigilancia. Una luz brilló por debajo de una tienda cercana, la de Sturm. Brian se acercó, sigiloso.
La noche en el glaciar era negrura y plata constelada de estrellas, quebradiza con el frío penetrante. Se veía bien con la suave luz y si él podía ver, también podían verlo a él, de modo que se quedó al abrigo de las sombras.
La voz que lo había despertado era la de Laurana. Había dicho algo sobre Silvanesti. Estaba dentro de la tienda de Sturm, y mientras Brian vigilaba desde las sombras, vio llegar al enano y reunirse con ellos.
Las voces sonaban apagadas. Brian rodeó la tienda por detrás para escuchar de qué hablaban. Se despreciaba por espiar a los que había llegado a considerar sus amigos, pero en el instante en que oyó a Laurana mencionar el antiguo reino elfo se despertaron sus sospechas.
—Ya lo sabemos —le dijo Laurana a Flint cuando el enano entró en la tienda—. Has tenido un sueño. ¿Sobre Silvanesti?
—Por lo que veo no he sido el único —comentó Flint con voz enronquecida. Parecía nervioso, intranquilo—. Supongo que queréis que os cuente…
—¡No! —se opuso Sturm con voz áspera—. No, no quiero hablar de ello… ¡Nunca!
Laurana murmuró algo que Brian no entendió.
Estaba perplejo. Hablaban de un sueño, un sueño sobre Silvanesti. No tenía sentido. Movió los pies para que conservaran el calor y siguió escuchado.
—Yo tampoco podría hablar —estaba diciendo Flint—. Sólo quería comprobar que en verdad era un sueño. Parecía tan real que creí que os encontraría a ambos…
Brian oyó pisadas y se refugió de nuevo en las sombras. El kender pasó corriendo a su lado, tan excitado que ni siquiera se fijó en él. Tas apartó el faldón de la tienda y se coló dentro.
—¿Es verdad que hablabais de un sueño? Yo nunca sueño… O por lo menos no recuerdo haberlo hecho. Los kenders no solemos soñar. Bueno, supongo que sí. Hasta los animales sueñan, pero…
El enano soltó un gruñido y Tas volvió a retomar el tema de la conversación.
»¡Bien, pues he tenido un sueño verdaderamente fantástico! Árboles derramando lágrimas de sangre. ¡Terribles elfos muertos que mataban a la gente! ¡Raistlin con la Túnica Negra! ¡Era totalmente increíble! Y vosotros también estabais. ¡Y todos moríamos! Bueno, casi todos. Raistlin no moría. Y había un dragón verde…
Ninguno de los otros que estaban dentro de la tienda dijo nada. Hasta el enano se había quedado callado, y eso era raro porque Flint rara vez le permitía al kender parlotear, y menos si decía tantas tonterías. El silencio de sus amigos logró que Tas se callara. Cuando volvió a hablar dio la impresión de que intentaba azuzarlos para que contestaran.
—Un dragón verde. Raistlin vestido de negro. ¿He dicho ya eso? La verdad es que le sentaba muy bien. El rojo siempre le hace parecer un poco avinagrado, no sé si sabéis lo que quiero decir…
Al parecer no lo sabían, porque el silencio se prolongó, se hizo más intenso.
»Bien, supongo… que lo mejor será que vuelva a mi tienda. ¿O tal vez queréis que os cuente el resto? —Miró a su alrededor, esperanzado, pero nadie contestó.
»Bueno, buenas noches —murmuró, y regresó a su tienda.
Negando con la cabeza, perplejo, pasó al lado de Brian, otra vez sin verlo.
»¿Qué les pasa a todos? —masculló el kender—. ¡Sólo es un sueño! Aunque he de admitir —añadió en tono sombrío—, que era el sueño más real que he tenido en toda mi vida.
Dentro de la tienda nadie hablaba. Brian pensó que aquello era muy extraño, pero le aliviaba saber que no estaban tramando nada contra ellos. A punto de volver a su tienda oyó la voz de Flint.
—No me importa tener una pesadilla, pero no me gusta nada compartirla con un kender. ¿Cómo puede ser que todos hayamos soñado lo mismo? ¿Y qué significa?
—Tierra extraña… Silvanesti —dijo Laurana en tono pensativo. La luz se movió por debajo de la tienda y la elfa apartó el faldón de la entrada. Brian se sumergió en las sombras con la ferviente esperanza de que no lo hubiera visto.
