Final brusco de un viaje tranquilo
Reconsiderar la Medida
El viaje a Tarsis fue largo, frío y deprimente. El viento soplaba sin pausa por las Praderas de Arena y era a la vez una maldición y una bendición; maldición porque con sus dedos helados abría las capas y penetraba a través de la ropa de más abrigo y bendición porque evitaba que se formaran montones de nieve acumulada en la calzada.
Los caballeros habían llevado consigo leña al suponer que habría pocas probabilidades de que encontraran madera en el camino. Sin embargo, no tuvieron que utilizarla porque los nómadas que vivían en esa tierra tan rigurosa los invitaron a pasar la primera noche con ellos.
Los habitantes de las llanuras les dieron cobijo en una tienda de cuero y comida para ellos y para sus caballos. Con todo, no cruzaron con ellos ni una sola palabra. Los caballeros despertaron en el gris amanecer y vieron que a su alrededor los habitantes de las llanuras estaban desmontando las tiendas.
—Qué extraño —comentó Aran al regresar, mientras Brian y Derek aparejaban los caballos.
—¿El qué? —preguntó Derek.
—El hombre que tomamos por su cabecilla me pareció que intentaba decirme algo. No dejaba de señalar hacia el norte, ceñudo, y negaba con la cabeza. Le pregunté qué quería decir con esos gestos, pero no hablaba Común ni ninguno de los otros idiomas con los que intenté hablar con él. Señaló al norte tres veces antes de darse media vuelta y marcharse.
—Quizá es que la nieve ha bloqueado la calzada en el norte —sugirió Brian.
—Puede que fuera eso de lo que nos quería avisar, pero lo dudo. Parecía tratarse de algo más serio, como si intentara advertirnos de algo malo que hubiera más adelante, en esa dirección.
—Anoche estuve pensando que era raro encontrar habitantes de las llanuras viajando en esta época del año —comentó Brian—. ¿No suelen montar un campamento permanente durante los meses de invierno?
—Tal vez huyen de algo —apuntó Aran—. Ésta mañana llevaban prisa, y desde luego el jefe tenía el gesto adusto.
—¿Y quién sabe lo que hacen esos salvajes y por qué lo hacen? —dijo Derek, desdeñoso.
—Aun así, deberíamos estar alerta —sugirió Brian.
—Yo siempre lo estoy —replicó su amigo.
Dejó de nevar y un viento vivificante se llevó las nubes. Salió el sol, que les proporcionó calor e hizo el viaje más placentero. Por insistencia de Derek, seguían vestidos con el atuendo de caballeros: tabardos adornados con la rosa, la corona o la espada, dependiendo de su rango; los ornamentados yelmos; botas altas con las espuelas que se habían ganado, y las excelentes capas de lana. El día anterior habían cubierto muchos kilómetros y esperaban que si cabalgaban de firme y sólo paraban el tiempo necesario para que las monturas descansaran, podrían llegar a Tarsis antes de que cayera la noche.
El día transcurrió sin incidentes. No encontraron ningún tramo en el que la calzada estuviera bloqueada. Tampoco se cruzaron con nadie ni vieron señales de que hubiera alguien de viaje por allí. Al final, desistieron de descifrar lo que el jefe de los habitantes de las llanuras había querido indicarles.
Avanzada la tarde, las nubes aparecieron de nuevo y ocultaron el sol. Empezó a nevar y durante un tiempo la nevada fue copiosa; después, el temporal pasó y el sol asomó una vez más. Ésas rachas se sucedieron durante el resto de la tarde, de manera que los caballeros cabalgaban a ratos sobre nieve y a ratos bajo el sol, hasta que el tiempo se tornó tan inestable que —como Aran dijo con ocurrencia— veían los copos brillar al sol.
Durante una de las neviscas, los caballeros remontaron una suave loma, y mientras bajaban por el otro lado contemplaron la vasta extensión de la planicie que se extendía ante ellos. Se divisaban franjas de nieve perfiladas a través de la pradera, y durante una pausa entre precipitación y precipitación avistaron una ciudad amurallada.
La urbe desapareció en una repentina ráfaga de cellisca, pero no cabía duda de que aquella población era Tarsis. Eso los animó, como también lo hizo la perspectiva de una posada con comida caliente y una buena lumbre en el hogar. Aran no había vuelto a mencionar la posibilidad de acampar en las colinas.
