Un último beso
Sangre y fuego
Los caballeros y sus recién descubiertos compañeros llegaron a la biblioteca sin incidentes. Marco había vuelto para informarles de que Tas se encontraba sano y salvo en la biblioteca, recreando a Lillith con el relato de la lucha que habían sostenido con seiscientos soldados de la guardia de Tarsis, además de un gigante errabundo que pasaba por allí.
—Brian —dijo Derek antes de entrar en la biblioteca—, ve a buscar a Brightblade y dile que quiero hablar con él.
Brian suspiró profundamente, pero hizo lo que le mandaba. Sturm Brightblade pertenecía a una familia respetable y contaba con el respaldo de lord Gunthar, que era un viejo y querido amigo de la familia. Cuando Sturm pidió ser aceptado como aspirante a caballero, lord Gunthar había apoyado al joven. Fue Derek quien se opuso a la nominación de Sturm a entrar en la caballería basándose en varias razones: No se había criado en Solamnia; lo había educado su madre y su padre había estado ausente durante los años de aprendizaje; no había recibido una educación adecuada; no había servido como escudero a un caballero; y, lo que estaba más en su contra, la insinuación de Derek de que la paternidad de Angriff estaba en tela de juicio.
Afortunadamente, Sturm no se hallaba presente y no oyó todo lo que Derek dijo sobre él y su familia. De haberlo oído, se habría producido un derramamiento de sangre en el salón del consejo. Así las cosas, lord Gunthar había respondido a los cargos con vehemencia a favor de su joven amigo, pero los cargos de Derek habían tenido suficiente peso para dar al traste con la candidatura de Sturm.
Corrió el rumor de que cuando llegó a oídos de Sturm lo que Derek había dicho, el joven había intentado desafiar a Derek en un duelo de honor.
Eso, sin embargo, había sido imposible. Un simple don nadie como Sturm Brightblade no podía retar a un Caballero de la Rosa a un combate a muerte. Sintiéndose desprestigiado, Sturm decidió marcharse de Solamnia. Lord Gunthar había hablado con él para persuadirlo de que se quedara, pero había sido en vano. Gunthar le urgió a esperar un año y entonces se podría someter su nombre a consideración otra vez; entretanto, Sturm podía dedicarse a refutar los cargos de Derek. El joven se negó. Abandonó Solamnia al poco tiempo llevándose consigo su herencia: la espada y la armadura de su padre. Parte de esta última era la que ahora llevaba puesta aunque no tuviera derecho a ello.
Dos hombres orgullosos y tercos, pensó Brian; y los dos culpables.
—Tenemos que hablar contigo, Sturm —dijo Brian—. En privado. Quizá a la dama le gustaría descansar un rato —concluyó desmañadamente.
Sturm escoltó a la mujer velada a un banco de piedra que había cerca de lo que antaño había sido una fuente de mármol. En un gesto galante, lo limpió de nieve, se quitó la capa y la extendió sobre el banco antes de ayudar a la dama a sentarse. El elfo, que se llamaba Gilthanas, no había dicho una sola palabra en todo ese tiempo. Se sentó junto a la mujer con actitud protectora. Tanis estaba inquieto y miraba a su alrededor. Asintió con la cabeza en un gesto de aquiescencia cuando Sturm le informó que iba a hablar con sus amigos.
Derek los condujo hasta un sitio donde podrían hablar a solas sin que los oyeran. Brian, que tenía la terrible sensación de saber lo que se avecinaba, buscó la ocasión de tener una corta charla con Sturm, y lo retuvo por el brazo cuando su amigo se disponía a seguir a Derek.
—Sólo quería decirte que lamento lo que te ocurrió… Me refiero a lo de tu petición de ingreso en la caballería. Derek es mi amigo y no hay otro hombre a quien aprecie y respete más, —Brian esbozó una sonrisa pesarosa—, pero a veces se comporta como un cretino.
