27

El oso blanco

Los Bárbaros de Hielo

El día que tan mal comienzo había tenido para Kitiara resultó mejor para su rival. Laurana había pedido a los grifos que los llevaran al límite del glaciar y eso fue lo que hicieron los animales, que, no obstante, se negaron en redondo a acercarse al castillo del Muro de Hielo. Explicaron a Laurana que lo habitaba un dragón blanco. Los grifos dejaron muy claro que no le tenían miedo al dragón, pero que tendrían problemas para combatir contra él si iban cargados con jinetes.

Los grifos le dijeron a la elfa que sus compañeros y ella necesitarían ayuda si iban a quedarse en aquella región, y afirmaron que no sobrevivirían mucho tiempo sin cobijo, alimentos y ropas de abrigo más gruesas. En el territorio vivían humanos nómadas a los que se conocía por el nombre de Bárbaros de Hielo, y que tal vez podrían ayudarlos si su grupo era capaz de convencer a esa gente de que no iba con intenciones hostiles.

Una vez hubieron cruzado el mar y se encontraron sobre el glaciar, varios grifos se apartaron del grupo para explorar —ojo avizor por si aparecía el dragón— en busca de los Bárbaros de Hielo. Regresaron en seguida para informar de que habían dado con un campamento nómada. Los grifos dejaron a sus jinetes a cierta distancia del campamento porque temían que los Bárbaros de Hielo se volvieran de inmediato contra los extranjeros si veían grandes animales alados.

Un momento antes de levantar el vuelo, los grifos le contaron a Laurana que los nómadas detestaban a Feal-Thas; al parecer, el hechicero y sus thanois habían iniciado una guerra contra ellos hacía unos cuantos meses. Los grifos se despidieron de la elfa y le dieron un último consejo: trabar amistad con los Bárbaros de Hielo. Guerreros muy fieros, como amigos serían valiosos, y, como enemigos, letales.

Después de que los grifos se hubieron marchado, el grupo buscó refugio en el pecio de un velero grande que parecía haber volcado en el hielo tras chocar contra él. Era un tipo de embarcación que ninguno había visto hasta entonces ya que se había construido para desplazarse sobre el hielo en vez de hacerlo por el agua. Adosados a la quilla se veían grandes patines de madera. Supuestamente, estando la vela izada, la embarcación se deslizaría por la superficie del hielo.

El casco de la embarcación ofrecía cierta protección del viento gélido, aunque no del frío intenso que calaba hasta los huesos y entumecía los músculos. El grupo discutió la mejor forma de abordar a los nómadas. Según los grifos, casi todos ellos hablaban Común porque en los meses del estío, cuando había buena pesca, vendían las capturas en los mercados de Rigitt. Elistan propuso que Laurana, habituada a las relaciones diplomáticas, fuera a hablar con ellos. Derek se opuso argumentando que no sabían lo que pensaban de los elfos los nómadas del hielo, o incluso si habían visto alguno en su vida.

Estaban acurrucados unos contra otros entre los restos de la embarcación y debatían qué hacer —o lo intentaban, porque tenían los labios entumecidos por el frío y así resultaba difícil hablar— cuando el debate fue interrumpido por un chillido gutural, una especie de bramido o rugido de dolor lanzado por un animal. Ordenando a los demás que se quedaran en la destrozada embarcación, Derek y sus caballeros se marcharon para descubrir qué pasaba. Tasslehoff salió a todo correr tras ellos y Sturm corrió a su vez en pos del kender, aunque no lo hizo solo, ya que Flint iba con él. Gilthanas dijo que no se fiaba de Derek y los siguió, acompañado por Elistan, que pensó que quizá podría ser de ayuda. Laurana no estaba dispuesta a quedarse sola, así que el grupo en su totalidad, para ira del caballero, fue detrás de Derek.

Se encontraron con un oso blanco enorme al que atacaban dos kapaks que pinchaban con lanzas al oso. El animal estaba erguido sobre los cuartos traseros al tiempo que rugía y golpeaba las lanzas con unas zarpas de un tamaño impresionante. El rojo de la sangre manchaba la pelambre blanca del oso. Laurana se preguntó por qué no huiría el animal, sin más, y entonces descubrió la razón. Era una hembra e intentaba proteger a dos cachorros blancos que estaban agazapados detrás de ella.

—Así que los asquerosos lagartos están también aquí —dijo Flint, malhumorado.

Hizo intención de sacar el hacha del correaje que llevaba a la espalda, pero, a pesar de los guantes, tenía las manos entumecidas por el frío y el arma se le escapó de los dedos insensibilizados. El hacha resonó al caer en el hielo.

El ruido hizo que los draconianos interrumpieran el ataque para mirar hacia atrás. Al verse superados en número, dieron media vuelta y echaron a correr.

—¡Nos han visto! —gritó Derek—. Hay que impedir que vayan a informar de nuestra presencia. ¡Aran, el arco!

