22

La cólera de los dioses

Rivales

Kit recorría las calles ensangrentadas y abrasadas de Tarsis. Llevaba consigo un contingente de draconianos a los que había sorprendido, además de no ser precisamente de su agrado, la aparición de esa Señora del Dragón saliendo del humo y las llamas de la ciudad moribunda para ordenarles que la acompañaran. La llegada intempestiva de Kitiara había malogrado los planes de saqueo, violación y matanza de los draconianos. Ahora tenían que proteger a la maldita Señora del Dragón, lo que significaba que iban a perderse la diversión. Los baaz obedecieron, pero se mostraban hoscos y se los oía rezongar cada dos por tres.

Los planes de Kitiara sobre lo que se proponía hacer eran poco concretos, sin cuajar, cosa inusitada en una mujer que jamás entraba en batalla sin un plan de ataque bien concebido. Su primer impulso había sido volar en persecución de Tanis y de sus medio hermanos, pero se le había ocurrido que Skie podía ocuparse de la persecución él solo. Ella necesitaba comprobar qué había sido de su rival. ¿Habría muerto Laurana? ¿Se habrían peleado Tanis y ella y se habían separado, o había sido una elección deliberada el tomar caminos diferentes?

Por encima de todo, Kitiara quería ver a Laurana, hablar con ella. Una de las máximas de su padre era: «¡Conoce a tu enemigo!».

Los dragones rojos aún volaban en círculos aunque ahora se les había acabado la diversión al entrar sus tropas en la ciudad. De vez en cuando hacían un picado para lanzar un chorro de fuego a un edificio o dar caza a los que habían huido de la ciudad e intentaban escapar por la llanura. Se levantó viento y avivó los incendios que todavía ardían, y alzó pavesas y chispas que esparció dando lugar a nuevos incendios.

Draconianos y goblins recorrían las calles en grupo. Para entonces, algunos estaban borrachos y se dedicaban a saquear o a saciar otros apetitos más execrables. Habían dejado de luchar contra los pocos hombres y mujeres valientes que todavía combatían. De no ser por su tropa de draconianos, Kitiara, siendo humana y yendo sola podría haber corrido peligro. Al ver a un hombre de aspecto autoritario (porque eso era lo que parecía) que caminaba con seguridad calle abajo acompañado por un contingente baaz, hasta los draconianos más ebrios la identificaban como un oficial y, puesto que a los oficiales había que evitarlos a toda costa, la dejaban en paz.

Las calles estaban llenas de cadáveres y de moribundos. Algunas víctimas, alcanzadas por el aliento abrasador de los dragones, habían quedado reducidas a bultos de carne carbonizada irreconocibles como restos humanos. A otros los habían despedazado con espadas o los habían atravesado con flechas o ensartado con lanzas. Cuerpos de hombres, mujeres y niños yacían en charcos de sangre que se mezclaba con la nieve derretida. Los desaguaderos de Tarsis corrían rojos.

Algunas personas seguían vivas, aunque, a juzgar por los gritos de dolor, eso no significaba que fueran afortunadas. Quedaban algunos que aún combatían, otros habían conseguido huir a las colinas y otros habían encontrado escondrijos seguros en los que se agazapaban aterrados, con miedo hasta de respirar por si los descubrían.

No era la primera vez que Kitiara veía cadáveres, y pasó por encima de ellos o dando un rodeo sin experimentar lástima ni compasión y sin apenas prestarles atención. Los baaz que la acompañaban pertenecían a las fuerzas que habían entrado en la ciudad antes del ataque y sabían dónde estaba El Dragón Rojo. Condujeron a Kit, que se había extraviado con el humo y los cascotes, hasta la posada con la esperanza de librarse de ella cuanto antes y así poder volver a su diversión.

Al llegar al edificio —o lo que quedaba de él—, Kitiara ordenó a sus tropas que se detuvieran. En comparación con las otras calles, en la de la posada reinaba un silencio extraño. No había grupos merodeando ni saqueando. Los incendios se habían apagado. La posada estaba en ruinas; en los pisos altos todavía humeaban los rescoldos. No se veía ni un alma. Ni rastro de los espías que se habían alojado allí.

