26

Señores de los Dragones

Alta traición

El viaje de Kitiara desde Tarsis a Neraka no fue agradable. El cielo estaba encapotado, plomizo. Estuvo cayendo una llovizna fría mezclada con nieve casi todo el viaje. Cuando se detenían para pasar la noche no podía encender una fogata para calentarse porque toda la madera que había estaba empapada. El dragón azul se mostraba respetuoso y deferente con ella, pero no era Skie. No podía hablar con él de sus planes y sus maniobras, no podía charlar con él mientras masticaba la carne y los huesos de una vaca que había robado y ella cocinaba un conejo.

Kitiara estaba furiosa con Skie. No tenía derecho a hacer tales acusaciones, pero aun así se sorprendió esperando que el dragón cambiara de opinión respecto a su arrebato de cólera y volviera a buscarla, dispuesto a disculparse. Sin embargo, Skie no apareció.

Llegaron a Neraka cuando caía la noche. Kitiara mandó al azul al establo de dragones y le dijo al animal que estuviera preparado para marcharse en cuanto se levantara la sesión. Kitiara recorrió las calles abarrotadas hasta la posada El Escudo Roto. Tenía frío y hambre y quería una cama confortable, un buen fuego y un vino caliente con especias. Pero cuando llegó la informaron de que, lamentablemente, no les quedaban habitaciones libres. La posada estaba llena hasta los topes con la plana mayor, el séquito, los soldados y la guardia personal del Señor del Dragón Toede.

Kitiara podría haber dormido en sus aposentos privados en el Templo de la Reina de la Oscuridad, pero esas habitaciones eran frías, oscuras e incómodas, además de inquietantes. Las puertas estaban guardadas con hechizos mortíferos y tendría que acordarse de la contraseña y entregar las armas y contestar un montón de preguntas. Se llevaba bien con los guardias draconianos, pero no soportaba a los clérigos oscuros que deambulaban furtivamente de aquí para allá bajo las gruesas túnicas negras de lana que siempre olían a incienso, tinte barato y oveja mojada. El fuego en el hogar sería pequeño y débil, casi como si el Señor de la Noche recelara de cualquier fuente de luz que invadía su sagrada oscuridad. No habría vino caliente con especias porque las bebidas fuertes estaban prohibidas en el recinto del templo, y Kitiara creía —y Ariakas era de la misma opinión— que cuando se alojaba allí había unos ojos hostiles y unos oídos atentos espiándola.

Al advertir el brillo iracundo en los ojos de Kitiara cuando le dijo que no había habitación, el posadero recordó de repente que quizá hubiera una disponible. Envió rápidamente a sus criados a sacar de su cuarto a dos esbirros de Toede que se habían emborrachado hasta perder el sentido. Hicieron falta seis hombres para acarrear el peso muerto de los hobgoblins ebrios; cuando se despertaron a la mañana siguiente y abrieron los ojos legañosos, descubrieron con asombro que habían dormido en el establo. Kitiara ocupó su habitación, la aireó bien, se bebió varios vasos de vino caliente y se dejó caer pesadamente en la cama.

Puesto que aquélla era una asamblea de urgencia de los Señores de los Dragones, no hubo nada de la ceremonia por lo general relacionada con una convención de tan alto rango. Las asambleas formales de los Señores de los Dragones iban acompañadas de desfiles de soldados ataviados con brillantes armaduras que marchaban por las calles con estandartes ondeando al viento. En esta ocasión, poca gente de Neraka sabía que los Señores de los Dragones se encontraban en la ciudad. Dos de ellos, Salah Khan y Lucien de Takar, iban acompañados por su plana mayor y su guardia personal. Otros dos, Kitiara y Feal-Thas, viajaban solos.

El recién ascendido Señor del Dragón Toede era el único que había llevado consigo a todo su cortejo. Toede había esperado poder desfilar triunfalmente con sus tropas —él montado en un semental negro— por las calles de Neraka. Varias dificultades echaron por tierra los sueños del hobgoblin. El semental se espantó al olerlo; la mitad de sus soldados habían desertado durante la noche y la otra mitad estaban demasiado borrachos para ponerse de pie. Toede tuvo que contentarse con asistir a su primera asamblea con la esplendorosa armadura de dragón completa; las escamas de la armadura pesaban casi tanto como si siguieran en el reptil y causaban gran sufrimiento e incomodidad al pobre hobo, además de entorpecerlo hasta el punto de que, en lugar de ir a lomos del semental negro, lo tuvieron que transportar a la asamblea subido en una carreta. El yelmo no le dejaba ver y la espada se le enredaba en las piernas y lo hacía tropezar, pero Toede creía que tenía un aspecto sublime —un Señor del Dragón de la cabeza a los pies— y había previsto hacer una gran entrada.

