El rescate
Sturm zanja una discusión
Los caballeros y el kender salieron por la puerta secreta de la biblioteca y se encontraron con una fuerte ventisca, un cambio de tiempo asombroso, pues hacía un día soleado cuando se metieron bajo tierra. Del cielo caían copos grandes y compactos que reducían la visibilidad y hacían de caminar por las calles adoquinadas algo peligroso y resbaladizo. Aunque Marco se había marchado hacía poco, la copiosa nevada ya había borrado sus huellas. Como dijo Tas, era tan intensa que casi ni se veían la nariz, así que se sobresaltaron cuando una figura surgió repentinamente de la cortina blanca.
—Soy yo, Marco —dijo el hombre, que alzó las manos al oír el deslizamiento metálico de acero saliendo de las vainas—. Se me ocurrió que necesitaríais un guía para llegar a la Sala de Justicia.
Derek masculló algo parecido a «gracias» mientras envainaba de nuevo la espada, y el grupo avanzó deprisa a través de la ventisca entre resbalones en el pavimento helado y parpadeos para quitarse los copos de los ojos. Aunque el resto del mundo se había sumido en la quietud y el silencio bajo el manto de nieve, el reducido grupo estaba muy animado porque el kender no dejaba de parlotear.
—¿Alguna vez os habéis fijado que la nieve le da a todo un aspecto completamente diferente? Supongo que por eso es tan fácil perderse en una tormenta. ¿Nos hemos perdido? No recuerdo haber visto ese árbol antes, ese que está completamente encorvado. Creo que nos hemos equivocado al girar en alguna calle…
Por fin llegaron a la esquina de un edificio que el kender reconoció, aunque no por ello cesó el parloteo.
—¡Fijaos en esas gárgolas! ¡Eh, he visto a una moverse! Brian, ¿has visto moverse a esa gárgola de aspecto tan fiero? ¿A que sería emocionante que echara a volar desde ese edificio y se lanzara en picado sobre nosotros y nos arrancara los ojos con las afiladas garras? No es que quiera que me saquen los ojos, cuidado. Me gustan mis ojos. Sin ellos no vería mucho. Oye, Marco, creo que nos hemos perdido otra vez. No recuerdo haber pasado por esa carnicería… Ah, sí, sí que pasé por aquí…
—¿No puedes hacerle callar? —gruñó Derek.
—Sin cortarle la lengua, no —dijo Aran.
Derek pareció plantearse tal posibilidad como una opción factible, pero para entonces —por suerte para Tas— habían llegado a la Sala de Justicia, un edificio de ladrillo, grande y feo. A pesar de la ventisca, delante se había agolpado un gentío y algunos de los reunidos gritaban al detestado solámnico que dejara de escudarse tras el señor de la ciudad y diera la cara.
—Éstas gentes nos odian realmente —comentó Derek.
—No puedes reprochárselo —arguyo Marco.
—Fueron los habitantes de Tarsis quienes nos dieron la espalda —replicó el caballero—. Muchos solámnicos murieron en esta ciudad tras el Cataclismo a manos de la turba.
—Fue una tragedia, sí —admitió Marco—. Y una vez que el disturbio acabó algunas de esas personas se sintieron profundamente avergonzadas por lo que habían hecho. Los tarsianos enviaron una delegación a Solamnia con intención de hacer las paces. ¿Sabías eso?
Derek negó con la cabeza.
—Sus propuestas fueron rechazadas. Ni siquiera se les permitió bajar del barco y pisar suelo solámnico. Si los solámnicos hubieran sido indulgentes con los que habían obrado mal con ellos, como establece la Medida que debe hacerse —añadió Marco a la par que miraba de soslayo a Derek—, la vuelta de los caballeros habría sido bien recibida en Tarsis y quizá la ciudad no estaría ahora a punto de sufrir un ataque del ejército de los dragones.
—Gran parte de Solamnia se halla ahora en manos del enemigo —informó Derek.
—Sí, lo sé —contestó Marco—. Mis padres viven en Vingaard. Hace mucho tiempo que no sé nada de ellos.
