28

Rezos de medianoche en la Abadía Oscura

Kitiara se dedicó durante un rato a rebuscar en la despensa donde la habían encerrado algo que le sirviera como arma. Era una tarea ingrata teniendo en cuenta que la habían dejado totalmente a oscuras. Previamente a encerrarla allí, el bozak había inspeccionado el lugar, y ella misma había echado una rápida ojeada antes de que el draconiano se llevara la luz y no había visto nada. Sin embargo, no tenía nada que hacer excepto pensar en su ejecución inminente, de modo que ocuparse de cualquier cosa era mejor que estar cruzada de brazos. Tropezó con cajas de madera y se golpeó los dedos de los pies contra unos barriles, se arañó la mano con un clavo torcido y se golpeó la cabeza contra una pared, pero finalmente encontró un arma… más o menos.

Desmontó una caja de embalaje a patadas y preparó con varias tablillas una especie de garrote. Para hacerlo más lesivo, sacó unos clavos de la tapa de un barril y, usando otra tabla como martillo, los introdujo en el extremo de la improvisada cachiporra para que estuviera tachonada de puntas. No albergaba esperanzas de ser capaz de abrirse paso y huir luchando con eso, pero al menos confiaba en presentar una batalla lo bastante cruenta para provocar que la mataran allí mismo.

Una vez preparada el arma, ya no le quedó nada más que hacer. Paseó por la despensa hasta el agotamiento y entonces se sentó en la silla. Perdió la noción del tiempo. La oscuridad devoró los minutos y las horas. Kit estaba resuelta a no quedarse dormida porque no estaba dispuesta a malgastar las pocas horas de vida que le quedaban sumida en el sueño, pero el silencio y el aburrimiento, el miedo y la tensión, la vencieron. Se le cerraron los ojos y la cabeza le cayó sobre el pecho.

Despertó de golpe de su sueño intermitente; le había parecido oír ruido al otro lado de la puerta. Estaba en lo cierto. Alguien metía una llave en la cerradura.

Había llegado el momento. Su ejecutor venía a buscarla.

El corazón se le subió a la garganta. Se quedó sin respiración y, por un instante, creyó que iba a morir de puro terror. Entonces, con una brusca inhalación logró llevar aire a los pulmones. Asió el garrote con fuerza y cruzó sigilosamente, a tientas en la oscuridad, la despensa hasta llegar a la puerta. Pegó la espalda a la pared para que cuando se abriera la puerta no la vieran quienes entraran. Se quedarían sorprendidos y ella aprovecharía la ocasión. Se agazapó, garrote en mano, y esperó.

Chirriando, la puerta se abrió muy despacio, como si alguien la empujara con cautela por miedo a hacer demasiado ruido. Era muy extraño. Un verdugo se habría limitado a abrirla de golpe. Entró luz por la rendija, pero no era la intensa luz del día ni el destello de antorchas, sino un fino rayo luminoso que se desplazaba por la despensa, penetrante, inquisitivo, caía sobre la silla vacía y después pasaba fugazmente por barriles y cajas de embalaje. En el aire flotaba una fragancia de flores exóticas.

Ningún verdugo olía tan bien.

—¿Kitiara? —susurró una voz de mujer.

La guerrera bajó la cachiporra, la pegó contra el muslo para que pasara desapercibida y a continuación salió de detrás de la puerta. En el umbral se hallaba una mujer envuelta en una capa de terciopelo negro y forro de color púrpura oscuro. Se retiró la capucha que llevaba echada y la luz de su anillo le dio de lleno en el rostro.

—¿Iolanthe? —preguntó Kit, sorprendida hasta lo indecible y recordando el nombre en el último momento.

—¡Gracias le sean dadas a Su Majestad! —exclamó Iolanthe al tiempo que asía a Kit por el brazo como si se sintiera aliviada de tocar algo sólido y real. El rayo de luz que irradiaba el anillo se movió a diestro y siniestro por la despensa—. ¡Ignoraba si aún seguías viva!

—De momento, sí —respondió Kitiara, que no sabía muy bien qué pensar de aquella visita inesperada. Se soltó el brazo con un tirón y miró más allá de Iolanthe creyendo que la mujer habría ido acompañada por unos guardias. No había nadie. No se oían respiraciones ni el tintineo de armaduras ni el roce de botas en el suelo.

Recelosa, sospechando una trampa, aunque sin alcanzar a imaginar cuál, Kitiara se volvió hacia la hechicera.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó—. ¿Te envía Ariakas? ¿Es esto un nuevo tormento?

