Salvar al kender
Huida de Tarsis
Cuando abandonó la biblioteca, Brian no esperaba salir vivo de Tarsis. Imaginaba que se enfrentarían a un enemigo bien organizado y resuelto, como las fuerzas de la Dama Azul a las que habían combatido en el castillo de Crownguard, en Vingaard, y decidió morir valerosamente y llevarse por delante todos los draconianos que pudiera. En cambio, lo que sus compañeros y él encontraron cuando entraron en las calles fue una turba ebria y sin cabecilla más interesada en saquear, desvalijar, matar y violar que en conquistar.
Los dragones rojos representaban la mayor amenaza, y mientras estuvieron en el aire arrojando fuego sobre la ciudad y sus indefensos habitantes, los caballeros corrieron peligro. Buscaron refugio de las bestias lo mejor que pudieron y se metieron en portales o debajo de escombros cuando los dragones volaban por encima de ellos escupiendo llamaradas y atrapando con las garras alguna que otra desventurada persona que devoraban en el aire.
Amigos y enemigos corrían peligro con los dragones, porque los rojos no tenían escrúpulos en achicharrar pellejos de goblins ni les remordía ver a los draconianos chisporrotear mientras se freían. En cierto momento, Brian se escondió debajo de un roble que seguía ardiendo sin llama junto a un goblin acurrucado, y ninguno de los dos osó mover un solo músculo mientras el dragón rojo hacía pasadas bajas en busca de más víctimas. Cuando el dragón se hubo marchado, el goblin echó un trago de algún líquido que llevaba en un grasiento odre de agua y, tras un instante de vacilación, se lo ofreció a Brian. Quizá el caballero hubiera tenido que matar a la criatura, pero fue incapaz. Los dos habían compartido unos instantes de terror y los dos habían sobrevivido. Brian rehusó cortésmente y agitó la mano en un gesto que indicaba que el goblin podía irse. El goblin se encogió de hombros y, tras echarle una ojeada recelosa, saludó a Brian con una inclinación de cabeza y salió por pies. Derek se pasó los siguientes diez minutos sermoneándole severamente por su absurda sensiblería.
Los caballeros se habían abierto paso por las calles hasta la posada El Dragón Rojo haciendo cuanto estaba en su mano para salvar a gente del brutal enemigo o para aliviar el sufrimiento de los moribundos. Casi todos los enemigos que se cruzaban con los caballeros echaban un vistazo a los semblantes sombríos y las espadas ensangrentadas y, a menos que fueran osados o estuvieran más borrachos que la mayoría, huían. Los caballeros comprendieron en seguida que una vez que el ejército de los dragones hubiera aniquilado Tarsis, los soldados se marcharían escabulléndose en la noche cargados con el producto del saqueo y con esclavos. En los planes del Señor del Dragón no entraba la ocupación de la ciudad, sino simplemente destruirla.
Derek no se desvió en ningún momento de su objetivo, que era encontrar la posada El Dragón Rojo y descubrir qué había sido del kender. Pero mientras recorrían una calle lateral cercana a la posada, se encontraron con un draconiano y un soldado humano inclinados sobre una mujer caída en el suelo, obviamente con malas intenciones. Los caballeros corrieron a rescatar a la mujer, pero antes de que llegaran hasta ellos, el draconiano y el soldado huyeron por los tejados amparados en la oscuridad.
—¿Los perseguimos? —preguntó Aran, fatigado.
Todos estaban exhaustos y medio asfixiados por el humo. Brian sentía la garganta en carne viva de tanto toser y la boca reseca por la sed. No se atrevían a beber el agua de los pozos porque en todos tenía un tinte rojizo.
—No tiene sentido —contestó Derek mientras negaba con la cabeza—. Brian, comprueba si la mujer ha sufrido algún daño. Aran, ven conmigo. La posada está en la siguiente manzana.