Los caballeros se quedaron momentáneamente silenciosos.
—Entonces ¿eres de Solamnia? —preguntó después Brian.
—Lo soy. Soy uno de los «Ascetas», como nos llama el kender. —Sonrió a Tasslehoff a través de la nieve—. Me enviaron aquí, junto con Lillith y varios más, a proteger la biblioteca.
—¡No hay forma humana de que la defendáis! —exclamó Brian de pronto, con un enfado desproporcionado—. De los ejércitos de los dragones, no. La biblioteca está a salvo al hallarse oculta. Lillith y tú deberíais cerrarla y marcharos. Estáis poniendo la vida en peligro por unos cuantos libros.
Se calló, abochornado. No era su intención hablar tan apasionadamente. Todos lo miraban de hito en hito, estupefactos.
Cuando Marco habló lo hizo de forma amable y comprensiva, pero con resolución.
—Olvidas, señor caballero, que nuestro dios está con nosotros. Gilean no nos abandonará a nuestra suerte para que luchemos solos, si es que hay que luchar. Esperad aquí un momento. Acabo de ver a uno de mis colegas e iré a preguntarle cómo marchan las cosas.
Avanzó a buen paso bajo la nieve para hablar con un hombre que acababa de salir de la Sala de Justicia. Tras una breve conferencia, Marco regresó apresuradamente.
—Van a llevar a prisión a vuestros amigos…
—Espero que sea una cárcel agradable —dijo Tasslehoff sin dirigirse a nadie en particular—. Hay algunas que lo son y otras que no. Nunca he estado encarcelado en Tarsis, así que no tengo ni idea de…
—¡Cierra el pico, Burrfoot! —ordenó Derek en tono perentorio—. ¡Aran, guarda ya esa petaca!
Tasslehoff abrió la boca para decirle cuatro frescas al caballero, pero se tragó un enorme montón de copos de nieve y estuvo tosiendo los siguientes segundos para quitárselos de la garganta.
—El alguacil no correrá el riesgo de sacarlos por aquí estando presente esta turba —siguió Marco—. Sobre todo después de lo que ocurrió cuando fue a arrestarlos. Al parecer van a sacarlos por el callejón que hay en la parte posterior.
—Por una vez la suerte se pone de nuestra parte —dijo Derek.
—Nada de suerte —lo contradijo Marco en tono serio—. Gilean está de nuestra parte. ¡Por aquí, daos prisa!
—A lo mejor fue también Gilean el que atragantó al kender —sugirió Aran. El caballero había guardado la petaca debajo del cinturón y le daba palmaditas en la espalda a Tas, que no dejaba de toser.
—Si lo hizo, no dudaría en convertirme en su discípulo —manifestó Derek.
Marco los condujo alrededor de la Sala de Justicia hacia un callejón que había detrás del edificio. Como si la tormenta se divirtiera gastando bromas, dejó de nevar y el sol resplandeció en la nieve recién caída. Entonces pasaron más nubes por el cielo, rápidamente, y el sol empezó a jugar al escondite asomándose y escondiéndose entre nevisca y nevisca, de manera que en cierto momento el sol brillaba radiante y al siguiente volvía a nevar.
La sombra proyectada por el edificio dejaba el callejón casi a oscuras. Justo cuando entraban en él, Brian vio dos figuras con capa y embozo apartarse de la pared al otro extremo del callejón y marcharse en dirección contraria.
—¡Mirad allí! —señaló.
—Draconianos —dijo Aran, que aprovechó para echar un trago cuando Derek no miraba—. Van vestidos exactamente igual que los que nos pararon en el puente.
—¿Creéis que nos han visto?
—Lo dudo. Estamos en la penumbra. No me habría fijado en ellos si no hubiesen salido al sol. Me pregunto por qué iban tan deprisa…
—¡Chist! ¡Creo que van a salir! —advirtió Marco. Se abrió una puerta y les llegó el sonido de unas voces.
—Ocúpate del kender —le dijo Derek a Marco.
Tasslehoff quiso insistir en que necesitarían su ayuda en el inminente enfrentamiento, pero el Esteta le tapó la boca con la mano y ahí acabó su intento.