—¡No alces la voz! Silencié a los guardias de la puerta, pero podrían venir otros en cualquier momento. En cuanto a por qué estoy aquí, no es Ariakas quien me envía. —Hizo una pausa y después añadió en tono quedo—: Es Takhisis.

—¡Takhisis! —repitió Kitiara, cada vez más estupefacta—. No lo entiendo.

—Nuestra soberana oyó tu plegaria y me ordenó que te liberara. Sin embargo, has de cumplir el juramento que le hiciste —añadió Iolanthe—. Tienes que pasar una noche en el alcázar de Dargaard.

Kitiara se quedó pasmada. Había elevado la plegaria llevada por la desesperación, sin creer en ningún momento que había unos oídos inmortales que la escucharían ni unas manos que girarían la llave en la cerradura. La idea de que Takhisis no sólo la había oído sino que también había respondido a su petición y ahora esperaba que cumpliera la promesa hecha era casi tan atemorizadora como la muerte cruel a la que se enfrentaba.

Kit se habría sentido bastante mejor de haber sabido que, si bien Takhisis podría escucharla, habían sido los oídos de Iolanthe los que habían captado su plegaria. La hechicera se había perfumado las manos para disimular el olor a cabello quemado.

—¿Me has traído un arma? —demandó la guerrera.

—No hará falta.

—La hará si intentan capturarme. No pienso morir con las tripas colgándome fuera —añadió duramente.

Iolanthe vaciló y sacó de debajo de la manga ajustada una daga del tipo que se permitía llevar encima a los hechiceros para su defensa. Se la tendió a Kit, que torció el gesto al ver el acero ligero, de aspecto frágil.

—Supongo que tendría que darte las gracias —fue su descortés comentario. No le gustaba estar en deuda con nadie, y menos aún con esa ramera perfumada. Así y todo, una deuda era una deuda—. Te debo una…

Metiéndose la daga en el cinturón, echó a andar hacia la puerta.

—¡Válgame Takhisis con esta mujer! —exclamó Iolanthe, consternada—. ¿Adónde vas?

—Me marcho —contestó Kit.

—¿Piensas andar por el templo de la reina vestida así? —Iolanthe señaló con un gesto a la guerrera, que se cubría con lo que llevaba generalmente debajo de la armadura: un farseto azul con el símbolo del Ejército Azul bordado con hilo dorado.

Kit se encogió de hombros y siguió andando.

—No se permite entrar a extraños en el templo después de acabar el oficio vespertino —le advirtió la hechicera—. Los clérigos oscuros patrullan por los corredores. Para eso, ni te molestes en salir de tu encierro, porque te traerán de vuelta dentro de poco. ¿Y qué piensas hacer con las trampas mágicas de dragones que hay en cada puerta?

Todas las puertas estaban guardadas por soldados de un Señor de los Dragones diferentes, y, en consecuencia, había una puerta roja, una azul, una verde, y así sucesivamente. Cada puerta tenía trampas que imitaban el tipo de aliento que utilizaba como arma cada clase de dragón al que rendía tributo. El pasillo que conducía a la puerta roja estaba jalonado con pétreas cabezas de dragones rojos que lanzarían un chorro de fuego sobre cualquier intruso desafortunado y lo incinerarían antes de que hubiera recorrido la mitad del pasillo. La puerta azul crepitaba con los rayos, mientras que la verde expelía gases venenosos.

—Conozco la frase que desactiva las trampas —afirmó Kit, mirando fugazmente hacia atrás—. Todos los Señores de los Dragones la sabemos.

—Ariakas ordenó que se cambiaran las frases después de que te arrestaran —la informó Iolanthe.

Kitiara se detuvo y apretó los puños. Se quedó inmóvil unos segundos mientras maldecía entre dientes y después se volvió hacia la hechicera.

—¿Conoces la nueva contraseña?

—¿Quién crees que hace funcionar la magia? —inquirió a su vez Iolanthe con una sonrisa.

Kitiara no se fiaba de ella. No entendía lo que estaba pasando. Le resultaba difícil creer la historia de Iolanthe sobre que la reina Takhisis la había enviado, mas ¿cómo, si no, habría sabido la hechicera lo de su plegaria a la diosa? Le gustara o no, no iba a quedarle más remedio que poner su vida en manos de esa mujer. ¡Y no le gustaba!