Brian se acercó rápidamente para prestar asistencia a la mujer y encontró a un hombre de mediana edad que la ayudaba a ponerse de pie. El caballero supuso que eran familiares hasta que, al distinguir mejor los rasgos de la mujer, vio que era una elfa. A pesar de tener el rostro sucio de polvo, hollín, sangre y con churretes de haber llorado, su belleza lo dejó sin aliento.
El hombre se incorporó al ver hombres armados y se situó delante de la elfa en actitud protectora, dispuesto a defenderla. Brian vio que el hombre tenía barba y que vestía una túnica que debía de ser blanca, si bien ahora estaba gris por el hollín y las cenizas que llovían sobre la ciudad. Se mantenía erguido, alta la cabeza, sin denotar temor a pesar de que no portaba armas. Un medallón que le colgaba sobre el pecho titiló bajo la intensa luz rojiza. Era un clérigo. Un clérigo y una elfa.
—No temas, señor, soy un Caballero de Solamnia —anunció Brian. Dio media vuelta y gritó—: ¡Derek, los he encontrado! —Después se volvió de nuevo hacia las dos personas que lo miraban con asombro—. Debes de ser Elistan, imagino —añadió—. Y tú, Laurana de Qualinesti. ¿Estás herida, señora? ¿Te hicieron daño?
—No, pero ésa era su intención —contestó Laurana, que parecía aturdida, abrumada—. Fue todo tan… descabellado. Al parecer, uno de ellos me conocía. Dijo unas cosas extrañísimas sobre mí, pero ¿cómo es posible tal cosa?
Elistan la rodeó con el brazo y la elfa se apoyó en él, temblorosa.
—No le vi la cara porque la llevaba cubierta con un tapabocas, pero vi sus ojos… —La sacudió un escalofrío.
—¿Cómo es que sabéis quienes somos, caballeros? —preguntó Elistan cuando Derek y Aran se reunieron con ellos.
Una ráfaga de aire había arrastrado remolinos de humo calle abajo y ambos sufrían un ataque de tos.
—Dejemos las preguntas para más tarde, señor —dijo Derek en tono perentorio—. Todavía corréis peligro. ¿Dónde están el kender, Brightblade y el resto del grupo? —Miró a su alrededor—. ¿Y Tanis Semielfo?
Laura sollozó al oír ese nombre y se llevó la mano a la boca. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas y se tambaleó, conmocionada. Elistan la sujetó y un elfo llegó corriendo junto a ella. Brian reconoció al elfo como Gilthanas. Había estado con Tanis y los otros en la biblioteca. Gilthanas miró a los caballeros e hizo una ligera inclinación de cabeza; a continuación atendió a su hermana, solícito. Le habló suavemente en su idioma.
—Yo me quedo con ella —le dijo en un aparte a Elistan—. Tú ve con el kender.
—Kender —repitió Derek—. ¿Te refieres a Burrfoot? ¿Dónde está?
—Tasslehoff resultó herido al caerle encima una viga —explicó Elistan mientras guiaba a los caballeros callejón abajo—. Estuvo a punto de morir, pero Paladine, en su clemencia, nos lo trajo de vuelta. Está allí, con los otros.
Brian miró a Derek, que hizo un gesto de incredulidad con la cabeza y esbozó una sonrisa burlona.
—¡Hola de nuevo, caballeros! —gritó Tasslehoff mientras agitaba la mano. Acto seguido se puso a toser al entrarle el humo en la garganta.
—¿Seguro que se encuentra bien? —preguntó Brian, asombrado—. ¡Fijaos!
Señaló las ropas del kender, que estaban rasgadas y cubiertas de sangre. El otrora garboso copete estaba enmarañado y apelmazado por la sangre. La cara y los brazos presentaban muchas magulladuras, si bien parecía que los moretones iban perdiendo color.
Tasslehoff respondió a la pregunta de Brian incorporándose resueltamente de un salto.
