18

Anteojos mágicos

La palabra «cromático»

Amor en medio del polvo

Lillith los esperaba a la entrada de la biblioteca. El semblante se le alegró cuando Aran y Brian dejaron al kender en el suelo delante de ella.

—¡Lo habéis encontrado! Cuánto me alegro —exclamó Lillith, aliviada.

—Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, y le tendió la mano.

—Lillith Cuño —se presentó a su vez, y le estrechó afectuosamente la mano—. Es un gran honor conocerte, maese Burrfoot.

Tas enrojeció de satisfacción al oír aquello.

—No deberíamos quedarnos aquí fuera —advirtió Derek—. Llevadlo a la biblioteca.

—Sí, tienes razón. Venid dentro. —Lillith se puso a la cabeza del grupo y el kender se situó detrás de ella, encantado y asombrado de aquella aventura inesperada.

—¡Una biblioteca! Me encantan las bibliotecas. Sin embargo, por lo general no me dejan entrar en ellas. Intenté visitar la Gran Biblioteca de Palanthas una vez, pero me dijeron que no se permitía la entrada a los kenders. ¿Por qué será, Lillith? ¿Tú lo sabes? Pensé que quizá era una equivocación y que lo que querían decir era que no se permitía la entrada a los ogros, cosa que puedo entender, e intenté meterme por una ventana para no molestar a nadie que hubiera en la puerta, pero me quedé atascado y los Ascetas tuvieron que ir a ayudarme…

—Estetas —corrigió Lillith con una sonrisa.

—Sí, ellos también —soltó Tas—. El caso es que averigüé que la norma no dice nada sobre los ogros, pero sí concreta que nada de kenders.

—Por regla general no lo permitimos, pero en tu caso haremos una excepción —manifestó Lillith.

Para entonces ya habían bajado la escalera que conducía a la biblioteca propiamente dicha. Tasslehoff se paró y miró a su alrededor en silencio, maravillado. Lillith no le quitó la mano del hombro.

—Muchas gracias, caballeros, por traerlo. Y ahora, si nos disculpáis, tengo que hablar con maese Burrfoot en privado. Como ya os dije, éste es un secreto que no me pertenece —agregó en tono de disculpa.

—¿Secreto? —preguntó ávidamente Tas.

—Por supuesto, señora —dijo Derek, que vaciló antes de añadir—: Mencionaste algo respecto a que Burrfoot quizá podría ayudarnos…

—Os haré saber si le es posible o no —lo tranquilizó la joven—. Eso es parte del secreto.

—Se me da muy bien guardar secretos —aseguró Tas—. ¿Cuál es ese secreto que guardo?

Derek inclinó ligeramente la cabeza en señal de conformidad y después se encaminó hacia el fondo de la biblioteca seguido de Aran y Brian. En seguida se perdieron de vista entre las estanterías. El sonido de las pisadas se fue amortiguando, cada vez más débil, si bien Lillith alcanzó a oír la risa de Aran resonando en el edificio y sacudiendo el polvo de los libros.

—Ven, siéntate —le dijo a Tas mientras lo guiaba hasta una silla. Ella se sentó a su lado y acercó la silla a la del kender—. He de hacerte una pregunta muy importante. La respuesta es muy importante para mí y para muchas otras personas, Tasslehoff, así que quiero que lo pienses muy bien antes de contestar. Lo que quiero saber es si tienes los Anteojos del Arcano.

—¿Dijo ese tal Arcano que me los quedé? —demandó Tas, muy indignado por tal acusación—. ¡Porque no lo hice! ¡Nunca me quedo nada que no sea mío!

—Tengo un amigo, un buen amigo que se llama Lucero de la Tarde, que dice que «encontraste» los anteojos en la tumba flotante del rey Duncan, en Thorbardin. Dice que se te cayeron y que él los recogió y te los devolvió…

—¡Oh! —Tas estaba tan excitado que se puso a dar brincos—. ¡Te refieres a mis anteojos de visión verdadera! ¿Por qué no lo dijiste desde el principio? Sí, creo que los tengo guardados en algún sitio. ¿Quieres que los busque?

—Sí, por favor —dijo Lillith, alarmada ante la actitud despreocupada de Tas, pero se recordó que al fin y al cabo era un kender y que el dragón dorado lo sabía cuando le permitió que se quedara los anteojos.