La asamblea estaba programada a primera hora de la mañana. Kit dejó orden de que la despertaran al amanecer y se acostó temprano. Takhisis apareció en sus sueños casi de inmediato acuciándola para que fuera al alcázar de Dargaard. Kit se negó. La Reina Oscura la hostigó con recriminaciones y mofas; la llamó cobarde. Kitiara se tapó la cabeza con la almohada y Takhisis se cansó de acosarla, o quizá Kitiara estaba tan cansada que se sumió en un profundo sueño.

* * *

A la hora señalada, alguien llamó a la puerta. Kitiara le dirigió un insulto y gritó que se largara. Lucía un sol brillante cuando por fin se despertó, asaltada por la sensación de pánico de que llegaría tarde. Con la mente embotada y sin reflejos, Kit se vistió rápidamente el farseto y encima se puso la armadura.

Había dado órdenes de que le pulieran la armadura y le limpiaran las botas, cosa que habían hecho, aunque el trabajo no tenía la calidad a la que estaba acostumbrada. Sin embargo, eso ya no tenía remedio. Iba a llegar tarde ya. Sentía unas punzadas dolorosas en las sienes por falta de sueño y por exceso de vino. Le hubiera gustado tener la mente más despejada para poder pensar mejor.

Ataviada con la armadura de escamas azules y abrigada en la capa larga de terciopelo azul, que por desgracia estaba arrugada de haberla llevado metida en la bolsa de viaje, Kitiara se cubrió la cabeza con el yelmo de Señora del Dragón y salió. La asamblea se celebraba en el Cuartel Azul, en el edificio del cuartel general del Ala Azul, el mismo edificio en el que Kit había oído mencionar por primera vez el nombre de Tanis, había escuchado por primera vez el plan estúpido de Ariakas relacionado con el Orbe de los Dragones y había visto por primera vez a la zorra de Ariakas, de la que no recordaba ni el nombre.

Ciudadanos y soldados por igual se apartaban para dejar paso a Kitiara y muchos la jaleaban. Ofrecía una buena imagen caminando erguida y orgullosa, la mano sobre la empuñadura de la espada. Kit disfrutó del paseo. El aire frío se llevó los vapores del vino, y las aclamaciones le dieron ánimo y la envalentonaron. Caminó sin prisa y aceptó la adulación de la muchedumbre. Los otros Señores de los Dragones podían esperarla, decidió. No iba a apresurarse por gente como Toede o ese bastardo de Feal-Thas. Tenía que decirle también unas cuantas cosas sobre él a Ariakas.

Los Señores de los Dragones se reunieron en el comedor del Cuartel Azul, el único edificio lo suficientemente grande para acogerlos a ellos y a sus guardias personales. Como ningún Señor del Dragón se fiaba de los demás, hacerse acompañar por la guardia personal se consideraba indispensable.

Lucien de Takar, Señor del Dragón del Ejército Negro, que era mitad humano y mitad ogro, llevaba consigo a dos ogros inmensos que superaban la altura de todos cuantos estaban en la sala y apestaban a carne podrida. Salah Khan era el Señor del Dragón del Ejército Verde. Era humano; su pueblo lo formaban tribus nómadas que habitaban en el desierto y amaban la lucha. Lo acompañaban seis humanos armados con un cuchillo largo de hoja curva metido en el cinturón, así como una cimitarra colgada a la cadera.

Fewmaster Toede llegó rodeado de treinta guardias hobgoblins, todos ellos armados hasta los dientes y apiñados alrededor de Toede, al que apenas se veía tras el escudo que formaban. Ariakas sólo dejó entrar a seis de los hobos. Agobiado por el peso de la armadura, Toede entró en la estancia con un traqueteo metálico y guiado por su guardia, ya que tenía dificultad para ver a través del ornamentado yelmo.

Toede saludó a los otros Señores de los Dragones con mucha coba y baboseo. Ariakas no le hizo ningún caso. Lucien lo miró con asco y Salah Khan con desdén. Aunque no veía bien, Toede percibió la frialdad que reinaba en la sala y se retiró precipitadamente detrás de su guardia personal. Pasó el resto del tiempo dando empujoncitos a sus hobos en la espalda para instarlos a que permanecieran alerta.

Feal-Thas entró en la estancia acompañado únicamente por un lobo blanco enorme que caminaba en silencio a su lado.

—¿Ningún hombre de armas pisándote los talones, Feal-Thas? —preguntó Ariakas, que iba acompañado por seis draconianos bozaks. Uno de ellos, que tenía una de las alas deforme, era uno de los draconianos más grandes que cualquiera de los presentes había visto nunca.

—¿Y por qué iba a traer una guardia, milord? —preguntó Feal-Thas con un gesto de sorpresa—. Aquí todos somos amigos, ¿verdad?

—Unos más que otros —masculló Lucien.

Salah Khan se mostró de acuerdo con un gruñido y Ariakas rio entre dientes. A los otros Señores de los Dragones no les caía bien el elfo oscuro ni confiaban en él. Todos se le habrían echado encima cuchillo en mano para teñirlo con su sangre, excepto el emperador, y no porque le tuviera mucho aprecio; y tampoco Takhisis. Lo soportaban porque, de momento, les era útil. Cuando dejara de serlo, no tendría su respaldo.

