Búsqueda infructuosa
Disturbios
Atrapar a un kender
—¡Los hay a millares! —exclamó Aran, estupefacto.
—Miles de millares —coreó Brian en tono desesperado.
Derek se volvió hacia Lillith.
—Tiene que haber un catálogo de los libros, señora Cuño. Los Estetas son famosos por llevar un registro meticuloso del contenido de una biblioteca.
—Lo había —dijo la joven—. Los libros se catalogaban con referencias por título, autor y contenido.
—Hablas en pasado —apuntó Aran en tono preocupado.
—El catálogo fue destruido —le respondió Lillith con gravedad.
—¿Quién haría algo así? ¿Por qué? —inquirió Brian.
—Los mismos Estetas lo destruyeron. —Lillith suspiró profundamente—. Justo antes del Cataclismo, en la época en la que el Príncipe de los Sacerdotes emitió el Edicto del Control del Pensamiento y amenazó con enviar a sus agentes ejecutores a la biblioteca y buscar el catálogo de libros para que retiraran y quemaran todos los que se consideraran «una amenaza para la fe». Ni que decir tiene que los Estetas no iban a permitir que ocurriera tal cosa, de modo que quemaron el catálogo. Si los agentes ejecutores querían conocer el contenido de los libros, tendrían que leérselos. Todos, del primero al último.
—Como, al parecer, tendremos que hacer nosotros —dijo Derek, ceñudo.
—No necesariamente. —Brian señaló los dedos de Lillith manchados de tinta—. Has estado reproduciendo el catálogo, ¿verdad, señora Cuño?
—Preferiría que todos me llamaseis Lillith, simplemente. Y sí, estoy intentando reproducir el catálogo. No he avanzado mucho. Es una tarea descomunal.
—Derek, tenemos que decirle por qué hemos venido —murmuró Aran.
Derek se había propuesto mantener en secreto el asunto del orbe y durante unos instantes su expresión se tornó obstinada. Después dirigió la vista hacia los anaqueles repletos de libros; hilera tras hilera de estanterías. Apretó los labios un momento antes de hablar en tono cortante.
—Buscamos información relativa a los Orbes de los Dragones. Lo único que sabemos con certeza es que fueron una creación de los hechiceros.
Lillith soltó un suave silbido.
—Así que hechiceros, ¿eh? No recuerdo haber visto ninguna información relacionada con Orbes de los Dragones. Cosa, por otro lado, comprensible, ya que todavía no he empezado a trabajar con libros que versan sobre magia.
Derek y Brian intercambiaron una mirada descorazonada.
—Puedo mostraros la sección donde están agrupados los libros de temas arcanos —ofreció Lillith—. Están completamente al fondo, me temo.
Las estanterías formaban hileras muy juntas entre sí; los pasillos que quedaban eran tan estrechos que de vez en cuando Aran tenía que girarse de costado para pasar. Avanzaban con precaución pues la luz del farol no llegaba muy lejos. En la oscuridad, Brian se cayó encima de un cajón y estuvo a punto de derribar una de las estanterías.
—Lamento el desorden —se disculpó Lillith mientras se abrían paso entre unas estanterías que se habían caído y los libros desparramados por el suelo—. Aún no he empezado a trabajar en esta sección y no quise tocar nada. Aunque no lo parezca, existe un orden en todo este caos.
»Lo que me recuerda, caballeros —añadió en tono severo—, que si sacáis algún libro de un anaquel, hagáis el favor de volver a colocarlo en el mismo sitio en el que lo encontrasteis. Ah, y si pudieseis hacer una nota sobre su contenido, me sería de gran ayuda. A propósito, ¿cuántos idiomas habláis?
—El solámnico —respondió Derek con impaciencia, sin entender a qué venía esa pregunta—. Y el Común, naturalmente.
Lillith se detuvo y levantó más el farol.
—¿Nada más? ¿Elfo? ¿Khuriano?
Los caballeros negaron con la cabeza.