—El capitán del barco me recomendó una posada que se llama El Dragón Rojo —dijo Brian.
—Pues no lleva precisamente un nombre que sea muy propicio —comentó Aran en tono seco.
—Puedes tirar sal por encima del hombro y dar trece vueltas en círculo antes de entrar —bromeó Derek.
Aran lo miró sin salir de su asombro y entonces captó la sonrisa contenida de Derek. Era una mueca más bien tirante, como por falta de uso, pero era una sonrisa.
—Eso será lo que haga —contestó, sonriendo a su vez.
Brian soltó un suspiro de alivio, satisfecho de que la tensión que se notaba entre ellos se hubiera aflojado. Siguieron cabalgando y subieron otro suave repecho. Al llegar arriba vieron un poco más adelante un barranco profundo, salpicado de rocas, que salvaba un pequeño puente de madera.
Los caballeros se detuvieron cuando una repentina nevisca los envolvió en su manto blanco, de manera que no veían nada a su alrededor. Cuando aflojó la nevada volvieron a divisar el puente y Aran azuzó a su caballo para que avanzara, pero Derek alzó la mano para detenerlo.
—Espera un momento —dijo.
—¿Por qué? —Aran se paró—. ¿Has visto algo?
—Creo que sí. Antes de la última nevisca me pareció ver gente que se movía al otro lado del puente.
—Ahora no hay nadie —dijo Aran, que se había puesto erguido sobre los estribos y oteaba en aquella dirección.
—Eso ya lo veo —repuso Derek—. Y es precisamente lo que me desazona.
—Sería un buen sitio para tender una emboscada —observó Brian al tiempo que soltaba la lazada de cuero de la vaina de la espada.
—Podríamos buscar otro sitio por el que cruzar —sugirió Aran. Era uno de los pocos caballeros diestros con el arco y echó mano al que llevaba colgado a la espalda.
—Nos han visto. Si damos la vuelta, resultará sospechoso. Además, me gustaría saber quién anda al acecho en ese puente y por qué —añadió Derek con frialdad.
—A lo mejor son trolls —dijo Aran con una sonrisa al recordar el viejo cuento infantil—, y nosotros, los tres machos cabríos.
Derek fingió no haberle oído.
—El puente es estrecho. Tendremos que cruzar en fila. Yo iré delante. No os separéis mucho de mí. Y nada de armas, Aran. Que crean que no los hemos visto.
Derek esperó hasta que otra racha de nieve se precipitó sobre ellos y entonces taconeó suavemente los flancos de su caballo y se dirigió hacia el puente a paso lento.
—«¡Sólo soy yo, el más pequeño de los tres machos cabríos!» —dijo en voz queda Aran cuando la montura de Derek llegaba al puente.
Derek se giró un poco en la silla.
—¡Maldita sea, Aran, sé serio, para variar!
Aran se echó a reír, azuzó a su caballo y se puso detrás de Derek. Aunque la nieve los ocultaba, los cascos de los caballos resonaban en las planchas de madera anunciando su llegada. Se mantuvieron alerta para captar cualquier ruido, pero no oyeron nada. Brian, que echaba ojeadas hacia atrás a través de las intermitentes ráfagas de nevisca, no observó nada que indicara que los seguía alguien. Habría llegado a la conclusión de que Derek veía sombras donde no las había si no fuera porque conocía de sobra a su amigo. Puede que a veces se comportara como un cretino redomado, pero era un excelente soldado, intuitivo y muy observador. Incluso Aran, a pesar de que hubiera hecho chanzas con los tres machos cabríos, ahora no bromeaba; llevaba la mano en la empuñadura de la espada y se mantenía alerta.
Derek había recorrido la mitad del puente más o menos, seguido de cerca por Aran y un poco más atrás por Brian, que cerraba la marcha, cuando tres desconocidos surgieron de repente de la nieve y echaron a andar hacia ellos. Los desconocidos iban abrigados con capas largas que arrastraban sobre el manto de nieve, las capuchas echadas de forma que era imposible verles la cara y las manos cubiertas con grandes guantes de cuero. Calzaban botas fuertes.
Fueran quienes fuesen, a los caballos no les gustaban. El de Derek resopló y echó las orejas hacia atrás; el caballo de Aran caracoleó de costado mientras que el de Brian retrocedía y respingaba con nerviosismo.
—¡Bien hallados, compañeros de viaje! —saludó uno de los desconocidos mientras avanzaba sin prisa hacia el puente—. ¿Adónde vais con este tiempo tan horrible?