El alguacil salió de la Sala de Justicia. Conducía a cinco prisioneros, y uno de ellos, para asombro del grupo que acechaba, era una mujer. Tres guardias marchaban junto a los cautivos. Brian reconoció a Sturm, que caminaba cerca de la mujer con aire protector; y se lo habían descrito bien. Efectivamente, Sturm llevaba puesto un peto que tenía cincelados la rosa y el martín pescador, símbolos de la caballería.
Dijera lo que dijese Derek sobre Sturm Brightblade, a Brian ese hombre siempre le había parecido la personificación de un caballero solámnico —gallardo, valeroso y noble—, lo que chocaba de frente con la idea de que Sturm hubiese hecho algo tan deshonroso como mentir respecto a que era un caballero y ponerse una armadura que no le correspondía vestir.
Brian desenvainó la espada sacándola de la funda despacio y silenciosamente. Sus compañeros tenían sus armas empuñadas. Por su parte, Marco retrocedió con el amordazado kender más hacia las sombras.
La puerta se cerró sonoramente detrás de los prisioneros. El alguacil los condujo callejón adelante. Brian vio que Sturm intercambiaba una mirada con otro de los prisioneros y supuso que iban a intentar escapar.
—Yo me encargo del alguacil —dijo Derek—. Vosotros ocupaos de los otros guardias.
El alguacil oía las voces de la turba delante de la fachada del edificio, pero creía que estaban a salvo en el callejón. No esperaba problemas y, en consecuencia, no estaba demasiado alerta. Lo que le hizo comprender que pasaba algo fue un brillo de acero. Al ver que tres figuras embozadas corrían hacia él, se llevó el silbato a los labios para dar la alarma. Derek le atizó en la cabeza con la empuñadura de la espada y lo dejó inconsciente antes de que tuviera tiempo de pedir ayuda. Aran y Brian amenazaron a los tres guardias con las espadas y los soldados echaron a correr callejón abajo.
Los caballeros se volvieron hacia los prisioneros, que parpadeaban sorprendidos por el inesperado rescate.
—¿Quiénes sois? —demandó el semielfo.
Brian lo miró con curiosidad. Era alto y musculoso, vestía ropas hechas con cuero y pieles y llevaba barba, tal vez para disimular sus rasgos elfos, aunque no destacaban mucho, ya que Brian no era capaz de distinguirlos, a excepción de las orejas puntiagudas. Aparentaba unos treinta y tantos años, pero la expresión de sus ojos era la de alguien que lleva mucho tiempo en el mundo, alguien que conoce las penas y las alegrías de la vida. Naturalmente, merced a su parte de ascendencia elfa tendría más longevidad que un humano. Brian se preguntó cuántos años tendría realmente.
—¿Hemos escapado de un peligro para enfrentarnos a otro mayor? —demandó el semielfo—. ¡Mostrad el rostro!
Hasta ese momento Brian no cayó en la cuenta de que debían de tener más aspecto de asesinos que de rescatadores. Se bajó el tapabocas rápidamente y se volvió hacia Sturm para hablarle.
—Oth Tsarthon e Paran. —«Nuestro encuentro es amistoso», significaba en solámnico.
Sturm se había puesto delante de la mujer prisionera interponiendo el cuerpo como un escudo entre ella y cualquier amenaza. La mujer se cubría con numerosos velos y llevaba encima una capa de tela gruesa, así que a Brian le resultó imposible sacar una impresión clara de ella. Se movía con exquisita gracilidad, y su mano, apoyada en el brazo de Sturm, tenía la extraordinaria delicadeza y la exquisita blancura del alabastro.
Sturm dio un respingo de sorpresa al reconocer al solámnico.
—Est Tsarthai en Paranaith —contestó; o, lo que es lo mismo: «Mis compañeros son vuestros amigos». Luego añadió en Común—: Éstos hombres son Caballeros de Solamnia.
Ambos, el semielfo y el enano, los observaron con desconfianza.
—¡Caballeros! ¿Y por qué…?