—Bien, ¿cuál es tu plan? —preguntó.

Iolanthe le tendió un envoltorio a Kit.

—Primero, ponte esto.

La guerrera desdobló una túnica de terciopelo negro como la que vestían los clérigos oscuros. Tenía que admitir que era una buena idea. Se puso la prenda torpemente y, con las prisas, se le quedó atascada al intentar meter la cabeza por el hueco de una manga. Después de solventar ese problema, se la puso al revés, la parte delantera en la espalda. Kit enmendó la confusión con ayuda de Iolanthe. Los envolventes pliegues negros la encubrieron.

—Y ahora, ¿qué?

—Asistiremos a los ritos de medianoche en la Abadía Oscura —explicó la hechicera—. Allí nos mezclaremos con la multitud y nos iremos cuando se marche la gente porque las trampas de los dragones estarán desactivadas para dejar que pase. Hemos de darnos prisa —añadió—. El servicio ya ha empezado. Afortunadamente, la abadía está cerca de aquí.

Salieron de la despensa. El brillo del anillo mágico de Iolanthe les alumbró el camino a través de los aposentos de Ariakas. La puerta principal se encontraba un poco entreabierta.

—¿Y los guardias? —preguntó Kit en un susurro.

—Muertos —respondió la hechicera sin mostrar ninguna emoción.

Kit atisbo cautelosamente por la rendija de la puerta. A la luz del anillo de la hechicera vio dos montones de polvo: los restos de dos draconianos baaz. Kitiara miró a Iolanthe con renovado respeto.

La hechicera se recogió el borde de la túnica para no mancharlo con el polvo y pasó cuidadosamente por encima de los restos, los labios apretados en una mueca de asco. Kit no evitó los montones y pasó por encima esparciendo polvo por todas partes al pisar sin ningún cuidado.

—Deberíamos librarnos de eso —dijo al tiempo que señalaba los montones pisoteados—. Cualquiera que lo vea se dará cuenta de que son dracos muertos.

—No hay tiempo —adujo Iolanthe—. Tendremos que correr el riesgo. Afortunadamente este pasillo rara vez está iluminado y hay pocos que tengan algún motivo para venir a esta zona del templo. Por aquí.

Kitiara reconoció el hueco de la escalera por la que había bajado custodiada por los dos guardias. Las dos mujeres pasaron de largo y siguieron adelante y en seguida se oyeron voces que entonaban cánticos de alabanza a la Reina de la Oscuridad. Kitiara nunca había asistido a un servicio en la Abadía Oscura. En realidad había hecho todo lo posible para no tener que ir. Ni siquiera sabía con certeza dónde se encontraba la abadía. Tenía la vaga idea de que estaba justo al otro extremo de las mazmorras. Una luz blanca violácea, que daba la impresión de irradiar misteriosamente de las paredes, alumbraba los corredores. La luz tenía el efecto de diluir todos los colores, todos los trazos distintivos, todas las diferencias, convirtiendo los objetos en bosquejos fantasmalmente blancos perfilados de oscuridad.

Quienesquiera que pasaban por aquellos corredores, incluso aquellos que lo hacían a diario, experimentaban una sensación de irrealidad. Los suelos no estaban completamente nivelados, los pasillos cambiaban de posición, las habitaciones no estaban donde deberían ni las puertas donde habían estado el día anterior. Iolanthe, guiada por la luz del anillo, recorría los extraños corredores con seguridad. De haberse encontrado sola, Kit se habría extraviado sin remedio.

La guerrera había imaginado que los cánticos provenían de la abadía y pensó que sería fácil guiarse por las voces, pero allí los sonidos se distorsionaban. A veces los cánticos atronaban en sus oídos y le parecía que ya habían llegado a la abadía, pero en seguida descubría que había otro giro y las voces se apagaban gradualmente hasta casi extinguirse. Entonces, en el siguiente giro, volvían a retumbar con fuerza. En cierto momento del servicio, un grito penetrante reverberó en los pasillos. A Kit se le erizó el pelo de la nuca. El espantoso chillido cesó de forma repentina.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

—El sacrificio vespertino —contestó Iolanthe—. La abadía está un poco más adelante.

—Gracias a la reina —murmuró Kit. Nunca había estado en las mazmorras y ansiaba salir de allí. Le gustaba la vida sin complicaciones que llevaba, sin embrollos con los dioses… Lo que le recordó con desasosiego el trato que había hecho con su reina. Kit apartó aquella idea de la mente. Tenía cosas más urgentes en las que pensar y, además, Takhisis no la había salvado todavía.