Aran descolgó el arco que llevaba al hombro. Al caballero le pasaba lo mismo que a Flint, que tenía las manos heladas y no consiguió que los dedos agarrotados sujetaran la flecha. Derek desenvainó la espada y empezó a correr en pos de los draconianos al tiempo que le gritaba a Brian que lo acompañara. Los caballeros, resbalando en el hielo y dando patinazos, avanzaban a trancas y barrancas. Los draconianos, con la ventaja del agarre que les proporcionaban las garras de los pies, los dejaron atrás en seguida y desaparecieron en la desierta blancura. Derek regresó maldiciendo entre dientes.

Sangrando, la osa blanca se desplomó y quedó tendida en el hielo. Los cachorros empujaban con las zarpas el cuerpo herido de su madre apremiándola a que se levantara. Sin hacer caso a los gritos de Derek que le advertía que la osa herida lo atacaría, Elistan se acercó al animal y se arrodilló a su lado. Enseñándole los dientes, la osa le gruñó débilmente y trató de levantar la cabeza, pero apenas le quedaban fuerzas. Con murmullos quedos destinados a sosegarla, Elistan posó las manos sobre el cuerpo del animal y su tacto pareció tranquilizarla. El animal soltó un suspiro enorme, gemebundo, y se relajó.

—Los draconianos volverán —dijo Derek con impaciencia—. El animal se está muriendo. No podemos hacer nada por él. Deberíamos irnos antes de que regresen con refuerzos. Voy a poner fin a esto.

—No perturbes a Elistan mientras reza, señor —intervino Sturm. Viendo que Derek no iba a hacerle caso, Sturm le sujetó el brazo.

Derek le asestó una mirada fulminante y Sturm retiró la mano, pero siguió plantado entre el caballero y Elistan. Derek masculló algo y se alejó. Aran fue tras él mientras Brian se quedaba a mirar.

Mientras Elistan rezaba, las heridas y los tajos ensangrentados que la osa tenía en el pecho y en los costados se cerraron. Brian soltó una exclamación ahogada.

—¿Cómo ha hecho eso? —le susurró a Sturm.

—Elistan diría que él no ha hecho nada, que es el dios quien realiza el milagro —contestó su amigo con una sonrisa.

—¿Tú crees en… esto? —inquirió Brian a la par que gesticulaba hacia el clérigo.

—Sería difícil no hacerlo cuando tienes la prueba ante tus ojos —repuso Sturm.

Brian deseaba averiguar más cosas. Quería saber si Sturm le rezaba a Paladine, pero sería de mala educación hacer una pregunta tan personal y, en consecuencia, guardó silencio. No era ésa la única razón, sin embargo. Si Derek se enteraba de que Sturm Brightblade creía en esos dioses y que, para colmo, les rezaba, sería otro punto en su contra.

La osa hizo amagos de intentar levantarse. Seguía siendo un animal salvaje con crías a las que proteger y Elistan, muy prudente, se apartó con rapidez tirando hacia atrás del kender, que había estado haciéndose amigo de los cachorros. El grupo volvió a la embarcación destrozada. Al echar un vistazo hacia atrás, vieron que la osa ya se había incorporado y se alejaba con pasos torpes y lentos, seguida de cerca por los cachorros.

Derek y Aran comentaban el hecho de que los draconianos hubieran llegado tan al sur.

—Deben de estar al servicio de Feal-Thas —decía Derek—. Regresarán para informarle de que tres Caballeros de Solamnia han llegado al glaciar.

—Estoy convencido de que la noticia asustará tanto al Señor del Dragón que no le llegará la camisa al cuerpo —dijo Aran con acritud.

—Imaginará que hemos venido por el Orbe de los Dragones —replicó Derek—. Y mandará a sus tropas a atacarnos.

—¿Por qué iba a llegar tan de repente a la conclusión de que andamos tras el orbe? —demandó Aran—. Que tú estés obsesionado con ese artefacto, Derek, no significa que todo el mundo…

—¿Habéis visto eso? —gritó Brian, entusiasmado, cuando se reunió con ellos—. ¡Fijaos! La osa camina, Elistan le ha curado las heridas…

—Pero qué inocente eres, Brian —le espetó Derek en tono mordaz—. Siempre te dejas engañar por los trucos de cualquier charlatán. Las heridas de la osa eran superficiales. Cualquiera se habría dado cuenta.

—No, Derek, te equivocas —empezó Brian, pero Aran lo interrumpió al asirlos a los dos por el brazo y apretarles con fuerza en un gesto de advertencia.

—Mirad atrás. Despacio, sin movimientos bruscos.

Los caballeros se dieron media vuelta y vieron que un grupo de guerreros vestidos con ropas de cuero y pieles se encaminaba hacia ellos. Iban armados con lanzas y algunos de ellos asían hachas de aspecto extraño que relumbraban con la fría luz del sol, como si fueran de cristal.

—¡Que todo el mundo entre en la embarcación! —ordenó Derek—. Nos servirá de protección.

Brian echó a correr al tiempo que gritaba a los otros que se dirigieran a la embarcación lo más rápido posible. Agarró a Tasslehoff y lo empujó para que se diera prisa. Flint, Gilthanas y Laurana los siguieron a toda prisa.