Brian rebulló en la silla. El desconocido hablaba Común bastante bien e intentaba parecer amigable, pero Brian se puso tenso al detectar un débil siseo al pronunciar las «éses». Como las pronunciaría un draconiano. Y era probable que los draconianos hubieran disimulado el cuerpo escamoso con capas largas y capuchas. Brian se preguntó si sus compañeros habrían oído también el siseo y estaban asimismo en guardia. No osó desviar la vista hacia ellos ni hacer nada fuera de lo normal.
Y entonces Aran, que iba delante de él, susurró en solámnico:
—Trolls, no. Lagartos.
Brian deslizó la mano debajo de la capa y asió la empuñadura de la espada. Derek observó a los desconocidos con desconfianza.
—Puesto que estamos en la calzada que lleva a Tarsis —les contestó—, y que dicha ciudad se encuentra un poco más adelante, lo lógico es que nos dirijamos allí.
—¿Os importa que os hagamos unas preguntas? —inquirió el draconiano sin abandonar el tono amistoso.
—Sí, nos importa —repuso Derek—. Y ahora, apartaos a un lado y dejadnos pasar.
—Buscamos a unas personas —prosiguió el draconiano como si no le hubiese oído—. Tenemos un mensaje de nuestro señor para esa gente.
Brian captó un movimiento por el rabillo del ojo. A un lado de la calzada había un cuarto draconiano medio escondido detrás de un poste indicador. Encapuchado y cubierto por una capa como los otros, el draconiano era bastante más bajo que sus tres compañeros. Rebullía bajo la capa y Brian pensó que quizá la criatura estaba a punto de sacar un arma. En cambio, el draconiano sacó un documento de algún tipo, lo consultó y después les dijo algo a sus compañeros al tiempo que sacudía la cabeza.
El cabecilla echó una ojeada al draconiano del papel y después, encogiéndose de hombros, añadió afablemente:
—Me he equivocado. Os deseo buen viaje, caballeros. —Y se dio media vuelta para alejarse.
Los caballeros intercambiaron una mirada.
—Sigamos adelante —ordenó Derek.
Reemprendieron la marcha. El caballo de Derek cruzó el puente, y el de Aran estaba a punto de hacerlo cuando una ráfaga de viento sopló barranco abajo, levantó el pico de la capa de Derek y la echó hacia atrás, sobre el hombro del caballero. La rosa de su orden, bordada en el tabardo, destacó con su intensa tonalidad roja, el único color en medio del paisaje blanco cubierto de nieve.
—¡Solámnicos! —siseó el draconiano achaparrado que estaba junto al poste indicador—. ¡Matadlos!
Los otros draconianos giraron sobre sus talones con rapidez y echaron las capas hacia atrás de forma que se revelaron como baaz, los soldados de a pie de los ejércitos de los dragones. Sacándose los guantes sin contemplaciones, desenvainaron espadas de hoja curva. Tendrían los cuerpos cubiertos de escamas y sostendrían las armas con manos que más parecían garras, pero era guerreros feroces e inteligentes, como sabían bien los tres caballeros por haber luchado contra ellos en Vingaard y en el castillo de Crownguard.
Espada en mano, Derek espoleó a su caballo directamente contra el cabecilla de los draconianos con la esperanza de que la montura lanzada a galope obligara al draconiano atacante a retroceder para no acabar arrollado bajo los cascos del animal. Por desgracia, el caballo de Derek era un jamelgo de alquiler, no un caballo de batalla entrenado. El animal, que estaba aterrorizado por el hombrelagarto de olor extraño, se encabritó a la par que relinchaba frenéticamente y estuvo a punto de desmontar a Derek.
Éste intentó calmar al animal y no caerse de la silla, así que durante unos instantes no prestó atención a nada más. Al ver a uno de los caballeros en apuros, un draconiano fue hacia él con la espada levantada. Aran interpuso su montura entre el caballo espantado y el atacante, arremetió contra el draconiano y le cortó en la cara con la espada.
La sangre salpicó. Un pedazo grande de carne sanguinolenta quedó colgando de la mandíbula de la criatura. El draconiano bramó de dolor, pero siguió atacando e intentó hincar la espada curva en el muslo de Aran. El caballero asestó una patada a la hoja con tanto ímpetu que arrancó el arma de la mano del draconiano.