—Ah, qué lástima —dijo la joven, que se mordisqueó el labio inferior—. Los solámnicos damos por sentado que todo el mundo habla nuestro idioma, y que si alguien no lo habla, debería. Los hechiceros proceden de diversas razas y nacionalidades, por lo que escriben en muchos idiomas distintos, incluido el de la magia. Habida cuenta de la opinión que nuestras gentes tienen de los hechiceros, dudo que encontréis muchos libros de magia escritos en solámnico.
—¡Esto se pone cada vez mejor! —comentó Aran con sorna—. ¡Podríamos tardar semanas en dar con un pergamino que tratara de los Orbes de los Dragones y entonces descubrir que está escrito en algún dialecto enano desconocido del que no entendemos ni palabra! ¡Un brindis por nuestra misión! —Dio un sorbo de la petaca.
—No busques problemas antes de tiempo —le reconvino Derek—. Quizá la suerte nos sea favorable.
Lillith dio una palmada.
—¡Por el Libro de Gilean! Os es favorable. Acabo de acordarme de una cosa. ¡Ése kender al que tenéis que rescatar podría seros de ayuda!
—¿Un kender? —repitió Derek con fastidio—. ¡Lo dudo muchísimo!
—¿Cómo podría ayudarnos? —preguntó Brian.
—De eso no puedo hablar —respondió Lillith, ruborizada—, pero es posible que esté en su mano ayudaros.
—¡Otra vez el kender! ¿Dónde lo buscamos? —inquirió Derek con tono resignado.
—Cuando me avisen mis amigos de que ha llegado a Tarsis, si es que al final viene. Mi esperanza se basa únicamente en esa lista. —Lillith se remangó la falda para saltar por encima de otra estantería—. Venid por aquí. Os mostraré los anaqueles donde debéis buscar y os prestaré toda la ayuda posible.
Los caballeros se pasaron dos días en la biblioteca dedicados a lo que resultó ser una búsqueda frustrante y, de momento, vana. Decidieron no regresar al campamento para no tener que entrar y salir de nuevo por las puertas de la ciudad; ya que estaban dentro, consideraron más juicioso quedarse, sobre todo si había draconianos rondando por allí. Lillith sugirió que durmieran en la biblioteca, un escondite ideal ya que ningún vecino de Tarsis se acercaba por esa zona. Brian llevó los dos caballos a un establo que había cerca de la puerta principal por si tenían que salir pitando. Lillith les llevó comida y agua y los tres durmieron en el suelo, entre las estanterías.
Desde el amanecer al ocaso buscaron en libros, rollos de pergaminos, montones de notas y garabatos en trozos de papel. Se sentaban ante mesas largas empotradas y encajonadas en un laberinto de estanterías que Aran juraba que cambiaban de posición cuando no las miraban, porque en cuanto se alejaban siempre tenían problemas para regresar al mismo sitio. Trabajaban a la luz del farol, ya que la biblioteca no tenía ventanas. Lillith señaló las antiguas lumbreras del techo, a gran altura, por las que en otros tiempos había pasado la luz del sol. Los tragaluces estaban cegados con tierra, escombros y cascotes.
—Pensamos que era mejor dejarlos así, disimulados —comentó, y después añadió, melancólica—: Quizá algún día podremos despejarlos y la luz brillará de nuevo sobre nosotros. Sin embargo, aún no ha llegado ese momento. Hay mucha gente en el mundo que ve el conocimiento como una amenaza.
Además de envuelta en tinieblas, la biblioteca estaba sumida en un silencio espeluznante. Los libros amortiguaban y absorbían cualquier sonido. Fuera, el mundo podía destruirse en una explosión ígnea y ellos ni se enterarían.
* * *
—Para ser sincero, preferiría vérmelas con Caballeros de la Muerte —dijo Aran el tercer día por la mañana. Al abrir un libro el polvo le entró en la nariz y estornudó con fuerza—. ¡Toda una legión de Caballeros de la Muerte y cien enanos borrachos por añadidura! —Echó una ojeada desalentada a las páginas descoloridas.
»Esto parece escrito por arañas corriendo sobre el pergamino con las patas mojadas en tinta. Sin embargo, hay dibujos de dragones, de modo que quizá tenga algo que ver con los orbes.
Lillith se asomó por encima de su hombro.