»¿Creéis que nuestro sueño ha sido real? —La voz de Laurana tembló—. ¿Habrán muerto los demás, como vimos?
—Nosotros estamos aquí —contestó Sturm en tono tranquilizador—. No hemos muerto. Lo único que podemos hacer es confiar en que nuestros amigos tampoco hayan perecido. Y… —hizo una pausa—. Puede sonar extraño, pero de alguna forma sé que están bien.
Brian tuvo un sobresalto. Sturm hablaba como si estuviera muy seguro de sí mismo, pero, después de todo, sólo había sido un sueño. Sin embargo, resultaba muy raro que todos lo hubieran compartido.
Laurana salió a la noche. Llevaba una gruesa vela y la llama le iluminaba la cara. Estaba pálida por la impresión de la pesadilla y parecía sumida en sus pensamientos. Gilthanas salió de su tienda, que estaba justamente enfrente de la de Brian, así que el caballero se encontró atrapado. Mientras los dos siguieran allí no podía regresar.
—Laurana —dijo el elfo, que se acercó rápidamente al verla—. Estaba muy preocupado. ¡He soñado que morías!
—Lo sé —contestó ella—. He tenido el mismo sueño, igual que Sturm, Flint y Tas. Todos hemos soñado lo mismo sobre Tanis, Raistlin y el resto de nuestros amigos. Era un sueño horrible y, sin embargo, al mismo tiempo resulta reconfortante. Sé que Tanis está vivo, Gil. ¡Lo sé! Y los demás también. Ninguno lo entendemos…
Los dos entraron en la tienda del elfo para acabar la conversación. Brian estaba a punto de volver a la suya, profundamente avergonzado, cuando oyó un movimiento. El enano y el caballero salían de la tienda y Brian tuvo que agazaparse de nuevo en las sombras mientras juraba que no volvería a espiar a nadie más en toda su vida. ¡Él no estaba hecho para eso!
—Bueno, ya que puedo olvidarme de dormir más esta noche —decía Flint—, me ocuparé del turno de guardia.
—Te acompañaré —se ofreció Sturm.
—Supongo que nunca llegaremos a saber cómo o por qué hemos soñado todos lo mismo —comentó el enano.
—Supongo que no —respondió Sturm.
El enano salió de la tienda y Sturm iba a seguirlo, pero, al parecer, vio algo caído en el suelo, detrás del faldón de la tienda. Se agachó a recogerlo. El objeto rutilaba con una intensa luz blanca azulada, como si una estrella hubiera caído del cielo para descansar en la mano de Sturm. El caballero se quedó inmóvil, con los ojos prendidos en el brillante objeto y dándole vueltas en la mano. Brian lo vio con claridad: un colgante en forma de estrella. La joya refulgía con luz propia. Era increíblemente hermosa.
—Supongo que no —repitió Sturm sin dejar de mirar la joya; su voz sonaba pensativa. Cerró la mano con fuerza sobre el colgante, agradecido por haberlo recuperado.
Al pasar delante de la tienda de Gilthanas, Sturm oyó la voz de Laurana en el interior y entró agachado. Brian se apresuró a regresar a su propia tienda, se deslizó dentro, tropezó con los pies de Aran y llegó a su cama de pieles. Alcazaba a oír hablar a los tres en la tienda de enfrente.
—Laurana, ¿puedes decirme algo sobre esto? —pidió Sturm.
Brian la oyó dar un respingo. Gilthanas dijo algo en elfo.
—¡Sturm, es una Joya Estrella! —exclamó Laurana con admiración—. ¿Cómo has conseguido algo así?
—Lady Alhana me la dio antes de separarnos —contestó Sturm en un tono quedo y reverente—. Yo no quería aceptarlo porque me di cuenta de que era muy valioso, pero ella insistió…
—Sturm —la voz de Laurana sonó ahogada por la emoción—. Ésta es la respuesta o, al menos, parte de ella. Las Joyas Estrella son regalos que una persona enamorada entrega a su amado. La joya crea un lazo que los une en corazón, mente y alma, aunque estén separados. Es un lazo espiritual, no físico, y es imposible romperlo. Algunos creen que dura incluso más allá de la muerte.
La respuesta de Sturm sonó tan apagada que Brian no llegó a oírla. Sus pensamientos volaron hacia Lillith —a quien había tenido presente durante todo el viaje— y se imaginó lo que sentía el caballero.
