21

La posada El Dragón Rojo

La persecución

Nada más abandonar el Muro de Hielo, Kitiara y Skie se habían reunido con la fuerza de los dragones azules y sus guardias draconianos sivaks, que habían merodeado por los alrededores de Thorbardin para tener al reino enano bajo vigilancia por si aparecían los que estaban en la lista de recompensas. Kit tenía una buena disculpa para dirigirse a Tarsis. Ariakas había ascendido recientemente a Fewmaster Toede al puesto de Señor del Dragón del Ala Roja, aunque sólo de forma temporal. Kitiara podía decirle al emperador que había ido a supervisar la batalla que se fraguaba allí para ver cómo se desenvolvía el hobgoblin.

Los dragones azules habían oído rumores sobre un posible ataque a la ciudad y estaban ansiosos por incorporarse a la lucha. Skie era el único dragón al que no le complacía esa perspectiva y se debía a que sabía la verdad. Kitiara no iba a Tarsis a combatir ni a evaluar al hobgoblin. Iba por razones personales. Eso le había dicho.

Skie respetaba a Kitiara como pocos dragones en la historia de Krynn habían respetado a un ser humano. Admiraba el valor de la mujer. Él personalmente podía atestiguar la destreza y la inteligencia de Kitiara en lo tocante a la guerra. De sus tácticas y su estrategia daba cuenta el hecho de que hubiera conquistado gran parte de Solamnia y el dragón azul estaba convencido de que, de haber sido Kitiara la que hubiera estado al mando en la guerra en vez de Ariakas, en ese momento estarían instalándose cómodamente en la conquistada ciudad de Palanthas. En la batalla, Kitiara tenía mucho temple y sangre fría, era valiente y autoritaria. Sin embargo, en lo referente a su vida privada, sucumbía a sus pasiones caprichosas y tornadizas y permitía que el deseo la dominara.

Iba de amante en amante, los utilizaba y después los abandonaba. Ella creía que todo eso lo tenía controlado, pero Skie sabía que no era así. Kitiara estaban tan sedienta de amor como otros lo estaban del aguardiente enano. Lo deseaba con el ansia que un glotón siente por la comida. Necesitaba que los hombres la adoraran, e incluso si no los amaba ya, esperaba que ellos siguieran amándola. Ariakas era quizá la única excepción, y eso se debía a que Kitiara se había limitado a permitirle que la amara sólo para conseguir ascensos. Se entendían bien entre ellos, seguramente porque eran iguales. El emperador necesitaba a las mujeres para lo mismo que Kitiara necesitaba a los hombres. Era el único hombre al que Kitiara temía y ella era la única mujer que intimidaba a Ariakas.

Como el tal Bakaris. Era lugarteniente de Kit y su amante actual. Encantador, apuesto, buen soldado, pero, desde luego, no estaba a su altura. Si dejaba que se las arreglara solo en Solamnia, que era donde se encontraba ahora, la cagaría en la batalla si los llamaran a la lucha. A Skie sólo le quedaba esperar que esa incursión al sur no retuviera a Kitiara alejada de la guerra mucho tiempo.

Skie desconocía la identidad del hombre tras el que andaba a la caza en Tarsis. Eso no se lo había dicho Kitiara. Lo único que sabía era que se trataba de alguien a quien había conocido en su juventud. Skie estaba seguro de que sólo era cuestión de tiempo que Kit se lo contara todo. Tenía absoluta confianza en él. Que encontrara a ese amante perdido tiempo atrás, fuera quien fuese, y luego que saliera de su vida. Entonces Kit volvería a centrarse en lo suyo.

Establecieron el cuartel general fuera de la ciudad, cerca de unos manantiales que Skie había descubierto. Kitiara había enviado espías provistos con la lista de recompensas de Toede a Tarsis y otras ciudades de la región, y también había mandado grupos de búsqueda con la orden de estar ojo avizor en las principales rutas comerciales.

Aunque la nieve dificultó considerablemente su labor, una de las patrullas de búsqueda dio con algo, aunque no era lo que Kit esperaba.

—¿Por qué no han informado Rag y sus baaz? —preguntó Kitiara al comandante sivak de su contingente de draconianos.

El sivak no tenía ni idea, así que mandó una patrulla a lomos de dragones para que indagara. Regresó con malas noticias.