—Ése es el lenguaje de la magia. Ponlo aquí, con los otros libros que tratan sobre dragones. —Al retirarse el pelo de los ojos se dejó un churrete en la frente—. No olvides señalar su sitio en el anaquel.
—Éste libro también tiene dibujos de dragones —anunció Brian—. Pero las páginas son tan frágiles que me temo que se desintegrarán si sigo examinándolas. Además, tampoco entiendo lo que pone.
Lillith le quitó el libro de las manos con sumo cuidado y lo añadió al pequeño montón.
—Si hubiera un mago en la ciudad que nos tradujera estos textos… —empezó Brian.
—No vamos a contarles nada de esto a los hechiceros —manifestó rotundamente Derek.
—De todos modos, en Tarsis no hay hechiceros —intervino Lillith—. O, al menos, ninguno que admita serlo. Esperaremos al kender. No os prometo nada, entendedme, pero…
—¿Lillith? —Llamó una voz masculina—. ¿Estás ahí?
Derek se puso de pie.
—No te alarmes —se apresuró a tranquilizarlo la joven—. Es uno de los Estetas. —Alzó la voz—. ¡Ya voy, Marco!
Se dirigió a buen paso hacia la parte delantera de la biblioteca.
—Brian, acompáñala —ordenó Derek.
Brian obedeció y fue tras ella sorteando las estanterías al tiempo que procuraba memorizar las vueltas y revueltas que lo llevarían a la parte delantera en lugar de dejarlo varado en alguna remota isla literaria. No perdió de vista la luz del farol que llevaba Lillith y finalmente la alcanzó.
—¿Qué pasa? ¿No confiáis en mí? —preguntó la joven con una sonrisa que le marcó el hoyuelo.
Brian notó que se ponía colorado y dio gracias a la penumbra porque así no lo vería sonrojarse.
—No, es que… podría ser peligroso —pretextó sin convicción.
Lillith se limitó a reírse de él.
En la entrada había un hombre tan arrebujado en la capa y la bufanda que apenas se distinguían sus rasgos. Lillith se acercó deprisa a él y los dos se pusieron a conferenciar en voz baja. Brian permaneció apartado aunque sabía muy bien que Derek lo había mandado a espiar a la joven. La conversación no duró mucho y Marco se marchó mientras Lillith volvía junto a Brian. A la luz del farol se la veía preocupada, como si algo le ensombreciera la mirada.
—¿Qué ocurre? —preguntó el caballero.
—Deberías avisar a tus compañeros —contestó ella.
Brian lanzó un «¡hola!» que levantó ecos en las paredes y sacudió el polvo del techo. Oyó que Aran soltaba un juramento y el ruido de objetos al caer al suelo. Lillith se encogió.
—¡Tened cuidado! —exclamó con inquietud.
—Oh, estoy bien —respondió Aran.
Lillith masculló algo y Brian esbozó una sonrisa. No era su compañero quien la preocupaba, sino sus preciados libros.
—El kender está en Tarsis —informó cuando Derek y Aran salieron de la penumbra a la luz del farol—. Él y sus amigos entraron por una de las puertas de la ciudad esta mañana. Se alojan en El Dragón Rojo, pero va a haber problemas. Los guardias de la puerta vieron que uno de los hombres llevaba puesto un peto con los símbolos de un Caballero de Solamnia e informaron a las autoridades. Han mandado guardias a la posada para que los arresten.
—Ése debe de ser Brightblade —comentó Derek, irritado—. Y no es caballero. ¡No tiene derecho a ponerse una armadura de ese tipo!
—No se trata realmente de eso, Derek —intervino Aran, exasperado—. El asunto es que a Brightblade y a sus amigos están a punto de arrestarlos, y si los draconianos descubren que son las personas que andaban buscando…
—¡No pueden descubrirlo! —La voz de Lillith sonó con apremio—. ¡No deben! Registrarán las pertenencias del kender y encontrarán lo que lleva encima. Tenéis que salvarlo.
—¿De la guardia de Tarsis? ¿A plena luz del día? Señora, me da igual lo que sea eso tan misterioso que se supone que lleva el kender. Un intento de rescate sólo tendría como resultado que acabaríamos en prisión con ellos —arguyó Derek.