Sturm no dijo nada y mantuvo la vista clavada en el suelo. La cólera le ensombrecía el semblante.
»Todos hemos cometido errores —continuó Brian—. Si Derek se despojara alguna vez de esa coraza, descubriríamos que debajo hay un ser humano, pero es incapaz de quitársela, Sturm. No está en su forma de ser. Espera la perfección en todo el mundo, sobre todo en sí mismo.
Aquello pareció aplacar un poco a Sturm. Su gesto ceñudo se suavizó.
»Cuando los ejércitos de los dragones invadieron el castillo de Crownguard —prosiguió Brian—, un dragón mató a su hermano pequeño, Edwin. Es decir, suponemos que está muerto. —Hizo una pausa mientras evocaba aquellos momentos horribles y luego susurró—: Esperamos que lo esté. La esposa y el hijo de Derek han tenido que ir a vivir con el padre de ella porque no puede proporcionales una casa donde cobijarse. ¿Cómo tiene que sentirse un hombre en esa situación, sobre todo uno tan orgulloso como Derek? No le queda nada excepto la caballería, esta misión, —Brian suspiró— y su orgullo. Ten esto presente, Sturm, y perdónalo si puedes.
Dicho esto, Brian se apartó de Sturm porque Derek era capaz de sospechar que había dicho a saber qué. Sturm seguía silencioso, envarado y ceremonioso cuando se reunió con Derek. Aran, atisbando por encima del yelmo de Derek, miró a Brian y enarcó las cejas en una pregunta muda. El otro caballero negó con la cabeza. No tenía ni idea de lo que se proponía hacer Derek.
—Brightblade —empezó bruscamente Derek—, hemos tenido nuestras diferencias en el pasado…
Sturm apretó los puños y el cuerpo le tembló. No dijo nada, pero asintió con un cabeceo.
—Te recuerdo que, según la Medida, en tiempos de guerra cualquier animosidad personal debe dejarse a un lado. Yo estoy dispuesto a hacerlo si tú lo estás —añadió—. Te lo demostraré haciéndote partícipe de nuestro secreto. Voy a revelarte la naturaleza de nuestra misión.
Brian se quedó estupefacto cuando, de repente, comprendió lo que estaba haciendo Derek. Se puso tan furioso que tuvo que hacer un esfuerzo para tragarse unas palabras muy duras: Derek se mostraba conciliador con Sturm porque necesitaba al kender.
Sturm vaciló y después exhaló un sonoro suspiro, como si soltara una gran carga.
—Tu confianza me honra, milord —dijo en voz queda.
—Tienes permiso para contarles a tus amigos nuestra misión, pero esto no debe salir del grupo —advirtió Derek.
—Lo comprendo. Respondo por su honor como del mío propio.
Teniendo en cuenta que se estaba refiriendo a gente extraña, tales como enanos y semielfos, Derek enarcó una ceja al oír su respuesta, pero lo dejó pasar. Necesitaba al kender. Iba a entrar en materia cuando Aran se lo impidió al hacer una pregunta.
—¿Es cierto que matasteis al Señor del Dragón en Pax Tharkas? —Se notaba interés en la voz del caballero.
—Mis amigos y yo tomamos parte en una revuelta de esclavos en las minas, con el resultado de la muerte del Señor del Dragón —contestó Sturm.
—No es menester que seas modesto, Brightblade. Debes de haber hecho algo más que tomar parte para que tu nombre encabece la lista de recompensas por la muerte del Señor del Dragón. —Aran estaba impresionado.
—¿Que la encabeza? —preguntó Sturm, sobresaltado.
—Así es. Tu nombre y el de tus compañeros. Enséñaselo, Brian.
—Eso podremos hacerlo en otro momento. Ahora tenemos asuntos más importantes que tratar —intervino Derek, que asestó una mirada iracunda a Aran—. El Consejo de Caballeros nos ha encomendado la búsqueda de un valioso artefacto llamado Orbe de los Dragones y que lo llevemos a Sancrist. Nos han llegado rumores de que ese orbe podría hallarse en el glaciar, y hemos hecho un alto aquí, en la antigua biblioteca, a fin de conseguir más información. El kender nos ha prestado una ayuda muy valiosa en ese sentido.