Al girar en un recodo, Iolanthe y ella se toparon con uno de los clérigos oscuros. Kitiara se cubrió más con la capucha para taparse la cara y mantuvo la cabeza agachada al tiempo que aferraba la empuñadura de la daga bajo la amplia manga.

El clérigo oscuro las miró. Kit contuvo la respiración, pero la mirada hosca del hombre estaba fija en Iolanthe. Se retiró la capucha para fulminar a la hechicera con la mirada. Tenía el semblante demacrado, cadavérico. Un verdugón horrible le cruzaba la nariz.

—Una hora muy avanzada para andar por aquí, Túnica Negra —increpó a Iolanthe en tono desaprobador.

Los dedos de Kit se cerraron con más fuerza alrededor de la empuñadura.

Iolanthe echó hacia atrás los pliegues de la capucha. La luz espectral cayó sobre su rostro y rieló en los iris de color violeta.

El clérigo oscuro dio un respingo y retrocedió un paso.

—Veo que me reconoces —dijo la hechicera—. Mi escolta y yo venimos al servicio y llego tarde, así que te pido que no nos entretengas más.

El clérigo oscuro se había recobrado del sobresalto. Echó un vistazo desinteresado a Kit y volvió la vista hacia Iolanthe.

—Sí que llegas tarde, señora. El servicio está ya a punto de acabar.

—Entonces, no me cabe duda de que sabrás disculparnos.

Dejando el aroma a flores flotando en el pasillo, Iolanthe pasó junto al hombre acompañada por el frufrú de sus ropajes negros. Kit la siguió con actitud respetuosa. Echó una ojeada hacia atrás y apartó el borde de la capucha para no perder de vista al clérigo. El hombre las miraba fijamente y por un instante Kit creyó que iba a seguirlas. Entonces, mascullando algo entre dientes, se dio media vuelta y se alejó.

—No sé yo si tu compañía es segura —comentó Kitiara—. No parece que te tengan mucho aprecio por aquí.

—Los clérigos oscuros no se fían de mí —contestó Iolanthe sin alterarse—. No confían en ningún hechicero. No entienden que seamos leales a Takhisis y al mismo tiempo sirvamos a Nuitari. —Esbozó una sonrisa despectiva—. Y están celosos de mi poder. El Señor de la Noche está intentando convencer a Ariakas de que a los hechiceros se nos prohíba la entrada al templo. Algunos quieren incluso que nos expulsen de la ciudad, cosa del todo punto imposible dado que el propio emperador es un practicante de la magia.

»Y ahora, guardemos silencio —advirtió—. La abadía está ahí mismo. ¿Te sabes alguna de las plegarias?

Kitiara no sabía ninguna, por supuesto.

—Entonces, haz este signo si alguien te pregunta por qué no te unes a los cánticos. —Trazó un círculo en el aire con la mano—. Eso significa que has hecho voto de silencio.

La abadía estaba abarrotada. Kitiara y Iolanthe encontraron sitio en la arcada de acceso. Del interior les llegó una vaharada penetrante a cuerpos sudorosos bajo las túnicas negras, a cera de las velas encendidas, a incienso y a sangre fresca. El cuerpo de una muchacha yacía en el altar y la sangre manaba del tajo que la había degollado. Un sacerdote con las manos tintas del rojo fluido entonaba plegarias y exhortaba a la muchedumbre a unirse a las alabanzas a Takhisis.

Metida entre la multitud apelotonada, con el olor a sangre impregnándole las fosas nasales y el sonido de los discordantes plañidos traspasándole los oídos, Kitiara rebulló, agobiada, y sintió la repentina e imperiosa necesidad de marcharse. No soportaba seguir plantada allí, esperando que alguien descubriera que no se hallaba en su improvisada celda y diera la alarma.

—Larguémonos de aquí —susurró en tono apremiante a la otra mujer.

—Nos pararían en la puerta y nos harían preguntas —musitó Iolanthe al tiempo que aferraba a Kit por un pliegue de la manga—. Si salimos mezcladas con la multitud, nadie reparará en nosotras.

Kitiara suspiró, frustrada, pero tuvo que admitir que el planteamiento de la hechicera era acertado. Se armó de valor para aguantar el mal rato.