Brian azuzó a su caballo para cruzar el puente con el propósito de contener al tercer draconiano, que corría para unirse a los otros. Mientras cabalgaba no quitó ojo del hombrelagarto achaparrado que estaba cerca del poste indicador y advirtió, estupefacto, que el ser daba la impresión de estar creciendo. Entonces Brian comprendió que el draconiano no crecía, sino que simplemente se estaba poniendo de pie. Era un bozak que había permanecido cómodamente sentado en cuclillas y ahora erguía sus dos metros diez de estatura.
El bozak no echó mano de un arma, sino que entonó un cántico a la par que alzaba las manos con los dedos extendidos hacia Aran.
—¡Aran, agáchate! —gritó Brian.
Aran no perdió tiempo en preguntar por qué, sino que se inclinó hacia adelante y pegó la cabeza contra el cuello de su caballo. Una espeluznante luz rosada llameó a través de los copos de nieve. De los dedos del draconiano salieron dardos de fuego. Los proyectiles, soltando a su paso una lluvia de chispas, pasaron silbando por encima de la espalda de Aran sin ocasionarle daño.
Con un grito desafiante, Brian desenvainó la espada y lanzó a galope su caballo contra el bozak con la esperanza de impedir que la criatura echara otro conjuro. A su espalda sonó el entrechocar de aceros y oyó a Derek que gritaba algo, pero no se atrevió a apartar los ojos de su enemigo ni un instante para ver qué pasaba.
El bozak, impasible, hizo caso omiso de Brian. El draconiano actuaba como si no corriera peligro, y Brian comprendió que debía de tener una buena razón para pensarlo, así que miró en derredor. Otro draconiano corría al lado de su caballo dispuesto a saltar sobre él para arrastrarlo consigo al suelo.
Aunque en una postura forzada, Brian descargó un golpe de revés con la espada y debió de alcanzar al draconiano, porque saltó sangre y la criatura se desplomó y se perdió de vista. El caballero intentó frenar al caballo, pero el animal estaba aterrorizado por el olor de la sangre, los gritos y la lucha y se había desbocado. Con los ojos saliéndose de las órbitas y soltando espumarajos por los belfos, el caballo llevó a Brian más cerca del bozak. El draconiano alzó las garras con los dedos extendidos y apuntados hacia el caballero.
Brian arrojó la espada a la nieve y saltó del caballo desmandado para lanzarse sobre el bozak. El draconiano no esperaba esa maniobra y lo pilló completamente por sorpresa cuando chocó contra él. Los proyectiles llameantes salieron lanzados en todas direcciones. Agitando frenéticamente los brazos, el bozak cayó de espaldas, con Brian encima de él.
El caballero se puso de pie apresuradamente. El bozak, atontado por el golpe de la caída, tanteaba con torpeza en busca de su espada. Brian sacó el cuchillo que llevaba al cinto y lo clavó con todas sus fuerzas en el cuello del draconiano. El bozak emitió un gorgoteo estrangulado cuando la sangre brotó alrededor del cuchillo. El ser le asestó una mirada feroz que se apagó rápidamente cuando la muerte lo reclamó.
Recordando justo a tiempo que los bozak eran tan peligrosos muertos como vivos, Brian gritó para poner sobre aviso a sus amigos y luego se volvió y se lanzó tan lejos del ser como le fue posible. Aterrizó dándose una buena costalada contra el suelo nevado y se golpeó en las costillas con una piedra. Entonces una explosión irradió una onda de calor que le pasó por encima. Permaneció tumbado un momento, medio atontado por la detonación, y después miró hacia atrás.
Del bozak sólo quedaba un montón de huesos calcinados, carne carbonizada y fragmentos de armadura. Soltando una imprecación, Aran estaba de pie junto a su enemigo muerto y trataba de sacar la espada atrapada en la estatua de piedra en la que se había convertido el baaz. El caballero dio un fuerte tirón del arma. La piedra se deshizo en ceniza y Aran casi se cayó de espaldas. Recuperó el equilibrio y, sin dejar de farfullar maldiciones, se limpió la sangre de un corte en el mentón.
—¿Está herido alguno de vosotros? —preguntó Derek, que se hallaba de pie junto a su tembloroso caballo. Tenía la espada manchada de sangre y a sus pies había un montón de ceniza.
Aran respondió con un gruñido.