Sturm ayudó a Elistan, pues al clérigo le estaba costando trabajo mantener el paso.

Los guerreros siguieron avanzando. Aran empezó a soplarse las manos para que le entraran en calor y así poder usar el arco. Flint echó un vistazo por encima del casco mientras manoseaba el hacha y observó con curiosidad las extrañas hachas del enemigo.

—Deben de ser los Bárbaros de Hielo que mencionaron los grifos —dijo Laurana, que se acercó presurosa a Derek—. Tendríamos que intentar hablar con ellos, no presentarles batalla.

—Iré yo —se ofreció Elistan.

—Es demasiado peligroso —objetó Derek.

Elistan miró a Tasslehoff, que estaba azul de frío y tiritaba de tal modo que hasta los saquillos tintineaban. Los demás no estaban mucho mejor.

—Creo que el peligro más inmediato al que nos enfrentamos ahora es congelarnos —adujo el clérigo—. No creo que corra peligro. Ésos guerreros no corrieron para atacarnos, como habrían hecho si pensaran que estamos con las fuerzas del Señor del Dragón.

Derek se quedó pensativo.

—De acuerdo —admitió—. Pero seré yo quien hable con ellos.

—Sería más prudente que me dejaras ir a mí, sir Derek —sugirió Elistan en tono sosegado—. Si me ocurriera algo, harás falta aquí.

Derek asintió bruscamente con la cabeza.

—Te cubriremos —dijo al ver que Aran se las había arreglado para calentarse los dedos lo suficiente para poder usar el arco. De hecho, ya tenía una flecha encajada en la cuerda, listo para dispararla.

Laurana se acercó a Tasslehoff, estrechó al tembloroso kender contra su cuerpo y lo arropó con la capa. En un silencio tenso, observaron a Elistan salir de la protección del casco y avanzar con los brazos levantados para mostrar que no iba armado. Los guerreros lo vieron y algunos lo señalaron. El guerrero que iba en cabeza —un hombretón de llameante cabello pelirrojo que parecía el único color en aquel mundo blanco— también lo divisó. Siguió caminando e hizo un gesto para que sus guerreros avanzaran.

—¡Mirad! —exclamó Aran de repente a la par que señalaba.

—¡Elistan! —gritó Brian—. ¡El oso blanco te sigue!

El clérigo miró en derredor. La osa se acercaba al trote por el hielo con los cachorros corriendo detrás de ella.

—¡Elistan, vuelve! —gritó Laurana, asustada.

—Demasiado tarde —dijo Derek, lúgubre—. No lo conseguiría. Aran, dispara al animal.

Aran alzó el arco, tensó la cuerda y apuntó, pero una sacudida del brazo le hizo perder la concentración.

—¡Suéltame el brazo! —gritó, enfadado.

—Nadie te está sujetando —dijo Brian.

Aran miró a su alrededor. Flint y Sturm se encontraban de pie al otro extremo de la embarcación. Tasslehoff —el que podría ser más sospechoso— tiritaba entre los brazos de Laurana. Brian se hallaba junto a Derek y Gilthanas estaba al otro lado de Flint.

—Lo siento —se disculpó con gesto de extrañeza. Negó con la cabeza y masculló—. Juraría que alguien…

Volvió a levantar el arco.

La osa le pisaba los talones a Elistan. Los guerreros habían visto también al animal y el jefe de barba pelirroja dio la orden de alto.

Elistan tenía que haber oído los gritos de advertencia. Tenía que haber oído el ruido de las zarpas de la osa sobre el hielo, pero, de ser así, no se volvió, sino que siguió adelante.

—¡Dispara de una vez! —ordenó Derek, volviéndose hacia Aran, furioso.

—¡No puedo! —jadeó el caballero, que sudaba a pesar del frío. Los dedos sujetaban firmemente la flecha, el brazo le temblaba por el esfuerzo, pero no disparó—. ¡Alguien me sujeta el brazo!

—No, nadie lo sujeta —dijo Tasslehoff entre el castañeteo de dientes—. Alguien debería decírselo, ¿verdad?

—Calla —susurró Laurana.

La osa se alzó sobre los cuartos traseros y se levantó, imponente, detrás de Elistan. Erguida y manteniendo las patas delanteras por encima del clérigo, soltó un rugido atronador.

El líder de los guerreros contempló largamente a la osa y después, volviéndose hacia atrás, hizo un gesto a sus hombres. Uno tras otro, los guerreros tiraron las armas al hielo. El de la barba pelirroja caminó despacio hacia Elistan. La osa, más tranquila, se plantó sobre las cuatro patas, aunque no apartó los ojos de los Bárbaros del Hielo.

El hombre de la barba roja tenía los ojos de un color azul intenso, una gran nariz y la cara muy curtida y surcada de arrugas. Habló en Común, aunque con un acento muy marcado, al tiempo que señalaba a la osa.