—Mis amigos van a montar una maniobra de distracción —dijo Lillith—. Podréis agarrar al kender en medio de la confusión. Traedlo directamente aquí. Os estaré esperando. ¡Vamos, apresuraos! —Empezó a empujarlos hacia la escalera.
—¿Cómo encontramos esa posada? —preguntó Brian—. ¡No conocemos la ciudad!
—Eso no será un problema —vaticinó la joven—. Seguid por la calle principal que hay a la salida de la biblioteca. Encaminaos de vuelta a la plaza central, por donde vinisteis. Luego sólo tendréis que guiaros por los gritos.
Brian parpadeó y se frotó los ojos al salir a la deslumbradora luz invernal. Habían vivido una noche perpetua en la biblioteca y no tenía ni idea de la hora que era. Por la posición del sol, calculó que debía de ser media mañana. Los caballeros anduvieron a paso rápido por la calle principal, como les había dicho Lillith, y no se cruzaron con nadie hasta que llegaron a la plaza central. Allí se encontraron montones de gente muy alborotada. Los que habían estado en comercios y tenderetes salían en tropel a las calles en tanto que otros echaban a correr. Los caballeros oyeron un apagado fragor, como el de las olas al romper en una playa.
—¿Qué ocurre, buen hombre? —preguntó Aran, que se paró para hablar con un tendero que miraba tristemente a la clientela que se marchaba de su almacén—, ¿ha vuelto el mar?
—Muy gracioso —gruñó el tendero—. Por lo visto ha estallado un tumulto cerca de la posada El Dragón Rojo. Un Caballero de Solamnia ha cometido el error de llevar su emblema a la vista en nuestra ciudad. Los guardias intentan conducirlo a la Sala de Justicia, pero es posible que no lleguen tan lejos. En Tarsis no les tenemos aprecio a los de su clase. Se le hará justicia, vaya que sí.
Aran alzó una mano hacia el tapacuellos que llevaba puesto sobre la nariz y la boca para comprobar que seguía en su sitio.
—Mal rayo los parta a todos ellos. Creo que iremos a echar un vistazo. Que tengas un buen día, amigo.
—Toma —dijo el tendero al tiempo que le ofrecía a Aran un tomate podrido—. No puedo dejar el almacén, pero lánzale esto en mi nombre.
—Lo haré, descuida —contestó Aran.
Los tres echaron a correr para unirse al gentío que iba en la misma dirección. La muchedumbre, que gritaba insultos y arrojaba alguna que otra piedra, les cerraba el paso. Por el modo en que la gente estiraba el cuello para ver, los prisioneros venían en su dirección. Brian intentó atisbar algo por encima de las cabezas de los que tenía delante y vio aparecer una pequeña comitiva. Los guardias tarsianos rodeaban a los prisioneros. La muchedumbre retrocedió y dejó de vocear ante la presencia de la guardia.
—Ése es Brightblade, ya lo creo —dijo Aran. Era el más alto de los tres y eso le daba ventaja para ver mejor—. Y a juzgar por las orejas, el hombre que va con él es el semielfo. También hay un elfo y un enano. Y ése debe de ser el kender que tanto le interesa a Lillith.
—¿Y la maniobra de distracción? —preguntó Brian.
—Al menos ahora podemos acercarnos más —dijo Derek, y los tres caballeros se abrieron paso entre el gentío que, indeciso, se arremolinaba y rebullía.
La muchedumbre se había cansado de insultar al caballero y parecía que iba a dispersarse cuando, de repente, el kender le gritó a uno de los guardias con voz aguda:
—¡Eh, tú, alcornoque bellotero! ¿Dónde has dejado el bozal?
El guardia enrojeció. Brian no sabía qué era un alcornoque bellotero, pero, por lo visto, el guardia sí, porque se abalanzó sobre el kender. Éste lo esquivó con agilidad y le atizó un golpe en la cabeza con la jupak. En la multitud hubo algunos que silbaron con sorna, otros aplaudieron y otros empezaron a lanzar cualquier cosa que tuvieran a mano, ya fueran verduras, piedras o zapatos. Nadie se preocupaba de apuntar a quién arrojaban los proyectiles, por lo que los guardias se encontraron en la trayectoria de los lanzamientos. El kender seguía mofándose de quien le apetecía, con el resultado de que varias personas de la muchedumbre intentaron abrirse paso entre los guardias para llegar hasta él.