—Es la primera vez que oigo que se ha dado una Joya Estrella a un humano —comentó Gilthanas en tono hiriente—. Tiene un valor incalculable. Tanto como un reino pequeño. Podrías darte una buena vida.
—¿De verdad piensas que vendería esto alguna vez? —demandó Sturm, temblorosa la voz de rabia—. ¡En tal caso, no me conoces!
Gilthanas guardó silencio unos instantes.
—Te conozco, Sturm Brightblade —susurró después—. Me equivoqué al insinuar tal cosa. Perdóname, por favor.
Sturm masculló que aceptaba la disculpa y se marchó de la tienda. Mientras salía, Gilthanas le pidió perdón otra vez, pero el caballero no contestó y se limitó a alejarse.
Laurana, en tono furioso, le dijo algo en elfo a su hermano. Gilthanas contestó también en su idioma. Brian no entendió lo que decía, pero el noble elfo parecía contrito, aunque en el tono había un dejo huraño.
Laurana salió de la tienda y corrió en pos de Sturm.
—Gil no hablaba en serio… —empezó.
—Sí, Laurana, lo hizo —la contradijo su amigo con voz severa—. Quizá se haya dado cuenta después de lo cruel que ha sido su comentario, pero cuando pronunció esas palabras sabía exactamente lo que decía. —Sturm hizo una pausa y luego añadió—: Quiere el Orbe de los Dragones para tu pueblo, ¿no es cierto? He visto que anda rondando a los caballeros. Sé que espía a Derek. ¿Qué sabe tu hermano sobre ese orbe?
Laurana ahogó una exclamación. La acusación directa de Sturm la había pillado por sorpresa.
—No creo que sepa nada. Sólo habla por hablar…
—Deja ya de querer poner paños calientes a todo —la interrumpió con exasperación—. Apaciguas a Derek. Mimas a tu hermano. Por una vez, defiende lo que crees y hazte valer.
—Lo siento —dijo la elfa, y Brian oyó sus pasos en la nieve.
—Laurana —continuó Sturm, aplacado—. Soy yo el que lo siente. Después de todo por lo que has pasado no debería haberte hablado así. Nos has mantenido unidos. Nos has traído hasta aquí.
—¿Y para qué? —preguntó, descorazonada—. ¿Para que muramos congelados?
—No lo sé. Quizá lo sepan los dioses.
Se quedaron callados. Dos amigos buscando consuelo uno en el otro.
—¿Puedo hacerte una pregunta antes de que te vayas? —inquirió la elfa.
—Desde luego.
—Dijiste que sabías que Tanis y los demás estaban vivos…
—No murieron en Tarsis como habíamos temido. Él y el resto de nuestros amigos están con lady Alhana en Silvanesti y, aunque han corrido un grave peligro y han experimentado una gran aflicción, de momento están sanos y salvos. Ignoro cómo sé que es así, pero lo sé —añadió simplemente.
—La magia de la Joya Estrella —afirmó Laurana—. Lady Alhana le habla a tu corazón a través de la joya. Los dos estaréis unidos siempre por ese lazo… Sturm —añadió en un tono tan quedo que Brian apenas la oía—, esa mujer que vi en el sueño, la que estaba con Tanis, ¿era… Kitiara?
Sturm se aclaró la garganta; la pregunta parecía haberlo violentado.
—Sí, era Kit —confirmó a regañadientes.
—¿Crees que… están juntos?
—No lo creo posible, Laurana. La última vez que vi a Kit viajaba hacia Solamnia y, en cualquier caso, dudo que ella estuviera en Silvanesti. A Kit nunca le han caído bien los elfos.
Laurana soltó un suspiro tan hondo que incluso lo oyó Brian.
—Ojalá pudiera creer eso.
—En el sueño estábamos todos juntos y nosotros no estamos en Silvanesti —arguyó Sturm a fin de tranquilizarla—. Tanis y los demás están vivos y es bueno saberlo. Pero recuerda que, a fin de cuentas, sólo era un sueño, Laurana.
