25

Huida de Tarsis

Peligro desde lo alto

La decisión de Laurana

A la mañana siguiente, el humo de la pira funeraria en que se había convertido Tarsis siguió elevándose al cielo. Empezó a nevar y aquella fecha se recordaría para siempre como el Día de la Nieve Negra porque los copos se tiñeron de hollín y cenizas. La nieve negra se posó sobre los cadáveres tirados en las calles y sobre los draconianos comatosos que yacían inconscientes por el exceso de aguardiente enano. Al final del día, los oficiales estaban lo bastante sobrios para empezar a despabilar a sus hombres; la poderosa fuerza del Ejército Rojo —sin órdenes de hacer lo contrario— se puso en marcha y avanzó desordenadamente de vuelta al norte.

Los tres caballeros despertaron temprano de un sueño que había sido breve, frío e incómodo, e hicieron un balance de su situación. No tenían caballos; los animales habían escapado durante el ataque a la ciudad o, lo que era más probable, los habían robado. Se habían apropiado de las gualdrapas que encontraron en el establo para usarlas durante la noche. Tas había encontrado una prenda de abrigo gruesa, forrada de piel y con capucha para Laurana, que se hallaba dentro de la posada al iniciarse el ataque y había tenido que salir a la calle vestida sólo con una túnica de cuero encima de una camisa de algodón y pantalones, también de cuero, remetidos en botas del mismo material. Los demás llevaban prendas adecuadas para el frío. Sin embargo, no tenían comida. Bebieron agua de nieve derretida; y poca, porque sabía a sangre. Derek había aprovechado las horas que había estado de guardia para hacer planes.

—Viajaremos hacia el sur, en dirección a Rigitt —dijo—. Una vez allí, nos separaremos…

—¿Y si han atacado también Rigitt? —lo interrumpió Aran—. Podríamos encontrarnos metidos en otro infierno como el de aquí. —Con el pulgar señaló hacia las ruinas humeantes de la ciudad.

—No creo que Rigitt corra ningún peligro —arguyó Derek—. Los ejércitos de los dragones no tienen intención ni suficientes efectivos para conservar el control de Tarsis. Cuando lleguemos a Rigitt, Aran comprará pasajes en un barco y escoltará a Gilthanas, Laurana y Elistan de vuelta a Solamnia. Desde allí, los elfos pueden buscar a los suyos y Elistan hacer lo que mejor le parezca. Brian y yo nos llevaremos al kender y embarcaremos hacia el glaciar… —Al ver que Aran negaba con la cabeza, Derek interrumpió la exposición del plan que tenía pensado—. ¿Qué te pasa? —inquirió, enfadado.

—No quedará ni un sólo barco en la ciudad, Derek —explicó Aran con irritación. Tanteó en busca de la petaca y recordó que estaba vacía; era inusual en él ese humor irascible—. Aun en el caso de que Riggit no hubiera sufrido un ataque, sus habitantes estarán convencidos de que ellos serán los siguientes y estarán abandonando la ciudad en cualquier cosa que flote.

Derek frunció el entrecejo, pero no tenía argumentos con los que oponerse a la verdad de tal razonamiento.

—Voy al glaciar con vosotros —manifestó firmemente Aran—. No vas a librarte de mí con tanta facilidad.

—No tengo intención de «librarme de ti» —replicó Derek—. Me preocupa el bienestar de los hermanos elfos. Son de la realeza, después de todo. También me preocupa el caballero mayor. Por eso he propuesto que vayas con ellos. Y aún creo que es una buena idea. Si encontramos un barco…

Aran empezó a discutir y Brian se apresuró a intervenir.

—Quizá podamos alquilar un pesquero —sugirió—. Los pescadores son tipos duros. No se asustan con facilidad y tienen que ganarse la vida. Es poco probable que echen a correr llevados por el pánico.

Derek y Aran convinieron en lo acertado de su sugerencia, si bien Aran rezongó un poco. Sin embargo, eso puso fin a la discusión y los tres hablaron de ello y tomaron en consideración otras opciones, por lo que, de momento, el asunto de cómo se dividiría el grupo se postergó.

Gilthanas se hallaba en la boca de la cueva y escuchaba la conversación de los caballeros. Oyó pasos detrás y se volvió a medias. Vio que era Laurana y se llevó el dedo a los labios para advertirle que guardara silencio.

—¿Por qué? —susurró su hermana.