—Ése animal ha sido herido, está cubierto de sangre. —La voz del hombre retumbaba como un alud—. ¿Has sido tú?

—Si hubiese sido yo, ¿crees que caminaría a mi lado? —respondió Elistan—. A la osa la atacaron los draconianos. Ésos valerosos caballeros —señaló a Derek y a los otros, que habían salido de la embarcación— los hicieron huir y salvaron al animal.

El guerrero gruñó. Miró a Elistan y miró a la osa y después bajó la lanza. Hizo una reverencia al animal y le habló en su propia lengua. De una bolsa de cuero que llevaba atada al cinturón sacó unos trozos de pescado que echó a la osa, que se los comió con fruición. Después, reuniendo a sus cachorros, se alejó pesadamente, a buen paso, hacia el glaciar.

—El oso blanco es el guardián de nuestra tribu —manifestó el jefe—. Tienes suerte de que haya respondido por ti, pues de otro modo os habríamos matado. No nos gustan los forasteros. Sin embargo, seréis nuestros honorables huéspedes.

*

*

—¡Te juro, Derek, que ha sido como si alguien me sujetara con la fuerza de un cepo! —protestaba Aran mientras los caballeros salían al encuentro de Elistan.

—Pues menos mal —comentó Brian—. Si hubieses matado a la osa, ahora estaríamos todos muertos.

—Bah, lo único que le pasa es que echa en falta sus tragos de alcohol —dijo Derek, desabrido—. Son alucinaciones de alcohólico.

—No es cierto —negó Aran, que hablaba con una calma que no presagiaba nada bueno—. Me conoces lo bastante para saber que no es cierto. Alguien me sujetó el brazo.

La mirada de Brian se encontró con la de Elistan.

El clérigo sonrió y le guiñó el ojo.

Los Bárbaros de Hielo les dieron una buena acogida. Les ofrecieron pescado ahumado y agua. Uno de ellos se quitó el grueso chaquetón de pieles para arropar al kender, que estaba medio congelado. El guerrero de barba roja era su jefe y se negó a hablar o responder a sus preguntas alegando que todos corrían peligro de congelación. Condujo al grupo de vuelta al campamento consistente en tiendas pequeñas y confortables hechas con pieles de animales estiradas sobre bastidores portátiles. Por el agujero central de las tiendas salía un hilillo de humo. El centro del campamento era un habitáculo comunal que se conocía como la casa larga o la tienda del jefe. Estrecha y alargada, la tienda del jefe estaba hecha de pieles y cuero tendidas sobre el enorme costillar de algún animal marino muerto que se habría quedado atrapado en el hielo. Las tiendas pequeñas se utilizaban sólo para dormir, ya que estaban demasiado abarrotadas para hacer otras cosas. Los Bárbaros de Hielo se pasaban casi todo el tiempo pescando en los estanques del glaciar o en la tienda del jefe.

Los que se encontraban reunidos allí cosían pieles, trenzaban y reparaban redes, martilleaban anzuelos, fabricaban lanzas y puntas de flecha y muchas otras tareas. Hombres, mujeres y niños trabajan juntos, y mientras lo hacían alguien contaba un relato o el grupo cantaba. Los niños pequeños jugaban bajo techo, otros y los mayores tenían tareas que realizar. En aquel duro clima, la supervivencia de la tribu dependía de que cada persona hiciera lo que le correspondía.

El pueblo del glaciar dio a sus huéspedes ropas adecuadas para vivir en los hielos y los integrantes del grupo se arrebujaron de buena gana en las cálidas prendas de piel, se calzaron las botas forradas y se cubrieron las manos heladas con guantes gruesos. A Laurana le cedieron una tienda para ella sola. Los tres caballeros disponían de otra, y Sturm, Flint y Tas ocuparon una tercera. Elistan iba camino de su tienda cuando se encontró con un hombre mayor de luenga barba blanca que le cerraba el paso; se abrigaba con prendas de piel encima de una túnica gris. Lo único que se veía del hombre era la nariz aguileña que asomaba bajo la capucha gris, así como los ojos brillantes.

El anciano se había plantado justo delante de Elistan. El clérigo se tuvo que parar por fuerza y sonrió al anciano de cuerpo encorvado que no le llegaba siquiera al hombro.

El viejo se quitó bruscamente un guante y dejó a la vista una mano nudosa con las articulaciones deformadas, los dedos agarrotados y surcada por multitud de venas azuladas. Alzó la mano hacia el medallón que Elistan llevaba al cuello. No lo tocó. La mano, temblorosa por una incipiente enfermedad degenerativa, se detuvo a corta distancia.

Elistan asió el medallón, se lo quitó y lo puso en la mano del anciano.

—Llevas mucho tiempo esperando pacientemente esto, ¿verdad, amigo mío? —susurró el clérigo.

—Así es —contestó el anciano, y dos lágrimas le rodaron por las mejillas y se perdieron en el cuello de pieles—. Mi padre esperó. Y antes que él esperó su padre, y antes, el padre de su padre. ¿Es verdad? ¿Han regresado los dioses?