Sturm se atusó el bigote en un gesto turbado, incómodo.
—No me gusta hablar mal de nadie, milores, sobre todo de Tasslehoff, al que conozco hace muchos años y considero un amigo…
Derek frunció el entrecejo ante la idea de que alguien considerara amigo a un kender, pero, por suerte, Sturm no reparó en su gesto.
—Sin embargo, deberíais tener presente que Tas, aun siendo una persona generosa y afable, a veces se… inventa cosas…
—Si lo que intentas decir es que el kender es un pequeño mentiroso, soy consciente de ello —lo interrumpió Derek, impaciente—. Pero el kender no miente en esto. Tenemos pruebas de la veracidad de sus afirmaciones. Creo que tú y tus amigos deberíais comprobarlo por vosotros mismos.
—Si Tasslehoff ha podido seros útil, me alegro. Estoy seguro de que Tanis querrá hablar con él —añadió Sturm con ironía—. Bien, si no hay nada más que comentar…
—Sólo una cosa… ¿Quién es la mujer del velo? —inquirió Brian con curiosidad al tiempo que echaba un vistazo hacia atrás.
La mujer seguía sentada en un banco y hablaba con el elfo y con el semielfo. El enano paseaba cerca con ruidosas zancadas.
—Es lady Alhana, hija del rey de Silvanesti —contestó Sturm. Los ojos le brillaron con afecto al posarse en ella.
—¡Silvanesti! —repitió Aran, sorprendido—. Está muy lejos de casa. ¿Qué hace una elfa silvanesti en Tarsis?
—El brazo de la Reina Oscura es largo —dijo seriamente Sturm—. Los ejércitos de los dragones están a punto de invadir su patria. La dama ha arriesgado la vida al viajar a Tarsis para buscar mercenarios que ayuden a los silvanestis a rechazar al enemigo. Por eso la arrestaron. Los mercenarios no están bien vistos en esta ciudad, y tampoco los que los contratan.
—¿Estás diciendo que los ejércitos de los dragones han llegado tan al sur que amenazan con invadir Silvanesti? —preguntó Brian, atónito.
—Eso parece —contestó Sturm. Miró a Derek y dijo con pesar:
»He oído que la guerra ha llegado también a Solamnia.
—El castillo de Crownguard cayó en manos de los ejércitos de los dragones, al igual que Vingaard —respondió Derek, impasible—. Como también todas las regiones orientales del país. Palanthas aguanta todavía, así como la Torre del Sumo Sacerdote, pero esos diablos podrían lanzar un ataque en cualquier momento.
—Lo lamento, milord —manifestó Sturm, vehemente. Por primera vez miró a Derek a los ojos—. Lo siento muchísimo.
—No necesitamos compasión. Lo que necesitamos es el poder necesario para expulsar a esos carniceros de nuestra patria —replicó secamente Derek—. De ahí que sea tan importante ese Orbe de los Dragones. Según el kender, confiere a quien lo domina la capacidad de controlar a los reptiles.
—Si tal cosa es cierta, en verdad sería una gran noticia para todos los que luchamos por la libertad —afirmó Sturm—. Iré a informar a mis amigos.
Se alejó para hablar con el semielfo.
—Bien, supongo que tendremos que ser corteses con esa gente —dijo Derek, hosco. Preparándose para afrontarlo, fue a reunirse con Sturm. Aran lo siguió con la mirada.
—Sabes lo que está haciendo, ¿verdad, Brian? Es amable con Brightblade para que nos ayude a conservar al kender. De otro modo, Derek no le habría dado ni los buenos días.
—Tal vez —admitió Brian—. Aunque, para ser justos, creo sinceramente que Derek no se plantea esto así. En su mente lo está haciendo por Solamnia.