»Espero que no le hayas hablado a nadie de Lucero de la Tarde —dijo la joven, que miraba a Tas con preocupación creciente mientras el kender volcaba el contenido de los saquillos en el suelo. Sabía que los de su raza recogían todo tipo de cosas, desde chucherías a tesoros pasando de lo valioso a lo absurdo por toda la gama intermedia. Sin embargo, no entendió realmente la vastedad de las posesiones de un kender hasta ver las de Tas desparramadas por el suelo—. Nuestro amigo podría tener muchos problemas si alguien se entera de que nos está ayudando.

—No he dicho ni media palabra de que conocí a un… mamut lanudo dorado —contestó Tasslehoff—. Mi amigo Flint y yo estábamos en la Tumba de Duncan, ¿sabes?, y apareció aquel enano que dijo que era Kharas, sólo que después descubrimos que el verdadero Kharas estaba muerto. Requetemuerto. Así que nos preguntamos quién sería realmente ese enano, y yo había encontrado estos anteojos dentro de la tumba y me los puse, y cuando miré al enano a través de los cristales de los anteojos ya no era un enano, sino un… mamut lanudo dorado. —Le dirigió a la joven una mirada lastimera.

»¿Ves lo que pasa? Cuando intento decirle a alguien que conocí a un… mamut lanudo, siempre me salen las palabras… mamut lanudo. No consigo decir un… mamut lanudo.

—Ah, entiendo. —Lillith creía saber lo que pasaba.

Al parecer, el dragón dorado había hallado una forma de mantener sellados los labios de un kender para que guardara su secreto, secreto que desde entonces había revelado sólo a los Estetas.

Muchos años atrás, los dragones del bien habían despertado y descubrieron que los dragones de la Reina Oscura les habían robado sus huevos y se los habían llevado. Usándolos como rehenes, la diosa había arrancado la promesa a los dragones del bien de que no tomarían parte en la guerra que iba a tener lugar. Temiendo por la suerte de sus crías, los dragones del bien habían accedido a las exigencias de Takhisis, si bien hubo algunos que se opusieron a ello por considerarlo un error. Lucero de la Tarde había sido uno de ellos. Había criticado enérgicamente esa postura contemporizadora y afirmó que no se sentía obligado a cumplir semejante juramento. Lo condenaron al destierro por su rebelión, recluido en la tumba flotante del rey Duncan, en Thorbardin, como guardián del Mazo de Kharas.

Dos enanos, Flint Fireforge y Arman Kharas, acompañados por Tasslehoff, habían descubierto recientemente el sagrado mazo y se lo habían devuelto a los enanos, liberando así a Lucero de la Tarde de su prisión. Mientras estaba en la tumba flotante, Tasslehoff se había encontrado con Lucero de la Tarde, que le preguntó sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo. Lo que oyó inquietó muchísimo al dragón dorado, sobre todo cuando se enteró de que una raza nueva y maligna, la draconiana, había aparecido en Krynn. Una sospecha terrible sobre la suerte corrida por las crías de los dragones de colores metálicos fue creciendo en su mente. Lucero de la Tarde no se atrevía a mostrarse aún como quien era. Si las fuerzas de la oscuridad descubrían que un dragón dorado estaba despierto y pendiente de las actividades de la Reina Oscura, Takhisis mandaría a sus dragones contra él, y estando solo, aislado de los suyos, no tendría ninguna posibilidad de salir con bien del enfrentamiento. Y así había hallado este método de hacer que el kender guardara su secreto.

—La siguiente vez que miré a través de los anteojos nos encontrábamos en un salón enorme, que no me acuerdo cómo se llamaba, y los enanos se enfrentaban al Señor del Dragón Verminaard, sólo que se suponía que Verminaard había muerto, así que me puse los anteojos y lo miré y no era él ni mucho menos. ¡Era un draconiano!

Tas se había estirado en el suelo y revolvía en sus valiosas pertenencias mientras hablaba para encontrar los anteojos. Consternada, Lillith comprendió que esa búsqueda podía prolongarse bastante tiempo, ya que el kender era incapaz de coger una cosa sin examinarla y enseñársela y contarle todo respecto a cómo la había conseguido y para qué servía y lo que se proponía hacer con ella.