—Jamás nos abandonaron —afirmó Elistan.

—Ah. —El anciano hizo una breve pausa antes de proseguir—. Creo que lo entiendo. Ven a mi tienda y cuéntame todo lo que sabes.

Enfrascados en la conversación, los dos se alejaron y desaparecieron en el interior de una tienda un poco más grande que las otras y que estaba situada cerca de la casa larga.

Laurana estuvo sentada en su tienda durante un rato. El dolor seguía latente, la pena era lacerante, pero ya no tenía la impresión de estar perdida en el fondo de un pozo oscuro, con la luz allá arriba, tan distante que no podía alcanzarla. Al pensar en los últimos días apenas recordaba nada de ellos y se sintió avergonzada. Vio claramente que había estado andando por un camino terrible, un camino que podría haberla conducido a la autodestrucción. Recordó con espanto que, durante un fugaz instante, había deseado que el desconocido de Tarsis la hubiera matado.

Los grifos la habían salvado. Éste mundo helado, blanco, implacable, la había salvado. Paladine, en su misericordia, la había salvado. Como la osa blanca, había vuelto a la vida. Siempre amaría a Tanis, siempre lo lloraría, siempre estaría presente en su pensamiento, pero ahora tomó la decisión de que trabajaría por él, en su nombre, para lograr la victoria sobre la oscuridad, victoria por la que había muerto en su lucha por alcanzarla. Laurana elevó una plegaria en silencio para dar las gracias a Paladine y después fue a reunirse con los demás en la tienda del jefe.

Unas lumbres de turba ardían a intervalos en el interior de la casa larga y el humo ascendía y salía a través de los agujeros abiertos en el techo. Las gentes del pueblo del glaciar estaban sentadas en el suelo, con las piernas cruzadas, encima de pieles extendidas, y se dedicaban a sus tareas. Sin embargo, ese día no había cánticos ni relatos, porque todos estaban atentos a la conversación que sostenía su jefe con los forasteros.

El jefe se llamaba Harald Haakan. Hablaba con Derek, que se había encargado de anunciar que era el cabecilla del grupo. Flint resopló al oír aquello, pero Sturm le hizo un gesto para que se callara.

—Dijiste que unos «draconianos» atacaron a la osa —comentó Harald—. Nunca había oído hablar de tales seres. ¿Qué son?

—Criaturas monstruosas que nunca se habían visto en Ansalon —repuso Derek—. Caminan erguidas como los seres humanos, pero tienen el cuerpo cubierto de escamas, así como alas y garras de dragones.

Harald asintió con la cabeza, ceñudo.

—Ah, de modo que te referías a esos seres. Hombres-dragón, los llamamos nosotros. El perverso hechicero Feal-Thas trajo esos monstruos al castillo del Muro de Hielo, junto con un dragón blanco. Hasta ese momento ninguno de nosotros había visto un dragón, aunque habíamos oído historias de que habían vivido aquí en tiempos remotos. Ninguno de nosotros sabía qué era esa gran bestia blanca hasta que Raggart el Viejo nos lo dijo. Sin embargo, ni siquiera él sabía nada sobre esos hombres-dragón.

—¿Quién es Raggart? —preguntó Derek.

—Raggart Knug, nuestro clérigo —contestó Harald—. Es el más viejo de todos nosotros. Interpreta las señales y los augurios. Nos dice cuándo va a cambiar el tiempo, cuándo dejar de pescar en un estanque antes de que acabemos con todos los peces y nos muestra dónde encontrar otro nuevo. Nos avisa cuando un enemigo se acerca para que tengamos tiempo de prepararnos para la batalla.

—¿Éste hombre es pues un sacerdote del oso blanco?

Era evidente que Harald estaba ofendido. Lanzó una mirada fulminante a Derek.

—¿Por quién nos tomas, solámnico? ¿Por salvajes? No adoramos a los osos. Ése animal es nuestro guardián tribal y lo honramos y respetamos, pero no es un dios.

Al parecer, Harald tenía un temperamento muy acorde con el color fogoso de su cabello. Masculló entre dientes algo en su lengua mientras negaba con la pelirroja cabeza y miraba a Derek, el cual se disculpó varias veces por su equivocación. Finalmente el jefe se tranquilizó.

—Por ahora no veneramos a ningún dios —prosiguió Harald—. Los dioses verdaderos nos abandonaron y esperamos que regresen. Eso podría ocurrir en cualquier momento, según Raggart. Dice que el dragón blanco es un augurio.

—Cuando dices «los dioses verdaderos» ¿te refieres a Paladine, Mishakal y Takhisis? —preguntó Sturm, interesado.

—Nosotros los conocemos por otros nombres, aunque he oído llamarlos así a la gente de Rigitt. Si ésos son los antiguos dioses, entonces, sí, es su regreso el que esperamos.

Laurana buscó a Elistan con la mirada al suponer que aquello le interesaría, pero no había ido con ellos a la tienda y la elfa no tenía ni idea de dónde podría estar.