—Para poder oír lo que traman —contestó.

—¿Lo que traman? —repitió Laurana desconcertada—. Hablas de los caballeros como si fueran enemigos.

—Hablan de ir al Muro de Hielo a buscar un Orbe de los Dragones.

Chistó para evitar que su hermana añadiera algo más y siguió atento a la conversación. Sin embargo, los caballeros habían terminado de hablar, se habían puesto de pie y se estiraban para desentumecer los músculos agarrotados y fríos.

Gilthanas agarró a Laurana y la alejó rápidamente de la entrada hacia el interior oscuro de la cueva, donde Flint, Elistan y Tasslehoff dormían aún, acurrucados unos contra otros para darse calor.

Laurana los contempló con envidia. Estaba muerta de cansancio, pero no había sido capaz de conciliar el sueño. Cada vez que se dormía volvía a ver aquellos ojos oscuros y crueles, volvía a sentir la punta del cuchillo pinchándole la garganta y el terror reaparecía y la despertaba con un sobresalto. Estando despierta recordaba a Tanis y la pena la desgarraba por dentro. Estaba muerto y su alma había muerto con él. Ni siquiera tenía el pequeño consuelo de poder darle sepultura y entonar los himnos de alabanza y de amor que lo guiarían en el trayecto a la siguiente etapa del viaje de su vida. Ojalá se hubiera ido con él…

—Laurana, ¿me estás escuchando? Esto es importante.

—Sí, Gil —mintió la elfa, que recordaba vagamente lo que su hermano había estado diciendo—. Hablabas de los Orbes de los Dragones. ¿Qué son?

Gilthanas reparó en la palidez de su semblante, en las profundas ojeras, en los párpados hinchados y enrojecidos y en los churretes de lágrimas que tenía en las mejillas. La rodeó con un brazo y su hermana se recostó en él, agradecida por su gesto de consuelo.

—Sé que no te importa nada de esto —musitó Gilthanas—, pero debes hacer un esfuerzo. Es importante…

Laurana negó con la cabeza.

—Nada lo es ya, Gil. Todo da igual.

—Esto sí tiene importancia, Laurana. ¡Atiéndeme! Los Orbes de los Dragones son artefactos mágicos muy poderosos que crearon los magos hace mucho tiempo. Oí hablar de ellos cuando estudiaba magia. Le pregunté a mi maestro sobre ellos, pero fue muy poco lo que pudo decirme aparte de que, en su opinión, o el Príncipe de los Sacerdotes los había destruido o lo habían hecho los propios magos durante las Batallas Perdidas. Lo único que sabía era que quienes lograban dominar los orbes se suponía que tenían la facultad de controlar a los dragones.

»Por aquel entonces, ignorábamos que los dragones seguían deambulando por el mundo, así que ninguno de nosotros les dio mayor importancia. —La expresión del elfo se tornó sombría—. ¡Si se ha localizado un Orbe de los Dragones, no debe caer en manos de los humanos! Ése caballero, ese tal Derek, quiere librarse de nosotros. Quiere embarcarnos de vuelta a casa y sé por qué. El plan de los solámnicos es utilizar el orbe para salvarse ellos. ¡No ha pensado ni una sola vez en nuestro pueblo! —añadió con amargura.

—En cualquier caso, ¿qué importancia tiene eso, Gil? —Laurana se encogió de hombros—. ¿En qué podría ayudarnos uno de esos orbes aun en el caso de que lo tuviéramos? No podemos luchar contra el poderío de la Reina Oscura y alzarnos con la victoria. Sólo nos queda la esperanza de sobrevivir un día o una semana o un mes, conscientes en todo momento de que, al final, el mal nos alcanzará…

Lloró en silencio, desmoralizada. Gilthanas la estrechó contra sí, pero mientras trataba de calmar a su hermana no dejaba de dar vueltas en la mente al asunto de los orbes.

—Por lo visto Tasslehoff sabe algo de ese Orbe de los Dragones —susurró—. A lo mejor podrías persuadirle de que te dijera…

Laurana sonrió aunque las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—Si los caballeros dependen de Tasslehoff para obtener información sobre ese orbe, no creo que tengas que temer nada, hermano. Seguro que Tas se ha inventado un cuento maravilloso y los caballeros han sido tan ingenuos que se lo han creído.