—Tas, hay gente muy peligrosa en la ciudad que daría casi cualquier cosa por encontrar esos anteojos mágicos. Si crees que te los has dejado en la posada…

—¡Ah! ¡Ya sé! —Tas se dio una palmada en la frente—. Como Flint me dice siempre, soy un cabeza de chorlito. —Tas metió la mano en un bolsillo del pantalón de color chillón y sacó diversos objetos: un hueso de ciruela, un escarabajo petrificado, una cuchara doblada que según él servía para rechazar a cualquier muerto viviente con el que tuviera la suerte de toparse y, por último, envuelto en un pañuelo que llevaba bordado el nombre «C. Majere», había un par de anteojos con cristales claros montados en aros de alambre.

»Son realmente extraordinarios. —Tas los miró con cariñoso orgullo—. Por eso tengo tanto cuidado con ellos.

—Eh… sí —contestó Lillith, que sentía un gran alivio.

—¿Tu amigo quiere que se los devuelva? —preguntó el kender, pesaroso.

Lillith no sabía qué contestar. Lucero de la Tarde había encargado a Astinus, Maestro de la Gran Biblioteca de Palanthas, que buscara al kender y se asegurara de que Tas tenía los anteojos en su poder. El dragón no había dicho nada de que se los quitaran ni de que el kender los utilizara para ayudar a los caballeros o a cualquiera que buscara conocimientos.

Como seguidora de un dios neutral que mantenía el equilibrio entre los dioses de la luz y los de la oscuridad, Lillith no debía tomar partido en ninguna guerra. Ella tenía asignada la tarea de proteger los conocimientos. Si tal cosa se hacía, si el saber adquirido a lo largo de las eras se preservaba, entonces tanto daba que prevaleciera el bien o el mal, porque la llama de la sabiduría seguiría iluminando el camino de generaciones futuras.

El Príncipe de los Sacerdotes, aunque servía a Paladine, Dios de la Luz, tenía miedo del conocimiento. Temía que si se permitía que la gente supiera que había otros dioses aparte de Paladine y los otros dioses de la Luz, dejaría de adorar a éstos para volverse hacia los otros. Tal fue la razón por la que Paladine y los otros dioses de la Luz se habían vuelto contra él.

Ahora Takhisis, Reina de la Oscuridad, intentaba conquistar el mundo. Ella también tenía miedo del conocimiento porque sabía que quienes vivían en la ignorancia no hacían preguntas sino que obedecían servilmente y hacían lo que les mandaban. Takhisis se proponía acabar con el conocimiento y Gilean y sus seguidores estaban dispuestos a hacerle frente.

¿Dónde estaban los dioses de la Luz en esta batalla? ¿Habían regresado como Gilean? ¿Tenían Paladine y los otros dioses de la Luz sus campeones? Y, en tal caso, ¿serían como el Príncipe de los Sacerdotes? ¿Querrían destruir los libros? De ser así, Lillith lucharía contra ellos del mismo modo que lucharía contra los draconianos o cualquiera que representara un peligro para su biblioteca.

Tal vez era la razón por la que Lucero de la Tarde había recurrido a Astinus en busca de ayuda en lugar de pedírsela a Paladine; suponiendo que Paladine hubiera regresado. Lucero de la Tarde desconfiaba de Takhisis y de sus subordinados, pero tampoco estaba seguro de poder confiar en los dioses de la Luz.

Ahora Lillith se enfrentaba a la pregunta del kender y, aunque se tenía por una persona sin prejuicios, no podía evitar pensar que el dragón tendría que haber elegido un guardián más responsable para un artefacto tan valioso. Para Lillith era un gran milagro que el kender hubiese conservado los anteojos durante el largo viaje desde Thorbardin hasta Tarsis. Sin embargo, no era quien para juzgar, y menos sin conocer todos los hechos. Le habían mandado que encontrara al kender y se asegurara de que llevaba consigo los anteojos. Podía informar de que los tenía, en efecto. Su trabajo estaba hecho, pero ¿debía permitir que ayudara a los caballeros?

—No, Lucero de la Tarde no quiere que se los devuelvas —contestó—. Puedes quedarte con ellos.