Derek desvió la conversación hacia el Señor del Dragón, Feal-Thas.

Harald dijo que Feal-Thas llevaba residiendo en el glaciar unos cientos de años y hasta ese momento el hechicero había mantenido las distancias casi siempre. Harald había oído que Feal-Thas decía ser un Señor del Dragón, pero Harald no sabía nada de eso ni de los ejércitos de los dragones ni de la guerra que hacía estragos en otras partes de Ansalon.

—Y tampoco me importa —dijo al tiempo que desestimaba aquello con un gesto de la enorme mano—. Nosotros estamos metidos en una guerra interminable que libramos a diario sólo para seguir vivos. Combatimos contra enemigos mucho más antiguos que los dragones e igualmente mortíferos: el frío, la enfermedad, el hambre. Luchamos contra los thanois, que atacan por sorpresa para conseguir comida. Por eso no nos preocupa lo que pasa en el resto del mundo. —El jefe clavó en Derek una mirada astuta—. ¿Se preocupa por nosotros el resto del mundo?

Derek se quedó desconcertado, sin saber qué decir. Harald asintió con la cabeza y se recostó.

»Suponía que no —gruñó—. En cuanto al hechicero, está buscando problemas al traer a esos hombres-dragón para que nos ataquen junto a los thanois. Sus tropas han exterminado tribus más pequeñas. Matan mujeres y niños. Feal-Thas no se anduvo con rodeos. Dijo que se proponía aniquilarnos a todos, que no quedaría vivo nadie del pueblo del glaciar. Nuestra tribu es grande y mis guerreros son fuertes, de modo que hasta ahora no ha osado atacarnos, pero me temo que eso podría estar a punto de cambiar. Hemos sorprendido a sus lobos merodeando por los alrededores del poblado, espiando, y ha enviado unidades pequeñas para tantearnos. Confundí a vuestro grupo con una patrulla de sus soldados,

—Somos enemigos del Señor del Dragón Feal-Thas —manifestó Derek—, hemos prometido acabar con el hechicero.

—Nos vendrían bien vuestras espadas en esta lucha, señor caballero, pero no entraréis en batalla con Feal-Thas. Se queda escondido en su palacio de hielo o en las ruinas del castillo del Muro de Hielo.

—Entonces iremos allí para luchar con él —manifestó Derek—. ¿Hay más tribus en la zona? ¿Podría reunirse un ejército en poco tiempo?

Harald lo miró fijamente durante unos segundos y después el hombretón rompió a reír a mandíbula batiente. Las carcajadas eran tan fuertes que sacudieron el costillar que sostenía la tienda y contagiaron a los que estaban en ella.

—Qué bromista —dijo Harald cuando la risa le dejó hablar. Dio una palmada a Derek en el hombro.

—Te aseguro que no bromeaba —repuso Derek con convicción—. Vamos a ir al castillo del Muro de Hielo para retar al hechicero a luchar. Iremos solos, si es preciso. Nos han enviado al glaciar con una misión secreta muy importante…

—¡Vamos a buscar un Orbe de los Dragones! —gritó Tasslehoff con entusiasmo desde la otra punta de la tienda—. ¿Habéis visto alguno por algún sitio?

Aquello interrumpió de golpe la conversación de Derek con el jefe. Incorporándose furioso, el caballero se disculpó y abandonó la tienda del jefe. Les hizo un gesto a Brian y Aran para que lo acompañaran y lanzó una mirada fulminante al kender cuando cruzó por delante de él, mirada que le entró a Tas por un oído y le salió por otro sin que él se diera cuenta siquiera.

Poco después de que los caballeros se marcharan, Gilthanas se puso de pie.

—Te pido disculpas, jefe —dijo cortésmente el elfo—, pero los ojos se me cierran. Voy a mi tienda a descansar.

—Gil —dijo Laurana en un intento de detenerlo, pero su hermano fingió no oírla y salió.

*

*

Los tres caballeros estaban muy apretujados dentro de la pequeña tienda. No podían estar de pie porque el techo era demasiado bajo, así que se acuclillaron en el suelo, pegados hombro con hombro y casi chocando las cabezas.

—Bien, Derek, aquí estamos —dijo alegremente Aran, que estaba doblado hacia delante y con las rodillas a la altura de las orejas. Sin embargo, había recobrado el buen humor, ya que el jefe le había proporcionado algún sustitutivo de su acostumbrado brandy. La bebida era clara como el agua y la destilaban de las patatas que el pueblo del glaciar trocaba por pescado. Aran jadeó un poco con el primer trago y los ojos le lagrimearon, pero afirmó que, cuando uno se acostumbraba, el licor pasaba bastante bien.

»¿Qué era tan importante para que insultaras así al jefe y nos hicieras salir de forma tan precipitada? —preguntó mientras se llevaba la petaca a los labios.

—Brian, abre un poco el faldón de la tienda… Muy despacio —dijo Derek—. No llames la atención. ¿Qué ves? ¿Está ahí fuera?

—¿Quién? —preguntó Brian.