—No disponemos de tiempo para dar explicaciones, Sturm Brightblade —dijo Derek, que habló en Común dando por supuesto que los otros no hablaban solámnico—. Los soldados no tardarán en volver. Venid.
—¡No tan rápido! —se opuso el enano.
A juzgar por las canas que poblaban la larga barba, era un enano de edad avanzada. Y como casi todos los enanos a los que había tratado Brian, era irascible, obcecado y tozudo. Se apropió de una de las alabardas que los guardias habían dejado caer cuando huían y, aferrándola firmemente con las manos, grandes y fuertes, golpeó el astil contra la rodilla doblada y lo partió de manera que le resultara más fácil manejar el arma.
—O encontráis tiempo para darnos explicaciones o no voy con vosotros —les dijo el enano—. ¿Cómo sabíais el nombre del caballero y por dónde pasaríamos para estar esperándonos…?
Para entonces, Tasslehoff se las había ingeniado para soltarse de la mano de Marco y escaparse.
—¡Será mejor que lo atraveséis con la espada! —gritó alegremente el kender—. Dejad el cuerpo como carroña para los cuervos. Aunque eso no quiere decir que se lo coman; hay pocas cosas en este mundo con tragaderas para digerir un enano…
El semielfo dejó de estar tenso y sonrió. Se volvió hacia el enano, que tenía el rostro congestionado por la rabia.
—¿Satisfecho? —le preguntó.
—Algún día mataré a ese kender —farfulló el enano.
Durante el intercambio de frases Sturm había estado mirando duramente a Derek, que se había retirado el tapabocas.
—Brightblade —lo saludó Derek con frialdad.
Sturm apretó los labios, torvo el gesto, y llevó la mano a la empuñadura de la espada. Barruntando problemas, Brian se puso en tensión, pero entonces Sturm observó a los que iban con él, sobre todo a la mujer con el rostro velado. Era fácil adivinar lo que pensaba Sturm. De haberse hallado solo, habría rechazado cualquier ayuda del hombre que había insultado públicamente a su familia y a él.
—Milord —contestó al saludo Sturm en un tono igualmente frío y sin inclinar la cabeza. Si cualquiera de los dos pensaba añadir algo más, se lo impidió el sonido de silbatos y gritos que se iban acercando.
—¡La guardia! ¡Por aquí! —gritó Marco.
Los amigos de Sturm lo miraron y el caballero asintió con la cabeza. Marco los condujo por un laberinto de callejuelas y pasadizos que giraban y zigzagueaban como serpientes borrachas. Pusieron tierra por medio y en seguida dejaron atrás a la guardia. El sonido de los silbatos se perdió en la distancia y, juzgando que estaban a salvo de los perseguidores, aflojaron la marcha y se mezclaron con la gente que había en las calles.
—¿Te alegras de que te haya rescatado, Flint? —preguntó Tasslehoff mientras caminaba al lado del enano enfurruñado.
—No —replicó con malos modos—. Y tú no me has rescatado, cabeza de chorlito. Fueron estos caballeros. —A regañadientes, dirigió una mirada de agradecimiento a Brian, que no se apartaba del kender.
Tasslehoff sonrió y le guiñó un ojo a Brian con gesto cómplice.
—¡Buena alabarda te has agenciado, Flint! —dijo luego.
El enano había estado a punto de deshacerse del arma rota, pero la cuchufleta del kender lo impulsó a asirla con firmeza.
—Puede que me haga falta. Y, además, no es una alabarda, sino una albarrana.
—¡No, no lo es! —Tasslehoff sofocó una risita—. Una albarrana es una torre de defensa, una atalaya. Una alabarda es un arma.
Flint resopló con desdén.
—Qué sabrás tú de armas. —Sacudió la alabarda hacia el kender, que se había quedado atrás por el ataque de risa que le había dado—. ¡Esto es una albarrana!
—¡Oh, claro! ¡Como el yelmo que llevas, que tiene la melena de un grifo! ¡Todos sabemos que es crin de caballo! —replicó Tasslehoff.