Kitiara se bajó el pañuelo que le tapaba boca y nariz con intención de dar un grito y ver si respondía alguien. Sin embargo, antes de que tuviera tiempo de poner en práctica su idea, le entró humo en los pulmones y lo único que consiguió hacer durante varios segundos fue toser y maldecir a Toede.

Para entonces, ya la habían visto y reconocido. Una sombra se apartó de un edificio y caminó hacia ella. Era un draconiano sivak y al principio Kit pensó que era uno de los suyos, pero después reparó en que el sivak lucía la insignia del Ejército Rojo.

—¿Dónde está Malak? —le preguntó Kitiara.

—Muerto —fue la lacónica respuesta del desconocido sivak—. Un rojo lo calcinó por equivocación. El muy zopenco —añadió entre dientes. Luego se puso firme y saludó—. Malak me transmitió tus órdenes respecto a los asesinos, señora, y como estaba muerto y sólo quedaban baaz —el sivak hizo un gesto desdeñoso—, asumí el mando.

—Bien, entonces ¿qué ocurre aquí? —preguntó Kitiara mientras volvía a echar una ojeada a esa zona de la ciudad tan extrañamente tranquila, un remanso de paz en medio de la vorágine.

—Desplegué las tropas a ambos extremos de la calle, señora —contestó el sivak—. Imaginé que querrías que la zona alrededor de la posada estuviera acordonada hasta que se capturara a los criminales, sobre todo habiendo como hay una recompensa por ellos —añadió como si acabara de ocurrírsele.

—Buena idea —dijo Kitiara al tiempo que observaba al sivak con más interés—. ¿Habéis capturado a alguno de los que figuran en la lista?

—Algunos huyeron en grifos…

—¡Eso ya lo sé! —lo interrumpió Kit, impaciente—. ¿Qué se sabe de los otros? ¿Aún viven?

—Sí, Señora del Dragón. Acompáñame.

El sivak la condujo calle abajo, entre los escombros. No quedaba un solo edificio que no hubiera sufridos daños. Kit tuvo que trepar por montones de cascotes, vigas partidas y cristales hechos añicos. De camino a la posada vio a los draconianos baaz que montaban guardia e impedían que otras tropas se aventuraran en la zona.

—Hemos localizado al resto del grupo —explicó el sivak mientras avanzaban todo lo deprisa que les permitían los escombros—. Están todos juntos. Aposté guardias alrededor del área para protegerlos, a la espera de tus órdenes. De otro modo, a estas alturas estarían muertos.

—Esperadme aquí —ordenó Kit a los baaz que los habían seguido. Los draconianos de la escolta se pusieron en cuclillas, contentos de disponer de un rato para descansar.

El sivak y Kitiara recorrieron una manzana más de casas y llegaron a un cruce en el que el sivak se paró. Señaló hacia el fondo de una calle que desembocaba en la que ellos estaban. Kit escudriñó a través de los remolinos de humo. Un edificio se había derrumbado y un grupo pequeño de gente hacía corrillo alrededor de algo tendido en el suelo. El grupo parecía nervioso y no dejaba de echar ojeadas hacia atrás como si temiera un ataque. El sivak le explicó lo que pasaba.

—Uno de ellos, el kender, estaba atrapado debajo de una viga enorme. Los otros consiguieron sacarlo y ahora, por lo que sé, el tipo de la barba está orando por él para sanarlo. —El draconiano resopló con sorna—. Como si algún dios estuviera dispuesto a tomarse el trabajo de curar a uno de esos gusarapos vocingleros.

La calle estaba oscura por el humo y las sombras. Kitiara tenía que acercarse más para poder ver. Reconoció a dos de sus compañeros de antaño: Flint Fireforge y Sturm Brightblade. Desde donde se encontraba no alcazaba a ver al kender, pero supuso que sería Tasslehoff. Contempló largamente a sus viejos amigos. Hacía años que no pensaba en ellos, pero volver a verlos despertó en Kit un asomo de interés; Flint, porque era el amigo más íntimo de Tanis, y Sturm porque… Bueno, ése era un secreto que había enterrado lo más hondo posible, un secreto que jamás había compartido con nadie, un secreto en el que ni siquiera quería pensar por si acaso se le escapaba sin querer.