—El elfo.

Gilthanas deambulaba cerca y observaba a unos chiquillos que echaban sedales por un agujero abierto en el hielo para pescar peces. Brian habría pensado que le interesaba realmente lo que hacían los críos de no ser porque se delató al echar miradas penetrantes en dirección a la tienda de los caballeros.

—Sí —dijo de mala gana—. Está ahí fuera.

—¿Y qué? —preguntó Aran, que se encogió de hombros.

—Nos está espiando. —Derek hizo una seña para que se acercaran más—. Hablad en solámnico y no alcéis la voz. No me fío de él. Él y su hermana tienen intención de robar el Orbe de los Dragones.

—Igual que nosotros —dijo Aran, y dio un bostezo enorme.

—Quieren robárnoslo a nosotros —afirmó Derek—. Y si lo consiguen, se lo entregarán a los elfos.

—Mientras que nosotros se lo entregaremos a los humanos —insistió Aran.

—Eso es diferente —protestó Derek con gesto adusto.

—Oh, por supuesto. —Aran sonrió—. Somos humanos y ellos son elfos, lo que nos convierte a nosotros en los buenos y a ellos en los malos. Lo entiendo muy bien.

—Haré oídos sordos a ese comentario —replicó Derek—. Nosotros, los caballeros, tendríamos que ser los que decidiéramos el mejor modo de hacer uso del orbe.

Brian estaba sentado tan derecho como podía, lo que significaba que rozaba con la cabeza en el techo de la tienda.

—Lord Gunthar ha prometido que los caballeros llevarán el orbe al Consejo de la Piedra Blanca. Los elfos forman parte de ese consejo y tendrán voz y voto en cuanto a lo que se haga con el orbe.

—He estado reflexionando sobre ese asunto —dijo Derek—. No estoy seguro de que sea una buena decisión, pero eso ya lo decidiremos más adelante. De momento, no debemos perder de vista a ese elfo y a sus amigos. Creo que están todos conchabados, incluido Brightblade.

—Así que ahora somos nosotros los que espiamos. ¿Y qué dice la Medida sobre eso? —inquirió secamente Aran.

—«Conoce a tu enemigo» —replicó Derek.

*

*

Laurana sabía de sobra que Gilthanas se marchaba para espiar a Derek. También sabía que no podía hacer nada para impedírselo. Rebulló, incómoda. Ahora sentía mucho calor y tenía el estómago algo revuelto por el olor de los fuegos de turba, la proximidad de tantos cuerpos y el penetrante olor a pescado. Hizo ademán de levantarse para irse, pero una mirada de Sturm la detuvo y la elfa volvió a sentarse.

Harald se había quedado estupefacto con el aserto de Derek sobre ponerle cerco al castillo del Muro de Hielo. Fruncido el entrecejo, el jefe clavó los ojos en Sturm. Éste aguantó pacientemente la mirada escrutadora y esperó a que el otro hombre hablara.

—Está loco, ¿verdad? —dijo Harald.

—No, jefe —contestó Sturm, sorprendido por el comentario—. Derek Crownguard es un miembro de alta graduación de la orden de caballería. Ha viajado desde muy lejos para llevar a cabo esta misión del Orbe de los Dragones.

—Habla de reunir ejércitos, de ir al castillo del Muro de Hielo para atacar al hechicero en su propia guarida —gruñó Harald—. Mis guerreros no sitian castillos. Lucharemos si nos atacan. Y si el adversario nos supera en número, tenemos los botes deslizantes para trasladarnos rápidamente a través del hielo y ponernos a salvo. —El jefe observó a Sturm con curiosidad—. Eres un caballero, ¿verdad? —Señaló el largo bigote de Sturm—. Viajas en compañía de caballeros. ¿Por qué no estás con ellos trazando planes o lo que quiera que sea que hacen ahora?

—No soy de su grupo, señor —respondió Sturm, que soslayó la cuestión de si era un caballero o no—. Mis amigos y yo nos encontramos con Derek y sus compañeros en Tarsis. La ciudad fue atacada y destruida por el ejército de los dragones. Nosotros escapamos por muy poco, aunque estuvimos a punto de perder la vida. Nos pareció prudente viajar juntos.

Harald se rascó la barba, pensativo.

—¿Dices que Tarsis ha sido destruida?

Sturm asintió con la cabeza.

—No me había dado cuenta de que esa guerra de la que habláis había llegado tan cerca del glaciar. ¿Y qué ha pasado con Rigitt? —El jefe parecía preocupado—. Nuestras embarcaciones surcan esas aguas, llevamos nuestras capturas a los mercados de esa ciudad.

—La ciudad no había sido atacada cuando la vimos por última vez —contestó Sturm—. Creo que, de momento, Rigitt está a salvo. Los ejércitos de los dragones extendieron demasiado su radio de acción cuando atacaron Tarsis y se vieron obligados a retroceder. Pero si Feal-Thas se hace más fuerte aquí, en el Muro de Hielo, podrá proporcionar el apoyo que las fuerzas de la oscuridad necesitan para mantener abiertas sus líneas de suministro y Rigitt caerá, como ha ocurrido con tantas otras ciudades a lo largo de la costa. Entonces la oscuridad caerá sobre todo Ansalon.