Brian miraba en derredor en busca de su caballo y vio que el animal galopaba enloquecido por la llanura, de vuelta a casa. El caballero silbó y lo llamó a voces, pero fue vano; el caballo no le hizo caso y siguió corriendo.
—¡Allá va mi equipo! —exclamó Brian, consternado—. El resto de piezas de la armadura, la comida, mi ropa…
Llevaba puestos el peto y el yelmo, pero lamentaba la pérdida de otras piezas: las grebas, los brazales, los guanteletes…
Negando con la cabeza, Brian se agachó a recoger la espada y vio tirado en la nieve el documento que el bozak había consultado. El draconiano debía de haberlo dejado caer para centrarse en la ejecución del hechizo. Sintiendo curiosidad, el caballero lo recogió.
—En nombre del Abismo, ¿qué hacían unos draconianos acampados en la nieve junto a un puente? —demandó Aran—. No tiene sentido.
—Para ellos lo tiene tender emboscadas a los viajeros —repuso Derek.
—No tenían intención de emboscarnos. Iban a dejarnos pasar hasta que vieron esa llamativa rosa roja tuya y comprendieron que éramos Caballeros de Solamnia —replicó Aran.
—¡Bah! Se nos habrían echado encima en cuando les hubiéramos dado la espalda… —manifestó Derek.
—No estoy tan seguro de eso —intervino Brian al tiempo que se incorporaba con el documento en la mano—. Creo que son cazadores de recompensas. Vi al bozak consultar este papel mientras atravesábamos el puente. Comprobó que no encajábamos con las descripciones y ordenó a los baaz que nos dejaran marchar.
El documento contenía una lista de nombres acompañados de las descripciones correspondientes así como de las cifras que se pagarían de recompensa por su captura. El primer nombre de la lista era Tanis Semielfo. Flint Fireforge era otro, con la palabra «enano» escrita al lado. También había un kender, Tasslehoff Burrfoot, dos elfos, un hechicero de nombre Raistlin Majere, y un hombre clasificado como clérigo de Paladine.
—Y mira esto. —Brian señaló un nombre—. Un viejo conocido nuestro.
Sturm Brightblade. Al lado del nombre ponía: Caballero de Solamnia.
—¡Brightblade no es un caballero! —dijo Derek, ceñudo.
Aran lo miró con asombro.
—¿Y qué importa si es un caballero o no? —Golpeó el documento con el dedo—. Ésta es la razón por la que los draconianos montaban guardia en el puente. Buscaban a estas personas, una de las cuales resulta que es amigo nuestro, además de solámnico.
—Tal vez Brightblade sea amigo tuyo, pero mío no —replicó Derek.
—Creo que no deberíamos quedarnos aquí discutiendo —comentó Brian—. Podría haber más draconianos por los alrededores. No sabemos si Tarsis ha caído en manos del enemigo. —Dobló el papel con cuidado y se lo guardó debajo del cinturón.
—No es probable —repuso Derek—. Nos habrían llegado rumores cuando estuvimos en Rigitt. Además, esos draconianos iban disfrazados. Si tuvieran ocupada Tarsis, andarían pavoneándose para que todo el mundo supiera que estaban al mando. Vinieron aquí en secreto, por propia decisión.
—O en cumplimiento de las órdenes de su señor —comentó Aran—. ¿Os fijasteis que llevaban una insignia azul como los draconianos que nos atacaron en Solamnia?
—Es extraño, ahora que lo pienso —reflexionó Brian—. Según los informes, el Ala Roja del ejército de los dragones está acantonada más cerca de Tarsis que el Ala Azul.
—De la Roja o de la Azul, todos son enemigos —dijo Derek—. Y Brian tiene razón, llevamos aquí parados demasiado tiempo. Brian, monta con Aran. Su caballo es el más grande y el más fuerte. Cargaremos su equipo en mi montura.
Cambiaron las alforjas del caballo de Aran al de Derek y después Aran montó y ayudó a Brian a subir detrás. La montura de Brian se había perdido de vista hacía mucho.
Aran y Brian salieron a medio galope calzada adelante.
—¿Adónde vais? —demandó Derek.
—A Tarsis —contestó Aran, que frenó al caballo—. ¿Dónde si no?
—Creo que no deberíamos entrar en Tarsis de forma tan evidente. Al menos hasta que no sepamos algo más de lo que está pasando.