Flint tenía más canas, pero, por lo demás, seguía siendo el de siempre. Los enanos eran longevos y envejecían despacio. Sin embargo, la impresionó el cambio experimentado por Sturm. Cuando viajaron juntos hacia el norte cinco años atrás era un hombre joven y apuesto, bien que serio y solemne. Sin embargo, parecía haber envejecido un cuarto de siglo en esos cinco años, aunque bien era cierto que parte del aspecto demacrado y ojeroso de su semblante podía deberse a estar atrapado en una ciudad atacada por el enemigo y la incertidumbre de no saber la suerte corrida por sus compañeros.

La mirada de Kitiara se apartó de Flint y de Sturm y se detuvo en la única mujer que había en el grupo; tenía el cabello rubio y era elfa, sin lugar a dudas.

—Laurana —pronunció el nombre casi como un gruñido.

La mujer, como el resto del grupo, estaba cubierta de hollín y de mugre, con la ropa sucia, desaliñada y empapada por la lluvia, la cara llena de churretes de haber llorado. No obstante, del mismo modo que si Kitiara alzara los ojos al cielo vería el brillo intenso del sol a través del feo y grasiento humo, también pudo ver, a través de la mugre y la tizne, del miedo y de la aflicción, el radiante esplendor de la belleza de la mujer.

Kit la miró mientras se planteaba la conveniencia de dejar con vida a una rival tan peligrosamente hermosa. Ahora tenía una oportunidad inmejorable para acabar con ella. Tanis jamás sabría que ella había sido responsable de la muerte de su amada. Creería que su novia de la infancia había perecido en el asalto a Tarsis, una víctima más de tantas.

Claro que sus otros amigos tendrían que morir también. No podía dejarlos vivos para que contaran lo ocurrido. Eso le hizo sentir remordimientos. Ver a Flint y a Sturm traía a su mente recuerdos de algunos de los momentos más felices de su vida. Pero era imposible evitar sus muertes. Cabía la posibilidad de que la reconocieran y le contaran a Tanis que había matado a su amante, y Kit no quería correr ese riesgo.

¿Cuál sería el plan de ataque? El caballero era el único que iba armado. Lo normal habría sido que Flint tuviera empuñada su hacha, pero debía de haberla dejado caer para ayudar a sacar al kender de debajo de la viga, porque no la llevaba encima. Había otro elfo. Su parecido con Laurana señalaba que existía algún parentesco entre ellos, quizá el de hermanos. Sin embargo, estaba cubierto de sangre y, aunque aguantaba de pie, se notaba que se sentía débil y enfermo. Por ese lado, nada por lo que preocuparse. Lo cual dejaba al jactancioso clérigo de Paladine, un hombre de mediana edad, enjuto, descarnado, que seguía de rodillas en el suelo manchado de sangre mientras elevaba plegarias a su dios para sanar al kender.

—Quiero que mueran —replicó Kitiara al tiempo que desenvainaba la espada—. Pero antes he de interrogar a la elfa. Mientras yo me ocupo de eso, vosotros acabad con los demás.

—Con todo mi respeto, señora —replicó el sivak—. Toede ha ofrecido recompensa por esas personas y sólo pagará si se los lleva ante él con vida.

—Os pagaré el doble de lo que Toede ha ofrecido. —Al ver la expresión escéptica del sivak, Kitiara sacó una bolsa de dinero y se la echó al draconiano—. Toma esto, ahí hay mucho más de lo que valen esos desdichados.

El sivak echó una ojeada dentro, vio el brillo de las monedas de acero, sopesó la bolsa, hizo mentalmente unos rápidos cálculos y después se ató la bolsa al correaje de las armas. El sivak hizo un gesto con la mano y los baaz, moviéndose en silencio a pesar de los pies rematados con garras, abandonaron sus puestos alrededor de la calle para reunirse con él.

—Dame un poco de tiempo para apoderarme de la elfa y entonces atacáis —ordenó Kit.

—Matad primero al caballero —instruyó el sivak a sus tropas—. Es el más peligroso.