La abadía era una estancia circular con un techo alto y abovedado bajo el cual se alzaba una gran estatua de la reina Takhisis en su forma de dragón que era una maravilla. El cuerpo había sido tallado en mármol negro mientras que las cinco cabezas estaban hechas con mármoles de colores distintos. Los diez ojos eran gemas que relucían con una luz mágica que iluminaba la estancia. Por algún medio milagroso, las cabezas de las estatuas daban la impresión de que se movían; los ojos miraban aquí y allá, con la espeluznante luz de los iris vigilantes deslizándose sobre la multitud sin descanso.

Kit contempló fijamente la estatua de la reina Takhisis mientras las cabezas se mecían y serpenteaban y miró de soslayo a Iolanthe, de pie a su lado y apenas visible bajo las luces cambiantes. Kit no distinguía el rostro de la hechicera porque ésta se había cubierto de nuevo con la capucha. La guerrera tenía los nervios de punta y sostenía la daga en la mano sudorosa; estaba deseando que acabara la ceremonia y encontrarse muy lejos de allí. Iolanthe se mostraba tranquila, sin mover un solo músculo, en absoluto nerviosa a pesar de que si Ariakas descubría que había ayudado a escapar a su prisionera, la vida de la hechicera valdría menos que nada. Fuera cual fuese el castigo que arrostraría Kit, el de Iolanthe lo triplicaría.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Kitiara en un susurro que el ruido de los cánticos ahogó—. ¿Por qué me ayudas? Y no me vengas con la monserga de que eres la respuesta a mis plegarias.

Bajo la capucha, Iolanthe miró de soslayo a Kit. Los iris de color violeta titilaban a la luz de los ojos multicolores y facetados de la estatua de la reina. Iolanthe desvió la vista hacia la estatua y Kit creyó que no iba a responder.

—No quiero tenerte de enemigo, Dama Azul —susurró finalmente la hechicera. Los ojos violetas, grandes y penetrantes, se clavaron en la guerrera—. Si haces lo que dices que vas a hacer y tienes éxito, llegarás a tener de tu parte a uno de los seres más poderosos de Krynn. Lord Soth te convertirá en una fuerza a tener en cuenta. ¿Es que no lo entiendes, Kitiara? Su Oscura Majestad empieza a albergar dudas sobre Ariakas. Busca a alguien más capaz de llevar la Corona del Poder. Si demuestras ser esa persona, y creo que lo harás, quiero que tengas una buena opinión de mí.

«Y si no consigo volver viva del alcázar de Dargaard, Ariakas conservará la corona y la bruja no habrá perdido nada en el intento —se dijo Kitiara para sus adentros—. Es como imaginaba: astuta, oportunista, maquinadora e intrigante».

A Kit empezaba a caerle bien la hechicera.

El cántico había alcanzado el punto culminante de febril intensidad, y Kit esperaba fervientemente que el servicio estuviera a punto de acabar cuando, de repente, la cabeza azul de la estatua se volvió en su dirección. La luz de los ojos azul zafiro iluminaron a la muchedumbre que había a su alrededor y se detuvieron un instante en un devoto que había a la izquierda de Kit, un poco más adelante: un bozak con un ala deforme. En ese instante, el cántico acabó de golpe dejando tras de sí un silencio ensordecedor. Las cabezas de la reina dejaron de moverse. El milagro había llegado a su fin. La estatua volvía a ser mármol, si es que en algún momento había sido algo más; Kit creía haber oído un chirrido y el ruido sordo de una máquina. La abadía resplandeció con luz blanca. El servicio había finalizado.

La multitud parpadeó y se frotó los ojos. Los que sabían por experiencia que el servicio estaba a punto de acabar ya habían ido acercándose a la salida con la esperanza de evitar la aglomeración. La gente se encaminaba hacia la puerta. El bozak del ala deforme se volvió y avanzó directamente hacia Kit. La guerrera tenía la capucha bien echada, pero no le tapaba la cara y, durante el servicio, se le había resbalado un poco hacia atrás. Se volvió con rapidez, pero no antes de que Targ la viera fugazmente. Kit estaba segura de que había advertido un destello de reconocimiento en los ojos de reptil del bozak favorito de Ariakas.

Quizá se equivocaba, pero no estaba dispuesta a correr el riesgo. Kit aflojó el paso y dejó que la gente pasara a su alrededor. Aferró la daga y esperó a que el bozak estuviera más cerca.