—Además —añadió el elfo oscuro mientras se arrebujaba en los ropajes de piel—, en esta sala hay poco a lo que temer.

Salah Khan, con su legendario genio, se incorporó bruscamente al tiempo que desenvainaba la espada. Lucien, prietos los puños, empezó a incorporarse en la silla en tanto que Toede echaba ojeadas hacia la puerta más cercana.

El bozak del ala deforme sacó una espada tan grande como la talla de algunos humanos y se situó delante del emperador.

Feal-Thas siguió sentado, imperturbable, enlazadas sobre la mesa las esbeltas manos de largos dedos. El lobo blanco gruñó amenazador y agachó la cabeza al tiempo que sacudía la cola.

—Enfunda la espada, Salah Khan —ordenó Ariakas de buen humor, como un padre afectuoso que separa a sus niños enzarzados en una pelea—. Siéntate, Lucien. Estamos aquí para tratar asuntos importantes. Feal-Thas, mete en cintura a ese animal tuyo.

Cuando el orden se hubo restablecido más o menos, Ariakas agregó con una mueca:

—Todos estamos un tanto irritados. Si os ha pasado como a mí, no habréis dormido gran cosa anoche.

—Yo he dormido bien, señoría —manifestó en voz alta Toede. Nadie le respondió, y creyendo que no le habían entendido, consiguió, con ayuda de dos de sus guardias, sacarse el yelmo.

—Venero y respeto a Su Oscura Majestad como el que más —intervino Salah Khan con mucho tiento—, pero me es imposible abandonar la guerra en el este para viajar al alcázar de Dargaard. Ojalá pudiera hacérselo entender a Su Majestad. Si hablas con ella, emperador…

—¿Qué es todo eso del alcázar de Dargaard? —preguntó Toede mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—Me acosa como a ti, Salah Khan —contestó Ariakas—. Está obsesionada con esa idea de llevar a la guerra a Soth. Sólo habla de eso y de encontrar al Hombre de la Joya Verde.

—¿Lord Soth? —preguntó Toede—. ¿Quién es lord Soth?

—Personalmente, no quiero tener cerca a ese Caballero de la Muerte. Pensad en su arrogancia. ¡Quiere ponernos a prueba! —Feal-Thas se encogió de hombros—. Debería sentirse honrado de servir a cualquiera de nosotros. A casi cualquiera de nosotros —rectificó.

—Oh, ese lord Soth —dijo Toede con un guiño cómplice—. Se puso en contacto conmigo ofreciéndose a trabajar para mí. Lo rechacé, por supuesto. «Soth», le dije. Lo llamo «Soth», ¿sabéis?, y él me llama…

—¿Dónde diablos se ha metido Kitiara? —demandó Ariakas al tiempo que golpeaba la mesa con las palmas de las manos. Se volvió hacia un criado—. ¡Ve a buscarla!

El criado se marchó, pero regresó en seguida para informar de que la Dama Azul entraba en el edificio en ese momento.

Ariakas intercambió unas palabras con el bozak del ala deforme. Él y varios draconianos bozaks tomaron posiciones a ambos lados de la puerta. Lucien y Salah Khan intercambiaron una mirada preguntándose qué estaba pasando. Aunque nadie sabía nada, los dos presintieron que iba a haber problemas y mantuvieron la mano cerca de sus armas. Toede tenía dificultades para ver por encima de las cabezas y los hombros de sus guardias, pero experimentaba la incómoda sensación de que estaba a punto de ocurrir algo peligroso y la única salida que había estaba bloqueada ahora por seis enormes bozaks. El hobo gimió para sus adentros.

Feal-Thas, que había escrito la carta que delataba a Kitiara, se imaginó lo que se avecinaba. Aguardó con expectación. No la había perdonado por matar a su guardián.

Los pasos sonoros de unas botas resonaron en el pasillo y en seguida se oyó la voz de Kitiara que dirigía unas jocosas palabras de saludo a los guardias. Los ojos de Ariakas estaban clavados en la puerta con una expresión torva. Los bozaks situados a ambos lados de la puerta se pusieron en tensión.

Kitiara entró en la sala con la espada golpeando en la cadera y la capa azul ondeando tras ella. Llevaba el yelmo debajo del brazo.

—Milord Ariakas… —empezó, a punto de alzar la mano para saludar.

El bozak del ala deforme la agarró y la sujetó por los brazos. Un segundo bozak le cogió la espada y la sacó rápidamente de la vaina.

—Kitiara Uth Matar —dijo Ariakas en tono sonoro mientras se ponía de pie pesadamente—. Quedas arrestada bajo el cargo de alta traición. Si se te declara culpable del delito que se te imputa, el castigo será la pena de muerte.