Kitiara no disponía de mucho tiempo. Los dragones rojos aún sobrevolaban la ciudad, sin prisa, haciendo altos en su camino hacia las praderas para destruir cualquier cosa que siguiera en pie. Kit oía gritos, chillidos y explosiones. En cualquier momento, alguno de esos rojos estúpidos podía echarle encima un edificio. O en cualquier momento podía aparecer un escuadrón de goblins enardecidos por la batalla y echarlo todo a rodar. Kitiara se deslizó de sombra en sombra hasta ocupar una posición justo enfrente de donde se encontraba Laurana, al otro lado de la calle.

Kit esperó. Ya llegaría su oportunidad. Siempre llegaba.

Tasslehoff se había sentado. Tenía la cabeza ensangrentada, pero estaba vivo y bien vivo. El clérigo alzó las manos al cielo. Una pena que su triunfo no fuera a durar mucho, pensó Kit. Flint se llevó las manos a los ojos y se frotó la nariz. El enano no dejaría que el kender viera que estaba conmovido; dentro de un minuto le estaría gritando por cualquier cosa. Sturm se arrodilló al lado de Tas y lo rodeó con el brazo. Laurana observaba la escena mientras lloraba en silencio, separada del grupo, abrumada por la pena.

Kitiara salió disparada. Corrió velozmente, casi de puntillas para no hacer ruido. El sivak la vio lanzarse sobre su presa. Le dio unos segundos de ventaja y después borboteó un grito. Los baaz, espada en mano, se lanzaron al ataque. El sivak corrió con ellos sin quitar ojo a la Señora del Dragón.

Kitiara aferró a Laurana por detrás. Le tapó la boca con una mano y arrimó el cuchillo al costado de la elfa con la otra. Luego empezó a tirar de ella hacia atrás.

La mujer elfa era preciosa y delicada. A Kit no le habría sorprendido que se desmayara del susto. Lo que no esperaba era que la delicada doncella elfa le clavara los delicados dientes en la mano y le atizara una patada en la espinilla.

Kit lanzó un gemido de dolor, pero no la soltó. Intentó llevarse a Laurana a la fuerza, pero era como intentar llevarse a un puma medio muerto de hambre. La elfa se retorcía y se contorsionaba. Le clavaba las uñas a Kit, daba patadas sin parar y estuvo a punto de hacerla trastabillar. Kitiara empezaba a perder la paciencia y se estaba planteando acuchillar a esa perra y acabar con ella de una vez cuando el sivak apareció.

—¿Necesitas ayuda, señora? —preguntó. Antes de que Kitiara tuviera tiempo de contestar, el draconiano había aferrado los pies de Laurana y la alzaba del suelo. Entre los dos la llevaron hasta un callejón cercano, aunque la elfa no dejó de resistirse y dar patadas.

Allí Kit la soltó. El cielo del atardecer se había puesto rojo con la luz espeluznante de las llamas y, a esa luz, Kit vio que le salía sangre de las marcas de los mordiscos. Se estrujó la mano y fulminó con la mirada a Laurana, que le lanzó otra no menos fulminante. El sivak tenía a la elfa inmovilizada contra el suelo y con un cuchillo pegado a la garganta.

—Que no haga ruido —ordenó Kit—. Voy a ver qué pasa con los demás.

Observó a los baaz abalanzarse sobre sus víctimas. Sturm les hacía frente de pie, espada en mano, igual que Flint, que tenía el hacha enarbolada, situado junto al kender en actitud protectora. El elfo y el clérigo miraban en derredor y llamaban a Laurana.

—¡Elistan, ponte detrás de mí! —le gritó Sturm.

El pequeño grupo se enfrentaba a veinte baaz sedientos de sangre. Con todo, Kit conocía a sus viejos amigos. No cederían sin presentar batalla. Se chupó las heridas de la mano al tiempo que maldecía a Laurana, sin perder detalle de lo que ocurría en la calle. No tenía dudas sobre el desenlace, pero la lucha podía resultar interesante.

Sturm seguía gritando al clérigo que se pusiera a cubierto detrás de él, pero el hombre no le hizo caso. Se mantuvo firme y se volvió para hacer frente a los baaz, que gritaban y babeaban de gusto por la matanza fácil que se avecinaba. El clérigo alzó las manos al cielo y elevó la voz en una exhortación ensordecedora.

—¡Paladine, te lo ruego! ¡Haz que tu cólera se abata sobre los enemigos de tu luz sacratísima!

