El pacto
La Biblioteca de Khrystann
Antes del Cataclismo, a Tarsis se la conocía como Tarsis la Bella. Cuando se contemplaba en el espejo veía el reflejo de una urbe de cultura y refinamiento, riqueza, esplendor y embrujo. Gastaba el dinero con largueza, y tenía dinero para gastar porque los barcos llevaban a su puerto ricos cargamentos y los ponían a sus pies. Jardines exuberantes de plantas florecientes la engalanaban como joyas. Caballeros, lores y damas paseaban por sus calles bordeadas de árboles. Eruditos recorrían cientos de kilómetros para estudiar en su biblioteca, porque Tarsis no sólo era elegante, refinada y encantadora, sino que también era ilustrada. Si contemplaba su resplandeciente bahía, sólo veía gozo y felicidad en el horizonte.
Entonces los dioses arrojaron la montaña ígnea sobre Krynn y Tarsis cambió para siempre. La esplendorosa bahía desapareció. Las aguas se retiraron. Los barcos quedaron varados en el cieno y los desechos de un puerto que no servía para nada. Tarsis se miró en el espejo y vio su belleza echada a perder; sus ricos ropajes sucios y desgarrados; sus preciosos jardines agostados y muertos.
A diferencia de muchas otras que tras sufrir la tragedia y la adversidad habían tenido la gallardía, la dignidad y el coraje de volver a levantarse, Tarsis dejó que la catástrofe la hundiera. Revolcándose en la autocompasión, culpó de su caída a los Caballeros de Solamnia y los echó de sus hogares al exilio. También culpó a los hechiceros, y a los enanos, y a los elfos, y a cualquiera que no fuera «uno de ellos». Culpó a los hombres y mujeres sabios que habían acudido allí a estudiar en la antigua Biblioteca de Khrystann y los expulsó. Dejó la biblioteca en ruinas, sin reconstruirla, y prohibió que se entrara en ella.
Tarsis se volvió mezquina y mercenaria, codiciosa y avara. No hallaba placer en las cosas hermosas. Para ella la única belleza estaba en el brillo de las monedas de acero. Su puerto de mar había desaparecido, pero conservaba las rutas comerciales, y recurrió a tretas para fomentar el comercio con sus vecinos.
Por fin, después de más de trescientos años, Tarsis pudo mirarse de nuevo al espejo, jamás recobraría la antigua belleza, pero al menos vestía sus galas prestadas, se daba colorete en las mejillas y se pintaba los labios. Sentada a la sombra, donde nadie la veía con claridad, era posible fingir que volvía a ser Tarsis la Bella.
La ciudad de Tarsis había estado protegida por el mar y por una muralla de piedra de seis metros de altura, con torres y puertas insertadas a intervalos. La muralla se conservaba, pero la desaparición del mar había dejado una brecha abierta en la seguridad de la urbe.
El descenso de población causado por la marcha de marineros y constructores de barcos, fabricantes de velas, mercaderes y todos aquellos que dependían del mar para ganarse la vida, había tenido como resultado una caída espectacular en la recaudación de impuestos. Tarsis pasó literalmente de la riqueza a la pobreza de la noche a la mañana. No había dinero para construir un tramo nuevo de muralla de seis metros de altura. Lo más que pudo costearse fue un lienzo de metro y medio. Por otra parte, como dijo uno de los lores tarsianos en tono pesimista, no tenían nada que proteger. Tarsis no poseía nada que desearan otros.
Eso había ocurrido años atrás, pero la ciudad era más próspera en la actualidad. Los habitantes habían oído rumores de una guerra al norte. Sabían que a los Caballeros de Solamnia los habían atacado («¡Caballeros arrogantes! ¡Se lo tienen merecido!») y habían oído que a los elfos los habían echado de Qualinesti («¿Qué puede esperarse de los elfos? ¡Todos ellos son unos cobardes relamidos!»). Se comentaba que Pax Tharkas había caído («¿Pax Tharkas? Nunca habían oído hablar de ese sitio»), pero Tarsis hizo poco caso de todos esos rumores. Con la prosperidad había llegado la apatía. Tarsis había vivido en paz siempre y sus habitantes no veían amenazas en su horizonte, así que ¿por qué malgastar dinero en algo tan prosaico y anodino como una muralla cuando podían construir bonitas casas y vistosos edificios municipales? En consecuencia, el muro de metro y medio siguió igual.
La muralla tenía dos puertas principales de acceso revestidas con hierro que estaban situadas al norte y al éste. Derek iba a entrar por la del norte, donde daba la impresión de que había más tráfico. Aran entró por la puerta oriental y Brian se dirigió a pie a la puerta de la zona sur de la ciudad, en el Muro del Puerto, como se lo conocía.