—¿De verdad? —Tas no cabía en sí de gozo—. ¡Genial! ¡Gracias!

—Dáselos a tu amigo, el mamut lanudo dorado —dijo Lillith, sonriente. Sacó una libreta y empezó a tomar notas—. Bien, dime qué viste cuando miraste a través de los anteojos…

* * *

En la parte trasera de la biblioteca, los caballeros no habían reanudado la búsqueda, sino que estaban enzarzados en una discusión.

—¿Que hiciste qué? —exclamó Derek al tiempo que miraba ceñudo a Brian.

—Le di al kender mi palabra de honor como caballero que lo ayudaría a rescatar a Sturm y a los demás —repitió Brian sin inmutarse.

—¡No tenías a derecho a prometer algo así! —replicó Derek, furioso—. ¡Sabes lo importante que es hallar ese Orbe de los Dragones y llevarlo a Solamnia! Podrías poner en peligro toda nuestra misión…

—No dije nada de que tú los ayudarías, Derek —le aclaró Brian—. Aran y tú podéis seguir con la búsqueda del Orbe de los Dragones. Brightblade es un compatriota, y aunque sólo lo traté un corto tiempo lo considero un amigo. Incluso si no lo conociera, haría todo cuanto estuviera a mi alcance para evitar que él y sus compañeros cayeran en manos del enemigo. Además —añadió tercamente—, ya he dado mi palabra.

—La Medida establece que nuestro deber es confundir al enemigo y desbaratar sus planes —apuntó Aran. Se llevó la petaca a los labios, dio un sorbo y después se limpió con el dorso de la mano.

—Explícame cómo confundimos al enemigo rescatando a un semielfo, un enano y un falso caballero —replicó Derek, aunque Brian advirtió que su argumentación empezaba a hacer efecto, que su amigo se planteaba al menos su propuesta.

Brian reanudó su tarea para que Derek tuviera tiempo de pensar detenidamente las cosas. El quehacer de los caballeros se vio interrumpido por la aparición de Lillith, que llegó acompañada por el kender. La joven llevaba una mano posada en el hombro de Tas y de vez en cuando le daba una palmada en los dedos —de forma afectuosa— cuando intentaba sacar un libro de su sitio en los estantes.

Los tres caballeros se pusieron cortésmente de pie.

—Señora, ¿qué en qué podemos ayudarte? —preguntó Derek.

—La cuestión es en qué puedo serviros yo o, más bien, en qué puede serviros Tasslehoff. —Lillith tomó uno de los libros del montón que versaba sobre dragones. Lo abrió al azar y acercó el farol—. Tas, ¿podrías leer esto?

Tasslehoff se encaramó a una banqueta alta, se sentó cómodamente y escudriñó la página. Frunció la frente.

—¿Te refieres a esos garabatos? No, lo siento.

Derek soltó un gruñido elocuente.

—¡Me sorprendería que supiera siquiera leer!

—Tas —dijo Lillith con suavidad—, me refiero a que te pongas los anteojos especiales que usas cuando lees. De lo que hemos hablado antes.

—¡Ah, sí! ¡Vale! —El kender metió la mano en un bolsillo y rebuscó.

—Me parece que los llevas en el otro bolsillo —susurró la joven.

—Señora, estamos perdiendo un tiempo valiosísimo…

Tasslehoff buscó en el bolsillo correcto y sacó unos anteojos. Se los puso sin soltar la pinza que los sujetaba en la nariz para que no se le resbalaran y miró la página.

—Dice: «Los rojos son los dragones más grandes de los crom… corma… —se hizo un lío con la palabra— cromáticos, así como los más temidos. Aunque desprecian a los humanos, los dragones rojos a veces se alían con aquellos que tienen sus mismas metas y ambiciones, entre ellas la avidez de riquezas. Los dragones rojos reverencian a la diosa Takhisis…».

—¡Déjame ver eso! —Derek le quitó el libro sin contemplaciones, lo examinó y después se lo devolvió con igual brusquedad—. Está mintiendo. No se entiende nada.

—El sí lo entiende —repuso Lillith con aire de triunfo—. Con los Anteojos del Arcano.

—¿Cómo sabes que no se lo está inventando todo?