—Supongo que tienes razón. —La elfa le dio las buenas noches y regresó a su tienda, pero cuando pasaba por delante de la de Brian, el caballero la oyó murmurar—: Un sueño mágico…
Brian estuvo despierto mucho tiempo, incapaz de dormir. Casi toda su vida había transcurrido sin tener nada que ver con la magia. En Solamnia se sentía un gran recelo por los hechiceros, y los magos que aún vivían en ese país —y eran pocos— evitaban el trato con los demás. La única magia que había visto era la que se practicaba en ferias, e incluso entonces, su padre le había dicho que sólo eran juegos de mano y fantasía. En cuanto a los milagros divinos, había visto con sus propios ojos cómo Elistan curaba las heridas de la osa. No estaba de acuerdo con Derek respecto a que fueran artimañas, aunque tampoco acababa de creer que se debiera a la intervención divina.
Sin embargo, ahora se encontraba en compañía de gente que había estado cerca de hechiceros desde pequeña, que uno de sus amigos de la infancia era ahora un mago de los Túnicas Rojas. Aunque no entendían cómo funcionaba, aceptaban la magia como algo que formaba parte de su vida. Estaban convencidos de que todos habían compartido un sueño por una joya brillante. Hasta Flint, ese enano gruñón y arisco, lo creía.
«Quizá —pensó Brian—, la magia no está tanto en la joya como en sus almas. El amor y la amistad que existe entre ellos son tan profundos que incluso estando separados siguen estando juntos, siguen en contacto con el corazón y la mente de los otros».
Veía a diario el estrecho vínculo existente entre aquellas personas y recordó un tiempo en que había habido un vínculo igual entre tres muchachos. Otrora, hacía mucho tiempo, esos tres jóvenes habían compartido un sueño. Eso había acabado. Brian comprendió que durante todo el viaje había estado intentando reencontrar aquel vínculo de amistad, pero eso no se repetiría nunca. La guerra y la ambición, el miedo y la desconfianza los habían cambiado, los habían distanciado en lugar de unirlos. Derek, Aran y él eran ahora unos desconocidos.
A costa de las sospechas de Derek había descubierto los secretos más íntimos de amigos que confiaban en él, y aunque estaba conmovido e impresionado por lo que había oído, sabía perfectamente que nunca tendría que haberlos espiado. Cuando Derek terminó su turno de guardia y llegó murmurando que no se fiaba del enano ni de Brightblade ni de la gente del pueblo de hielo para que hicieran guardia, Brian tuvo que hacer un gran esfuerzo para no levantarse de un salto y pegarle.
* * *
A la mañana siguiente, Derek y Aran salieron para echar un vistazo al castillo del Muro de Hielo y estudiarlo personalmente. Tenían de guía al nieto de Raggart, que llevaba el mismo nombre que su abuelo.
Raggart el Joven, como lo llamaban, aunque se acercaba a los treinta, se había ofrecido voluntario, deseoso de acompañar a los caballeros. Raggart era el historiador de la tribu, lo que significaba que era el narrador tribal. Los Bárbaros de Hielo no tenían historia escrita (eran pocos los que sabían leer o escribir) y, por ende, todos los acontecimientos importantes se transmitían mediante cantos y relatos. Raggart el Joven había aprendido la historia del historiador anterior, muerto hacía unos quince años, y hacía relatos a diario, a veces cantándolos, a veces representándolos e interpretando él todos los papeles, a veces narrándolos como un cuento. Era capaz de imitar cualquier sonido, desde el silbido susurrante de los patines de los botes deslizantes al surcar el helado paisaje a toda velocidad, hasta el aullido quejumbroso de los lobos o los graznidos pendencieros de las aves marinas, sonidos que utilizaba para amenizar sus recitaciones.
Raggart el Joven presentía el advenimiento de un episodio glorioso que acrecentaría el saber popular de la tribu, un episodio del que sería testigo directo. Les entregó a los caballeros un plano tosco del interior del castillo, si bien era discutible de qué iba a valerles ya que no tenían intención de entrar. Cuando Derek le preguntó cómo sabía la disposición del castillo por dentro, puesto que había admitido que nunca había estado allí, Raggart contestó que lo había reunido de datos encontrados en un poema muy antiguo compuesto por un antepasado muerto hacía mucho que había explorado el castillo trescientos años antes. Aunque Derek albergaba serias dudas sobre el mapa, comentó que era mejor que nada y lo aceptó. Examinó el plano con interés antes de marcharse. En el grupo iba Tasslehoff, no porque su presencia se hubiese requerido, sino porque Derek no hallaba el modo de librarse del kender como no fuera atravesándolo con la espada.