Flint ya tenía la cara congestionada y resollaba a causa de la carrera, pero ante aquella acusación la cara se le puso purpúrea. Alzó la mano hacia el penacho blanco que colgaba de la cimera de su yelmo.
—¡No lo es! ¡El pelo de caballo me hace estornudar! ¡Esto es melena de grifo!
—¡Pero si lo grifos no tienen melena! —protestó Tasslehoff mientras corría para alcanzar al enano; los saquillos, al rebotarle contra el cuerpo, iban desparramando su contenido—. Los grifos tienen cabeza de águila y cuerpo de león, no al contrario. Lo mismo que eso es una alabarda, no una albarrana…
—¿Es o no es esto una albarrana? —inquirió Flint mientras ponía el arma prácticamente en la nariz de Sturm.
—Eso es lo que los caballeros conocemos como una alabarda —contestó Sturm, que se apartó ligeramente de la mujer misteriosa que seguía agarrada a su brazo.
Tasslehoff soltó un alegre grito triunfal.
—Sin embargo —añadió diplomáticamente Sturm al ver la expresión mortificada de Flint—, creo que los enanos theiwars usan una palabra para denominar la alabarda que tiene una pronunciación parecida a «albarrana». Quizá era ésa a la que te referías, Flint.
—¡Exacto! —corroboró Flint, reafirmada su dignidad—. Yo… eh… No recuerdo exactamente la palabra correcta en este momento, porque no hablo theiwar con fluidez, pero el sonido es muy semejante, y me refería precisamente a ésa.
Tasslehoff esbozó una sonrisita que parecía anunciar un comentario inminente, pero el semielfo, que intercambiaba una sonrisa cómplice con Sturm, puso fin a la discusión al agarrar al kender y llevarlo en volandas hacia la parte delantera del grupo con tanta rapidez que las botas de Tas pasaron rozando la capa de nieve como si se deslizaran sobre ella.
Brian estaba impresionado por el compañerismo en aquel grupo de amigos tan dispares. Y más que impresionado con Sturm, que sin dejar de cuidar de la mujer que había tomado bajo su protección y por la que se notaba claramente que estaba preocupado, había tenido la paciencia de zanjar la disputa entre el kender y el enano a la vez que se las arreglaba para conseguir que este último conservara su dignidad.
Como si supiera lo que Brian estaba pensando, Sturm lo miró a los ojos y esbozó una sonrisa mientras hacía un leve gesto encogiéndose de hombros.
Evitando las vías principales, siguieron avanzando por las calles. Tanis Semielfo no soltó al kender en ningún momento. Tas se retorcía y suplicaba algo con su vocecilla de timbre agudo. Fuera lo que fuese, saltaba a la vista que Tanis no pensaba ceder.
Llegaban a la plaza del mercado y allí tendrían que abandonar las calles y salir a descubierto, ya que debían tomar la avenida principal que conducía a la biblioteca. Cabía la posibilidad de que unos pocos guardias los estuvieran buscando en la plaza, pero localizar a un puñado de personas entre la multitud de compradores no iba a resultarles fácil, además de ser evidente que los guardias no estaban en absoluto interesados en capturar a los prisioneros fugados.
Brian recordó que Lillith había dicho que algo no iba bien en esa ciudad. Al parecer, los guardias pensaban lo mismo, porque se los notaba serios y taciturnos. La gente común y corriente seguía ocupándose de sus asuntos, pero ahora que se fijaba advirtió que se reunía en grupos para hablar en voz baja y de vez en cuando echaban miradas nerviosas hacia atrás. Sturm y los demás mantenían la cabeza agachada y evitaban hacer cualquier cosa que llamara la atención. Brian comprendió que ya se habían encontrado en situaciones difíciles como la de ahora. El semielfo se las había ingeniado incluso para tener callado al kender.
Cruzaron el mercado sin incidentes y por fin salieron a la calzada que llevaba a la parte antigua de la ciudad y a la biblioteca. Allí Tanis mandó hacer un alto. Con el kender a remolque se acercó a hablar con los caballeros.