—Rag y sus soldados han muerto, señora —informó el sivak—. Hemos encontrado lo que queda de ellos cerca de un puente al sur de Tarsis. Las huellas en la nieve indican que eran tres hombres a caballo. Iban por la calzada que parte de Rigitt. Parece que uno de los caballos se espantó, porque las huellas se dirigen de vuelta hacia el sur. Dos caballos cruzaron juntos el puente, salieron de la calzada y cortaron a campo traviesa hacia el oeste.

»Encontramos el caballo desbocado deambulando por la llanura. Llevaba esto encima —añadió el sivak, que le mostró un brazal decorado con el martín pescador y la rosa.

—Caballeros de Solamnia —masculló Kitiara, irritada. Rebuscó entre los informes de otros espías hasta dar con uno en particular:

«El caballero, Derek Crownguard, que viaja con dos compañeros de caballería, ha pasado por Rigitt. Los tres hombres alquilaron caballos y comentaron que pensaban ir hasta Tarsis…».

—Hijo de perra —blasfemó Kitiara.

Pues claro que tenían que haber sido ellos. ¿Quién más excepto unos Caballeros de Solamnia despacharía a unos draconianos con tanta facilidad? No podía creérselo.

—¿Cuánto tiempo llevan muertos? —preguntó.

—Puede que un par de días —contestó el sivak.

—¡Hijo de perra! —barbotó de nuevo Kitiara, esta vez con más vehemencia—. De modo que ese puente no ha estado vigilado durante días. Los criminales a los que buscamos podrían haberlo cruzado y entrar en Tarsis sin que los detectáramos.

—No hemos visto más huellas, pero los encontraremos si han llegado, señora —prometió el sivak.

Y eso fue lo que pasó al día siguiente.

—Las personas que buscas están en Tarsis, señora —informó el sivak—. Entraron por una de las puertas esta mañana. Todos. —Señaló la lista de recompensas—. Encajan perfectamente con las descripciones. Se alojan en la posada El Dragón Rojo.

—Excelente. —Kitiara se levantó de la silla. Tenía el rostro arrebolado y los ojos brillantes por la excitación—. Haz que venga Skie. Volaré inmediatamente allí…

—Hay un… eh… pequeño problema. —El sivak tosió con cara de circunstancias—. Algunos de ellos han sido arrestados.

—¿Qué? —Kitiara, puesta en jarras, le asestó una mirada feroz—. ¿Arrestados? ¿Quién ha sido el necio que ha dado esa orden?

En el mismo momento de pronunciar la palabra «necio» la respuesta llegó por sí sola.

—¡Toede!

—Bueno, no ha sido el Señor del Dragón en persona —aclaró el sivak—. Mandó un emisario draconiano que lleva las «negociaciones» con el señor de Tarsis en nombre de Toede. Por lo visto uno de los guardias de la puerta reconoció al Caballero de Solamnia, ese tal… —el sivak consultó la lista— Sturm Brightblade. El guardia de la puerta informó al señor de Tarsis, que parecía inclinado a no tomar medidas. El emisario draconiano insistió para que mandara a la guardia a buscar al caballero y a sus compañeros para «interrogarlos».

—¡Retorceré el cuello a ese hobgoblin! —masculló Kit con los dientes apretados—. ¿El emisario sabe que esas personas están en la lista de recompensas?

—No creo que haya relacionado una cosa con la otra, señora. Lo único que sabe es que un Caballero de Solamnia había llegado a la ciudad. Mi deducción se basa en el hecho de que se permitiera a varios del grupo quedarse en la posada. Sólo se llevaron detenidos al semielfo, al caballero, al elfo, al enano y al kender.

Kitiara se relajó.

—Así que el semielfo y los otros están prisioneros.

El sivak volvió a toser.

—No, señora.

—En nombre de Takhisis, ¿qué más ha pasado? —demandó Kit.

—Por lo visto estalló un tumulto y, en medio de la confusión, el kender desapareció. Los otros comparecieron ante el tribunal junto con otra elfa, que resultó ser hija del rey Lorac. Los conducían a prisión a todos cuando tres hombres encapuchados atacaron a los soldados y rescataron a los prisioneros.

—Deja que adivine —susurró Kit en un tono peligrosamente tranquilo—. Los tres hombres que los rescataron eran caballeros solámnicos.

—Eso parece, señora —respondió el sivak tras una ligera vacilación—. Mi informador los oyó hablar en solámnico y el caballero, Brightblade, reconoció a los otros tres.

Kitiara se sentó pesadamente en la silla.