Se suponía que Brian iría con sus compañeros, pero había rechazado la propuesta. A Derek no le había gustado ni un pelo y estuvo a punto de ordenárselo, pero en la actitud de Brian había algo de rebelde y desafiante. No queriendo hacer un problema de aquello, Derek se había tragado la rabia y le había encargado que no perdiera de vista a Brightblade y a los demás. Brian lo miró sumido en un silencio hosco y después dio media vuelta y se alejó sin pronunciar palabra.
—Creo que nuestro amigo se ha enamorado de esa elfa —dijo Derek en tono desaprobador a Aran al emprender la marcha—. Tendré que mantener una charla con él.
Aran, que se había percatado de las miradas cariñosas que intercambiaban Brian y Lillith, sabía que Derek se equivocaba de medio a medio en cuanto a eso, pero le pareció divertido no sacarlo de su error. Aran, que caminaba trabajosamente por la nieve detrás del guía, estaba deseando oír uno de los sermones grandilocuentes de Derek sobre lo reprobable de amar a quien no era «de los nuestros».
Brian se había ido a la tienda para desayunar solo. Laurana, al saber que se había quedado, se preocupó y fue a preguntarle si se encontraba bien. Se mostró amable, cordial y en apariencia realmente interesada por él. Recordando que la había espiado la noche anterior, Brian se sintió como el peor canalla que hubiera pisado nunca las cloacas de Palanthas. No pudo rechazar la invitación de la elfa y se reunió con ella y con sus amigos, junto con el jefe de los Bárbaros de Hielo, en la casa larga.
Los compañeros estaban más animados esa mañana. Hablaron sin reservas de sus amigos ausentes, sin tristeza, preguntándose dónde se hallarían y qué estarían haciendo. Brian fingió sorprenderse con las gratas nuevas. No lo hizo bien, pero los demás se sentían tan contentos que no se dieron cuenta.
La conversación se desvió hacia el Orbe de los Dragones. Harald prestó atención a todo lo que hablaron, pero se guardó para sí lo que pensaba. Gilthanas no ocultó su convencimiento de que el orbe debería pasar a poder de los elfos.
—Lord Gunthar prometió llevar el orbe al Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos son parte del Consejo… —empezó Brian.
—Éramos —lo interrumpió Gilthanas con una mueca—. Ya no lo somos.
—Gil, por favor, no empieces… —empezó a decir Laurana, pero entonces miró de soslayo a Sturm y, quizá recordando lo que su amigo había dicho sobre poner paños calientes, se calló.
—¡A ver! —dijo Flint—. ¿Qué tiene ese Orbe de los Dragones para que sea tan condenadamente importante? —Las cejas espesas se le unieron en un gesto ceñudo. El enano miró primero a Brian y después a Gilthanas—. ¿Y bien? —insistió, pero al no responderle ninguno de los dos, gruñó—: Lo que pensaba. ¡Todo este rifirrafe por encontrar algo que el kender dijo que había leído en un libro! Eso debería bastar para daros la respuesta al asunto: en resumen, que dejemos ese estúpido orbe donde está y volvamos a casa. —Flint se sentó con actitud triunfante.
Sturm se atusó el bigote como preámbulo antes de hablar. Gilthanas abrió la boca al mismo tiempo, pero Tasslehoff atajó a los dos al irrumpir en la tienda del jefe a punto de estallar por la excitación, con aires de importancia y tiritando de frío.
—¡Hemos encontrado el castillo del Muro de Hielo! —anunció—. Y ¿sabéis una cosa? ¡Está hecho de hielo! Bueno, supongo que no lo es realmente. Derek dice que debajo tiene que haber muros de piedra y que no es más que acumulación —Tas pronunció esta palabra con orgullo— de hielo a lo largo de los años.
Se sentó en el suelo dejándose caer y aceptó, agradecido, una bebida caliente de un líquido humeante.
—Me ha bajado abrasando hasta la punta de los pies —dijo con satisfacción—. En cuanto al castillo, está encaramado muy, muy, muy arriba, en lo alto de una montaña de hielo. Derek ha tenido una idea estupenda sobre cómo vamos a asaltar el castillo, encontrar el Orbe de los Dragones y matar al hechicero. El castillo es un sitio precioso. Raggart nos cantó una canción sobre él. La canción habla de túneles subterráneos y una fuente de agua mágica que nunca se congela, y además, naturalmente, está el cubil del dragón, con el Orbe de los Dragones dentro. ¡Estoy impaciente por ir!