—No son estúpidos. ¡Y no digas nada de esto! —le advirtió antes de salir repentinamente de la cueva al mismo tiempo que los caballeros entraban. Empujó groseramente a Brian con el hombro cuando pasó a su lado. La cólera del elfo era tan evidente que Brian se detuvo y se quedó mirándolo, desconcertado.

Laurana suspiró, desalentada, y contempló la nieve negra que caía fuera.

—Nada importa ya, Gil —repitió en tono cansado—. No podemos vencer. Lo único que nos queda por hacer es esperar nuestro turno de morir.

* * *

Dejó de nevar, pero las nubes grises no los abandonaron en todo el día ni a lo largo de la noche. No aparecieron dragones y nadie experimentó la sensación de inquietud y de presentimiento que acompañaba a la presencia de un dragón en las inmediaciones. Derek resolvió que no sería peligroso seguir avanzando y se pusieron en camino hacia el sur. Evitaron la calzada principal por temor a los ejércitos de los dragones, por lo que la marcha progresaba lentamente. Tasslehoff, que se había arropado con otra gualdrapa para tener menos frío, aún se encontraba débil, y aunque se mostraba animoso, las piernas, en sus propias palabras, lo estaban dejando tirado porque las tenía temblonas.

Laurana caminaba como si estuviera en trance; movía los pies, iba donde le decían, se paraba cuando le decían que lo hiciera, pero apenas era consciente del lugar en el que se hallaba ni por qué estaba allí. Revivía constantemente los instantes en la posada cuando oyeron el chillido del dragón encima del edificio, seguido de una explosión y el gemido de las gruesas vigas del techo bajo el peso de los pisos altos que se derrumbaban sobre sí mismos, y a continuación los chasquidos que anunciaban que el techo estaba a punto de ceder. Tanis la había levantado por la cintura y la había lanzado lo más lejos posible, salvándola de la destrucción y de morir bajo los escombros.

No era la única sumida en la pena. La angustia de Sturm se reflejaba en su semblante. Flint no hablaba y se mostraba estoico, aunque el dolor por la pérdida de sus viejos amigos era tan profundo como el mar insondable. Tasslehoff sacó un pañuelo que creía que era de Caramon y tuvo que hacer un gran esfuerzo para ahogar un sollozo. Sin embargo, todos lo sobrellevaban con valentía, e incluso encontraban entereza para dirigirle una palabra de conmiseración expresada desmañadamente o darle una afectuosa palmadita en la mano. Elistan intentó reconfortarla, y el afectuoso contacto del clérigo consiguió aliviar un poco su pena, pero cuando el hombre retiró la mano y dejó de hablar, la elfa volvió a hundirse en el desaliento.

Laurana también notaba la creciente impaciencia en los caballeros.

—¡A este paso puede que lleguemos a Rigitt en primavera! —se oyó decir a Derek en tono sombrío.

Percibía la tensión en el ambiente, el miedo que impelía a todos a otear constantemente el cielo. Era consciente de que debía intentar salir del pozo de negra desesperación en el que había caído, pero no quería dejar la oscuridad. La luz allá arriba era demasiado brillante. Las voces sonaban demasiado fuertes y chirriantes. Hallaba consuelo en el silencio. Soñaba que se echaba encima el polvo y las piedras para que la enterraran igual que los escombros habían enterrado a Tanis, y así acabar de una vez con el sufrimiento.

Caminaron hasta que oscureció y se les echó encima la noche. Laurana descubrió que si el día había sido malo, la noche era peor, porque, de nuevo, no pudo dormir.

Amaneció un día frío y desapacible y se pusieron en camino. Con el tiempo, noche y día empezaron a entremezclarse para Laurana. De día caminaba como sonámbula y de noche soñaba que caminaba. No tenía ni idea de la hora que era o lo lejos que habían llegado o cuántos días llevaban de viaje. Era incapaz de comer. Bebía agua sólo porque alguien le ponía un odre en las manos. Embotada por el dolor y la fatiga, caminaba ajena a todo cuanto la rodeaba. Sabía que sus amigos estaban cada vez más preocupados por ella y quería decirles que no se inquietaran, pero incluso eso requería un esfuerzo mayor del que se sentía capaz de hacer.

Entonces llegó el día en que los gritos de alarma la sacaron del letargo que se había apoderado de ella.