Siendo la parte más débil de las defensas de la ciudad, los caballeros dieron por sentado que el Muro del Puerto sería el que estaría más vigilado. La elección de Derek para enviar a Brian por esa ruta fue más bien un cumplido equívoco. Citó el comportamiento tranquilo e imperturbable de Brian, su valor sosegado. También mencionó que, de los tres, era el que menos aspecto de caballero tenía.
Brian aceptó lo que había de cierto en la afirmación de Derek y no se dio por ofendido. Aunque de noble cuna, a Brian lo habían educado para trabajar duro, no para ser un privilegiado, como en el caso del acaudalado Derek. El padre de Brian no había heredado su pan de cada día, sino que había tenido que ganárselo. Hombre instruido, lo contrataron como tutor de Derek, y él y su familia se alojaron en el castillo de Crownguard. A Aran, hijo de un lord que vivía cerca, lo invitaron a que asistiera a las clases con los otros dos chicos, y así fue como se conocieron los tres amigos.
El linaje de Brian no tenía tanto abolengo ni era tan antiguo como el de Derek y el de Aran, y Brian notaba esa diferencia entre ellos. Aran jamás hacía alusión a ese tema y tampoco le daba importancia. Aunque Brian hubiese sido hijo de un pescadero, Aran lo habría tratado igual. Derek nunca mencionaba su ascendencia, nunca le decía nada descortés o desconsiderado ni lo trataba de manera humillante, sin embargo, quizá inconscientemente, Derek trazaba una línea divisoria entre ellos dos. A un lado estaba Derek Crownguard y al otro lado el hijo de un empleado. Cuando dijo que Brian no tenía aspecto de caballero, Derek no lo hacía por arrogancia. Estaba siendo Derek, sin más.
El día era soleado y frío y no soplaba viento. Brian cruzó a pie la llanura a paso tranquilo y acompasado al tiempo que se fijaba en la gente que entraba y salía. En cada puerta había tres o cuatro hombres que la custodiaban, y los de ésa eran todos miembros de la guardia tarsiana. No vio señal alguna de draconianos.
Se acercó a la puerta con cautela, escudriñando las sombras de la torre por si alguien demostraba más interés de lo normal por la gente que entraba a la ciudad. Por los alrededores había unos cuantos haraganes, todos bien abrigados para resguardarse del frío. Si entre ellos había un draconiano, no iba a ser fácil localizarlo.
Los guardias tarsianos se encontraban apiñados alrededor de una hoguera encendida en un brasero de hierro y no parecían muy deseosos de apartarse de ella. Brian siguió caminando hacia la puerta y nadie le dio el alto. Los guardias lo miraron desde lejos y no se mostraron muy interesados en él, ya que siguieron con las manos extendidas delante del fuego. Cuando Brian llegó a las puertas, se detuvo y miró a los guardias.
Dos de ellos se volvieron hacia un tercero. Por lo visto le tocaba a él ocuparse de los que quisieran entrar. Molesto porque lo apartaran de su cómodo sitio junto al cálido fuego, el guardia se caló por encima de las orejas un gorro de piel y se dirigió hacia donde esperaba Brian.
—¿Nombre? —preguntó.
—Brian Conner.
—¿De dónde eres?
—De Solamnia —contestó Brian. El guardia lo habría supuesto ya por el acento.
El hombre frunció el entrecejo y apartó el gorro de las orejas para oír mejor.
—No serás uno de esos caballeros —demandó el guardia.
—No, soy comerciante de vinos. Oí que había posibilidad de conseguir buenos caldos en Tarsis ahora, por lo de la caída de Qualinesti y todo eso —añadió con aparente indiferencia.
El guardia se puso ceñudo.
—Aquí no hay vino elfo. En Tarsis no encontrarás nada por el estilo —dijo en voz alta. Después bajó el tono y añadió—: Tengo una prima que negocia con ese tipo de mercancía «difícil de encontrar». Ve a la Ronda de Mercaderes y pregunta por Jen. Te proporcionará de lo mejor.
—Así lo haré, gracias —dijo Brian.
El guardia le explicó cómo llegar a la Ronda de Mercaderes, le repitió que se acordara de preguntar por Jen y luego le dijo que podía entrar. Brian lo intentó, sólo que el guardia siguió plantado delante de la puerta cerrándole el paso.
El caballero no entendía qué pasaba hasta que vio al guardia que se frotaba el índice y pulgar con disimulo. Brian buscó en la bolsa del dinero y sacó una moneda de acero que le tendió al guardia. Éste alargó velozmente la mano, atrapó la moneda y a continuación se apartó a un lado.