Tas echó otro trago de la bebida y soltó una bocanada de vaho.
—¡Caray, qué bueno está! Bien, ¿dónde me había quedado?
—En masacrar a mi pueblo —manifestó Harald, furioso.
—¿De veras? —Tasslehoff estaba sorprendido—. Pues no era mi intención.
—Para llegar al castillo del Muro de Hielo los míos tendrán que atravesar el glaciar, donde se los verá desde mucha distancia… Presas fáciles para el dragón blanco —prosiguió Harald que, a medida que hablaba, se iba enfadando más—. ¡Después, aquellos que por puro milagro consigan sobrevivir a los ataques del dragón serán el blanco de los hombres-dragón, que dispararán tantas flechas a mis guerreros que parecerán puerco espines!
—¿Qué es un puerco espín? —preguntó Tas, pero nadie le contestó.
Derek entró en la tienda. Harald estaba de pie y asestó una mirada fulminante al caballero.
—¡Así que piensas mandar a mi pueblo a la muerte!
—Mi intención era explicar yo mismo el plan —manifestó Derek, que dirigió una mirada exasperada al kender.
Tasslehoff sonrió e hizo un gesto con la mano como quitándole importancia al asunto.
—Tranquilo, no tienes que darme las gracias —dijo en tono modesto.
Derek se volvió hacia Harald.
—Tus guerreros pueden subir al castillo al amparo de la noche, sin ser vistos…
Harald negó con la cabeza al tiempo que soltaba un contundente resoplido que pareció hinchar las paredes de la tienda. Los miembros del pueblo de hielo que se encontraban en la tienda del jefe dejaron lo que estaban haciendo para poner toda su atención en él.
—¿Qué tiene de malo la idea? —inquirió Derek, desconcertado al ver tantas mirada serias e inexpresivas clavadas en él.
Harald miró a Raggart el Viejo. El anciano clérigo se puso de pie, titubeante sobre las piernas temblorosas y apoyado en su nieto.
—Los lobos deambulan por el castillo de noche —dijo—. Nos verían e informarían a Feal-Thas.
Al principio, Derek pensó que bromeaba, pero luego comprendió que el viejo hablaba en serio. Apeló al jefe.
—Eres un hombre sensato. ¿Crees esas tonterías? Lobos guardianes… ¡Son cuentos de niños!
Harald no cabía en sí de rabia; parecía a punto de emprenderla a gritos con Derek. Raggart le puso la mano en el brazo y el jefe se tragó la ira y siguió callado.
—Según tú, los propios dioses son también cuentos de niños, ¿no es así, señor caballero? —preguntó el anciano.
—Tenía un hermano muy querido que creía en esos dioses —respondió Derek en tono mesurado—. Tuvo una muerte horrible cuando el ejército de los dragones atacó nuestro castillo y lo invadió. Les rogó que nos salvaran y no hicieron nada. Para mí, eso demuestra que no hay dioses.
Aquello hizo que Elistan rebullera y pareció que iba a decir algo. Derek se dio cuenta y se le adelantó.
—No malgastes aliento, clérigo. Si existen esos dioses «del bien» que no escucharon las plegarias de mi hermano y lo dejaron morir, entonces no quiero tener nada que ver con ellos. —Recorrió la tienda con la mirada, deteniéndola en todos los ojos fijos en él—. Es posible que muchos de los tuyos mueran, jefe, es cierto. Pero mucha gente en otras partes de Krynn ya ha dado su vida por nuestra noble causa…
—Y para que así encuentres ese Orbe de los Dragones y te lo lleves a tu país —acabó Harald con voz hosca.
—Y mataremos al hechicero Feal-Thas…
Harald soltó otro tremendo resoplido.
Derek enrojeció de rabia, falto de palabras. Estaba acostumbrado a que le obedecieran y lo respetaran, y allí no conseguía ni lo uno ni lo otro. Estaba realmente atónito por la estúpida cerrazón de Harald, porque eso era lo que pensaba de la actitud del jefe.
—No entiendes la importancia… —empezó con impaciencia.