Vio a todos con la vista clavada en el cielo al tiempo que señalaban y lanzaban exclamaciones. Aran se había armado con un arco y sujetaba una flecha en la cuerda. Derek agarró a Tasslehoff y lo echó a una zanja llena de nieve. Por su parte, Brian los apremiaba a todos para que se pusieran a cubierto.

Laurana miró intensamente las nubes y no distinguió nada al principio; después aparecieron diez enormes bestias aladas que descendían del cielo haciendo espirales.

Aran alzó el arco y apuntó. Laurana dio un respingo.

—¡No! —exclamó—. ¡Detente!

Al mismo tiempo, Gilthanas lanzó un grito ronco y saltó sobre el caballero, dándole tal empellón que casi lo tiró al suelo. Derek se volvió contra el elfo y le atizó un puñetazo en la mandíbula que lo tumbó. Elistan corrió en auxilio de Gilthanas, que yacía desmadejado en la nieve. Flint se encontraba al lado de Sturm y ambos miraban fijamente el cielo. Sturm había desenvainado la espada y Flint manoseaba su hacha.

—¡No veo nada! —se lamentaba Tasslehoff, metido hasta la rodilla en el banco de nieve y trastabillando—. ¿Qué pasa? ¡No veo!

Aran había recobrado el equilibrio y de nuevo encajaba una flecha en la cuerda del arco. Laurana miró a su hermano, pero Gilthanas estaba inconsciente. Corrió hacia Aran y lo aferró firmemente del brazo.

—¡No dispares! ¡Son grifos!

—Sí, ¿y qué? —repuso él con aspereza.

—¡Los grifos son peligrosos, pero sólo para nuestros enemigos! —gritó Laurana sin soltarle el brazo.

Aran vaciló. Miró a Derek, que tenía fruncido el entrecejo.

—No me fío de ella —dijo éste en solámnico—. Abátelos.

Laurana no entendió las palabras, pero sí la mirada hosca que le asestó y dedujo lo que había dicho. Aran apuntaba de nuevo con el arco.

—¿Puedes derribarlos a todos con una flecha, señor? —instó la elfa, furiosa—. Porque eso será lo que tendrás que hacer. Si sólo alcanzas a uno, los demás nos atacarán y nos despedazarán.

Sturm se puso junto a la elfa y añadió su propia exhortación.

—Confía en Laurana, Aran. Empeño mi vida en ello.

Puesto que los grifos estaban ya casi encima del grupo, poco importaba que Aran confiara en la elfa o no. Las grandes bestias aterrizaron a cierta distancia, extendidas las plumosas alas, las fuertes patas leoninas traseras tocando tierra y aumentando el agarre al hincar las afiladas garras de águila delanteras en el suelo. Los fieros ojos negros los fulminaron con la mirada por encima de los curvos picos.

—Baja el arco —le dijo la elfa a Aran—, Sturm, Flint y todos los demás… Enfundad las armas.

Sturm siguió sus instrucciones de inmediato y Flint metió el hacha en el correaje, si bien no apartó mucho la mano del mango del arma. Aran bajó el arco en tanto que Brian deslizaba lentamente la espada en la vaina. Derek negó con la cabeza en un gesto obstinado y siguió con su arma empuñada.

Laurana se percató del destello en sus ojos. Los animales chascaron los picos al tiempo que agitaban la cola leonina y las zarpas de león rasgaron el suelo mientras las garras afiladas se clavaban profundamente.

—¡Envaina tu espada ya, señor caballero, o conseguirás que nos maten a todos! —siseó Laurana a Derek, prietos los dientes.

Derek la miró con expresión sombría. Entonces, con gesto furioso, metió bruscamente la espada en la vaina.

Laurana miró de soslayo a su hermano con la esperanza de que supiera manejar aquella peligrosa situación. Gilthanas había recobrado el conocimiento, pero estaba recostado en Elistan y se frotaba la mandíbula a la par que movía los ojos a su alrededor con la mirada desenfocada. Dependía de ella.

Se pasó los dedos por el cabello para peinar los mechones enredados lo mejor posible y se estiró y arregló las ropas. Recogió un puñado de nieve y se frotó la cara. Los demás la observaban como si hubiese perdido la razón, pero Laurana sabía lo que hacía. En Qualinesti había tratado con grifos bastante a menudo.