Aran se dio tirones del bigote.
—Eres un buen amigo para él, Brian. Ojalá te mereciera. —Hizo ademán de coger la petaca de licor, pero recordó que estaba vacía y, con un suspiro, fue a presentarse a los patéticos amigos de Sturm.
Resultó que uno de ellos no lo era tanto, ni siquiera para Derek, que no vio mermada su dignidad por ser presentado a lady Alhana Starbreeze. Hacía muchos siglos que a los solámnicos no los gobernaba un rey, pero los caballeros seguían siendo respetuosos con la realeza, que los fascinaba, sobre todo tratándose de una representante tan incomparablemente bella como Alhana Starbreeze.
Se dirigieron a la biblioteca, en la que encontraron al kender enfrascado en hacer un examen concienzudo de los libros con sus anteojos mágicos. El semielfo, al que se lo habían presentado como Tanis Semielfo, se mostró severo con Tas por escaparse, pero finalmente se aplacó cuando quedó claro que el kender realmente sabía leer los textos mágicos y no se lo estaba inventando.
Mientras los caballeros, el kender y sus amigos charlaban, Brian se escabulló para buscar a Lillith. A su regreso se había sentido desilusionado al enterarse de que la joven había salido a ocuparse de algún quehacer. Regresó a la entrada de la biblioteca y encontró a Marco al pie de la escalera, echando miradas nerviosas hacia arriba.
—Flota algo raro en el aire —comentó—. ¿No lo notas?
Brian recordó que Aran había dicho lo mismo hacía poco y, ahora que Marco le había llamado la atención sobre ello, se sintió inquieto y se le puso carne de gallina. O, en palabras de Aran, «como si alguien hubiera caminado sobre su tumba».
—¿Y Lillith? —preguntó Brian.
—Está en nuestra capilla, rezando —respondió Marco, e indicó un cuarto que había a un lado de la entrada principal. Otra puerta, señalada con el símbolo del libro y la balanza, estaba entreabierta.
Aquello fue una sorpresa para Brian, que no supo qué hacer.
—Es que… quizá tengamos que marcharnos en seguida… Me gustaría verla…
—Puedes entrar —le dijo Marco con una sonrisa.
—No querría interrumpir…
—No pasa nada.
Brian vaciló. Después se encaminó hacia la puerta y la empujó con suavidad.
La capilla era bastante pequeña, con capacidad para unas pocas personas. Al fondo estaba el altar. Sobre el mismo descansaba un libro abierto, al lado de una balanza en perfecto equilibrio, de forma que los dos brazos se mantenían en horizontal. Lillith no estaba arrodillada, como Brian había esperado encontrarla, sino sentada con las piernas cruzadas frente al altar, relajada y muy a gusto. Hablaba en voz baja, pero no daba la impresión de que rezara, sino que hablara con su dios, ya que a veces ponía énfasis a algún comentario con un gesto.
Brian abrió la puerta un poco más con el propósito de entrar y quedarse detrás, pero los goznes chirriaron. Lillith se volvió y le sonrió.
—Lo siento —se disculpó él—. No quería molestarte.
—Gilean y yo charlábamos un poco, nada más.
—Hablas de él como si fuese un amigo.
—Lo es —contestó Lillith mientras se incorporaba. Le dedicó una sonrisa con hoyuelos.
—Pero es un dios. Al menos tú crees que lo es —argumentó Brian.
—Lo respeto y lo venero como a un dios —explicó la joven—, pero cuando acudo a él, hace que me sienta tan bien recibida como si visitara a un amigo.
Brian echó un vistazo al altar mientras trataba de discurrir una forma de cambiar el tema de conversación, cosa que hizo que se sintiera incómodo. Miró el libro, imaginando que sería alguna clase de texto sagrado.
—¡Pero si las páginas están en blanco! ¿Por qué? —preguntó sin salir de su asombro.