—¿Dónde están ahora?

—Lamento decir que el caballero y sus compañeros escaparon. Mi gente los está buscando. Sin embargo, la mujer de la lista y los otros hombres, incluido el mago y el clérigo de Paladine, siguen en la posada.

—Al menos algo ha salido bien —comentó Kit, otra vez animada—. El semielfo no abandonará a esas personas. Son sus amigos, así que volverá a buscarlos. Mantén a tus espías cerca de la posada El Dragón Rojo. No, espera. Iré yo misma…

—Hay… eh… otro problema, señora —añadió el sivak mientras retrocedía unos cuantos pasos para ponerse fuera del alcance de la espada de la mujer en caso de que la cólera la superara—. El Señor del Dragón Toede ha dado la orden de ataque. En este momento los dragones sobrevuelan Tarsis.

* * *

—¡Le dije a ese idiota que esperara mi señal! —exclamó, enfurecida, Kitiara mientras el dragón azul se remontaba hacia las nubes.

Se arrimó más al cuerpo de Skie y se pegó al cuello del reptil a fin de presentar la menor resistencia posible al viento. Levantar el vuelo era siempre lo más difícil para los dragones. Incluso sin jinetes, impulsar los pesados y voluminosos cuerpos al aire requería mucha fuerza. Algunos jinetes eran desconsiderados con sus monturas y no hacían nada para ayudarlas; de hecho, en ocasiones les dificultaban la tarea.

Kitiara sabía instintivamente cómo ayudar a Skie, tal vez porque le encantaba volar. En el aire, su dragón y ella se fundían uno con el otro. A Kit le daba la impresión de ser ella la que tenía alas. En batalla, sabía todos los movimientos de Skie antes de que los hiciera, igual que el dragón sabía hacia dónde quería ir ella por el contacto de las rodillas de la mujer en sus flancos o el roce de la mano en el cuello: siempre allí donde la lucha era más encarnizada.

Una escuadrilla de dragones azules remontó el vuelo tras ellos, saltando al aire detrás de Skie, su cabecilla. Aquél era siempre un momento de orgullo para él; y para ella, como el dragón sabía muy bien.

—A los rojos no les va a hacer gracia vernos —gritó Skie para hacerse oír sobre las ráfagas de aire frío.

Kitiara manifestó sin disimulo lo que los dragones rojos podían hacer consigo mismos y añadió unas cuantas palabras escogidas para expresar lo que podían hacer de paso con Toede.

—Buscamos una posada que se llama El Dragón Rojo —le dijo a Skie.

—¡Creo que llegamos un poco tarde! —respondió él.

Tenían a Tarsis a la vista… O más bien lo que quedaba de ella.

Nubes de humo y llamas ondeaban en el aire. A Skie le escocieron los ollares y sacudió la crin. Disfrutaba con la pestilencia de la destrucción, pero la densa nube de humo haría más que difícil distinguir algo en el suelo.

Sin embargo, Kitiara lo había previsto y había enviado exploradores a la ciudad. Skie y ella esperaron a cierta distancia el regreso de los exploradores. El dragón voló en lentos círculos justo fuera del alcance de la humareda. No hacía mucho que esperaban cuando un jinete de wyvern salió de la capa de humo que envolvía como una mortaja la ciudad condenada. Al divisar a la Señora del Dragón, viró rápidamente hacia allí.

—Ve despacio —ordenó al dragón.

Skie curvó la boca en una mueca burlona, pero hizo lo que le mandaba. Como casi todos los dragones, detestaba a los wyverns. Los consideraba sucias bestezuelas, un pobre remedo de dragón con las grotescas patas de ave, el escamoso cuerpo atrofiado y la cola rematada con púas. Dirigió una mirada fiera al wyvern cuando se aproximaba, una advertencia de que no se acercara demasiado. Puesto que el dragón azul podía partir en dos al wyvern de una dentellada, el animal hizo caso del aviso, por lo que su jinete sivak tuvo que desgañitarse para hacerse oír.

—¡Han alcanzado la posada, señora! Se ha derrumbado en parte. Las tropas del Ala Roja la tienen rodeada. —El draconiano sivak gesticuló—. Ésa escuadrilla de rojos que ves allí va a…

Kitiara no pensaba quedarse a oír lo que los rojos planeaban hacer. Skie entendió lo que quería, y había cambiado de rumbo y planeaba en pos de los rojos antes de que ella le diera la orden.