Animales nobles y altivos, a los grifos les gustaba la ceremonia y las formalidades. Se sentían insultados con facilidad y uno debía dirigirse a ellos con extrema cortesía o de otro modo montarían en cólera. Ahora hacían caso omiso de los demás y tenían puesta toda su atención en ella. A los grifos ni les caían bien ni se fiaban de los humanos, enanos y kenders y les traía sin cuidado matarlos. A los grifos tampoco les caían siempre bien los elfos, pero los conocían y a veces se les podía convencer de que los sirvieran, en especial la realeza elfa, que gozaba de un vínculo especial con los grifos. Los intentos de Laurana de asearse para estar presentable antes de hablar con ellos complacieron a los grifos.

La elfa echó a andar hacia ellos y Sturm dio un paso para acompañarla, pero Laurana advirtió que los negros ojos de los animales centelleaban de rabia y negó con la cabeza.

—Eres humano y portas una espada —le dijo en voz queda—. Eso no les gusta. He de hacer esto yo sola.

Cuando Laurana se hallaba a unos tres pasos del cabecilla se detuvo e inclinó la cabeza en un saludo respetuoso.

—Me honra estar en presencia de alguien de tal magnificencia —dijo en elfo—. ¿En qué podemos seros de utilidad mis amigos —hizo un gesto para señalar a los que estaban detrás— y yo?

A diferencia de los dragones, los grifos no poseían el don de la palabra. La leyenda contaba que cuando los dioses crearon a los grifos les ofrecieron la habilidad de comunicarse con criaturas humanoides, pero los grifos rehusaron orgullosamente al no hallar motivo que justificara tener que hablar con seres tan inferiores a ellos. En esto y en casi todo lo demás, los grifos se consideraban superiores a los dragones.

Sin embargo, con el discurrir del tiempo, a medida que los grifos y los elfos desarrollaban su exclusivo vínculo, miembros de la familia real elfa aprendieron a comunicarse mentalmente con las bestias aladas. A menudo Laurana había hecho de emisaria de su padre ante los grifos que habían establecido su hogar cerca de Qualinesti. Sabía tratarlos con la cortesía y el respeto que requerían y entendía lo esencial de lo que decían, ya que no las palabras exactas.

Los pensamientos del animal penetraron en su mente. El grifo quería saber si era realmente la hija del Orador de los Soles de Qualinesti. Saltaban a la vista las dudas que albergaba el grifo y Laurana no podía reprochárselo. Su aspecto no era precisamente el de una princesa.

Tengo el honor de ser la hija de mi… Del Orador de los Soles de Qualinesti. —Laurana se las arregló para rectificar a tiempo su respuesta, aunque la pregunta la había sorprendido mucho—. Perdona que te pregunte, excelencia, pero ¿cómo es que me conoces? ¿Cómo supiste dónde encontrarme?

—¿Qué está pasando? —preguntó Derek en voz baja—. ¿De verdad piensa que nos creemos que se está comunicando con esos monstruos?

Elistan le asestó una mirada recriminadora.

—Como muchos miembros de las familias reales de Qualinesti y Silvanesti, Laurana posee la habilidad de comunicarse mentalmente con los grifos.

Derek negó con la cabeza con incredulidad.

—Estate preparado para abrirnos camino luchando —le susurró a Brian.

El grifo había seguido mirando a Laurana de arriba abajo, inspeccionándola, y al parecer había determinado creerla. Le explicó a la princesa que lady Alhana Starbreeze los había enviado para que llevaran a la hija del Orador de los Soles y a su hermano dondequiera que quisieran ir.

Eso aclaraba el misterio. Laurana había oído contar a Gilthanas que Tanis, él y los demás habían salvado a Alhana de acabar encarcelada en una prisión tarsiana. La princesa silvanesti era consciente de la deuda que tenía con ellos, por lo visto. Había enviado a los grifos a buscarlos y asegurarse de ponerlos a salvo. Laurana dio palmas de alegría, tan contenta que olvidó las formalidades.

—¿Podéis llevarnos a casa? —preguntó—. ¿A Qualinesti?

El grifo asintió con la cabeza.

Laurana anhelaba volver al hogar, refugiarse de nuevo en los brazos amorosos de su padre, volver a ver los bosques verdes y los chispeantes ríos, aspirar el aire perfumado y oír la música suave y dulce de la flauta y el arpa, saberse a salvo y querida, tumbarse en la hierba alta y verde para abandonarse a un profundo sueño sin sueños.