—Para recordarnos que nuestra vida está hecha de páginas en blanco que esperan que las llenemos —contestó Lillith—. El libro de la vida se abre cuando nacemos y se cierra con nuestra muerte. Escribimos en él constantemente, pero por mucho que escribamos, por mucho que reflejemos en él las alegrías y las penas que experimentamos o las equivocaciones que cometemos, cada vez que volvemos una página, la del día siguiente siempre está en blanco.
—A algunas personas podría parecerles una perspectiva amedrentadora —comentó el caballero en tono sombrío a la par que contemplaba la página, tan absoluta y descarnadamente vacía.
—A mí me parece rebosante de esperanza —dijo Lillith, que se acercó más a él.
Brian la tomó de las manos y las estrechó entre las suyas.
—Sé lo que escribiré en la página de mañana. Quiero reflejar en ella mi amor por ti.
—Entonces, escribámoslo en la de hoy —susurró la joven—. No esperaremos a mañana.
En el altar había un tintero pequeño de cristal tallado y, al lado, una pluma. Lillith mojó la punta en el tintero y después, medio en serio medio en broma, dibujó un corazón en la página, como lo haría un niño, y dentro escribió el nombre de Brian.
El caballero tomó la pluma e iba a escribir el nombre de ella cuando lo interrumpió la llamada de un cuerno que sonaba fuera de la biblioteca. Aunque los cuernos sonaban lejos, muy lejos, los identificó. Se le hizo un nudo en el estómago y el corazón le latió con fuerza. La mano le tembló y dejó caer la pluma con la que había empezado a escribir.
Se dirigió a la puerta.
—¿Qué es ese ruido espantoso? —jadeó Lillith.
El estruendoso sonido sonaba cada vez más alto. El disonante y destemplado toque hizo que la joven torciera el gesto.
—¿Qué es? —inquirió en tono apremiante—. ¿Qué significa?
—Los ejércitos de los dragones. —Brian procuró conservar la calma para no asustarla—. Temíamos que esto ocurriera. Atacan Tarsis.
Lillith y él se miraron. Había llegado el momento de separarse, para cumplir ambos con su deber. Se hicieron el regalo de un preciado momento, un momento en el que aferrarse uno al otro, un momento para memorizar el rostro amado, un momento al que ambos se asirían en la inminente oscuridad. Después se soltaron las manos y fueron hacia la puerta.
—Marco —llamó Lillith mientras salía corriendo de la capilla—. ¡Reúne a los Estetas! ¡Que vengan aquí!
—¡Derek! —gritó Brian—. ¡Los ejércitos de los dragones! ¡Voy a salir para echar un vistazo!
Estaba a punto de echar a correr escaleras arriba cuando oyó voces que se alzaban dentro de la biblioteca. Brian gimió para sus adentros. No era difícil imaginar lo que pasaba. Se dio media vuelta y avanzó entre las estanterías lo más deprisa posible con la esperanza de evitar una disputa.
—¿Adónde vas, kender? —oyó gritar a Derek.
—¡Con Tanis! —replicó Tas a voces; por el tono se advertía que la pregunta le había sorprendido—. ¡Vosotros sois caballeros y os las podéis arreglar bien sin mí, pero mis amigos me necesitan!
—Os ofrecemos nuestra protección, semielfo —decía Derek cuando Brian llegó donde estaba el grupo—. ¿Es que la rechazas?
—Te lo agradezco, señor, pero como te he dicho, no podemos ir con vosotros. Tenemos amigos en El Dragón Rojo y hemos de reunirnos con ellos…
—Sturm, ven con el kender y con nosotros —ordenó Derek.
—No puedo, señor —contestó Sturm, que apoyó la mano en el brazo del semielfo—. Él es mi jefe y mi lealtad está con mis amigos.