—¿El tal Feal-Thas no está solo en sus proyectos ambiciosos? —Harald se había quedado perplejo—. ¿Es que hay otros?

—Tu clérigo tenía razón —intervino Laurana—. El dragón blanco era un augurio. Takhisis, Reina de la Oscuridad, ha vuelto y ha traído consigo sus dragones perversos. Ha reunido ejércitos de la oscuridad. Pretende conquistar y esclavizar el mundo.

Los otros miembros del pueblo del glaciar que se encontraban en la tienda habían dejado de trabajar y escuchaban en silencio, con gesto inexpresivo.

—Cuando uno ve venir la oscuridad sólo teme por sí mismo —comentó Harald—. Nunca se piensa en los demás.

—Y si se piensa en los demás, lo que se dice demasiado a menudo es: «Que se defiendan ellos» —añadió tristemente Laurana.

La elfa pensaba en los enanos de Thorbardin, que habían decidido luchar contra los ejércitos de los dragones pero se habían negado a hacerlo junto a los humanos y los elfos. Gilthanas se encontraba en el glaciar para conseguir el Orbe de los Dragones para los elfos, para asegurarse de que los humanos no se apoderaran de él. Si Derek y los caballeros eran los que lo lograban, se lo quedarían para los solámnicos.

—No veo que los tuyos acudan en ayuda de los Bárbaros de Hielo —espetó Harald, encrespado. El jefe había entendido mal el comentario de la elfa y se había ofendido.

—Hemos venido nosotros… —empezó Sturm.

Harald resopló.

—¿Quieres que crea que habéis venido tan lejos para luchar por el pueblo del glaciar? El kender dijo que estáis aquí para buscar algo de dragones o una cosa por el estilo.

—Un Orbe de los Dragones. Es un artefacto mágico muy poderoso. Corre el rumor de que Feal-Thas lo tiene en su poder. Es cierto que los caballeros han venido en busca del orbe, pero si Feal-Thas muere también os beneficiará a vosotros.

—¿Y qué hay del hechicero que vendrá a sustituirlo? —inquirió Harald—. ¿O es que vosotros y ese orbe os quedaréis aquí, en el glaciar, para ayudarnos a combatirlo?

Parecía que Sturm iba a decir algo más, pero siguió callado, suspiró y agachó la cabeza para mirarse las manos que, de forma inconsciente, acariciaban y alisaban la piel blanca de su prenda de abrigo.

—Tienes el gesto del hombre que se ha comido una anguila podrida —dijo Harald con el entrecejo fruncido.

—En lo tocante a luchar contra Feal-Thas —respondió Sturm—, no creo que tengas opción, señor. Los draconianos nos vieron y debieron identificarnos como Caballeros de Solamnia. Habrán ido a informar al hechicero, que se preguntará qué hacen unos solámnicos tan lejos de casa. Has dicho que hay lobos merodeando cerca del campamento para vigilaros. Los avisarán de que nos has acogido aquí…

—Y Feal-Thas traerá sobre nosotros la guerra tanto si queremos como si no —acabó Harald por él. Fulminó a Sturm con la mirada y gruñó—: ¡En buen berenjenal nos habéis metido!

—Lo siento, señor —se disculpó Laurana, asaltada por el remordimiento—. ¡No me di cuenta de que podríamos poneros en peligro! Sturm, ¿podemos hacer algo? Si nos marchamos… —Se puso de pie como si fuera a irse en ese mismo instante.

—Estoy seguro de que Derek y los otros están ahora haciendo planes para solucionar eso —contestó Sturm.

—Yo no pondría la mano en el fuego —rezongó Flint entre dientes.

Harald inhaló profundamente, pero antes de que empezara a hablar lo interrumpieron. El anciano, el clérigo Raggart, entró renqueando en la tienda del jefe acompañado por Elistan. Todos los que se encontraban en la casa larga se pusieron de pie en un gesto de respeto, incluido el jefe. Raggart se dirigió hacia Harald. Había lágrimas en los ojos del anciano.

—Traigo noticias venturosas —anunció Raggart, que habló en Común por deferencia a los forasteros—. Los dioses están de nuevo con nosotros. Éste hombre es un clérigo de Paladine. A instancias suyas recé al Rey Pescador y el dios respondió a mis plegarias. —El anciano tocó el medallón que llevaba colgado al cuello, similar al de Elistan, pero bendecido con el símbolo del dios conocido como Habbakuk para algunos y Rey Pescador por el pueblo del glaciar.

Harald estrechó la mano de Raggart y susurró algo al anciano en su lengua. Después se volvió hacia Sturm.

—Al parecer traéis la muerte en una mano y la vida en la otra, señor. ¿Qué podemos hacer?

—Estoy seguro de que Derek nos lo dirá —dijo secamente Sturm.

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