—Que tengas una agradable estancia en nuestra encantadora ciudad —le deseó el guardia mientras se tocaba el gorro.
Agradecido de que la bufanda le ocultara la sonrisa, Brian cruzó las puertas y se encaminó hacia la Ronda de Mercaderes, sólo por si acaso el guardia lo observaba. A pesar del frío las calles estaban abarrotadas de gente que iba a trabajar o a mercadear o simplemente a dar un paseo ahora que había dejado de nevar.
Una vez allí, se dirigiría hacia la Ciudad Vieja, en la zona alta, que era donde se hallaba la última ubicación conocida de la biblioteca desaparecida, según el Esteta Bertrem. El caballero echaba un vistazo hacia atrás de vez en cuando para comprobar si lo seguía alguien, pero no vio a nadie que mostrara el menor interés por él. Confiaba en que sus compañeros hubiesen entrado en la ciudad con igual facilidad.
Los tres caballeros se reunieron en la Ciudad Vieja. Derek y Aran habían entrado en la ciudad sin problemas, aunque Derek había descubierto —al igual que Brian— que el acceso tenía un precio. El guardia de la puerta principal había exigido dos monedas de acero como pago, al que llamó un impuesto «per cápita». A Aran no lo habían gravado con ningún «impuesto», o eso dijo; a lo mejor es que aún quedaba gente honrada en Tarsis. Fue el último en llegar. De camino allí había parado para rellenar la petaca y ahora estaba de bastante mejor humor.
Tanto Aran como Derek habían visto gente que rondaba por los alrededores de las puertas, pero cabía la posibilidad de que sólo fueran los habituales desocupados que se entretenían viendo quién llegaba a la ciudad o salía de ella. Eso los llevó a hablar de Sturm Brightblade y sus extraños compañeros.
—Nunca he entendido por qué te cae tan mal Sturm Brightblade, Derek —comentó Aran mientras se sentaban en el muro deteriorado de un jardín para comer pan y carne que ayudaron a pasar (al menos por parte de Aran) con brandy—. O por qué te opusiste a su candidatura al título de caballero.
—No recibió la educación ni la crianza adecuadas —contestó Derek.
—Lo mismo podría decirse de mí —adujo Brian—. Mi padre fue tu tutor.
—Tú te criaste en casa de mi padre, entre tus iguales, no en una ciudad fronteriza en mitad de ninguna parte, con gente extraña —repuso Derek—. Además, Brian, tu padre era un hombre de honor.
—Angriff Brightblade también lo era. Sólo tuvo mala suerte —comentó Aran a la par que se encogía de hombros—. Según lord Gunthar…
Derek resopló con desdén.
—Gunthar ha sido siempre un defensor de los Brightblade. ¿De verdad apoyarías la candidatura para el título de caballero de un hombre que no conoció a su padre? Eso, si es que Angriff era su padre…
—¡No tienes derecho a decir eso, Derek! —manifestó Brian, indignado.
Derek miró a su amigo. Por lo general Brian se lo tomaba todo con mucha calma, no se enojaba así como así. Ahora estaba enfadado y Derek comprendió que se había pasado de la raya. Después de todo había puesto en tela de juicio la reputación de una noble, algo que iba totalmente en contra de la Medida.
—No era mi intención dar a entender que Sturm fuera un bastardo —se justificó de mala gana—. Lo que pasa es que me resulta condenadamente extraño que sir Angriff enviara de repente a su esposa y al crío a un sitio donde sabía que nunca tendrían contacto con gente de Solamnia, como si se avergonzara de ellos.
—O como si intentara ponerlos a salvo —sugirió Aran, que ofreció la petaca y, ya que nadie la aceptó, echó él un trago—. Angriff Brightblade se hizo muchos y malos enemigos, pobre hombre. Hizo lo que creyó que era lo mejor al enviar lejos a su familia. Creo que dice mucho a favor de Sturm que hiciera un largo viaje de vuelta a Solamnia para saber qué le había ocurrido a su padre…
—Vino a reclamar su fortuna, y cuando descubrió que no quedaba nada, vendió la heredad de la familia y regresó a vivir a su casa arbórea.
—Lo enfocas todo bajo el aspecto más negativo —dijo Brian—. Sturm vendió las propiedades familiares para saldar las deudas de la familia, y regresó a Solace porque se le dio una áspera acogida en Solamnia.