—Oh, venga ya, Derek —rio Aran con ganas—. ¿Es que un kender, o ya puestos, cualquier otra persona se inventaría la palabra «cromático»?

Derek observó a Tas, dubitativo y alargó la mano.

—Déjame ver esas lentes.

Tasslehoff miró a Lillith. La joven hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y Tas le tendió los anteojos al caballero, aunque con evidente renuencia.

—Son míos —dijo en tono enfático—. Me los regaló un mamut lanudo dorado.

Derek intentó ponerse los anteojos en la nariz, pero eran demasiado pequeños. Examinó el libro a través de las lentes, casi bizqueando para enfocar las palabras. Se quitó los anteojos, se frotó los ojos y miró al kender con más respeto.

—Dice la verdad —admitió con un timbre tan sorprendido que iba más allá de la incredulidad—. Leo las palabras con esos anteojos, aunque no sé cómo.

—Son mágicos —explicó Tas, orgulloso. Le quitó los anteojos a Derek con rapidez—. Antes eran de un tipo que se llamaba Arcaico.

—Arcano —lo corrigió Lillith—. Era un sabio semielfo que vivió antes del Cataclismo. Hizo varios pares de estos anteojos y se los dio a los Estetas para que los utilizaran en sus investigaciones.

—¿Cómo funcionan? —preguntó Brian.

—No lo sabemos con seguridad. Se cree que…

No pudo terminar la frase porque la interrumpió una llamada:

—¡Lillith, soy yo, Marco!

—Perdonad un momento —se disculpó la joven—. Encargué a Marco que se enterara de qué había sido de tus amigos, Tas. Es probable que traiga noticias importantes.

—Yo iré también. —Tas saltó de la banqueta al suelo.

—Tú te vas a sentar y te vas a poner a leer, kender —dijo Derek.

Tas se enfureció.

—Eh, un momento, señor Correguarda, mis amigos podrían estar en peligro, y si es así, me necesitan, de modo que puedes coger tu libro y…

—Por favor, maese Burrfoot —se apresuró a intervenir Brian—. Tu ayuda nos es muy necesaria. No podemos leer estos libros y tú sí. Si pudieses echarles un vistazo y enterarte de si se menciona algo sobre Orbes de Dragones estaremos en deuda contigo. Recuerda que me he comprometido a ayudar a tus amigos y que te di mi palabra de honor como caballero de que haría todo lo posible.

—Tu ayuda podría ser vital para estos caballeros, Tas —añadió Lillith seriamente—. Creo que el mamut lanudo dorado lo tomaría como un favor personal.

—Bueno, sí, supongo —dijo Tas.

Miró a Derek con gesto torvo y después se encaramó de nuevo a la banqueta. Se apoyó de codos en la mesa y empezó a leer moviendo los labios en silencio conforme pronunciaba las palabras.

Lillith se encaminó hacia la entrada de la biblioteca para reunirse con su amigo. Sólo había dado unos cuantos pasos cuando se detuvo, se dio la vuelta y dedicó a Brian una sonrisa, hoyuelo incluido.

—Puedes venir conmigo, si quieres. Sólo para comprobar que no voy a vender vuestros secretos al enemigo.

Brian miró a Derek, que parecía muy molesto, pero aun así asintió con un cabeceo.

—Lamento la forma de actuar de Derek —susurró mientras la seguía—. Confío en que sepas que yo no sospecho de ti…

—Me siento profundamente ofendida, señor —lo interrumpió ella al tiempo que se paraba otra vez—. Puede que nunca lo supere.

—Señora, por favor. —Brian la tomó de la mano—. Lo siento muchísimo…

Lillith se echó a reír.

—¡Sólo bromeaba! ¿Es que los caballeros os tomáis siempre las cosas tan en serio?

Brian se puso colorado hasta la raíz del pelo. Le soltó la mano y empezó a darse media vuelta.

—Ahora soy yo la que se disculpa —dijo Lillith—. No pretendía burlarme de ti.

Buscó la mano del caballero en la penumbra y se la apretó.

—Nada de señor —dijo él—. Llámame Brian.

—Y tú a mí Lillith —respondió en voz queda mientras tiraba del hombre hacia sí.