Kitiara se había quedado petrificada, mirándolo de hito en hito, boquiabierta y desconcertada, tan sorprendida que ni siquiera se resistió. Lo primero que pensó fue que aquello era una especie de broma; Ariakas era célebre por su malintencionado sentido del humor. Sin embargo, Kit vio en los ojos del emperador que aquello era serio… Mortalmente serio.

Echó una rápida ojeada a su alrededor. Vio a los otros Señores de los Dragones —tres de ellos tan estupefactos como ella misma— y comprendió que no se los había convocado a una asamblea. Aquello era un juicio. Ésos hombres eran sus jueces y cada uno de ellos codiciaba su puesto de Señora del Dragón del Ejército Azul. Al mismo tiempo que ella se daba cuenta de lo que pasaba, vio que el pasmo de todos ellos daba paso a la complacencia, vio que se echaban miradas sombrías unos a otros mientras tramaban la mejor manera de hacerse con su posición. Para ellos, ya estaba muerta.

Entonces su impulso fue luchar, pero la reacción llegaba tarde. Le habían quitado la espada. Se encontraba inmovilizada en las fuertes garras de un bozak enorme que iba armado con espada y conjuros poderosos. Se le pasó por la cabeza la idea de que sería mejor librar un combate a muerte y perdido de antemano que afrontar cualquiera que fuera el tormento que Ariakas le tenía preparado. No obstante, se contuvo. Los solámnicos tenían la máxima «Mi honor es mi vida» como su credo. El credo de Kit era: «Nunca digas que toca morir».

Recobró la compostura. No siempre había obedecido las órdenes de Ariakas. Había lanzado ataques por sorpresa cuando tendría que haber puesto un aburrido cerco a algún castillo. Se había apropiado para el uso de sus tropas de ciertos impuestos destinados al emperador. Sin embargo, a ninguna de esas transgresiones se la podía calificar de crimen de alta traición, aunque, por supuesto, si al emperador le daba la gana, podía calificar de alta traición el robo de una empanada de carne de su mesa. Kit no tenía ni idea de a qué venía todo aquello. Entonces vio la leve sonrisa en los labios de Feal-Thas y supo de inmediato quién era su enemigo.

Se irguió, alta la cabeza, impávida y digna en poder de sus captores, y se encaró con Ariakas.

—¿Qué significa todo esto, milord? —demandó con aire de inocencia ofendida—. ¿Qué acto de alta traición he cometido? Te he servido fielmente. Dime qué he hecho, milord. No entiendo nada.

—Se te acusa de conspirar contra el Señor del Dragón Verminaard y planear su muerte contratando asesinos que lo llevaran a cabo —dijo Ariakas.

Kitiara se quedó boquiabierta. La ironía era escalofriante. La acusaban de un crimen del que era inocente. Miró a Feal-Thas, vio ensancharse la sonrisa del elfo y cerró la boca con un chasquido de dientes.

—¡Rechazo y niego rotundamente tal acusación, milord! —La voz le tembló de cólera.

—Lord Toede —dijo Ariakas—, ¿la Señora del Dragón Kitiara, de una forma muy sospechosa, te pidió información sobre los felones que asesinaron a Verminaard?

Toede dio un respingo y se las ingenió para abrirse paso entre el bosque de cuerpos que formaba su guardia personal.

—Lo hizo, milord —contestó mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—¡No es cierto! —replicó Kitiara.

—¿Habló con un hombre llamado Eben Shatterstone para recabar, asimismo, información sobre esas personas?

—Lo hizo, milord —repitió Toede, hinchado de placer por ser el centro de atención—. Ése infeliz en persona me lo contó.

Kitiara habría estrangulado al hobgoblin hasta que los ojillos se le hubieran salido de las cuencas. Pero el bozak del ala deforme la tenía sujeta como si las garras fueran un cepo y no pudo soltarse. Se conformó con asestar a Toede una mirada tan amenazadora y malévola que el hobo se encogió y retrocedió para esconderse entre sus guardias, aterrado.

—¡Debería estar esposada, milord! —chilló con voz temblona—. ¡Atada con grilletes!

Kitiara se volvió hacia el emperador.

—Si no tienes más testimonio que el de este saco de mie… —empezó.

—El emperador tiene mi testimonio —la interrumpió Feal-Thas, que se puso de pie con movimientos gráciles y lentos, sin brusquedad—. Como muchos de vosotros sabéis —continuó, dirigiéndose al grupo en general—, soy un brujo invernal. No daré detalles ni explicaciones referentes a esta disciplina mágica a unos no iniciados. Baste decir que un brujo invernal tiene el poder de profundizar en el corazón de otros y llegar a lo más recóndito.

»Miré en tu corazón, Señora del Dragón Kitiara, cuando fuiste tan amable de visitarme en mi aislamiento helado, y vi la verdad. Enviaste a esos asesinos a matar a lord Verminaard con la esperanza de sustituirlo en el puesto de Señor del Dragón del Ejército Rojo.