El jefe de la guardia empezó a gritar con todas sus fuerzas. Al elfo lo derribaron. Brian vio que Sturm se paraba y se inclinaba en actitud protectora sobre el elfo caído mientras apartaba a la gente con las manos. El enano le daba patadas a alguien y al tiempo soltaba puñetazos, en tanto que el semielfo intentaba por todos los medios llegar hasta el kender.
—¡Ahora! —dijo Derek. Se apropió de un saco de arpillera que encontró tirado delante de un puesto de verduras y se abrió paso a empujones entre el gentío. Brian y Aran iban detrás.
El semielfo estaba a punto de agarrar al kender. Sin saber qué más hacer, Aran le arrojó el tomate y acertó al semielfo en mitad del rostro, de forma que lo dejó cegado momentáneamente.
—Lo siento —musitó el caballero, arrepentido.
Derek se abalanzó sobre el kender y le tapó la boca con la mano. Brian y Aran lo agarraron por los pies mientras Derek le cubría la cabeza con el saco. Cargando con él a pesar de sus forcejeos y chillidos ahogados, echaron a correr calle abajo.
Alguien gritó que los detuvieran, pero los caballeros habían actuado con tal rapidez que, para cuando los que estaban mirando comprendieron lo que pasaba, se habían perdido de vista.
—¡Llévalo tú! —ordenó Derek a Aran, que era el más fuerte de los tres.
Aran se lo echó al hombro y le sujetó las piernas con un brazo. El copete del kender asomaba por la boca del saco y se balanceaba contra la espalda del caballero. Derek se metió por una calle lateral que estaba desierta. Brian cerraba la marcha y echaba ojeadas hacia atrás de vez en cuando. Sin tener más que una vaga idea de dónde estaban y por miedo a perderse, volvieron a la calle principal en cuanto pudieron.
El kender emitía chillidos amortiguados y se retorcía con una anguila dentro del saco. Aran estaba teniendo problemas para mantenerlo sujeto y la gente se paraba para mirarlos.
—Cierra el pico, amiguito —advirtió Aran al kender—. Y deja de dar patadas. Estamos de tu parte.
—¡No te creo! —chilló el kender.
—Somos amigos de Sturm Brightblade —dijo Brian.
El kender dejó de aullar.
—¿Sois caballeros? ¿Como Sturm? —preguntó, emocionado.
Derek asestó a Aran una mirada glacial y parecía a punto de soltar una de sus diatribas. Aran le hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Sí —contestó—. Somos caballeros, como Sturm, pero estamos de incógnito. No puedes decírselo a nadie.
—No lo haré, lo prometo —aseguró el kender, que añadió—: ¿Podéis librarme del saco? Al principio ha sido divertido, pero ahora empieza a oler mucho a cebolla.
Derek sacudió la cabeza.
—Cuando estemos en la biblioteca. Antes no. No estoy dispuesto a perseguir a un kender por las calles de Tarsis.
—Todavía no —contestó Aran al kender en tono cómplice—. Es demasiado peligroso. Te podrían reconocer.
—Probablemente tienes razón. Soy uno de los héroes de la batalla de Pax Tharkas y ayudé a encontrar el Mazo de Kharas. ¿Cuándo iremos a rescatar a los demás?
—Luego —dijo Aran—. Tenemos que… ummmm… idear un plan.
—Puedo ayudaros —se ofreció el kender, ilusionado—. Soy un experto en idear cosas. ¿Te importaría abrir un agujero pequeño para que pudiera respirar un poco mejor? Y quizá no haría falta que me zarandearas tanto. He tomado un buen desayuno y me parece que empieza a revolverse en el estómago. ¿Te has preguntado alguna vez por qué las cosas que saben tan ricas cuando te las comes tienen un gusto horrible cuando se empeñan en salir…?