Kitiara rio entre dientes, se chupó la sangre de la herida otra vez y esperó que el baaz ensartara al clérigo de parte a parte.

Una cascada de fuego al rojo vivo, cegadora y terrible, cayó del cielo con el estruendo de un rayo. La cólera divina engulló vorazmente casi a la mitad de los baaz lanzados al ataque. Medio cegada, Kit oyó gritos y sonidos espantosos de estallidos y chisporroteos. Cuando recuperó la vista, contempló con horrorizada estupefacción cómo la carne escamosa se derretía y se desprendía de los huesos, huesos que se calcinaban y se consumían. La llamarada sagrada se extinguió. De los draconianos sólo quedaban manchas oleosas en el pavimento.

—¡Maldición! —exclamó Kitiara, impresionada.

La cólera del dios proporcionó arrojo y fortaleza a los otros. Sturm y Flint se lanzaron al ataque contra los otros draconianos que, al presenciar la muerte espantosa de sus compañeros, frenaron la carrera hacia el clérigo. El hermano de Laurana siguió llamándola a voces.

—La encontraré —gritó el clérigo al tiempo que se daba media vuelta y miraba hacia donde estaba Kitiara.

Ésta giró sobre sus talones y regresó al lugar donde el sivak todavía sujetaba con fuerza a Laurana sin apartarle el cuchillo del cuello. Le había atado las manos con una tira de cuero que había cortado de la túnica que llevaba la elfa.

—¿Qué ha sido esa luz intensa y todos esos gritos?

—Tus baaz han estallado en llamas. Al parecer Paladine no es el dios débil y quejicoso que nuestra reina dice que es —contestó Kitiara.

El sivak negó con la cabeza.

—Baaz —masculló con desagrado—. ¿Qué se puede esperar de ésos? —Se encogió de hombros, esbozó una mueca que quería ser una sonrisa y dio palmaditas a la bolsa de dinero que Kit le había entregado—. Menos para repartir las ganancias.

—No disponemos de mucho tiempo. El clérigo viene hacia aquí en busca de la elfa. —Kit se puso en cuclillas para estar cara a cara con Laurana—. Pásame el cuchillo y vigila el callejón. Si se acerca, avísame.

El sivak hizo lo que le ordenaba y corrió hasta el final del callejón. Laurana se abalanzó de repente e intentó ponerse de pie.

Kitiara le dio un ligero puñetazo en la mandíbula, no tan fuerte como para dejarla sin sentido pero sí lo bastante para aturdirla. Laurana cayó hacia atrás y Kit le plantó una rodilla en el pecho al tiempo que le acercaba el cuchillo a la garganta. Un hilillo de sangre se deslizó por la piel alabastrina.

—Voy a matarte —dijo desapasionadamente la guerrera. Estaba ronca de toser y la voz le sonó áspera.

Laurana miró a Kitiara con expresión desafiante, sin rastro de temor.

—Sólo quiero que sepas que no soy un asesino a sueldo —siguió Kitiara—. Quiero que sepas por qué…

Kit captó un movimiento por el rabillo del ojo. Alzó la cabeza y vio a tres hombres que salían del humo. Empuñaban espadas ensangrentadas y uno de ellos sostenía una antorcha encendida para alumbrar el camino a través de la humareda y la creciente oscuridad que anunciaba la noche. La luz de la antorcha daba de lleno en el rostro de uno de ellos y Kitiara lo reconoció al punto.

Barbotó todas las blasfemias que conocía.

Derek Crownguard y sus dos amigos avanzaban callejón abajo con paso decidido. Kit no tenía ni idea de qué hacían allí cuando deberían estar buscando el Orbe de los Dragones, pero eso poco importaba ahora. Lo importante era que no debía verla. Si lo hacía, si la reconocía como integrante del bando enemigo, se plantearía de inmediato por qué lo mandaba el enemigo en busca de un Orbe de los Dragones. Sospecharía y quizá hasta se negaría a seguir adelante con la misión, con lo que echaría a rodar el plan de la consentida de Ariakas.

Por si fuera poco, el sivak empezó a sisearle desde la otra punta del callejón.

—¡Señora! Más vale que aligeres si quieres matarla. ¡Ése clérigo viene hacia aquí!