—¡Mentira! ¡Embustero! —Kitiara se lanzó sobre Feal-Thas con tanta rabia que el bozak que la sujetaba casi perdió el equilibrio—. ¡Debí acabar contigo en el Muro de Hielo!

El elfo oscuro miró a Ariakas de un modo que fue tanto como decir: «¿Necesitas más pruebas, milord?», y se sentó, impasible al arrebato de Kit.

Dándose cuenta de que lo único que había conseguido era empeorar las cosas, Kitiara consiguió recobrar la calma, más o menos.

—¿Le crees, milord? ¿Crees a un elfo comemierda antes que a mí? ¡No tengo nada que ver con la muerte de Verminaard! ¡Su propia estupidez lo mató!

Ariakas desenvainó la espada y la lanzó sobre la mesa.

—Señores de los Dragones, habéis oído los testimonios. ¿Cuál es vuestro veredicto? ¿Es Kitiara Uth Matar culpable del asesinato del Señor del Dragón Verminaard, o es inocente?

—Culpable —dijo Lucien con una sonrisa.

—Culpable —dijo Salah Khan, relucientes los oscuros ojos.

—¡Culpable, culpable! —gritó Toede, que añadió con nerviosismo—: ¡Y por lo tanto debería estar fuertemente sujeta con grilletes!

—Lo siento, Kitiara —dijo Feal-Thas en tono grave—. Disfruté con nuestro encuentro en el Muro de Hielo, pero mi deber es para con mi emperador. Tengo que declararte culpable.

Ariakas giró la espada y la punta señaló a Kitiara.

—Kitiara Uth Matar, se te ha declarado culpable de la muerte de un Señor del Dragón. El castigo por ese crimen es la pena de muerte. Mañana al amanecer serás conducida al Estadio de la Muerte, donde serás ahorcada, destripada y descuartizada. Tus despojos se clavarán en picas a las puertas del templo para que sirvan de escarmiento a otros.

Kitiara permaneció en silencio. Había dejado de forcejear y despotricar.

—Cometes una terrible equivocación, milord —dijo serenamente—. Te he sido leal mientras que todos éstos han sido traicioneros. Pero eso se acabó, milord. Se acabó. Eres tú quien me ha traicionado.

—Llévatela. —Ariakas hizo un gesto al bozak del ala deforme como si tirara basura fuera.

—¿Adonde, milord? —preguntó el bozak—. ¿La llevo a La Jaula o a las mazmorras del templo?

Ariakas se quedó pensativo. La Jaula era la cárcel de la ciudad y siempre estaba abarrotada y al borde del caos la mitad del tiempo. Las fugas no eran cosa habitual, pero se daban, y si había alguien capaz de fugarse de una prisión, esa persona era Kitiara. La meterían en una celda con otros prisioneros; prisioneros varones. Se la imaginaba seduciendo al carcelero, a los guardias, a sus compañeros de celda e instigando una revuelta.

Las mazmorras del templo eran más seguras y estaban menos atestadas. Allí era donde se encarcelaba a la mayoría de prisioneros políticos, si bien Ariakas dudaba de mandar a Kitiara al templo. Los clérigos oscuros y el Señor de la Noche no le tenían ningún aprecio porque la mujer había manifestado abiertamente que los consideraba unos lameculos que, aparte de comer y dormir, no hacían nada, mientras que el ejército se encargaba de la dura e ingrata tarea de ganar la guerra. Aun así, el Señor de la Noche tenía celos de Ariakas y Kit podría encontrar la forma de ganárselo y ponerlo de su parte.

Estuviera donde estuviese encarcelada, Kitiara sería un peligro mientras estuviera viva. Ariakas empezó a arrepentirse de no haber programado la ejecución de inmediato en vez de esperar al espectáculo público. Pero ya era tarde para cambiar de opinión. Los otros Señores de los Dragones olfatearían el tufillo a flaqueza. Sólo se le ocurría un sitio donde la mujer estaría a buen recaudo y completamente inaccesible para cualquiera.

—Enciérrala en el almacén de mis aposentos en el templo —ordenó—. Y aposta guardias en la puerta. Que nadie entre en mis aposentos. Que nadie hable con ella. Cualquiera que incumpla mis órdenes correrá su misma suerte.

El bozak del ala deforme saludó y se dispuso a conducir a Kitiara hacia la puerta. Kit tenía un último y desesperado plan en mente; sólo le quedaba decidir dónde y cuándo atacar. Como si le leyera el pensamiento, Ariakas comentó en tono despreocupado:

—Ah, por cierto, Targ, ten cuidado. Lleva un cuchillo escondido en el peto de escamas de dragón.

—¡El cuchillo! —exigió el draconiano a la par que extendía la garra.

Kitiara le asestó una mirada desafiante y no hizo intención alguna de obedecer.