—Os agradezco la ayuda, caballeros —dijo—. Aquí nos separamos. Tenemos amigos en la posada El Dragón Rojo que no saben lo que ha pasado…
—¡No podéis iros, Tanis! —gritó Tasslehoff—. ¡Te lo llevo diciendo todo el rato! Debéis venir a la biblioteca para que veáis lo que he descubierto. ¡Es muy, muy importante!
—Tas, no hace falta que vea otra rana momificada —repuso el semielfo con impaciencia—. Tenemos que regresar para decirle a Laurana…
—Oh, claro, para decirle a Laurana —repitió el kender, que sofocó a medias una risa.
—Y a Raistlin, Caramon y los demás que estamos a salvo —continuó Tanis—. Cuando nos separamos de ellos nos llevaban detenidos y estarán preocupados. —Tendió la mano—. Sir Derek, gracias por…
Tas aprovechó la distracción de su amigo para dar un tirón y un salto con los que se escabulló de Tanis. Derek hizo un amago de atraparlo, pero falló, y Tas echó a correr callejón abajo.
—¡Os veré en la biblioteca! —gritó Tas con la cabeza vuelta hacia atrás y agitando la mano—. ¡Los caballeros saben dónde!
—Iré por él —se ofreció Flint a pesar de que estaba inclinado hacia delante, con las manos en las rodillas, por falta de resuello. Parecía que respiraba con dificultad.
—¡No! Ya nos hemos dividido en dos grupos —dijo Tanis—. No quiero que ahora nos separemos en tres. Seguiremos juntos.
Marco se ofreció para ir tras el kender y salió en su persecución.
—Por mí, el kender puede irse con viento fresco —manifestó Flint.
—En realidad ha hallado algo de suma importancia —informó Derek—. Creo que deberíais venir para verlo.
Brian y Aran intercambiaron una mirada de sobresalto.
—¿Qué haces? —preguntó Aran a Derek, a quien había llevado a un lado para hacer un aparte—. Creía que lo del Orbe del Dragón era un secreto.
—Voy a necesitar la cooperación del kender —explicó el otro caballero en voz baja—. Quiero llevármelo con nosotros al Muro de Hielo…
—¡No lo dirás en serio! —exclamó Aran, espantado.
—Yo no bromeo nunca —fue la seca respuesta de Derek—. Es el único que nos puede traducir esa escritura mágica. Nos va a hacer falta.
—No querrá venir —intervino Brian—. No abandonará a sus amigos.
—Entonces Brightblade tendrá que persuadirlo, o, mejor aún, le ordenaré a Brightblade que nos acompañe.
—No es un caballero, Derek, como no dejas de recordarnos cada dos por tres —repuso Brian—. No tiene que obedecer tus órdenes.
—Lo hará, a menos que quiera que les cuente a sus amigos la verdad —comentó Derek con acritud—. Puede ser útil en el viaje ocupándose de los caballos y del kender.
Habían hablado en voz baja todo el tiempo, pero Sturm debió de oír que mencionaban su nombre porque desvió la vista hacia ellos y se encontró con la mirada desaprobadora de Derek clavada en su peto. Sturm enrojeció y después se volvió.
«No lo hagas, Derek —suplicó Brian para sus adentros—. Déjalo estar. Deja que sigan su camino y sigamos nosotros el nuestro».
Tenía la incómoda sensación de que no iba a ser así.
—Ven aquí, Brightblade —llamó Derek de un modo que parecía una orden.
El semielfo y el enano intercambiaron una mirada inquieta y los dos miraron a Sturm, que no había oído a Derek porque en ese momento hablaba en voz baja y con timbre tranquilizador a la mujer del rostro velado.
—Esto no va a acabar bien, acuérdate de lo que te digo —pronosticó el enano—. ¡Y todo por culpa de ese kender botarate!
El semielfo, taciturno, suspiró hondo y asintió con la cabeza.
—¡Y eso que no saben la mitad de la mitad! —masculló Aran.
Sacó la petaca, la alzó y descubrió que estaba vacía. La sacudió, pero no salió ni una gota.
—Magnífico —rezongó—. Ahora tendré que aguantar a Derek estando sobrio.