—¡Vuelve a tu puesto! —le grito Kit al sivak, y el wyvern se alejó a toda prisa, francamente aliviado.

Los dragones azules eran más pequeños y tenían mayor maniobrabilidad en vuelo que los corpulentos rojos. Skie y sus azules alcanzaron a los rojos con facilidad y, como había adivinado Skie, les desagradó sobremanera verlos. Los rojos asestaron miradas furibundas a los azules, que les respondieron con otras igualmente torvas.

Kitiara y el cabecilla del Ala Roja sostuvieron una breve conferencia en el aire; el rojo gritaba a Kit que tenía órdenes de Toede de matar a los delincuentes si los encontraba, nada de capturarlos. Kit le replicó a voces que sería él el que acabaría muerto, nada de capturado, a no ser que le entregara a los asesinos sanos y salvos. El comandante del Ala Roja conocía a Kitiara. También conocía a Toede. Saludó a Kit con respeto y se alejó volando.

—Localizad la posada —ordenó Kit a Skie y al resto de los azules—. Recordad que buscamos a tres personas: un semielfo, un hechicero humano y un guerrero grandullón con aspecto de tonto.

Los dragones entraron en la nube de humo; parpadearon y se mantuvieron alerta para que ninguna pavesa ardiente tocara las vulnerables membranas de las alas. Los azules tenían que ir con cuidado, porque los rojos, ebrios de gozo por la matanza y la destrucción, volaban sin cuidado y hacían picados sobre la gente indefensa que intentaba escapar para lanzarles chorros de fuego y después observar cómo gritaban y corrían con el pelo y las ropas en llamas hasta que se desplomaban en la calle.

Sin prestar atención de hacia dónde iban, los rojos tropezaban con edificios, los hacían añicos y los derribaban con las colas. También chocaban entre sí en medio del humo y la confusión, y Skie y los otros azules se veían forzados a ejecutar maniobras extrañas para evitar colisiones con ellos. Unos cuantos rayos expelidos por los azules consiguieron alejar a los rojos que volaban demasiado cerca.

Para Kitiara no era nada nuevo el hedor a carne quemada, los gritos de los moribundos, el estruendo de torres que se derrumbaban. Apenas prestaba atención a lo que la rodeaba; estaba concentrada en escudriñar a través de los huecos de aire limpio que de vez en cuando aparecían en la nube de humo abiertos al batir Skie las alas.

Sobrevolaban la zona en la que se hallaba la posada y en seguida la localizó, porque era —o había sido— uno de los edificios más grandes del sector. Fuerzas draconianas atacaban la posada y combatían con los que se encontraban dentro.

Kit dio un respingo. Sabía perfectamente bien quién estaba allí luchando para salvar la vida y la vida de sus amigos. Se imaginó a sí misma entrando en la posada con pasos decididos, en medio del humo, encaramándose a los montones de escombros, hallando a Tanis, tendiéndole la mano a la par que le decía: «Ven conmigo». Se quedaría estupefacto, naturalmente. Imaginaba la expresión de su cara.

—¡Grifos! —bramó Skie.

Kitiara parpadeó para salir de su ensueño y escudriñó a través de las rendijas del yelmo mientras maldecía el humo que no la dejaba ver. Entonces aparecieron. Era una escuadrilla de grifos que volaba por debajo de la capa de humo y que acudía al rescate de los que estaban atrapados en la posada.

Kitiara profirió una maldición de rabia. Los grifos eran criaturas feroces que no le temían a nada y cayeron sobre los draconianos que rodeaban la posada; los atraparon con las garras afiladas y les arrancaron la cabeza con el pico, como haría un águila con una rata.

—¡Hay elfos metidos en esto! —rugió Skie.

Los grifos, aunque apasionadamente independientes, respetaban a los elfos, y los que estaban vinculados con ellos los ayudaban si la necesidad era grande. Por sí mismos, los grifos jamás habrían volado hacia una batalla campal arriesgando la vida para salvar a unos humanos. Ésos grifos estaban allí por orden de algún señor elfo. Los que se habían quedado atrapados entre las ruinas de la posada ahora subían a lomos de los grifos, que no perdieron el tiempo. Una vez recogidos los pasajeros, emprendieron vuelo hacia el norte.

—¿Quiénes han huido? ¿Has podido verlos? —gritó Kit.

Skie iba a responder cuando apareció un dragón rojo a través del humo. Al ver a los grifos que huían, el rojo voló tras ellos con el propósito de calcinarlos.