Estaban rodeados de estanterías altas que los cercaban dejándolos aislados del resto del mundo. El polvo que flotaba en el aire se posaba sobre ellos. La única luz que tenían era la del farol, que Lillith dejó en el suelo para cogerle las dos manos. Daba la impresión de que ambos estuvieran sumergidos en un estanque resplandeciente aun cuando seguían ocultos en la dulce oscuridad.

Ninguno de los dos supo muy bien cómo ocurrió, pero sus labios se encontraron y se besaron; se apartaron y volvieron a encontrarse y a besarse.

—¡Lillith! —llamó de nuevo la voz de Marco—. ¡Es importante!

—¡Un momento! —respondió, falta de aliento, y después añadió en voz queda—: Deberíamos irnos…, Brian…

—Sí, Lillith, deberíamos…

Pero no se movieron.

Volvieron a besarse y Lillith, con un leve suspiro, recogió el farol del suelo. Agarrados de la mano avanzaron entre las estanterías sin darse prisa, arropados en la calidez de sentir la mano del otro. Cuando llegaron cerca de la entrada hicieron un alto para darse un último y rápido beso.

Brian se atusó el bigote mientras Lillith hacia otro tanto con el cabello alborotado y ambos se esforzaron por adoptar un aire inocente. Al dar la vuelta a una estantería se toparon con Marco, que se había cansado de esperar y había echado a andar hacia el fondo de la biblioteca.

—Ah, estás ahí —dijo a la par que alzaba el farol.

Marco no era ni mucho menos como Brian imaginaba que debía de ser un Esteta. No llevaba afeitada la cabeza y vestía pantalón, camisa y chaqueta corrientes en lugar de túnica y sandalias. Llevaba una espada al cinto y tenía aspecto de soldado, no de estudioso. Claro que Lillith tampoco tenía la apariencia que era de esperar en una Esteta.

—¿Rescataron al kender los caballeros? —preguntó Marco.

—Sí, está sano y salvo —contestó Lillith—. ¿Qué hay de sus amigos, los otros que aparecían en la lista de recompensas?

—Al semielfo, al enano, al elfo y al caballero los han llevado ante el señor, en la Sala de Justicia. Me quedé a oír parte del juicio. El señor pareció sorprendido al ver a un Caballero de Solamnia, pero me dio la impresión de que también le complacía. Intentó hacer todo lo posible para ayudarlos, pero un tipo raro, el que lleva capa, intervino y empezó a cuchichear algo al oído del señor.

—¿Dices que los estaban juzgando? ¿De qué crimen se supone que acusan a Sturm y a los otros? —inquirió Brian con curiosidad.

—Recuerda la lista de recompensas —dijo Lillith.

—Ah, es verdad. Matar al Señor del Dragón Verminaard.

—Se supone que nadie tiene que saber eso, claro —intervino Marco—. Pero dos cazadores de recompensas se emborracharon en una taberna, en la zona del antiguo puerto, y hablaron de eso y ahora la historia se ha propagado por toda la ciudad. También hay otras noticias.

—Y no son buenas, supongo —comentó Lillith.

—Según Alfredo…

—El secretario de su señoría —explicó Lillith para poner en antecedentes a Brian—. Alfredo es también uno de nosotros.

—Su señoría ha estado saliendo a hurtadillas por la noche para reunirse con alguien. Si a eso se añade que su señoría ha estado nervioso, irascible y preocupado, Alfredo creyó aconsejable seguirlo para descubrir qué se estaba cociendo.

—Corrió un gran riesgo —dijo Lillith.

—En favor de Alfredo hay que decir que lo único que sospechaba que hacía su señoría era engañar a su señora esposa. Nuestro amigo descubrió que había algo más, que su señoría iba a reunirse con emisarios de uno de los Señores de los Dragones.

—¡Gilean bendito! —exclamó horrorizada Lillith, que se había llevado la mano a la boca—. ¡Teníamos razón!

—Por lo que Alfredo pudo sacar en claro, nuestro señor está negociando con el nuevo Señor del Dragón del Ala Roja, un hobgoblin llamado Toede. Si Tarsis se rinde pacíficamente, la ciudad no sufrirá ataques…

—El Señor del Dragón miente —manifestó Brian sin rodeos—. Hicieron esa misma promesa a Vingaard. Fingieron negociar, pero sólo es un ardid que utilizan hasta tener las tropas en posición. Cuando eso sucede, rompen las negociaciones y atacan. —Brian se volvió hacia Lillith—: El ataque será en cuestión de días, puede que de horas. Eres solámnica e hija de un caballero. Correrás un gran peligro. Ven con nosotros y te pondremos a salvo.