—No, eres tú el que no entiende —vociferó Harald—. Mi pueblo lucha sólo cuando tiene que luchar. No vamos en busca de batallas. ¿Por qué crees que nuestros botes deslizantes son veloces? Para alejarnos del conflicto. No somos cobardes. Luchamos cuando hemos de hacerlo, pero sólo si es preciso. Si tenemos oportunidad de huir, huimos. No hay desdoro en eso, señor caballero, porque cada día de nuestra vida luchamos con enemigos mortales: corrimientos de hielo, vientos cortantes, frío glacial, enfermedad, hambre. Llevamos siglos luchando contra esos adversarios. Cuando os vayáis, seguiremos enfrentándonos a ellos. ¿Ése Orbe de los Dragones cambiará algo para nosotros?
—Puede que sí y puede que no —intervino Elistan—. Una piedrecilla que cae a un lago produce ondas que se expanden más y más hasta alcanzar la orilla. La distancia entre Solamnia y el Muro de Hielo es vasta, pero aun así los dioses han considerado adecuado que nos encontremos. Quizá por el Orbe de los Dragones —dijo a la par que miraba a Derek, y después desvió los ojos hacia Harald—, o quizá para que aprendamos a respetarnos y honrarnos unos a otros.
—Y si Feal-Thas muriera, no es probable que Ariakas envíe a alguien a ocupar su puesto —dijo Sturm—. A mi entender, el ataque a Tarsis no demostró la fuerza de la reina Takhisis, sino que puso de manifiesto su debilidad. Si hubiera un modo de que colaboráramos…
—Ya he dicho cómo —lo interrumpió Derek, irritado—. Atacando el castillo del Muro de…
Laurana dejó de prestar atención. Estaba harta de discusiones, de peleas. Derek jamás entendería a Harald y viceversa. Sus pensamientos se centraron en Tanis. Ahora que creía que estaba vivo, se preguntaba si esa mujer, Kitiara, se hallaría con él. Laurana la había visto con Tanis en el sueño. Kit era preciosa, con ese cabello negro y rizado, la sonrisa sesgada, los centelleantes ojos oscuros…
Había algo en ella que le resultaba familiar. Laurana tenía la impresión de haber visto aquellos ojos antes.
«No seas estúpida —se dijo—. Mira que dejarte llevar por los celos… Sturm tiene razón. Kitiara está lejos de Silvanesti. ¿Por qué iba a encontrarse allí? Es extraño que sienta esa conexión con ella, como si nos hubiésemos conocido…».
—Seguiremos adelante con nuestros planes, jefe, sea lo que sea lo que decidas hacer tú… —decía Derek con acaloramiento. Laurana se puso de pie y se alejó del grupo.
Hacía un buen rato que Tasslehoff se había aburrido de la conversación y se había desplazado al fondo de la tienda, donde estaba revolviendo los saquillos y sacando cosas de ellos para deleite de varios niños que se sentaban en cuclillas a su alrededor. Entre sus tesoros había un trozo de cristal en forma de triángulo con caras pulidas y aristas agudas.
Debía de haberlo encontrado en Tarsis, comprendió Laurana. Parecía una pieza de alguna lámpara elegante o tal vez un fragmento del pie de una copa de vino.
Tasslehoff estaba acuclillado justo debajo de uno de los agujeros de ventilación del techo. El sol de mediodía penetraba a raudales por él y creaba un halo brillante alrededor del kender.
—¡Mirad! —les dijo a los niños—. Voy a hacer un truco mágico que me enseñó un gran hechicero muy poderoso llamado Raistlin Majere. —Tas alzó el trozo de cristal hacia el sol—. Ahora voy a pronunciar las palabras mágicas: «abracadabra pata de cabra».
Movió el cristal de forma que unos pequeños arco iris aparecieron desplazándose por la tienda. Los niños gritaron con regocijo y Derek, desde el otro extremo de la casa larga, les lanzó a todos una mirada severa y ordenó a Tasslehoff que dejara de hacer el tonto.
—Vas a ver lo que es hacer el tonto —masculló el kender, que movió de nuevo el cristal y consiguió que uno de los arco iris se reflejara sobre la cara de Derek.
El caballero parpadeó cuando la luz del sol le dio en los ojos. Los niños aplaudieron y rieron y Tas sofocó una carcajada. Derek se puso de pie, malhumorado. Laurana le indicó con un gesto que ella se encargaría de aquello y Derek volvió a sentarse.