Kitiara acercó el cuchillo a la garganta de la elfa.

—Venga, acaba conmigo —dijo Laurana, ahogada en llanto—. Quiero morir. Así me reuniré con él.

«Tanis —dijo Kit para sus adentros—. Se refiere a Tanis. ¡Cree que Tanis ha muerto! ¡Todos creen que ha muerto!».

Entonces lo vio todo muy claro: la posada desplomándose; Tanis enterrado bajo los escombros; estos pocos escapando; el grupo de amigos separado.

«Pues claro, unos y otros deben pensar que los demás han muerto. No seré yo quien saque de su error a mi rival».

Kitiara se guardó el cuchillo en la bota y se puso de pie.

—Lo siento, hoy no tengo tiempo para matarte, pero tú y yo volveremos a encontrarnos, princesa.

Se oyeron los arañazos de las zarpas del sivak en los adoquines. Frenó con un patinazo y se quedó mirando a los caballeros de hito en hito. Al verlo, los tres hombres gritaron y echaron a correr hacia el draconiano.

Un clérigo encolerizado a un extremo del callejón y tres caballeros solámnicos al otro.

—¡Por aquí! —dijo el sivak al tiempo que señalaba hacia arriba.

Un balcón en la primera planta se proyectaba sobre la calleja. Salían volutas de humo por el techo, pero el fuego todavía no se había extendido por todo el edificio. El sivak se agazapó debajo del balcón y después dio un salto. Las fuertes patas lo impulsaron en el aire. Tenía los brazos largos y delgados y se aferró al borde del balcón, se subió a él y saltó sobre la barandilla. Agachado, le tendió la mano a Kitiara. La mujer se agarró a la muñeca del draconiano y el sivak la izó a pulso.

El sivak se encaramó a la barandilla y mantuvo el equilibro con dificultad. Con otro salto, éste más corto, llegó al tejado; clavó las garras en la cubierta del tejado, se quedó colgado un instante mientras pataleaba frenéticamente, y por fin consiguió subir una de las piernas. Tendido boca abajo, izó a Kitiara a continuación.

Kit miró abajo. Uno de los caballeros se inclinaba sobre Laurana. Los otros dos los miraban fijamente, como planteándose la posibilidad de ir tras ellos. Kit no creía que lo hicieran y tenía razón. Con centenares de soldados enemigos deambulando por la ciudad no tenía sentido perder un tiempo muy valioso persiguiendo a dos de ellos. El clérigo —que podría haberles causado algún daño incluso desde lejos— se había agachado para ocuparse de Laurana.

El sivak gritó a Kit y la mujer echó a correr tras él a lo largo del tejado. Desde su aventajada posición vio que los restantes draconianos huían calle abajo, en absoluto dispuestos a arriesgar la vida habiendo presas más fáciles de abatir en otras partes de la ciudad condenada. Entre ellos se encontraban los que Kitiara había llevado como escolta.

—¡Baaz! —El sivak negó con la cabeza.

Kit y él se desplazaron sin precipitación y fueron de tejado en tejado hasta que no encontraron más edificios en su camino. El sivak podría haber saltado al suelo en cualquier momento contando con las cortas y atrofiadas alas para descender a la calle. Sin embargo, se quedó con Kit hasta que encontró otro balcón a poca distancia del tejado. Desde allí, Kit saltó a la calle sin dificultad.

Aunque la mujer le aseguró que no correría peligro, el sivak no se separó de ella.

—Conozco estos barrios. Te puedo enseñar cómo salir de la ciudad —le dijo el draconiano, y Kit, que no tenía ni idea de dónde estaban, aceptó su ayuda.

Todavía ardían fuegos, y seguirían así hasta que los edificios se consumieran porque no había nadie que los apagara. Los dragones rojos se habían ido volando al caer la noche para descansar y regodearse con la fácil victoria. Por la ciudad deambulaban soldados draconianos, goblins y humanos leales a la Reina Oscura que buscaban diversión. No había nadie al mando. El Señor del Dragón Toede se había mantenido bien lejos de la lucha. No se acercaría a Tarsis hasta tener la seguridad de que no había peligro. Si hubiera habido oficiales en la ciudad, ningún mando habría osado refrenar a las tropas, ebrias de licor y sangre, por miedo a que se revolvieran contra él. Tampoco es que hubiera muchos oficiales que hicieran tal cosa. La mayoría estaban tan borrachos o más que sus soldados.