A Derek le indignó que Sturm Brightblade, un solámnico, tuviera la osadía de no obedecer la orden de un caballero que era su superior por nacimiento y, por si fuera poco tal injuria, la agravaba con el insulto de declarar orgullosamente que acataba las órdenes de un elfo mestizo.
Tanis se dio cuenta e iba a decir algo, quizá con intención de aplacar la ira del caballero, pero Derek se le adelantó.
—Si ésa es tu decisión, no puedo impedírtelo —dijo con frialdad—. Pero esto será otro punto en tu contra, Sturm Brightblade. Recuerda que aún no eres un caballero. Todavía no. Ruega para que cuando se debata la cuestión de tu investidura ante el Consejo yo no me encuentre allí.
El rostro de Sturm se tornó intensamente pálido. Desvió la mirada, que rebosaba remordimiento, hacia Tanis. El semielfo trató de disimular la inmensa sorpresa, aunque sin éxito.
—¿Qué ha dicho? —demandó el enano—. ¿Que el caballero no es un caballero?
—Déjalo ya, Flint —musitó Tanis—. No tiene importancia.
—¡Vaya, pues claro que la tiene! —Flint sacudió el puño delante de Derek—. ¡Nos alegramos de que no sea uno de vosotros, caballeros estirados con acero por cerebro! ¡No os estaría mal empleado que os dejáramos al kender!
—Tanis —dijo Sturm en voz baja—, puedo explicar…
—¡No hay tiempo para explicaciones ahora! —exclamó el semielfo por la urgencia del momento—. ¡Escuchad, se están acercando! Caballeros, deseo que tengáis éxito en vuestra misión. Sturm, ocúpate de lady Alhana. Tasslehoff, tú vienes conmigo. —Tanis asió al kender con firmeza—. Si nos separamos, nos encontraremos en la posada El Dragón Rojo.
La llamada de los cuernos sonó más cerca. Tanis consiguió reunir a sus amigos y salieron corriendo detrás del kender, que conocía bien el camino entre las estanterías. Frustrado, Derek asestó una mirada furiosa a los libros amontonados en la mesa. Había varios que no se habían leído todavía.
—Al menos sabemos que hay un orbe en el Muro de Hielo y sabemos también lo que hace —apuntó Aran—. Salgamos de esta ciudad antes de que el ataque desate un infierno.
—Los caballos están en un establo cercano a la puerta principal. Aprovecharemos el caos para escapar… —añadió Brian.
—¡Necesitamos a ese kender! —exclamó Derek.
—Derek, sé razonable —empezó Aran, pero el otro caballero desempaquetaba su armadura e hizo oídos sordos.
Ya no tenía sentido ocultar quiénes eran llevando atuendos corrientes. Cabía la posibilidad de que tuvieran que luchar para abrirse paso y salir de la ciudad, así que Aran y Derek se pusieron el peto sobre la cota de malla y se protegieron la cabeza con el yelmo. Brian, que había perdido la armadura cuando su caballo se espantó y huyó, tuvo que conformarse con el coselete de cuero. Hicieron una selección en sus equipos para conservar sólo lo que consideraban imprescindible y dejar todo lo demás. Después volvieron hacia la puerta de la biblioteca entre las estanterías de libros.
—Gracias por la ayuda que nos has prestado, señora —le dijo Derek a Lillith, que hacía guardia al pie de la escalera—. ¿Cómo se va a la posada El Dragón Rojo?
—Qué insólito buscar alojamiento en este momento, señor. —La joven estaba estupefacta.
—Por favor, señora, no disponemos de mucho tiempo —le rogó Derek con apremio.
—Tenéis que volver al centro de la ciudad —respondió Lillith tras encogerse de hombros—. Ésa posada está cerca de la Sala de Justicia.
—Id delante vosotros —dijo Brian—. Yo os alcanzaré en seguida.
Derek le asestó una mirada malhumorada, pero no hizo ningún comentario. Aran le sonrió a Brian y le guiñó un ojo antes de subir corriendo la escalera detrás de Derek. Brian se volvió hacia Lillith.