—¡Estoy bien! —anunció—. Un edificio cayó encima de mí, ¡cataplum! Se me aplastaron las costillas y respiraba de una forma muy rara, cuando podía respirar, que casi nunca lo lograba, y el dolor era muy fuerte. Pensé que estaba en las últimas. ¡Pero Elistan le pidió a Paladine que me salvara y lo hizo! ¡Imaginaos! —añadió el kender, enorgullecido, e hizo una pausa para toser—. ¡Paladine me salvó la vida!
—Que se tomara esa molestia es algo que escapa a mi comprensión —comentó el enano, que a continuación dio unas palmaditas al kender en la espalda—. ¡A Reorx no lo pillarías salvando la vida a un kender tan tonto que deja que una casa se le caiga encima!
—¡Yo no dejé que la casa se me cayera encima! —explicó pacientemente Tas—. Pasaba corriendo por delante, sin meterme donde no me llamaban, y la casa dio una especie de salto y se sacudió, y cuando quise darme cuenta… ¡Eh, Laurana!, ¿te has enterado? ¡Una casa se me cayó encima y Paladine me ha salvado!
—¡Basta ya! —lo interrumpió Derek—. ¡Hemos de darnos prisa! Éste sitio sigue plagado de enemigos. ¿Dónde está el resto del grupo, Brightblade? El semielfo y lady Alhana.
—Nos separamos en medio del caos —contestó Sturm. Saltaba a la vista que estaba exhausto; líneas de pesar y dolor le surcaban el semblante—. La posada recibió el impacto ígneo de un dragón. Los otros…
Sturm fue incapaz de seguir hablando. Negó con la cabeza.
—Entiendo. Lamento tu pérdida, pero hemos de poneros a salvo a ti y a tus amigos —insistió Derek.
—¡Pérdida! —gritó Tasslehoff con voz aguda—. ¿Qué pérdida? ¿De qué hablas? ¡Aún no podemos marcharnos! ¿Qué pasa con Tanis? ¿Y Raistlin y Caramon?
Flint se tapó la cara con la mano.
—Tas —empezó Sturm con voz queda mientras hincaba la rodilla en tierra y apoyaba las manos en los hombros del kender—, ya no podemos hacer nada por ellos. La posada se derrumbó y él y los demás quedaron enterrados bajo los escombros…
—¡No te creo! —exclamó Tas, que se soltó de las manos de Sturm de un tirón y se dirigió con pasos tambaleantes hacia el edificio—. ¡Tanis! ¡Caramon! ¡Raistlin! ¡No os rindáis! ¡Voy a salvaros!
No llegó muy lejos porque las rodillas se le doblaron y se desplomó. Sturm lo levantó del suelo y lo llevó de vuelta donde esperaban los caballeros.
—¡Suéltame! ¡Tengo que salvarlos! ¡Paladine los traerá de vuelta! ¡Conmigo lo hizo! —Tas forcejeó para soltarse de los brazos de Sturm.
—Tas —empezó Elistan al tiempo que daba palmaditas al kender en el hombro cuando Sturm lo dejó en el suelo—, nuestros amigos están ahora con los dioses. Tenemos que dejarlos partir.
Tas negó con la cabeza con gesto obstinado, pero dejó de forcejear y los gritos dieron paso a sollozos.
—Te necesito, Tas —añadió Laurana con voz temblona. Lo rodeó con el brazo—. Ahora que Tanis… Ahora que Tanis no está…
Tasslehoff agarró la mano a Laurana y se la apretó con fuerza.
—Yo cuidaré de ti, lo prometo —dijo.
Derek reunió al grupo y lo condujo calle abajo, en dirección a la puerta del sur. Espada en mano, Aran se puso a la cabeza. Como hacía siempre, Brian cerraba la marcha. Derek no se apartó del kender.
«¡Dos días! —pensó Brian—. Hace sólo dos días que entré por esa misma puerta. Han ocurrido tantas cosas que más parece que hayan pasado dos años».