—Déjalo, Brian —intervino Aran con una sonrisa—. Sturm Brightblade podría ser otro Huma y expulsar a Takhisis de vuelta al Abismo sin ayuda de nadie y Derek seguiría pensando que no era merecedor de las espuelas. Todo se remonta a aquella disputa entre sus abuelos…
—¡Eso no tiene nada que ver! —lo interrumpió Derek, cada vez más irritado—. Para empezar ¿por qué estamos hablando de Sturm Brightblade?
—Porque si se encontrara en Tarsis por casualidad y precisara nuestra ayuda, estaríamos obligados a prestársela —contestó Brian—. Tanto si es caballero como si no, es coterráneo nuestro.
—Por no hablar de que el enemigo está deseoso de atraparlo —añadió Aran—. El amigo de mi enemigo es mi amigo… ¿O es el enemigo? Nunca me acuerdo.
—Lo primero es nuestra misión —insistió Derek, severo—. Y esta conversación debería acabar. Nunca se sabe quién podría estar escuchando.
Brian echó una ojeada en derredor. La Ciudad Vieja era un vertedero. El empedrado de la calle estaba resquebrajado y roto, sembrado de cascotes y escombros. Pilas de hojas podridas se amontonaban en rincones y huecos de la mampostería destrozada, que era todo cuanto quedaba de los edificios abandonados que estaban parcial o totalmente desmoronados. Grandes robles que crecían en hendeduras en medio de las calles destrozadas eran la prueba de que esa parte de la ciudad estaba en ruinas hacía muchos años, puede que incluso desde el Cataclismo.
—A menos que los ejércitos de los dragones hayan encontrado el modo de reclutar ratas, yo diría que estamos bastantes seguros aquí —comentó Aran al tiempo que espantaba a uno de esos roedores de una pedrada—. En la última hora no hemos visto más seres vivos que esos bichos.
Brian estaba de pie puesto en jarras y miraba a un lado y a otro de la calle polvorienta.
—Creo que Bertrem nos mandó aquí para marear la perdiz kender, Derek. No hay ni rastro de una biblioteca por los alrededores.
—Sin embargo, todo esto está lleno de propiedades valiosas —arguyó Aran—. Cualquiera hubiera pensado que la buena gente de Tarsis las reconstruiría o, al menos, retiraría los escombros para transformar el lugar en un parque o algo por el estilo.
—Ah, pero entonces eso significaría que tendrían que recordar lo que era antaño. Recordar la belleza, recordar la gloria, recordar los barcos de velas blancas, y Tarsis no puede permitirse hacer eso —dijo una voz de mujer que sonó detrás de ellos.
Los caballeros asieron la empuñadura de la espada, si bien no la desenvainaron, y se dieron la vuelta para hacer frente a la desconocida curiosa. La voz de la mujer tenía un timbre agudo, alegre y vivaz, y su aspecto era acorde con la voz. Era esbelta, baja y de tez morena, con una sonrisa insolente y cabello de color rojizo que le caía alborotado sobre los hombros.
Se movía con rápida y silenciosa agilidad; y la sonrisa, amplia e ingenua, le marcaba un hoyuelo pícaro en la mejilla izquierda. Vestía ropas sencillas sin ninguna característica especial y daba la impresión de que se las hubiera puesto sin pensarlo mucho, ya que el color de la blusa chocaba de plano con el de la falda, y la gruesa capa no encajaba con ninguna de las otras dos prendas. A juzgar por su modo de hablar, sin embargo, había recibido una buena educación. Y el acento era solámnico. Brian calculó que debía de tener entre veinte y treinta años.
La mujer estaba en las sombras de un callejón, sonriente, en absoluto desconcertada. Derek hizo una reverencia, muy tieso.
—Mis disculpas por no haberte saludado como es debido, señora. —Hablaba con educación porque era una mujer, si bien su tono era frío por el hecho de que hubiera estado escuchando a escondidas—. No tenía conocimiento de tu presencia.
—Oh, no importa —contestó la mujer con una risa—. Tú debes de ser sir Derek Crownguard.
Derek se quedó boquiabierto. Miró a la mujer sin salir de su asombro y después frunció el entrecejo.
—Te pido disculpas, señora, pero estás en ventaja conmigo.
—¿No me he presentado? Soy tan olvidadiza… Lillith Cuño —contestó a la par que le tendía la mano.
Derek la contempló estupefacto. Las mujeres de Solamnia bien educadas saludaban con una reverencia, no ofrecían la mano para estrecharla, como hacían los hombres. Finalmente tomó la de la mujer en la suya; no hacerlo habría sido un insulto para ella. Sin embargo, como si no supiera muy bien qué hacer con su mano, la soltó lo antes posible.