—Una de dos, Kitiara —advirtió secamente Ariakas—, o le dices a Targ dónde está el cuchillo, o te deja en cueros ahora mismo.

Kitiara le indicó a Targ dónde buscar el cuchillo. El bozak sacó el arma y después despojó a la mujer de la armadura y la dejó con el farseto. La registró de nuevo de la cabeza a los pies, por si acaso, y a continuación la puso bajo la custodia de dos baaz.

Kit aguantó aquellas indignidades con la cabeza bien alta y los puños apretados. Que la colgaran si daba a sus enemigos la satisfacción de verla perder los nervios.

—Lleváosla —ordenó Ariakas.

Cuando los baaz estaban a punto de llevársela, Kitiara se volvió hacia Feal-Thas.

—Tú que tienes el don de ver lo que hay en los corazones, mira el mío ahora —espetó.

Feal-Thas se sobresaltó. Iba a rehusar, pero vio que Ariakas lo observaba y se le ocurrió que aquello podía tratarse de alguna clase de prueba. Quizá la mujer quería demostrar que era un mentiroso. Se encogió de hombros e hizo lo que Kitiara le pedía. Realizó el conjuro de los brujos invernales y examinó su corazón. Vio a tres Caballeros de Solamnia y a un poderoso clérigo de Paladine que partían de Tarsis por la calzada que conducía al Muro de Hielo con el firme propósito de apoderarse de su Orbe de los Dragones.

La rabia hizo que Feal-Thas temblara como si los gélidos vientos de su hogar lo hubieran azotado. Se levantó de la mesa.

—Con tu permiso, milord, debo partir de inmediato. —El elfo lanzó una mirada fría a Kitiara—. Ciertos acontecimientos requieren mi regreso inmediato al glaciar.

Los otros Señores de los Dragones lo miraban de hito en hito. Una leve sonrisa curvó los labios de Kitiara. Girando sobre sus talones, la mujer dejó que los guardias la condujeran fuera de la sala.

El emperador se asomó a la ventana en la que había estado con Kitiara no hacía mucho tiempo contemplando el cadalso de los traidores. Kit caminaba calle abajo rodeada de los guardias, la cabeza alta y los hombros erguidos. Se iba riendo.

—Qué mujer —masculló el emperador—. ¡Qué mujer!

* * *

De camino al templo, Kitiara intentó sobornar a los guardias baaz. El bozak del ala deforme la oyó hablar con ellos y ordenó a los dos draconianos que se marcharan y los sustituyó por otros dos.

Lo siguiente que intentó Kit fue sobornar al bozak. Targ ni siquiera se dignó contestar a la generosa oferta y Kitiara suspiró para sus adentros. Había imaginado que la tentativa no tendría éxito porque se sabía de sobra que la guardia draconiana era extremadamente leal a Ariakas. Aun así, había merecido la pena probar. El bozak informaría al emperador que había intentado sobornarlos, pero ¿qué más daba ya? ¿Qué podía hacer para castigarla? No podía matarla dos veces.

El criado de Ariakas había salido antes a todo correr para advertir a las autoridades del templo. Cuando se le informó de que tenía que alojar a la Señora del Dragón, el Señor de la Noche se quedó desconcertado, sin saber cómo reaccionar. Al principio se encolerizó; creía que deberían haberle informado antes de la traición de Kitiara y consultarle la decisión de ejecutarla. Y, por supuesto, tendrían que haberle dicho previamente que Ariakas planeaba encarcelarla en el templo.

Sin embargo, el Señor de la Noche no lamentó ver a la arrogante Dama Azul sometida y humillada; y desde luego no pensaba perderse la diversión de ver su ejecución.

El Señor de la Noche envió una respuesta muy seca a Ariakas, pero su protesta no llegó a más. Envió a varios acólitos al Estadio de la Muerte para asegurarse de que en su palco privado hubiera comida, por si acaso la muerte de Kitiara se prolongaba. Se sabía de personas que habían sobrevivido un período de tiempo increíblemente largo entre gritos de dolor tras haberles arrancado las entrañas.

El Templo de Neraka estaba situado en el centro de la ciudad, que había crecido a su alrededor. El templo existía de forma simultánea en dos planos —el material y el espiritual— y era un lugar extraño y escalofriante. Daba la impresión de que uno caminaba por un edificio que existía en sueños más que en la realidad. De naturaleza orgánica y habiendo brotado de la semilla de la Piedra Fundamental, las paredes del templo estaban torcidas y deformadas y los pasillos discurrían en tortuosas curvas. Como si fuera producto de un sueño, los corredores que aparentaban ser cortos y rectos eran en realidad largos y sinuosos. Quienes intentaban caminar solos a través del templo, sin la guía de los clérigos oscuros, acababan extraviados o locos.

Kitiara, como los otros Señores de los Dragones, tenía sus aposentos privados en el templo. Cada Señor del Dragón tenía una puerta propia que guardaban sus tropas. Los Señores de los Dragones sólo hacían uso de estos alojamientos en acontecimientos ceremoniales, y todos preferían las comodidades de una posada acogedora o incluso los barracones de su sector a la atmósfera inquietante del templo.