—Que idea tan estúpida atacar Tarsis —comentó el sivak.

Un goblin borracho se cruzó en su camino dando bandazos. El sivak le atizó un puñetazo en la mandíbula y luego apartó de una patada el cuerpo tendido en el suelo.

—No podremos conservar la ciudad en nuestro poder —prosiguió el draconiano—. No hay líneas de suministro. Nuestras tropas estarán aquí dos días, tal vez tres, y después se verán obligadas a retirarse. —Miró a Kitiara de soslayo y añadió con voz triste:

»A menos, claro, que este ataque fuera idea tuya, Señora del Dragón. Entonces diré que ha sido una genialidad.

—No. —Kit negó con la cabeza—. No fue idea mía. Se gestó en el cerebro febril de vuestro Señor del Dragón.

Durante un instante el sivak pareció desconcertado.

—Toede —dijo Kitiara—. Señor del Dragón del Ejército Rojo. —Señaló la insignia que el sivak llevaba en los correajes. Después la observó con más atención y sonrió.

Los dos llegaron a las puertas de la ciudad y el sivak se detuvo. Miraba hacia atrás, seguramente con la idea de volver para reclamar su parte de las riquezas que quedaran.

—Sólo que tú no estás con el Ejército Rojo, ¿verdad? —dijo Kitiara.

—¿Eh? —El sivak volvió bruscamente la cabeza para mirarla—. Pues claro que sí —afirmó, al tiempo que señalaba la insignia.

—La llevas puesta boca abajo —indicó secamente Kitiara.

—¡Oh! —El draconiano esbozó una sonrisa avergonzada y enderezó la insignia—. ¿Mejor así?

—Si te descubren, te colgarán. Es lo que les hacen a los desertores.

—Yo no he desertado. —El sivak agitó una garra en el aire—. Mi oficial y yo oímos lo del ataque a Tarsis y se nos ocurrió que podríamos sacar tajada. Decidimos traer a los muchachos, echar una ojeada y ver qué se podía pillar.

—¿Quién es tu oficial?

—¿Sabes? Con todo el jaleo y tanta emoción creo que se me ha olvidado el nombre —contestó el sivak mientras se rascaba la cabeza y sonreía—. No me malinterpretes, señora. Cumplimos con nuestro deber hacia la reina, pero seguro que no le molestará que saquemos algo de ganancia por nuestra cuenta. Somos lo que podríamos llamar contratistas independientes. Nos aseguramos de conseguir en esta guerra algo más que raciones agusanadas y servicios en letrinas. —La miró de soslayo—. ¿Vas a intentar arrestarme, señora?

Kitiara rompió a reír.

—Después de todo por lo que hemos pasado esta tarde, no. Me has servido bien. Puedes volver con tu oficial. Mi campamento está cerca y a partir de aquí no creo que corra peligro. Gracias por tu ayuda. —Le tendió la mano—. Espero que no te importe decirme tu nombre.

—Slith, señora —contestó el sivak. Tras una ligera vacilación, extendió la garra.

—Me alegro de haberte conocido, Slith. Yo soy…

—La Dama Azul. Todo el mundo te conoce, señora. —Slith habló con admiración.

Los dos se estrecharon mano y garra y después el sivak dio media vuelta y se encaminó hacia el amasijo de escombros, sangre y ceniza que antes había sido Tarsis.

—¡Eh, Slith! —lo llamó Kitiara—. ¡Si alguna vez dejas de ser un contratista independiente, ven a trabajar para mí!

El sivak se echó a reír, se volvió de nuevo y agitó la garra, aunque no se detuvo en ningún momento.

Kitiara echó a andar. La llanura se extendía ante ella. Allí, lejos del caos que reinaba dentro de la ciudad, la noche era silenciosa y oscura. La nieve crujía bajo sus botas, negras de hollín y ceniza. Sombras furtivas se deslizaban a su alrededor amparadas en la noche; supervivientes que habían tenido la suerte de haber escapado de Tarsis.

Kit los dejó en paz.