Aran dejó al kender en el suelo.
—No estoy dispuesto a que me vomite encima —le dijo a Derek.
—Sujétalo bien —ordenó Derek—. Te hago responsable de él.
Aran retiró el saco y el kender asomó sin resuello y con la cara colorada por haber ido colgado boca abajo. Era bajo y delgado, como casi todos los de su raza, y tenía un rostro alegre, inquisitivo, alerta y sonriente. Se colocó la ropa retorcida —un chaleco de piel de oveja y prendas de colores chillones—, se tanteó la coronilla para cerciorarse que el copete seguía en su sitio y comprobó si llevaba consigo todos los saquillos. Hecho esto, alargó la pequeña mano.
—Soy Tasslehoff Burrfoot —se presentó—. Mis amigos me llaman Tas.
—Aran Tallbow —dijo el caballero, que le estrechó la mano con seriedad y después le ofreció la petaca—. Para compensar lo de la cebolla.
—No me vendrá mal. —Tas echó un trago. Y casi se quedó con la petaca. Por despiste, naturalmente, como le dijo a Aran en tono de disculpa.
—Brian Donner —se presentó Brian al tiempo que le tendía la mano.
Tas miró a Derek, expectante.
—Sigamos —ordenó Derek con impaciencia, y echó a andar.
—Qué nombre tan raro —masculló el kender, que tenía un brillo travieso en los ojos.
—Se llama Derek Crownguard —dijo Aran mientras asía con fuerza al kender por el cuello del chaleco.
—Pues vaya. ¿Seguro que es un caballero?
—Sí, por supuesto que lo es —contestó Aran, que sonrió a Brian y guiñó el ojo—. ¿Por qué lo preguntas?
—Sturm dice que los caballeros son siempre educados y que tratan a la gente con respeto. Sturm siempre me trata con educación —aseguró Tas en tono solemne.
—Es por el peligro, ¿sabes? —explicó Brian—. Derek se preocupa por nosotros, nada más.
—Sturm también se preocupa por nosotros una barbaridad. —Tas suspiró y miró hacia atrás—. Espero que él y mis otros amigos se encuentren bien. Cuando no estoy con ellos se meten en líos. Claro que —añadió como si acabara de ocurrírsele— mis amigos también se meten en muchos líos cuando estoy con ellos, pero al estar con ellos los saco del embrollo, así que creo que lo mejor será que vuelva…
El kender dio un tirón repentino, se retorció y se escurrió, y cuando Aran quiso darse cuenta sujetaba un chaleco de piel de oveja vacío y Tas salía a todo correr calle abajo.
Brian corrió tras él y consiguió alcanzarlo. Por suerte, Derek iba bastante más adelante y no había visto lo ocurrido.
—¿Cómo ha podido escaparse así? —le preguntó Aran a su amigo.
—Es un kender —contestó Brian, que no pudo evitar la risa al ver la expresión perpleja de su compañero—. Lo llevan en la sangre. —Ayudó a Tas a ponerse el chaleco.
»Sé que estás preocupado por tus amigos —le dijo—. Nosotros también lo estamos, pero nos encomendaron una misión importante: encontrarte.
—¿A mí? —Tas no salía de su asombro—. ¿Una misión importante encontrarme? ¿A Tasslehoff Burrfoot?
—Hay alguien que quiere conocerte. Te prometo por mi honor de caballero —añadió Brian en tono serio— que después de que hayas hablado con esta persona te ayudaré a rescatar a tus amigos.
—Eso no va a gustarle a Derek —auguró Aran con una sonrisa.
Brian se encogió de hombros.
—¡Una misión importante! —exclamó Tasslehoff—. Veréis cuando se lo cuente a Flint. Sí, claro que iré con vosotros. No querría defraudar a esa persona. ¿Quién es, por cierto? ¿Por qué quiere verme? ¿Adónde vamos? ¿Estará allí cuando lleguemos? ¿Cómo supisteis dónde encontrarme?
—Te lo explicaremos todo luego —dijo Aran—. Hemos de darnos prisa.
Aran sujetó a Tas por un brazo, Brian por el otro y lo llevaron en volandas calle adelante.