El conjunto de aposentos imperiales de Ariakas era el más lujoso del templo, tan sólo superado por el del Señor de la Noche. Ariakas rara vez pasaba mucho tiempo allí. No se fiaba del Señor de la Noche ni éste se fiaba de ella. El bozak, Targ, sabía moverse por el templo, pero se alegró de contar con uno de los clérigos oscuros como escolta. Condujeron a Kitiara por los distorsionados pasillos, que, incluso para los que trabajaban en el templo, resultaban confusos en ocasiones. El escolta tuvo que pararse en cierto momento y esperar a que otro clérigo oscuro que deambulaba por allí lo orientara en la dirección correcta.

Mientras Kitiara caminaba entre los dos baaz —que ni siquiera la miraban, y mucho menos hablaban con ella— trató de urdir un plan de fuga. Ariakas era listo. El templo constituía una prisión excelente. Aunque lograra salir del lugar donde la encerraran, por sus propios medios podría pasarse toda la vida deambulando por aquellos pasillos sin hallar jamás la salida. Los clérigos oscuros no la ayudarían. Estarían contentos de verla morir.

Aquello era el fin. Estaba acabada. Maldijo al idiota de Verminaard por dejar que lo mataran, maldijo a Tanis por matarlo, maldijo a Feal-Thas por espiarla, maldijo a Toede por haber nacido y maldijo a Ariakas por no dejarla proseguir con la guerra en Solamnia. Luchar contra los caballeros habría evitado que se metiera en problemas.

El bozak del ala deforme, Targ, la condujo al conjunto de aposentos imperiales situado a bastante profundidad por debajo del nivel del suelo, oculto a la vista. Los aposentos de los Señores de los Dragones se encontraban en la parte alta del templo, encima de la sala de audiencias. Kit se había preguntado a menudo por qué habría preferido Ariakas tener sus aposentos en estancias subterráneas. Cuando las vio, lo entendió. Aquello no era un lugar para vivir en él. Era un fortín. Allí, bajo tierra, accesible sólo por una empinada escalera de caracol, había alojamiento para sus tropas y un almacén anexo repleto de provisiones. Una pequeña fuerza podría defender el lugar durante mucho tiempo, puede que de forma indefinida.

El clérigo encendió una antorcha, se puso en cabeza y empezó a bajar la escalera para desactivar las trampas. El aire era fétido y húmedo. Las paredes estaban jalonadas de agujeros. Cualquier fuerza que bajara por esa escalera tendría que hacerlo en fila, y los angostos peldaños eran toscos e irregulares a propósito. Incluso los draconianos, a pesar de las garras de los pies, tuvieron que ir con cuidado para no caerse. Al final de la escalera había una maciza puerta de hierro cuya apertura se operaba mediante un mecanismo complejo. Cuando ellos llegaron se encontraba abierta. Los baaz condujeron a Kit a través de esa puerta a unos aposentos que eran espaciosos, lujosos, oscuros y opresivos.

No era de extrañar que Ariakas se negara a instalarse allí, pensó Kitiara con un escalofrío. Si todo iba mal, en aquel lugar presentaría su última batalla y, si la derrota era inminente, sería donde moriría.

Pero al menos moriría luchando, pensó con amargura.

Ariakas había ordenado que la encerraran en el almacén de provisiones. Targ la escoltó hasta un cuarto adyacente a la cocina que resultó ser una despensa grande, oscura y sin ventanas. El clérigo oscuro le llevó una manta para que la extendiera en el frío suelo de piedra, así como un cubo para hacer sus necesidades y le preguntó si quería comer algo. Kit declinó en tono de desprecio. A decir verdad tenía el estómago encogido. Sospechaba que si ingería un solo bocado, acabaría vomitando.

El clérigo oscuro preguntó por las esposas. A despecho de la insistencia de Toede de aherrojar a Kit, al bozak no se le había pasado por la cabeza llevar unas, y en los alojamientos de Ariakas no había. Al final, Targ y el clérigo llegaron a la conclusión de que las esposas no harían falta de momento. Kit no iba a ir a ningún sitio hasta el amanecer, momento en que se la conduciría a su ejecución. El clérigo prometió que para entonces ya habría conseguido unas esposas. Targ la empujó dentro de la despensa e hizo intención de cerrar la puerta.

—¡Targ, dile a Ariakas que soy inocente! —suplicó al draconiano—. ¡Dile que puedo demostrarlo! Si viniera a verme…

Targ cerró de un portazo y echó la llave.

Sola en la más absoluta oscuridad, Kitiara oyó las garras de los pies del bozak raspar contra el suelo de piedra. Después se hizo el silencio.