En su ansia de volver a casa Laurana olvidaba que a su pueblo lo habían expulsado de Qualinesti, que vivía en el exilio, pero aunque lo hubiera recordado habría dado igual.

—¡Gilthanas! —le gritó a su hermano en elfo—. ¡Han venido para llevarnos a casa! —Enrojeció al caer en la cuenta de que los demás no la entendían, así que repitió sus palabras en Común. Se volvió hacia los grifos—. ¿Llevaríais también a mis amigos?

Eso no pareció complacer en lo más mínimo a los grifos. Lanzaron una mirada feroz a los caballeros y se mostraron hostiles en extremo al ver al kender, que por fin había conseguido salir de la zanja y se había puesto a parlotear con excitación.

—¿De verdad voy a volar en un grifo? Eso no lo he hecho nunca. Una vez monté en un pegaso.

Graznando de modo estridente, los grifos conferenciaron y finalmente estuvieron de acuerdo en transportar también a los otros. Laurana tenía la vaga impresión de que lady Alhana les había pedido ese favor, aunque imaginara que los grifos no lo admitirían. Sin embargo, establecieron muchas condiciones antes de consentir que los demás se acercaran a ellos, en especial el kender y los caballeros.

Laurana se volvió para darles a sus amigos la buena noticia y se encontró con que sus palabras eran acogidas con expresiones desconfiadas, sombrías e inquietas.

—Tu hermano, los otros y tú podéis iros a lomos de estas criaturas si tal es tu deseo, lady Laurana —dijo fríamente Derek—, pero el kender se queda con nosotros.

Gilthanas se puso de pie. Tenía la mandíbula hinchada pero estaba totalmente recuperado de la conmoción.

—Yo me quedo con los caballeros —dijo en elfo—. No voy a dejar que se apoderen de ese Orbe de los Dragones y creo que tú deberías quedarte también.

—Gil, todo esto es un cuento que Tas se ha inventado… —empezó Laurana, mirándolo consternada. Su hermano negó con la cabeza.

—Te equivocas. Los caballeros hallaron confirmación de la existencia de los orbes en la biblioteca, allá en Tarsis. Si existe la posibilidad de que un Orbe de los Dragones haya sobrevivido a lo largo de estos últimos siglos, quiero ser yo quien lo encuentre.

—¿Qué farfulláis vosotros dos? —demandó Derek, desconfiado—. Hablad en Común para que podamos entenderos.

—Quédate conmigo, Laurana —la apremió Gilthanas, todavía en elfo—. Ayúdame a encontrar ese orbe. Hazlo por bien de nuestro pueblo en lugar de sumirte en la pena por el semielfo.

—¡Tanis dio la vida por mí! —exclamó Laurana con voz ahogada—. Estaría muerta si él no…

Pero Gilthanas ya no la escuchaba. Echó una mirada a los caballeros y después miró de nuevo a su hermana.

—Pídeles a los grifos que nos lleven hasta el Muro de Hielo —dijo en Común.

Derek, Aran y Brian intercambiaron una mirada. Aunque poco ortodoxo, este medio de transporte resolvería todos sus problemas. Los grifos podían sobrevolar el mar y, por consiguiente, llevarlos directamente a su destino, con lo que les ahorrarían días —y quizá semanas— de viaje aun en el caso de que consiguieran contratar un barco, cosa que tampoco estaba garantizada.

—Gil, por favor, volvamos a casa —suplicó Laurana.

—Volveremos, Laurana, una vez tengamos el Orbe de los Dragones —le contestó su hermano—. ¿Abandonarías a nuestros amigos en este momento de peligro? Nuestros amigos no te dejarían a ti. Pregúntale a Sturm qué piensa hacer.

Ninguno de sus amigos había hablado todavía. Se habían limitado a observar y escuchar en silencio porque no consideraban correcto intervenir. La miraban con lástima, preparados para consolarla ya que comprendían su dilema, pero dejando que la decisión la tomara ella.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó a Sturm.

—Dile a los grifos que te lleven a tu casa, Laurana —contestó amablemente él—. Los demás viajaremos al Muro de Hielo.

—No lo entiendes. —La elfa negó con la cabeza—. Los grifos sólo os transportarán a los humanos si voy con vosotros… Soy la única que los entiende. Gilthanas nunca tuvo paciencia para aprender.

—Entonces encontraremos el modo de llegar al glaciar sin su ayuda —manifestó Flint.