—Cierra la puerta a cal y canto —aconsejó a la joven—. No la descubrirán…
—Lo haré —le aseguró ella. La voz le temblaba un poco, pero guardaba la compostura e incluso se las arregló para sonreírle—. Estoy esperando que lleguen los otros Estetas. Hemos hecho abastecimiento de provisiones. Estaremos a salvo. A los draconianos no les interesan los libros…
«No —pensó Brian, angustiado—, sólo les interesa matar».
Le dio un último y prolongado beso y después, al oír a Derek llamarlo a voz en cuello, se apartó de la joven con gran esfuerzo y corrió en pos de sus compañeros.
—¡Que los dioses de la Luz velen por ti! —gritó ella a su espalda.
Brian miró rápidamente hacia atrás y agitó la mano en un gesto de despedida. La última imagen que vio de la joven fue dirigiéndole una sonrisa y diciendo adiós con la mano. Un instante después, una sombra pasaba por encima y ocultaba la luz del sol.
Brian miró hacia arriba y vio las alas rojas y el colosal cuerpo rojo de un dragón. El miedo al dragón lo invadió, aplastó toda esperanza y aniquiló todo resquicio de valor. El brazo que sostenía la espada le tembló. Tropezó mientras corría, casi incapaz de respirar por el terror que parecía sumir en la oscuridad cuanto había a su alrededor.
Los ejércitos de los dragones no habían ido a conquistar Tarsis, habían ido a destruirla.
Brian luchó contra el miedo que se retorcía en sus entrañas hasta el punto de que casi lo había puesto físicamente enfermo.
Se preguntó si Derek y Aran lo estarían viendo, si serían testigos de su flaqueza, y la rabia y el orgullo lo espolearon y le devolvieron la confianza en sí mismo. Siguió corriendo. El monstruo rojo pasó volando en dirección a los sectores de Tarsis donde la gente, presa del pánico, se agolpaba en las calles.
Brian encontró a Aran y a Derek a resguardo de las sombras de un portal medio derrumbado.
Llegaron más dragones rojos, las alas ocultando el cielo. Los caballeros oyeron el bramido de las monstruosas bestias, las vieron volar en círculo y lanzarse en picado sobre sus víctimas indefensas, a las que arrojaban fuego que incineraba todo lo que tocaba, incluidas las personas. El humo empezó a crecer a medida que los edificios estallaban en llamas. Incluso desde esa distancia les llegaban los gritos horribles de los que perecían.
Aran tenía la tez cenicienta. Derek mantenía la compostura, pero sólo merced a un esfuerzo ímprobo. Tuvo que humedecerse los labios con la lengua dos veces antes de ser capaz de hablar.
—Vamos a la posada.
Los tres se agacharon de forma involuntaria cuando un dragón rojo los sobrevoló tan bajo que el vientre rozó las copas de los árboles. Si el reptil hubiera mirado hacia abajo, los habría visto, pero los ojos feroces de la bestia estaban clavados al frente, deseosa de tomar parte en la masacre.
—Derek, esto es una locura —susurró Aran. El sudor le perlaba el labio, debajo del yelmo—. El Orbe de los Dragones es lo que importa. ¡Olvídate del maldito kender! —Señaló las negras columnas de humo, cada vez más densas—. ¡Mira eso! ¡Ir allí sería tanto como meternos en el Abismo!
Derek le asestó una mirada fría.
—Yo voy a la posada. Si tenéis miedo, me reuniré con vosotros en el lugar donde acampamos.
Echó a correr calle abajo buscando cobijo de refugio en refugio, zambulléndose desde un umbral hasta una pequeña arboleda y de ésta a un edificio, procurando no atraer sobre sí la atención de los dragones.
Brian miró a Aran con un gesto de impotencia y Aran alzó las manos, exasperado.
—¡Supongo que tendremos que ir con él! Así es posible que al menos evitemos que ese idiota acabe muerto.