Un brusco movimiento en tropel de la muchedumbre hizo que Targ chocara contra Kit. Quizá Takhisis sí estaba de su parte. Deseando con todas sus fuerzas que el acero de aspecto frágil no se rompiera, la guerrera hundió la daga entre las costillas de Targ con intención de alcanzar los pulmones y rozar sólo el corazón para no matarlo al instante.

El bozak soltó un gruñido más sorprendido que de dolor. Kit sacó el arma de un tirón y la ocultó debajo de la manga. El bozak, con una expresión de sorpresa en los ojos, empezaba a desplomarse. Kitiara asió a Iolanthe por el brazo y la arrastró hacia la salida.

—¿Dónde está la puerta más cercana? —Kit apartó a empujones a varios peregrinos y a punto estuvo de tirarlos al suelo.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Iolanthe, alarmada por la expresión de Kit.

—¿Hacia dónde? —preguntó la guerra con vehemencia.

—A la derecha —contestó Iolanthe, y Kit empezó a tirar de ella en aquella dirección.

No habían avanzado mucho cuando una explosión sacudió las paredes y lanzó por el aire polvo y escombros. Cuando el estruendo de la explosión se apagó, por los corredores empezaron a resonar gritos, chillidos y gemidos. Algunos peregrinos estaban petrificados por la impresión mientras que otros chillaban, presas del pánico. Nadie sabía qué había pasado.

—Nuitari nos ampare. ¿Qué has hecho? —jadeó la hechicera.

—El bozak que estaba delante de mí era uno de los guardias de Ariakas. Me reconoció y no tuve más remedio que apuñalarlo —respondió Kitiara mientras se apresuraba corredor adelante. Al advertir que Iolanthe parecía estar aturdida, Kit añadió—: Cuando los bozak mueren, los huesos les explotan.

Guardias y peregrinos oscuros pasaban a su lado abriéndose paso a empujones, algunos corriendo hacia el lugar de la explosión y otros alejándose de él.

—Nuitari nos ampare —repitió Iolanthe. La mujer se echó bien la capucha para taparse la cara, se remangó la falda y echó a correr. Kitiara la siguió. No tenía ni idea de dónde se encontraban y confiaba en que Iolanthe sí lo supiera. Al girar en un recodo se toparon con unos guardias del templo draconianos que se acercaban corriendo por el pasillo. Llegaron a ellas antes de que las mujeres tuvieran tiempo de esquivarlos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó uno al tiempo que les cerraba el paso—. Se ha oído una explosión.

—Ha sido en la abadía. —Iolanthe rompió a llorar y siguió hablando entre sollozos—. Un Túnica Blanca… disfrazado… lanzó un hechizo… Mató draconianos… Hubo una explosión… ¡Es horrible!

—El Túnica Blanca huyó —añadió Kit—. Si os dais prisa, a lo mejor podéis alcanzarlo. Va vestido como un clérigo oscuro. No os pasará inadvertido, porque tiene una gran cicatriz roja que le cruza la nariz.

El comandante draconiano no perdió tiempo en hacer preguntas y salió corriendo con sus tropas en persecución del fugitivo.

—Bien pensado —dijo Iolanthe, que reanudó la marcha a toda prisa.

—Tú tampoco lo has hecho nada mal —contestó Kit.

Subieron la sinuosa escalera que conducía fuera del nivel de las mazmorras y en el camino no dejaron de cruzarse con tropas que se abrían paso a empujones en su prisa por llegar al lugar del desastre. Kit y Iolanthe llegaron a lo alto de la escalera, formaron otro pasillo y al fondo vieron la Puerta del Dragón Blanco.

Hallándose el templo bajo ataque, todas las puertas se habían cerrado a cal y canto y se habían activado las trampas. Los guardias draconianos, empuñadas las armas, estaban tensos y con los nervios de punta.

—Vaya —exclamó Kitiara. No había tenido en cuenta que pasaría eso.

—Mantén la calma —le susurró la hechicera—. Y deja que me ocupe yo de esto.

Se retiró la capucha y repitió, llorosa, la misma historia sobre el vil Túnica Blanca. Los draconianos conocían a la bruja de Ariakas, porque Iolanthe había estado allí esa tarde disponiendo la magia de la trampa del dragón blanco que descargaría una ráfaga de escarcha sobre cualquiera que la hiciera saltar y lo paralizaría con el frío. Iolanthe, naturalmente, sabía la contraseña, pero los guardias ni siquiera se molestaron en preguntarle. Sin embargo, mostraron interés por su compañera.