—¿Por casualidad estás emparentada con los Cuño de Varus? —le preguntó Aran.
—Soy hija de sir Eustacio —contestó Lillith, complacida—. Su cuarta hija.
Derek enarcó una ceja. Desde luego no estaba teniendo mucha suerte últimamente con las hijas de caballeros. Primero, la tal Uth Matar en Palanthas, que al final resultó que era una ladrona. Ahora esta joven, hija de un caballero, vestida con un atuendo que podría haberle quitado a un kender y que hablaba y actuaba con la audacia y la desenvoltura de un hombre.
—¿Cómo está mi padre, señor? —preguntó Lillith.
—Me honra y me complace informar que la última vez que vi a tu noble padre gozaba de buena salud —dijo Derek—. Combatió valerosamente en la batalla del alcázar de Vingaard y no abandonó el campo de batalla hasta hacerse ostensible la superioridad abrumadora del enemigo.
—Pobre papá —comentó Lillith entre risas—. Me sorprende que tuviera la sensatez de tomar tal decisión. Por lo general se queda en medio de la refriega como un enorme estafermo a la espera de que le aticen un golpe en la cabeza.
Tamaña falta de respeto escandalizó hasta lo indecible a Derek; en especial por venir de una mujer.
Aran rio jovialmente y estrechó la mano a Lillith. Brian se la besó, cosa que hizo reír de nuevo a la joven. El caballero se dio cuenta, mientras le sostenía la mano, que tenía los dedos índice y pulgar manchados de un color púrpura oscuro y que en la blusa y la falda de paño había manchas similares, tanto recientes como desvaídas. Brian le soltó la mano de mala gana. Pensó que jamás había visto nada tan encantador como aquel hoyuelo de su mejilla izquierda y deseó hacerla reír otra vez con tal de lograr que el hoyuelo se marcara y ver relucir las motitas doradas en los ojos color avellana.
Creyendo que la actitud de sus adjuntos daba alas a su mal comportamiento, Derek les asestó una mirada ceñuda. Tenía que hablar con esa dama para expresarle su desaprobación, pero lo haría con frialdad.
—¿Cómo me identificaste, señora Cuño? —preguntó.
—Bertrem me puso en antecedentes de la venida de un caballero solámnico que buscaba la legendaria Biblioteca de Khrystann, para que estuviera pendiente cuando llegara —respondió Lillith—. Vosotros sois los primeros, los últimos y los únicos caballeros que he visto por estos pagos desde hace años. Además, te oí mencionar el nombre de Bertrem, así que di por sentado que eras sir Derek Crownguard.
—No di permiso al Esteta Bertrem para que revelara que veníamos aquí —manifestó el caballero, muy estirado—. En realidad, le ordené que guardara el más estricto secreto sobre el asunto.
—Bertrem no se lo dijo a nadie excepto a mí y yo no se lo he dicho a ninguna otra persona, sir Derek —explicó Lillith, marcado el hoyuelo al esbozar una sonrisa—. Y fue una suerte que lo hiciera. Habríais buscado la biblioteca durante años y no habríais dado con ella.
—¡Eres una Esteta! —dedujo Aran.
Lillith le guiñó el ojo, otra cosa impropia de una solámnica bien educada.
—¿Desean los caballeros que los conduzca hasta la biblioteca?
—Si no es demasiada molestia, señora —contestó Derek.
—Oh, ninguna en absoluto, señor —repuso a su vez Lillith, que se cruzó de brazos—. Pero a cambio tendréis que hacerme un favor.
Derek se puso ceñudo. No le gustaba esa joven, y desde luego no le hacía ninguna gracia que lo chantajeara.
—¿Qué quieres que hagamos, señora? —preguntó.
El hoyuelo de Lillith desapareció. Parecía preocupada y, de repente, les hizo un gesto para que se acercaran más a ella. Cuando habló, lo hizo en voz baja.
—En esta ciudad pasa algo malo. Hemos oído rumores…
—¿Hemos? ¿A quién te refieres? —la interrumpió Derek.
—A los que nos importa el futuro del mundo —replicó Lillith, que le sostuvo la mirada sin vacilar—. En esta guerra estamos en el mismo bando, sir Derek, te lo aseguro. Como decía, nos han llegado rumores de que se han visto draconianos dentro de las murallas de la ciudad.
Los tres caballeros intercambiaron una mirada.
—Y también fuera de las murallas —recalcó Aran.
—Así que los rumores son ciertos. ¿Los habéis visto? —preguntó Lillith con gesto grave—. ¿Dónde?