—¿Quieres decir que no anunciemos nuestra noble presencia? —exclamó Aran con fingido espanto—. ¡Me consterna y desazona que hayas sugerido siquiera tal cosa! Puede que jamás me recupere de la impresión. —Sacó la petaca y echó un trago para consolarse.
Derek le asestó una mirada furiosa y no contestó. Brian miró al cielo. Las nubes se arremolinaban, gris sobre blanco, y por debajo brillaba una pálida luz. Si las nubes aclaraban, la noche sería gélida.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Según el mapa, hay una zona de colinas boscosas al oeste de Tarsis. Acamparemos allí esta noche, vigilaremos la ciudad y por la mañana decidiremos qué hacer. —Derek hizo girar al caballo y lo condujo a través de la llanura.
Aran, riendo entre dientes, lo siguió.
—Qué interesante ver el nombre de Brightblade en una lista de recompensas —le dijo Aran a Brian—. Y, por lo que se desprende de la información, en extrañas compañías: elfos, enanos y similares. Supongo que es lo que trae vivir en una confluencia de caminos como es el caso de Solace. Me han contado que es un sitio salvaje. ¿Llegó a contarte algo sobre su vida allí?
—No, nunca se refirió a eso. Claro que Sturm siempre ha sido muy reservado. Pocas veces le he oído hablar de sí mismo. Le preocupaba más todo lo relativo a su padre.
—Qué trágico, ese asunto. —Aran suspiró—. Me preguntó en qué problema se habrá metido Sturm.
—Sea lo que sea, se encuentra en esta parte de Ansalon. O alguien lo cree así —comentó Brian.
—Me gustaría volver a ver a Sturm. Es un buen hombre, a pesar de lo que piensen algunos. —Aran miró a Derek con severidad—. Aunque no creo probable que nos encontremos.
—Hoy día nunca se sabe con quién puedes cruzarte en el camino —afirmó Brian.
—En eso tienes razón —admitió Aran con una risa alegre mientras se daba una ligeros toques en el mentón para comprobar si todavía le sangraba.
* * *
Los tres caballeros pasaron una noche fría y triste acurrucados alrededor de una lumbre, en una cueva de las colinas desde la que se divisaba Tarsis. La ventisca había pasado y la noche se quedó despejada, alumbrada por la luz blanca de Solinari y la roja de Lunitari.
Desde su campamento, los caballeros no divisaban las puertas principales, que se habían cerrado y atrancado hasta la mañana siguiente. La oscuridad reinaba en la ciudad, ya que la mayoría de sus habitantes dormían plácidamente en sus camas.
—La ciudad parece estar muy tranquila —dijo Brian cuando Aran fue a relevarlo para hacer su turno de guardia.
—Sí, pero había draconianos a menos de quince kilómetros de aquí —contestó su amigo mientras asentía con la cabeza.
Los caballeros se levantaron lo bastante temprano para ver abrirse las puertas. No había nadie esperando para entrar y sólo salieron unas pocas personas (en su mayoría kenders a los que escoltaban fuera de la ciudad). Los que partían tomaron la calzada a Rigitt. Los guardias de la puerta permanecieron en las torres, y sólo se aventuraban a salir al frío cuando no les quedaba más remedio porque alguien pedía acceso a la ciudad. Los guardias que recorrían las almenas lo hacían con aire aburrido y se paraban a menudo junto a las hogueras que ardían en grandes braseros de hierro para entrar en calor mientras charlaban con los compañeros. Tarsis ofrecía la imagen de una ciudad en paz consigo misma y con el mundo.
—Si los draconianos estaban alerta por si aparecían esas personas en el puente que conduce a Tarsis, puedes apostar que también están vigilando en la propia Tarsis —dijo Brian—. Tendrán a alguien al acecho cerca de las puertas.
Aran guiñó el ojo a Brian.
—Y bien, Derek, ¿vamos a entrar en Tarsis vestidos con todas las galas de la caballería y portando estandartes con el martín pescador y la rosa?
Derek tenía un gesto agrio.
—He consultado la Medida —contestó mientras sacaba el libro desgastado por el uso—. Establece que la consecución de una misión de honor acometida por un caballero con autorización del Consejo tiene que ser la prioridad del caballero. Si la consecución de la misión de honor requiere que el caballero oculte su verdadera identidad, el éxito de la misión se antepone al deber del caballero de proclamar su lealtad con orgullo.
—Me he perdido en algún punto entre «prioridad» y «consecución» —bromeó Aran—. Con respuestas de una única sílaba, Derek, ¿nos disfrazamos o no?