—¿Quién es? —Los ojos de reptil del draconiano observaron a Kit con recelo.

—Mi guía —contestó la hechicera. Soltó un tembloroso suspiro y los ojos color violeta le dedicaron una mirada lánguida al comandante—. Ésos pasillos son tan liosos… Todos parecen iguales y me pierdo sin remedio.

—¿Cómo te llamas? —demandó el draconiano al Kit. La guerrera recordó el consejo de Iolanthe e hizo el signo del círculo con la mano.

—Ha prestado voto de silencio —explicó la hechicera.

El draconiano siguió mirando a Kit, que permanecía con la cabeza agachada en actitud sumisa y con la daga empuñada fuertemente debajo de las amplias mangas. El comandante les indicó con una seña que cruzaran la puerta.

Casi habían salido del templo cuando oyeron el ruido de garras en el suelo corriendo tras ellas. Kit se detuvo, tensa, lista para atacar.

—Señora Iolanthe —dijo el draconiano—, el comandante me manda para que te pregunte si deseas que una escolta te acompañe a casa. Es posible que las calles no sean seguras.

—No, gracias —contestó la hechicera con un suspiro—. No quiero apartaros de vuestro puesto.

Las dos mujeres cruzaron la puerta y siguieron caminando a través del recinto del templo hasta que salieron a la calle.

Kitiara era libre. Respiró el aire fresco y alzó la vista al oscuro firmamento cuajado de estrellas que había creído que no volvería a ver jamás. Era tal su alegría y su alivio que casi se sentía mareada y apenas oyó lo que Iolanthe le decía.

—¡Atiéndeme! —La hechicera le pellizcó el brazo para llamar su atención—. Debo ir con Ariakas. ¡Sería extraño que no fuera directamente a verle para darle la noticia, y no dispongo de mucho tiempo! ¿Adónde piensas ir?

—A buscar a mi dragón azul —respondió Kit.

—Justo lo que imaginaba —comentó Iolanthe a la par que negaba con la cabeza—. No pierdas el tiempo. Ariakas ordenó a todos los dragones azules que había en Neraka que regresaran a Solamnia. Sabe que los azules te son leales y le daba miedo lo que podría ocurrir si tus dragones descubrían que te iban a ejecutar.

Kitiara masculló una maldición. Iolanthe señaló un pasaje lateral.

—Al final de esta calle hay un establo en el que Salah Kahn guarda sus caballos. Los corceles de Khur son los más rápidos y los mejores del mundo —añadió con orgullo—. También son los más listos. Para prevenir que los roben, mi pueblo les enseña una palabra secreta. Hay que pronunciar esa palabra o los caballos no permiten que los montes. El caballo se encabrita y empieza lanzarte coces que podrían matarte. ¿Lo has entendido?

Kit lo había entendido. Iolanthe le reveló la palabra. Kit la repitió y asintió con la cabeza.

—Una cosa más —dijo Iolanthe cuando Kit estaba a punto de marcharse.

—¿Qué?

—¿Cumplirás tu juramento? —La hechicera le clavó una mirada penetrante—. ¿Cabalgarás ahora hacia el alcázar de Dargaard?

Kitiara vaciló. Pensó en una vida huyendo constantemente. Ariakas ofrecería una recompensa por ella en cuanto descubriera que había desaparecido. Y sería una recompensa cuantiosa. Todos los cazadores de recompensas de Ansalon la buscarían. No podría dejarse ver en ninguna ciudad, fuera grande o pequeña. Tendría que estar siempre ojo avizor a su espalda y le daría miedo quedarse dormida.

—Lo cumpliré —contestó.

—Creo que hablas en serio —sonrió la hechicera—. Necesitarás esto cuando entres en el alcázar de Dargaard.

Iolanthe asió una mano de Kitiara y le deslizó en la muñeca un brazalete ancho de plata, decorado con tres gemas de ónice talladas.

—¿Quieres que tenga el mejor aspecto posible para el Caballero de la Muerte? —comentó Kit con una sonrisa—. ¿No hay unos pendientes a juego?

—¿Qué sabes de lord Soth? —le preguntó Iolanthe.

—No mucho —admitió la guerrera—. Es un Caballero de la Muerte…

—Puede matarte con sólo pronunciar una palabra —la interrumpió la hechicera—. Cuenta con un ejército de guerreros espectrales que están obligados a defenderlo, y si consigues pasarlos, cosa bastante dudosa, te encontrarás con las banshees, las elfas fantasmales. Entonan un cántico horrísono, y si escuchas aunque sólo sea una de sus gemebundas notas el corazón se te parará y caerás muerta. No sobrevivirías ni una hora en el alcázar de Dargaard, mucho menos una noche entera.