—¡Córtale el paso! —ordenó Kitiara.

A Skie no le gustaba que la mujer se involucrara en esa lucha, pero le divertía la idea de desbaratar los planes a cualquier dragón rojo que, por el simple hecho de ser más grandes, se creían mejores que nadie. Skie ejecutó un viraje justo delante del hocico del rojo obligándolo a hacer una maniobra tan brusca que casi se dio la voltereta para no chocar con él.

—¿Estás loco? —lo increpó el rojo, enfurecido—. ¡Se escapan!

Kitiara ordenó al rojo que se fuera a otra parte de la ciudad a matar gente y mandó a los dragones azules tras los grifos, en su persecución, no sin antes repetirles varias veces que tenían que traerle sana y salva a la gente que transportaban los grifos.

—¿No vamos nosotros? —se extrañó Skie.

—Tengo que asegurarme de quiénes eran. No quiero marcharme hasta que confirme que eran ellos los que han huido. No llegué a verlos. ¿Y tú? —le preguntó a gritos a Skie.

El dragón había podido echarles una buena ojeada mientras Kit discutía con el dragón rojo.

—Tu hechicero y un guerrero humano muy grande, una humana de cabello pelirrojo y un hombre con ropas de cuero. Podría ser un mestizo. Parecía el cabecilla, porque impartía órdenes. Ah, sí, y una pareja de bárbaros.

—¿No había una mujer rubia? —preguntó Kit en tono cortante.

—No, señora —contestó Skie, que se preguntó qué tendría eso que ver con los demás.

—Bien. A lo mejor ha muerto. —Después frunció el entrecejo—. ¿Y qué ha pasado con Flint, Sturm y el kender? Tanis nunca los habría abandonado… Así que, tal vez, el que iba en el grifo no era él…

—¿Qué ordenas, señora? —preguntó Skie, impaciente.

El dragón esperaba que Kit reflexionara sobre toda esa estupidez y le dijera que mandara volver a los azules que volaban en pos de los grifos. Unas bestias rápidas, los grifos. Casi se habían perdido de vista para entonces. Los azules tendrían que emplearse a fondo para alcanzarlos. Esperaba que Kit le dijera que todos regresaban a Solamnia, a bosques repletos de ciervos y a combatir en gloriosas batallas y conquistar ciudades.

Lo que dijo la mujer no era lo que había esperado o deseado oír. La orden lo desconcertó por completo.

—Déjame en la calle.

Skie volvió la cabeza hacia atrás para mirarla de hito en hito.

—Sé lo que hago —le aseguró ella—. Ése clérigo de Paladine, Elistan, no se hallaba entre los que me describiste y, sin embargo, se había alojado en la posada. Tengo que descubrir qué ha sido de él.

—¡Dijiste que el clérigo no era importante! No era a él a quien perseguíamos. Las personas que buscabas se están perdiendo de vista en el horizonte.

—He cambiado de opinión. ¡Bájame a la calle! —repitió Kitiara, encolerizada—. Ve con los otros azules. Perseguid a los que van montados en los grifos y, cuando los alcancéis, traédmelos al campamento. ¡Vivos! —dijo con énfasis—. Los quiero vivos.

—Señora del Dragón —empezó en tono vehemente Skie, que obedeció aunque no le gustaba la orden—, ¡corres un gran riesgo! Ésta ciudad está envuelta en llamas y repleta de draconianos sedientos de sangre. ¡Te matarán primero y después descubrirán que eres una Señora del Dragón!

—Sé cuidar de mí misma —le contestó Kit.

—¡El que buscas ha huido de Tarsis! ¿Para qué volver? ¡Y no me digas que vas tras un estúpido clérigo!

Kit le asestó una mirada furiosa mientras se incorporaba en la silla, pero no contestó. El dragón no tenía ni idea de lo que se traía entre manos, pero sabía muy bien que no tenía nada que ver con la guerra y que estaba relacionado con su obsesión actual.

—Kitiara, déjalo estar —suplicó Skie—. ¡No sólo pones en peligro el mando, sino tu vida!

—Te he dado una orden —le espetó la mujer y, por la expresión de sus ojos, Skie comprendió que él también corría un riesgo si seguía con aquella discusión.

Aterrizó en el único espacio en tierra firme que encontró: el mercado. El área estaba sembrada de cadáveres, los restos humeantes y calcinados de puestos, verduras pisoteadas, perros que aullaban aterrados y draconianos que merodeaban de aquí para allá, tintas en sangre las espadas. Kitiara desmontó de la montura.