—Gracias, Brian, pero no puedo abandonar la biblioteca. Tú tienes una misión y yo tengo otra. La biblioteca está a mi cuidado, he jurado proteger los libros y, como bien dices, soy hija de un caballero, lo que significa que cumplo mis promesas.

Brian empezó a insistir, pero la joven sacudió la cabeza sin dejar de sonreír y se volvió hacia su colega. El caballero comprendió que, dijera lo que dijese, no la haría cambiar de opinión y la amó más por su valentía y su sentido del honor, aunque habría deseado de todo corazón que no fuera tan honorable y tan valerosa.

Lillith y Marco conversaban sobre Brightblade y sus amigos.

—La mitad del grupo sigue todavía en la posada El Dragón Rojo, incluidos una sacerdotisa de Mishakal y un clérigo de Paladine.

—¿Ésos antiguos dioses de antaño? ¿Personas que afirman ser clérigos de esas deidades? —quiso saber Brian.

Lillith y Marco tenían un aire muy solemne y el caballero comprendió de pronto que hablaban en serio.

—Oh, venga ya. No creeréis que… Me refiero a que no podéis creer en…

—¿En los dioses verdaderos? Por supuesto que sí —repuso Lillith en tono seco—. Después de todo, nosotros adoramos a uno de esos dioses. Los Estetas somos los clérigos de Gilean, entregados a su servicio.

Brian abrió la boca y volvió a cerrarla al no saber qué argumentar. Lillith parecía una joven sensata y ahí estaba ahora, hablando del servicio a dioses que habían abandonado a la humanidad tres siglos atrás. Al caballero le habría gustado plantearle una pregunta sobre su fe, pero no era precisamente un buen momento para entablar un debate teológico.

—He visto figuras embozadas y encapuchadas rondando por las inmediaciones de la posada —añadió Marco—. Estoy seguro de que son draconianos que están vigilando a esas personas. Si el Señor del Dragón captura a un clérigo de Paladine y una sacerdotisa de Mishakal…

—No podemos permitir que ocurra tal cosa —manifestó firmemente la joven—. Tenemos que traer a los otros a la biblioteca. Si se produce un ataque a la ciudad éste es el único sitio donde podrían estar a salvo. Marco, sal y comprueba si hay alguien vigilando la biblioteca…

Marco asintió con un cabeceo y corrió escaleras arriba.

—Tienes que intentar salvar al caballero y a sus amigos. Los draconianos no los llevarán a prisión, sino que los conducirán a su muerte.

Brian la rodeó con el brazo y la atrajo hacia sí.

—Haré todo lo que me pidas, Lillith, pero antes has de responderme una pregunta. ¿Crees en el amor a primera vista?

—No creía… hasta ahora —musitó ella con una sonrisa.

Permanecieron abrazados unos largos y dulces instantes y después Lillith suspiró hondo.

—Será mejor que os vayáis. Yo me quedaré aquí para no perder de vista al kender.

—Me quedaré en la biblioteca contigo, ayudándote a defenderla. Derek y Aran pueden continuar con esa misión del Orbe de los Dragones sin mí…

Lillith negó con la cabeza.

—No, eso no estaría bien. Tienes que cumplir con tu deber y yo he de cumplir con el mío. —Sonrió y el hoyuelo se le marcó unos segundos en la mejilla—. Cuando esto haya terminado compartiremos relatos de guerra. Será mejor que te des prisa.

Sabiendo que era inútil, Brian renunció a su intento de persuadirla. Llamó en voz alta a Derek y a Aran, que cruzaron la biblioteca a toda prisa. Tasslehoff iba con ellos a pesar de que Derek no dejaba de repetirle que volviera y siguiera con la lectura.

—Mis amigos están metidos en problemas, ¿verdad? —Tas soltó un sonoro suspiro—. Supongo que tendré que ir a salvarlos… una vez más. ¿Os he contado lo que pasó aquella vez que rescaté a Caramon de una feroz escalamita devoradora de hombres? Estábamos en aquella fantástica fortaleza hechizada que se llama Monte de la Calavera y…

—No vienes, kender —dijo Derek.