—En la calzada a Tarsis. Estaban acampados junto a un puente para ver quién lo cruzaba…
—Tiene sentido —dijo Lillith—. Alguien está haciendo circular una lista de recompensas por los asesinos del Señor del Dragón Verminaard. Por casualidad tengo una copia en mi poder. —Se llevó la mano a la pretina y sacó un documento semejante al que le habían quitado a los draconianos.
»Llevo mucho tiempo buscando a alguien y ahora resulta que me encuentro con su nombre en esta lista. Necesito que lo atrapéis y me lo traigáis. —Lillith alzó un dedo en un gesto de advertencia—. Tenéis que hacerlo sin que nadie lo descubra.
—Vas mal encaminada, señora —dijo Derek—. Deberías hablar con el gremio de maleantes de la ciudad. Son expertos en secuestros…
—¡No quiero que lo secuestréis! Y desde luego no quiero que lo atrapen maleantes ni draconianos. —La ansiedad hizo que Lillith se ruborizara—. Lleva consigo algo de gran valor y me da miedo que no sepa darle la importancia que tiene. Es posible que entregue ese objeto al enemigo por pura ignorancia. He intentado discurrir la forma de atraparlo desde que vi su nombre en la lista. Vosotros, caballeros, habéis venido como agua de mayo. Dadme vuestra palabra de honor como caballeros de que me haréis este favor y os enseñaré cómo llegar a la biblioteca.
—¡Esto es chantaje, indigno de la hija de un caballero! —exclamó Derek, y Brian, a su pesar, estuvo de acuerdo con él. Todo aquel asunto era ambiguo, poco claro.
Lillith no se amilanó.
—¡Y yo creo que es indigno de un caballero negarle ayuda a la hija de otro caballero! —replicó fogosamente.
—¿Qué clase de objeto es el que lleva esa persona? —inquirió Aran con curiosidad.
Lillith vaciló y después negó con la cabeza.
—No es que no confíe en vosotros. Si fuera mi secreto, os lo diría, caballeros, pero al no ser así no puedo compartirlo. La información me la dio alguien que correría un grave peligro si se descubriera. No debería hablar con nosotros. Arriesgó mucho al revelarme tanto, pero le preocupa ese objeto valioso y también la persona que lo lleva.
El gesto severo de Derek no se borró.
—¿A qué persona de esa lista de recompensas quieres que encontremos? —preguntó Brian.
Lillith puso el índice en uno de los nombres.
—¡Ni pensarlo! —bramó Derek.
—Derek… —empezó Brian.
—¡Brian! —gritó Derek, encolerizado.
—Os dejaré solos, caballeros, para que lo habléis entre vosotros. —Lillith se alejó fuera del alcance del oído.
—No me fío de esa marimacho, aunque sea hija de un caballero —dijo Derek—. ¡Y no pienso secuestrar a un kender! Nos está gastando alguna clase de broma.
—Derek, hemos pateado arriba y abajo esta maldita calle casi toda la mañana y no hemos visto ni rastro de una biblioteca —arguyó Aran, exasperado—. Podríamos pasarnos toda la vida buscándola. Yo digo que le hagamos ese pequeño encargo a cambio de que nos ayude a encontrar la biblioteca.
—Además, si los draconianos están deseosos de echarle mano al kender, eso por sí solo debería parecemos razón suficiente para salvarlo —apuntó Brian—. Por lo visto fue uno de los que mataron al Señor del Dragón, junto con Sturm.
—Y quizá nos pueda decir dónde encontrar a Sturm —abundó Aran.
Brian negó con la cabeza para hacer entender a Aran que aquel razonamiento no era precisamente el más adecuado para convencer a Derek de que aceptara el plan de Lillith. De hecho, produciría el efecto contrario. Por su parte, Brian ansiaba ayudar a Lillith a toda costa, aunque sólo fuera por verla sonreír de nuevo.
Saltaba a la vista que a Derek no le hacía ninguna gracia aquella situación, pero tenía que afrontar los hechos: no sabían cómo dar con la biblioteca, y con los draconianos merodeando por la ciudad, no podían perder tiempo. Llamó a Lillith.
—Nos encargaremos de esa tarea, señora. ¿Dónde encontraremos al kender?
—No tengo ni idea… —contestó alegremente. Viendo que Derek fruncía el entrecejo, añadió—: Mis colegas Estetas están pendientes por si aparece. Me avisarán si lo localizan. Entretanto, os llevaré a la biblioteca. ¿Veis?, yo también sé actuar con probidad.
* * *
—¿Qué hacen los draconianos en Tarsis, señora? —preguntó Brian. La joven los conducía por algo que parecía un callejón sin salida y sin que hubiera a la vista nada semejante a una biblioteca.