—Según la Medida, podemos disfrazarnos sin sacrificar el honor.
A Aran se le curvaron las comisuras de los labios hacia arriba, pero captó la mirada de advertencia de Brian y se tragó el comentario chusco junto con un sorbito de la petaca.
Los caballeros pasaron el resto del día quitando todas las insignias y los distintivos de su atuendo. Cortaron los adornos bordados en la ropa y guardaron las armaduras al fondo de la cueva. Llevarían la espada y Aran conservaría el arco y la aljaba de las flechas. Las armas no tenían por qué llamar la atención pues nadie iba desarmado en la actualidad.
—El único distintivo de la caballería que nos queda es el bigote —comentó Aran al tiempo que se daba tironcitos en el suyo.
—Pues, desde luego, no vamos a afeitárnoslo —replicó Derek en tono severo.
—El bigote nos volverá a crecer, Derek —razonó Aran.
—No. —Derek se mostró categórico—. Nos echaremos bien la capucha y nos cubriremos con tapabocas. Con el frío que hace nadie se fijará en nosotros.
Aran puso los ojos en blanco, pero se sometió a la decisión, para sorpresa de Derek.
—Estás en deuda con Derek —dijo Brian mientras Aran y él colocaban la cubierta de maleza con la que taparon la boca de la cueva.
Aran sonrió tímidamente. El largo y frondoso bigote pelirrojo del caballero era su orgullo secreto.
—Supongo que sí. Pero me lo habría afeitado, aunque habría sido como cortarme el brazo con el que manejo la espada. Sin embargo, no se lo digas a Derek. No dejaría de darme la lata con eso.
Brian se encogió de hombros.
—Suena raro que pongamos en peligro la misión por no sacrificar el bozo del labio superior.
—A esto no se le puede llamar «bozo» —objetó Aran en tono severo al tiempo que se atusaba el bigote con cariño—. Además, seguramente llamaría más la atención si nos lo quitáramos. Tenemos la cara curtida del viaje por mar y la piel blanca sobre el labio levantaría sospechas, mientras que si no nos afeitamos… En fin, que estoy seguro de que no seremos los únicos hombres con bigote en Tarsis.
Decidieron entrar en la ciudad por separado al razonar que si eran tres hombres armados los que entraban juntos, causarían más revuelo que si lo hacían cada uno por su lado. Quedaron en reunirse en la Biblioteca de Khrystann.
—Aunque ignoramos dónde está esa biblioteca y cómo dar con ella —fue el comentario que Aran hizo a la ligera—. Y tampoco sabemos qué hemos de buscar una vez que nos encontremos allí. No hay cosa que más me guste que un fiasco bien organizado.
Arrebujados en las capas, con las capuchas bien caladas y los tapabocas cubriéndoles el rostro del cuello a la nariz, Aran y Brian siguieron el avance de Derek colina abajo, en dirección a la puerta principal de la ciudad.
—No veo de qué otra forma hubiéramos podido hacerlo —dijo Brian.
Aran rebulló en la silla, inquieto. Su habitual buen humor había desaparecido de repente y se mostraba taciturno y susceptible.
—¿Qué te pasa? —preguntó Brian—. ¿Se ha vaciado la petaca?
—Sí, pero eso no tiene nada que ver —contestó Aran, mohíno. Rebulló de nuevo en la silla y echó una ojeada en derredor—. Flota algo en el aire. ¿No lo notas?
—El viento ha cambiado de dirección, si te refieres a eso.
—No. Es más bien una sensación de escalofrío, como si alguien hubiera caminado sobre mi tumba. Es el mismo estremecimiento que sentí antes del ataque al castillo de Crownguard. Será mejor que te pongas en marcha, si es lo que quieres hacer —añadió bruscamente.
Brian vaciló y miró a su amigo, preocupado. Había visto a Aran con diferentes estados de ánimo, desde furioso hasta divertido pasando por temerario, pero nunca lo había visto tan lúgubre.
—Ve, anda. —Aran agitó la mano como una granjera que espanta a las gallinas—. Nos reuniremos en la biblioteca. Aunque seguramente fue destruida hace tres siglos.
—Eso no tiene ninguna gracia —gruñó Brian, que volvió la cabeza hacia atrás cuando ya bajaba la colina hacia las puertas de Tarsis.
—A veces no me apetece bromear —musitó el otro caballero.