—Podríais volver conmigo a Qualinesti. ¿Por qué no venís?

—Es por el kender —aclaró Flint—. Los caballeros piensan llevárselo al Muro de Hielo.

—No lo entiendo —arguyó Laurana—. Si Tas no quiere ir, Derek no puede obligarlo.

—Explícaselo tú —le dijo el enano a Sturm al tiempo que le daba un codazo.

Sturm vaciló un instante antes de hablar.

—Creo que Tas debería ir, Laurana. Estoy de acuerdo en que ese Orbe de los Dragones podría sernos de gran ayuda, y si Tas va… —Hizo una pausa y después agregó—: Derek sacrificaría la vida sin dudarlo por esta causa, Laurana, y tampoco dudaría en sacrificar la de otros. ¿Lo entiendes?

—Yo voy con Sturm y con los caballeros —comentó Flint, que añadió en tono gruñón—: Después de todo, alguien tiene que protegerlos de Tasslehoff. —El enano le tomó la mano y le dio unas palmaditas con torpeza—. Sturm tiene razón. Vuelve a casa, Laurana. Nos las arreglaremos.

La elfa miró por último a Elistan, su mentor, su guía. El hombre rozó suavemente el medallón de Paladine que llevaba colgado al cuello.

Empezó a decirle a Laurana que recurriera al dios en busca de esclarecimiento a su dilema, pero a la elfa no le hacía falta consultar con Paladine. Sabía lo que quería hacer y sabía lo que tenía que hacer. No podía marcharse para ponerse a salvo y dejar que sus amigos afrontaran un viaje largo y peligroso al glaciar cuando estaba en su mano proporcionarles un transporte rápido y seguro. Gilthanas tenía razón. No podía abandonar a unos amigos a los que nunca se les pasaría por la cabeza la idea de abandonarla a ella.

Laurana dedicó un último pensamiento nostálgico a su hogar y después se apartó del grupo y se dirigió hacia los grifos.

Gracias por vuestra oferta de llevarnos a Qualinesti. —Laurana temblaba al empezar, pero fue cobrando firmeza a medida que siguió adelante—. No obstante, tenemos asuntos urgentes que atender al sur, en el glaciar. Me preguntaba si querríais llevarnos a mis amigos y a mí hasta esa región.

—Explícales a las bestias que un hechicero perverso, un elfo llamado Feal-Thas, es el Señor del Dragón en el Muro de Hielo y que vamos a acabar con él —dijo en voz alta Derek.

A los grifos pareció hacerles gracia aquello. Algunos graznaron sonoramente y patearon con las zarpas posteriores al tiempo que agitaban las colas de león. El líder se frotó el pico con una garra y le explicó a Laurana que conocían al tal Feal-Thas. Era un elfo oscuro expulsado de Silvanesti antes del Cataclismo por el asesinato de su amante, y era un mago extremadamente poderoso al que no derrotaría un puñado de necios vestidos de metal. El grifo comentó que su primera decisión era juiciosa y le aconsejó que volviera a casa con su padre, donde debía estar.

Te lo agradezco, excelencia, pero viajaremos al glaciar, fue la cortés pero firme respuesta de Laurana.

La admonición del grifo de que regresara a casa «donde debía estar» —como si fuera una chiquilla descarriada e irresponsable— molestó a la elfa. En otro tiempo había sido una chiquilla así, pero eso se había acabado.

Si no nos lleváis —continuó al ver que los grifos estaban a punto de rehusar—, entonces tendremos que viajar hasta esa tierra por nuestros propios medios. Cuando volváis a Silvanesti, transmitid a lady Alhana mi más profundo agradecimiento por su interés y preocupación.

Los grifos ponderaron su petición. Los animales tendrían que decirle a lady Alhana que se habían negado a transportar a Laurana y a los otros hasta el punto de destino elegido. No es que se sintieran obligados a servir a los elfos con los que no estaban vinculados, pero habían aceptado esta tarea y el honor los comprometía a llevarla a cabo. Además, había que tener en cuenta que el Muro de Hielo estaba cerca de su hogar, que a su vez se hallaba próximo a Silvanesti. Por el contrario, Qualinesti se encontraba lejos.

Os llevaremos —accedió el grifo de mala gana—. Por lady Alhana.