—¿De verdad te enseñó Raistlin cómo hacer eso? —preguntó Laurana mientras se sentaba al lado de Tas, con la esperanza de distraer al kender y dejara de fastidiar al caballero.
—Oh, sí —contestó Tas, orgulloso—. Te contaré cómo fue. Es una historia muy interesante. Flint diseñaba el engaste de un colgante para uno de sus clientes y el colgante no aparecía por ningún sitio. Me ofrecí para ayudarle a encontrarlo, así que fui a casa de Raistlin y Caramon a preguntarles si lo habían visto. Caramon no estaba en casa y Raistlin estaba con la nariz metida en un libro. Me dijo que no le molestara y le contesté que me sentaría y esperaría a que volviera su hermano, y Raistlin me preguntó si pensaba estar todo el día allí, incordiándole, y dije que sí, que tenía que encontrar el colgante. Entonces soltó el libro, se acercó a mí y me volvió del revés todos los bolsillos, y… ¿a que no adivinas qué pasó? ¡Allí estaba el colgante!
»Estaba muy contento por haberlo encontrado y dije que se lo llevaría a Flint, pero Raistlin dijo que no, que se lo llevaría él después de comer y que me tenía que ir y dejarle en paz. Le dije que creía que de todas formas iba a quedarme a esperar a Caramon, porque no lo había visto desde el día anterior. Raistlin me miró y después me preguntó si me iría si me enseñaba un truco de magia. Contesté que tendría que irme porque querría enseñarle el truco a Flint.
»Raistlin sostuvo la joya en alto, donde le daba la luz, pronunció las palabras mágicas y… ¡aparecieron los arco iris! Entonces me hizo sostener la joya hacia arriba, hacia la luz, me enseñó las palabras mágicas y… ¡Tachan, hice arco iris! Me enseñó otro truco mágico. Mira, te lo haré.
Alzó el cristal hacia el sol de forma que los rayos lo atravesaban y brillaban sobre el suelo. Tas apartó una de las alfombras de piel dejando a la vista el hielo que había debajo. Sostuvo el cristal sin moverse, enfocándolo en el hielo. Los haces de luz irradiaron con fuerza sobre el hielo y empezaron a derretirlo. Los niños soltaran una exclamación de asombro.
—¿Ves? —dijo Tas, enorgullecido—. ¡Magia! La vez que le hice la demostración a Flint prendí fuego al mantel.
Laurana disimuló una sonrisa. No era magia. Los elfos habían usado prismas desde que eran elfos, así como el cristal, el fuego y los arco iris.
Fuego y arco iris.
Laurana contempló fijamente el hielo que se derretía y de repente supo cómo podrían derrotar los Bárbaros de Hielo a sus enemigos.
La elfa se puso de pie. Primero pensó decírselo a los otros, pero luego pensó que no. ¿Qué demonios hacía? Ahí estaba ella, una doncella elfa, diciéndoles cómo luchar a unos caballeros solámnicos curtidos en mil batallas. No le harían caso. O lo que era peor, se reirían de ella. Había otro problema. Su idea dependía de la fe en los dioses. ¿Era su fe lo bastante firme?
¿Se jugaría la vida y la vida de sus amigos y la de los Bárbaros de Hielo confiando en esa fe?
Laurana retrocedió despacio. Al imaginarse explicando su idea se sintió repentinamente mareada, como la primera vez que había tocado el arpa para los invitados de sus padres. Había ofrecido una interpretación bellísima, o eso le había dicho su madre. Laurana no recordaba nada, excepto que después vomitó. Desde la muerte de su madre, Laurana había actuado como anfitriona de los invitados de su padre y había tocado el arpa para ellos muchas veces. Había hablado con dignatarios y, últimamente, había hablado con representantes del grupo de refugiados de Pax Tharkas y no se había sentido nerviosa, quizá por estar a la sombra protectora de su padre o la de Elistan. Ahora, si se decidía a hablar, tendría que hacerlo sola, a la brillante luz del sol.
«Quédate callada, estúpida», se increpó para sus adentros, y estaba decidida a hacer caso, pero entonces recordó a Sturm diciéndole que defendiera aquello en lo que creía.
—Sé cómo asaltar el castillo del Muro de Hielo —dijo, y, aprovechando el momento de estupor de quienes la miraban boquiabiertos, añadió, falta de aliento, sorprendida de su arranque de valor—: Con la ayuda de los dioses, lograremos que el castillo se ataque a sí mismo.