—Recuerda —le dijo a Skie cuando el dragón casi emprendía el vuelo—. ¡Los quiero vivos!

Skie rezongó que eso ya lo había oído solamente unas seiscientas veces. Se elevó entre el humo que al principio le había olido tan bien pero que ahora le resultaba molesto porque le congestionaba los pulmones y le escocía en los ojos.

Obedecería la orden que le había dado; aunque, pensándolo bien, lo único que le faltaba a Kit era que Ariakas la pillara retozando en el lecho con un semielfo que había matado a Verminaard.

Perseguiría a ese semielfo, pero ¡así lo colgaran si lo alcanzaba!

* * *

Iolanthe vio a Kitiara abrirse paso por la ciudad arrasada. El olor a quemado impregnaba el aire también allí, pero no procedía de las vigas abrasadas ni de la carne calcinada. El olor provenía de unos rizos negros chamuscados, unos cuantos cabellos que se consumían en el fuego del conjuro de Iolanthe.

La hechicera se hallaba en su cuarto de Neraka donde observaba a Kitiara con profundo interés y se fijaba en ciertos detalles que quizá compartiría con Ariakas al presentarle su informe. El emperador ya no acudía cuando Iolanthe espiaba a Kit. Le había dicho en tono seco que estaba demasiado ocupado.

Iolanthe sabía la verdad. Él jamás lo admitiría, pero se sentía profundamente herido por la traición de Kitiara. Había sido el brujo invernal, Feal-Thas, el que había puesto la última piedra en la pira funeraria de Kitiara. Le había enviado un informe detallado a Ariakas sobre la mujer en el que afirmaba haber sondeado su alma hasta lo más recóndito y había descubierto que estaba locamente enamorada del semielfo implicado en el asesinato de Verminaard. Iolanthe estaba presente cuando el emperador leyó el informe, y Ariakas había tenido tal arrebato de ira desaforada que por un momento la hechicera temió por su propia vida.

Ariakas se había calmando finalmente, pero aunque la cólera había dejado de llamear con violencia, quedaban los rescoldos candentes. Estaba convencido de que Kitiara era responsable de la muerte de Verminaard. Ariakas mandó a sus guardias a Solamnia para que la buscaran, pero el primer oficial, Bakaris, les dijo que no se encontraba allí. Había partido en una misión secreta con Skie y se había llevado una escuadrilla de azules.

Al emperador no le cupo duda de que iba a reunirse con su amante mestizo, y empezó a pensar que la mujer estaba metida con el semielfo en algún tipo de conspiración contra él. El hecho de que se hubiera llevado a los azules confirmaba esa sospecha. Iba a afianzarse como su rival para diputarle la Corona del Poder.

Ariakas le había ordenado a Iolanthe que utilizara su magia para localizar a Kitiara y le informara de lo que descubriera.

Así que ahora la hechicera vio a Kit asumir el mando de un contingente de draconianos que deambulaban por el mercado. Se despojó del yelmo y la armadura de Señora del Dragón, los envolvió en la capa y ocultó el bulto debajo de un montón de escombros. Después le quitó la capa a un cadáver y se la echó por los hombros. Se embozó el rostro con un pañuelo para protegerse del humo y del hedor a muerte así como para ocultar su identidad, y remetió el rizado y negro cabello en el gorro que le quitó también al mismo cadáver.

Hecho esto, Kitiara echó a andar calle abajo, acompañada por los draconianos, en dirección a la posada en la que Iolanthe le había oído decirle al dragón que era donde el semielfo estaba alojado. Entretanto, el semielfo huía a lomos de un grifo. Iolanthe no entendía lo que pasaba. ¿Por qué no había ido tras él Kitiara? La hechicera empezó a pensar que se había equivocado con Kit. Quizá había decidido capturar al clérigo de Paladine, en cuyo caso regresaría como una heroína ya que medio Ansalon buscaba a ese clérigo mientras que el otro medio buscaba al escurridizo Hombre de la Joya Verde.

Iolanthe estaba intrigada. Después de presenciar lo que Kitiara había hecho hasta el momento, de ser testigo de los absurdos errores que había cometido, la hechicera habría apostado por el emperador como claro ganador, pero ahora ya no estaba tan segura. El caballo rival estaba corriendo mucho mejor de lo previsto.