Estuvo tentado de correr de vuelta a la biblioteca, con Lillith. Que Derek y Aran continuaran con la búsqueda del Orbe de los Dragones. Se paró en la calle y dejó que los demás siguieran delante.
Derek y Aran. Brian suspiró profundamente. Ésos dos nunca llegarían al Muro de Hielo sin estar él para mediar entre ellos, para refrenar la ambición de Derek, para apaciguar las reacciones impulsivas del impetuoso Aran. Se había comprometido con el Consejo de Caballeros a participar en esta misión y no podía abandonar a su jefe ni faltar a la palabra dada.
Lillith cumplía su promesa. Aunque bromeaba con el hecho de ser hija de un caballero, era una verdadera solámnica. La decepcionaría si rompía su juramento. Aun así, no soportaba la idea de marcharse sin saber qué había sido de ella. Sabía las cosas horribles que los draconianos les hacían a las mujeres.
Una mano le rozó el brazo. Brian alzó la vista y encontró a Elistan de pie a su lado.
—Lillith está en manos de Gilean —le dijo el clérigo—. No tienes que temer por ella ni por los otros. Están a salvo. Los draconianos no los han encontrado.
Brian se quedó mirando al clérigo con estupefacción.
—¿Cómo sabes…?
Elistan le sonrió. Era una sonrisa cansada y triste, pero reconfortante. Después fue a reunirse con los demás, y Brian, tras un instante de vacilación, corrió también junto a ellos.
Laurana caminaba cogida de la mano de Tas y Gilthanas marchaba muy cerca de ella. Flint les iba pisando los talones; Elistan apoyó la mano en el hombro del enano en un gesto de consuelo. Sturm iba detrás de todos, en actitud protectora.
Brian los observó con curiosidad. No había otro grupo de amigos más fuera de lo normal que aquél: humanos, elfos, enano, kender… Sin embargo, entre ellos existía un sentimiento mutuo de amistad y cariño tan fuerte que nada podía romperlo, ni siquiera la muerte.
Era esa amistad la que los ayudaba a seguir adelante incluso después de una pérdida tan devastadora, comprendió Brian. Cada uno de ellos dejaba de lado su dolor para consolar y dar fuerza a los demás.
Brian sintió una punzada de envidia. Aran, Derek y él eran amigos desde la infancia y, aunque en otros tiempos habían estado tan unidos como esa gente, ahora ya no era así. Derek había alzado un muro que lo separaba de ellos dos y se había encerrado en el alcázar de su alma. Aran ya no confiaba en Derek. Estaba allí para asegurarse de que no fracasara. «O, tal vez —pensó tristemente Brian— está aquí para asegurarse de que fracase. Después de todo, está de parte de Gunthar…».
Y él estaba pillado en medio, era el único que veía ensancharse las brechas que los separaban, el único que se daba cuenta de que quizá todos acabarían precipitándose en esas grietas oscuras y nunca conseguirían hallar la salida.
Los caballeros y quienes estaban bajo su protección abandonaron Tarsis sin incidentes. Ningún soldado enemigo los atacó ni los molestó y ni siquiera les prestaron mucha atención. Tarsis yacía en un charco de su propia sangre, sacudida por los estertores de la muerte. Los ojos se le estaban poniendo vidriosos y se le cerraban a la luz. Cuando salían por la puerta de la ciudad que los dragones habían destrozado, Brian vio al guardia al que había dado dinero muerto en el suelo, tendido en un charco de sangre.
Los caballeros condujeron a sus protegidos sanos y salvos a las colinas, a la cueva donde habían acampado días antes. Brian no podía conciliar el sueño y se ofreció para hacer el primer turno de guardia. Se sentó en la ladera de la colina y contempló los fuegos de la ciudad arder con violencia, los vio perder fuerza y reducirse a chisporroteos, y por fin, cuando ya no había nada que consumir, se extinguieron.
Igual que Tarsis.