—No lo sabemos. —Lillith sacudió la cabeza—. Quizá sólo buscan a esas personas.
—¿Habéis dado aviso a las autoridades sobre eso?
—Lo intentamos. —La joven puso gesto de enfado—. Enviamos una delegación para que se entrevistara con el señor. Se mofó de nosotros. Dijo que eran imaginaciones nuestras. Nos llamó agitadores y afirmó que nuestra intención era crear problemas. —Lillith negó con la cabeza.
»Se comportaba de un modo extraño. Antes era amable y dedicaba el tiempo que fuera necesario para atender a los peticionarios, pero cuando lo vimos esta vez se mostró brusco, casi grosero. —Suspiró profundamente—. Si os interesa mi opinión, los problemas ya han empezado.
—¿A qué te refieres?
—Creemos que el enemigo lo domina. No podemos demostrarlo, por supuesto, pero tendría sentido. Ejerce algún tipo de control sobre él. Es la única razón por la que nuestro señor permitiría que esos monstruos se acercaran siquiera a nuestra ciudad.
El callejón se extendía entre grandes edificios tan deteriorados que resultaba difícil saber si otrora habían sido mansiones elegantes. Las paredes daban la impresión de que se vendrían abajo si alguien las soplaba, por lo que los caballeros se mantuvieron apartados de ellas a pesar de que Lillith les aseguró que habían aguantado así siglos. La joven continuó callejón adelante; de vez en cuando se paraba y echaba un vistazo atrás para comprobar si alguien los seguía.
—Cuidado con la rejilla del alcantarillado —advirtió al tiempo que señalaba—. Los pernos están oxidados y su resistencia no es de fiar. Podríais sufrir una caída muy desagradable.
Aran, que había estado a punto de pisar la rejilla, la salvó de un salto ágil.
—¿Por qué no arreglan todo esto los tarsianos? —preguntó mientras señalaba en derredor—. Después de todo han pasado más de trescientos años.
—Al principio estaban demasiado ocupados tratando de sobrevivir para ocuparse de reconstruir lo que se había perdido —contestó Lillith—. Tomaron los ladrillos y los bloques de granito y de mármol de los edificios en ruinas y los usaron para levantar casas. Creo que al principio tenían intención de reconstruir la ciudad, pero con las penalidades, los peligros y los vecinos que abandonaban la ciudad para buscar trabajo en otros lugares, siempre hubo falta de dinero y, quizá lo que es más importante, falta de ganas.
—Pero cuando pasaron los años, a medida que aumentaba la prosperidad, sin duda se plantearon reconstruir esta parte de la ciudad al igual que hicieron con otras —comentó Brian—. Vi algunos edificios magníficos de camino aquí.
Lillith sacudió la cabeza.
—Es por la biblioteca. La gente acabó asociando esta parte de la ciudad con los grupos a los que culpaba de sus desgracias: hechiceros, clérigos, eruditos y Caballeros de Solamnia, como vosotros. Los ciudadanos temían que si reconstruían la biblioteca y las universidades, la gente problemática como nosotros regresaría.
—Me sorprende que no destruyeran la biblioteca —dijo Aran.
—Los Estetas se temieron lo peor. Cuando los rumores de lo acaecido en Tarsis llegaron a nuestra orden, ocasionaron una gran preocupación. La orden envió una comisión a la ciudad, un viaje muy peligroso por entonces debido al caos reinante. Los Estetas tenían instrucciones de proteger los libros o, si llegaban demasiado tarde, de salvar todo lo que pudieran.
»Cuando llegaron, los Estetas descubrieron que los clérigos de Gilean que trabajaban aquí antes del Cataclismo habían sido advertidos de que iba a pasar algo terrible. Los clérigos pudieron haber abandonado Krynn y ponerse a salvo junto con los clérigos de otros dioses, pero eligieron quedarse para proteger los libros. Afortunadamente la biblioteca se había construido bajo tierra, así que cuando la montaña ígnea se precipitó sobre el mundo, la biblioteca se salvó. Entonces sólo tuvieron que temer a los hombres.
»Cuando el populacho fue a saquear la biblioteca y prenderle fuego, se encontró con los Estetas que la protegían. Muchos perecieron en la lucha, pero mantuvieron a la turba a raya hasta que pudieron cerrar la entrada a cal y canto. Después, ocultaron el acceso para que nadie lo encontrara ni pudiera abrir las puertas a menos que conocieran el secreto. De esta manera, los libros han permanecido a salvo todos estos siglos, protegidos por quienes los aman.