—Oh, claro que voy, humano —replicó Tas.

—No podemos encadenarlo a la banqueta. Se escapará si lo dejas solo —señaló Lillith—. Más valdría llevarlo con vosotros. Así sabríais al menos dónde está.

Finalmente Derek se convenció, aunque no de buen grado.

—Cuando volvamos, Burrfoot, seguirás buscando la información sobre los Orbes de los Dragones —dispuso.

—Ah, pero si ya la he encontrado —anunció Tas con despreocupación.

—¿Que la has encontrado? ¿Por qué no me lo dijiste? —bramó Derek.

—Porque no me lo preguntaste —contestó el kender con seria dignidad.

—Te lo pregunto ahora. —Derek estaba que echaba chispas.

—De un modo nada amable —le reprochó Tas.

Lillith se agachó para susurrarle algo al oído.

—Muy bien, te lo diré. Los Orbes de los Dragones están hechos de cristal y magia y tienen algo dentro… He olvidado qué… —Se quedó pensativo unos instantes—. Esencia, eso es. Esencia de dragones cromáticos.

A Tasslehoff le encantó la forma en que aquellas palabras le salieron de la boca, así que las repitió varias veces hasta que Derek le ordenó secamente que siguiera con la explicación.

—No sé qué es la esencia de dragones cromáticos —continuó Tas, que aprovechó de buena gana la oportunidad de repetir esas palabras una vez más—, pero es lo que tienen dentro. Si consigues controlar uno de esos Orbes de los Dragones, puedes usarlo para ordenar a los reptiles que hagan lo que les mandes, o para convocarlos o algo por el estilo.

—¿Cómo funciona? —preguntó el caballero de más graduación.

—El libro no da instrucciones… —contestó el kender, irritado porque le hicieran todas esas preguntas mientras sus amigos se encontraban en peligro. Al ver que Derek fruncía el entrecejo, añadió—: Tengo un amigo que probablemente sabe todo lo relacionado con esos orbes. Es un mago. Se llama Raistlin y podemos preguntarle…

—No —lo cortó Derek—. Nada de eso. ¿Dice el libro algo de dónde están los Orbes de los Dragones?

—Pone que uno se lo llevaron a un sitio llamado Muro de Hielo… —empezó Tas.

—Deberíais daros prisa —los interrumpió Lillith con apremio. Durante todo el tiempo no había dejado de rebullir con nerviosismo y echar vistazos escaleras arriba—. Podemos hablar de eso cuando regreséis. Vuestro amigo el caballero ha sido arrestado y probablemente lo van a asesinar.

—No es un caballero —insistió Derek, que agregó en un tono más comedido—: Pero es un compatriota. Brian, el ken… maese Burrfoot está a tu cargo. —Él y Aran empezaron a subir los peldaños y Tasslehoff esperó a Brian al pie de la escalera.

—Un beso más —le pidió el caballero a Lillith con una sonrisa—. Para que me traiga suerte.

—¡Para que te traiga suerte! —repitió ella, y lo besó antes de añadir melancólicamente—: ¿Alguna vez has encontrado algo que llevabas buscando toda la vida sólo que sabes que lo vas a perder y que quizá no vuelvas a hallarlo jamás?

—¡A mí me pasa todo el tiempo! —exclamó Tasslehoff mientras se acercaba a la pareja—. Una vez encontré aquel anillo tan interesante que era de un hechicero perverso. Me estuvo llevando a saltos de un sitio a otro: primero aquí, luego allí y de nuevo de vuelta a aquí. Me gustaba mucho, pero al parecer lo he extraviado…

Tasslehoff dejó de hablar. Su historia sobre el anillo y el hechicero perverso era tremendamente emocionante, muy interesante y casi toda ella cierta, pero ya no tenía audiencia. Ni Lillith ni Brian le prestaban atención.

Derek llamó a Brian en tono impaciente. El caballero le dio un último beso a la joven, aferró firmemente a Tasslehoff y los dos corrieron escaleras arriba.

Lillith suspiró y volvió con sus libros polvorientos.