Podía oír los latidos de su propio corazón que caían en el silencio como granos de arena contando los segundos que faltaban para su muerte. Kitiara escuchó los latidos hasta que el sordo golpeteo sonó tan fuerte que los muros de la prisión parecieron dilatarse y contraerse al compás marcado por el corazón.

Por primera vez en su vida estaba muerta de miedo.

Había presenciado la ejecución de personas ahorcadas, destripadas y descuartizadas. Era una experiencia horrorosa. Sabía de soldados veteranos que habían tenido que mirar a otro lado, incapaces de aguantar el horripilante espectáculo. Primero la colgarían, pero no hasta morir, sólo hasta que se desmayara. Después la harían volver en sí y la tenderían en el suelo, atada a unas estacas. El verdugo le iría arrancando los órganos del cuerpo en vida. Chillando y retorciéndose por el dolor insufrible, la obligarían a contemplar cómo arrojaban sus vísceras al fuego para que ardieran. Dejarían que se desangrara despacio hasta que, al borde de la muerte, le cortarían las extremidades y la cabeza. Las distintas partes del cuerpo despedazado se clavarían en picas y las dejarían en las puertas del templo, pudriéndose.

Kitiara imaginó lo que sentiría cuando la hoja del cuchillo se le hundiera en la tripa. Imaginó el clamor entusiasmado de la muchedumbre cuando brotara la sangre, un clamor que, aunque fuerte, no ahogaría sus propios gritos. Un sudor frío le corría por la cara y el cuello. Tuvo arcadas y las manos empezaron a temblarle. Era incapaz de tragar saliva; no podía respirar. Jadeó para inhalar y se incorporó bruscamente con la alocada idea de arrojarse de cabeza contra la pared.

Se impuso la sensatez. Temiendo estar al borde de la locura, se obligó a reflexionar sobre todo aquello. Estaba hundida, pero no acabada. Era media mañana, así que disponía del resto del día y de toda la noche para discurrir un plan de fuga.

Y luego, ¿qué? Aunque consiguiera escapar, ¿qué?

Kitiara se sentó pesadamente en la silla. Estaría viva, cierto, y eso no era poco, pero se pasaría el resto de la vida huyendo. Ella, que había sido una Señora del Dragón, una líder de ejércitos, una conquistadora de naciones, tendría que esconderse en los bosques, se vería obligada a dormir en cuevas, reducida a vivir del robo. Vivir con la ignominia y la vergüenza de una existencia tan miserable sería más duro que soportar las horrendas horas de agonía que tendría que sufrir en la ejecución.

Hundió la cabeza en las manos. Una lágrima se deslizó, ardiente, por su mejilla. Se la quitó con rabia. Nunca había experimentado tal desaliento, jamás se había encontrado en una situación tan desesperada. Podía intentar hacer un trato con Ariakas, pero no tenía nada que ofrecerle.

Un trato.

Kitiara alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente la oscuridad. Había un trato que podía hacer, pero no con Ariakas, sino con alguien que estaba mucho más arriba. Ignoraba si funcionaría. Una parte de ella creía que sí, pero la otra parte se mofó. Sin embargo, valía la pena intentarlo.

Jamás en su vida había pedido un favor a nadie. Jamás había elevado una plegaria; la verdad era que ni siquiera sabía muy bien qué había que hacer para rezar. Los clérigos y los sacerdotes se ponían de rodillas, humillados y postrados ante su dios. Kitiara no creía que eso complaciera a ninguna deidad, en especial una fuerte y poderosa, una diosa guerrera, una diosa que se había atrevido a hacer la guerra en la tierra y en el cielo.

Kitiara se puso de pie, apretó los puños y gritó:

—¡Reina Takhisis! ¿Quieres a lord Soth? Yo te lo traeré. Soy la única de tus Señores de los Dragones, mi señora, con la destreza y el valor necesarios para presentarse ante el Caballero de la Muerte en su alcázar y convencerlo de que nuestra causa vale la pena. Ayúdame a escapar de mi prisión esta noche, Oscura Majestad, y yo me encargaré de todo lo demás.

Kitiara guardó silencio. Esperó con expectación, aunque no sabía bien qué. Alguna clase de señal, tal vez, de que la diosa había oído su propuesta, que había aceptado el trato. Sabía que los sacerdotes recibían esas señales; o eso afirmaban ellos. Por ejemplo, llamas que ardían sobre el altar o sangre que rezumaba de las piedras. Siempre había imaginado que todo eso sólo era un engaño. Su hermano pequeño, Raistlin, le había mostrado cómo era posible realizar esos trucos.

La guerrera no creía en los milagros pero, sin embargo, había pedido uno.

Quizá fuera ésa la razón de que no hubiera ninguna señal. La oscuridad siguió siendo tan profunda como antes. No oyó ninguna voz ni ninguna otra cosa excepto los latidos de su corazón. Kit se sentó de nuevo en la silla. Se sentía como una estúpida, pero también tranquila; la tranquilidad del desaliento.

Ahora sólo le quedaba esperar la muerte.

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