—Como tú —dijo Brian con admiración. Le tomó la mano y señaló los dedos manchados de tinta.
Lillith se ruborizó, pero asintió con la cabeza desapasionadamente. Brian no le soltó la mano, como si fuese algo casual. Lillith le sonrió y el hoyuelo reapareció; después, retiró la mano.
—¿Qué libro o informe buscáis, caballeros? Quizá pueda ayudaros a encontrarlo. Me es familiar mucho de lo que hay aquí abajo, pero no absolutamente todo, a decir verdad. Para conseguir eso harían falta varias vidas.
Derek asestó una mirada incisiva a Brian que lo hizo enmudecer.
—No es que no confiemos en ti, señora Cuño —dijo Derek fríamente—, pero esa información es reservada y opino que debe permanecer así. De otro modo, podríamos ponerte en peligro.
—Como gustéis. —Lillith se detuvo—. Hemos llegado.
—Un muro ciego —comentó Aran.
Habían pasado bajo una arcada envuelta en sombras que conducía al callejón sin salida: una pared construida con piedras multicolores, redondeadas, erosionadas y unidas con mortero y acopladas contra una ladera cubierta de hierba alta.
—La Biblioteca de Khrystann —anunció Lillith.
Puso un pie encima de una losa, delante del muro, y apretó. Ante el asombro de los caballeros, el sólido muro se sacudió y se deslizó hacia un lado.
—No es de piedra —exclamó Aran al tiempo que alargaba la mano para tocarlo—. ¡Es madera pintada para que parezca piedra! —Se echó a reír—. ¡Qué obra maestra! ¡Me engañó completamente!
Los caballeros miraron hacia el callejón y lo vieron bajo una perspectiva muy diferente.
—El callejón es parte de las defensas de la biblioteca —aseguró Brian—. Cualquiera que intente llegar a la biblioteca tiene por fuerza que venir por ahí.
—Y la rejilla de la alcantarilla que estuve a punto de pisar… ¡es una trampa! —Aran miró a Lillith con más respeto—. Parece que tú y tus compañeros Estetas estáis dispuestos a luchar y a morir por defender la biblioteca. ¿Por qué? No es más que un montón de libros.
—Un montón de libros que contienen la luz radiante de la sabiduría de generaciones pasadas, sir Aran —dijo en voz queda la joven—. Nuestro temor es que si esta luz se extingue, nos hundiremos en una oscuridad tan intensa que quizá nunca encontremos la forma de salir de ella.
Empujó la puerta de madera pintada imitando piedra. Detrás había otra puerta, ésta de factura muy antigua. Tallados en la madera había los platillos de una balanza que descansaba sobre un libro.
—El símbolo de Gilean, dios del Libro y Fiel de la Balanza. —La joven alargó la mano y tocó los platillos.
—Hablas de él con respeto —comentó Brian—. ¿Crees que los dioses han vuelto?
Lillith iba a contestar, pero Derek la atajó:
—No hay tiempo para majaderías. Por favor, señora, procede.
La joven miró de soslayo a Brian y le dedicó una sonrisa cómplice.
—Hablaremos de eso después —dijo.
Apretó dos veces uno de los platillos, a continuación apretó el otro tres veces y por último presionó cuatro veces sobre el libro. La segunda puerta se deslizó hacia un lado. Una larga escalera descendía hacia la oscuridad. Cerca de la puerta había un farol colgado en un gancho. Lillith lo cogió y, abriendo un panel de cristal, encendió el cabo de una vela que había dentro. La llama prendió. Lillith cerró el cristal con cuidado y encabezó la marcha escalera abajo.
La temperatura se hizo más cálida. Allí dentro olía a cuero viejo, a pergamino y al polvo del tiempo. Al final de la escalera había otra puerta decorada asimismo con la balanza y el libro. Lillith volvió a apretar los relieves, sólo que en otro orden. La puerta se deslizó en la pared. La joven la cruzó sosteniendo el farol en alto.
La estancia era enorme, larga y ancha, y se extendía mucho más allá del alcance de la luz del farol. Estaba repleta de libros, del suelo al techo. Estanterías llenas de libros se alineaban en las paredes, se prolongaban en hileras por el suelo, fila tras fila, hasta perderse en la oscuridad. Era un verdadero bosque de estanterías, y los libros de esas estanterías eran tan numerosos como las hojas de los árboles de un bosque.
Los tres caballeros contemplaron los libros con pasmo mezclado con una creciente consternación.
—¿Estás seguro de que no necesitáis mi ayuda, sir Derek? —preguntó Lillith serenamente.