Kit mantuvo la compostura.

—Deduzco, pues, que este brazalete es mágico. —La guerrera observó la joya con gesto dudoso—. ¿Me protegerá de algún modo?

—Te salvará de morir de puro terror. Además, las gemas de ónice absorberán los ataques mágicos que se lancen contra ti, aunque sólo aguantarán hasta cierto punto. Después se desmenuzarán y el brazalete dejará de ser útil. Aun así, debería permitirte al menos cruzar la puerta principal. Su poder es limitado. No te lo pongas hasta que sepas que vas a utilizarlo.

Kitiara rodeó el brazalete con la mano.

—Buena suerte —añadió Iolanthe. Rozó el anillo que llevaba y empezó a musitar algo en voz baja.

»Espera, Iolanthe —pidió Kit, y la hechicera interrumpió el hechizo.

—¿Qué pasa ahora?

Kit no estaba acostumbrada a tener que agradecerle nada a nadie; la palabra se le atascó en la garganta y al salir sonó como un gruñido.

—Gracias.

—No olvides que estás en deuda conmigo —respondió la hechicera con una sonrisa, y desapareció, los ropajes negros fundiéndose en la oscura noche.

Kitiara avanzó a buen paso callejón abajo. A su espalda se oían gritos a medida que se propagaba entre los indignados seguidores de Takhisis el rumor de que un Túnica Blanca asesino había usado su magia para infiltrarse en su templo.

Kit encontró los establos y eligió un caballo negro del que le gustó el aspecto de la poderosa musculatura, la noble planta, el arco orgulloso del cuello y el brillo de los ojos. Pronunció la palabra que Iolanthe le había enseñado y el corcel permitió que lo ensillara, y en un visto y no visto, la guerrera salió a galope de la ciudad.

Kitiara tomó la calzada que enfilaba hacia el norte, en dirección al alcázar de Dargaard.

* * *

En el templo, la historia del Túnica Blanca desató la imaginación de los devotos, y para cuando el Señor de la Noche llegó al escenario de los hechos y pudo interrogar a los testigos, varios clérigos oscuros juraron que habían estado justo al lado del osado hechicero. Al clérigo oscuro calvo y con la cicatriz en la nariz lo atrapó una patrulla de draconianos. Furiosos por la muerte de Targ, abrieron en canal al hombre allí mismo, y sólo después de que estuviera muerto descubrieron que no era un hechicero y jamás lo había sido. Al amanecer, los draconianos habían ido de casa en casa buscando al para entonces tristemente célebre hechicero Túnica Blanca y habían puesto patas arriba toda la ciudad de Neraka.

Era tal la cólera y la indignación por las muertes ocasionadas en el templo que todo el mundo perdió interés en la ejecución de Kitiara Uth Matar. Los guardias que fueron a buscarla para llevarla al Estadio de la Muerte se encontraron con que había conseguido huir aprovechando el caos de la noche. Ariakas recibió esta información de boca de un ayudante tembloroso que esperaba, como poco, morir. Entretanto, Iolanthe sollozaba en un rincón, presa de un ataque de nervios. El Señor de la Noche despotricaba por los destrozos causados en su abadía y exigía saber qué pensaba hacer el emperador para solucionarlo. Todavía seguía hablando cuando Salah Kahn entró hecho un basilisco gritando que le habían robado su caballo favorito.

Ariakas recibió todas aquellas noticias con una calma tal que sorprendió a todos. No dijo nada. No mató al mensajero. En silencio, oyó desbarrar al Señor de la Noche, soltar barbaridades a Salah Kahn y el gimoteo histérico de Iolanthe, y después ordenó al Señor de la Noche, al Señor del Dragón, a la hechicera y a todos los demás que se fueran.

Una vez estuvo solo, el emperador paseó de un lado a otro de la estancia y reflexionó sobre la coincidencia sorprendente de que a un Túnica Blanca se le hubiera ocurrido ir a volar la Abadía Oscura la misma noche que Kitiara estaba encerrada en la despensa del templo, a la espera de ser ejecutada.

Ariakas afirmó con la cabeza en un gesto de admiración. «Qué mujer —dijo para sus adentros—. ¡Qué mujer!».