Os doy las gracias de todo corazón a ti y a tus congéneres —dijo Laurana al tiempo que inclinaba la cabeza—. Os gratificaré con una valiosa recompensa cuando me halle en mi tierra y esté en condiciones de hacerlo.

El grifo gruñó. Agradecía el gesto, aunque era evidente que el animal no creía que Laurana viviera el tiempo suficiente para cumplir su promesa.

Flint se puso ceñudo ante la idea de montar en grifo, sobre todo sin silla.

—Es muy parecido a montar a pelo a caballo —intentó tranquilizarlo Gilthanas.

—Con la diferencia de que si te caes de un caballo, te salen chichones y moraduras —replicó el enano—. Mientras que si te caes de ese enorme animal, acabas despanzurrado y esparcido sobre una buena extensión de terreno.

No dejó de refunfuñar entre dientes ni siquiera mientras Sturm lo ayudaba a encaramarse a lomos del grifo.

Laurana indicó al enano que se sentara delante de las alas y se agarrara al cuello del animal con los brazos. Eso último estuvo de más porque Flint ya se había asido al grifo con tanta fuerza que daba la impresión de que acabaría estrangulando al animal.

—No mires abajo. Si te sientes mareado cuando estemos en el aire, cierra los ojos o hunde la cabeza en la crin del grifo —le dijo.

Al oír aquello, Flint dirigió una mirada triunfal a Tasslehoff.

—¡Te dije que los grifos tenían crin, cabeza de chorlito!

—Pero Flint —replicó Tas—, la crin de los grifos es de plumas. La que llevas en el yelmo es de pelo, crin de caballo…

—¡Es crin de grifo! —insistió Flint.

Tras aquello, Flint se sentó muy erguido y aflojó la presión de los brazos a fin de aparentar que volar a lomos de un grifo era algo que los enanos hacían a diario.

Los caballeros estaban incómodos. Aran dijo que temía ser demasiado corpulento, que el animal no pudiera aguantar su peso. El grifo se limitó a soltar un graznido desdeñoso y sacudió la cabeza y agitó la cola con impaciencia, deseoso de partir. A regañadientes, Aran y Brian montaron en sus bestias. Sturm se hizo cargo de Tasslehoff, al que se le oyó preguntar a los grifos si podían llevarlo a visitar Lunitari después de hacer un alto en el glaciar. Cuanto todo el mundo estuvo montado, el cabecilla de los grifos, que transportaba a Laurana, alzó el vuelo y los demás lo siguieron.

Laurana ya había montado en grifo; estaba acostumbrada a volar y no dejó de vigilar a sus amigos, preocupada. Al cobrar altura, Brian se puso mortalmente pálido, pero una vez en el aire contempló el paisaje que se iba desplegando allá abajo y, maravillado, soltó una exclamación ahogada de asombro. Derek tenía el gesto severo, prietos los labios. No miró abajo, pero tampoco se tapó la cara. Aran estaba disfrutando. Gritó que deberían convencer a los grifos para que los llevaran a la batalla, igual que los secuaces de la Reina Oscura cabalgaban dragones malignos. Sturm tuvo que emplearse a fondo para mantener sujeto a Tasslehoff, que estuvo a punto de precipitarse al vacío en su afán por asir una nube.

Debajo se extendían las Praderas de Arena, blancas por la nieve. Vieron un grupo de los habitantes de las llanuras, que hicieron un alto en la marcha para alzar la vista al cielo cuando las sombras de los grifos se deslizaron sobre ellos. Los animales pasaron por encima de Rigitt, y aunque los amigos no vieron rastro del ejército de los dragones, divisaron los muelles abarrotados de gente ansiosa de huir. En el puerto sólo había unos cuantos barcos; demasiado pocos para transportar a todos los que querían pasaje.

Dejando Rigitt atrás, sobrevolaron el mar azul grisáceo y todos enterraron la cabeza en las crines de los grifos, aunque no por miedo, sino buscando calor. El viento gélido que soplaba del glaciar les laceraba las mejillas, les lastimaba los ojos y les congelaba el aliento. Cuando los grifos empezaron a descender en espiral, Laurana se asomó entre las plumas y vio allá abajo un territorio blanco de sombras azules, helado y desierto.

Apoyó la cabeza en las plumas del grifo e imaginó su tierra natal, donde siempre era primavera y el aire cálido estaba perfumado con los aromas fragantes de rosas, espliego y madreselva.

Las lágrimas se le congelaron en la piel de las mejillas.