Una propuesta de Zeboim
Derek cita la Medida
Derek Crownguard y sus compañeros de caballería, Brian Donner y Aran Tallbow, se encontraban junto a la borda de un barco mercante observando la entrada al puerto de Rigitt, una ciudad portuaria que distaba unos cien kilómetros de Tarsis. La embarcación, que llevaba el nombre de Caléndula por la hija del capitán, había tenido buen tiempo y mares calmos durante toda la travesía.
Aran Tallbow les sacaba algo más de la cabeza a sus compañeros. Era un hombre grande, jovial, bonachón y amigo de las diversiones. Tenía el cabello de un color dorado rojizo y llevaba el bigote —el tradicional de un caballero solámnico— largo y caído.
De vez en cuando le encantaba echar un «tiento», como decían los enanos, y llevaba una pequeña petaca de cuero sujeta al cinturón de la espada. En el frasco de la petaca guardaba un vino añejado del que echaba sorbitos con frecuencia. Nunca se embriagaba, aunque siempre estaba de buen humor. La risa le salía de dentro y con una potencia en consonancia con su corpulencia. Tal vez no tuviera la apariencia de un caballero, pero Aran Tallbow era un guerrero feroz, de sobra conocido por su destreza y su valor en la batalla. Ni siquiera Derek podía ponerle reparos en cuanto a eso.
Conforme el barco entraba en el puerto de Rigitt, los caballeros contemplaron con regocijo que los marineros hacían ofrendas en acción de gracias. Ésas ofrendas incluían desde collares de conchas hasta pequeñas tallas de madera de diversos monstruos de las profundidades, todo hecho a mano por los marineros durante la travesía. Al tiempo que manifestaban su agradecimiento por haber tenido un viaje sin incidentes, arrojaban las ofrendas al agua.
—¿Qué significa esa palabra que no dejan de repetir, señor? —le preguntó Aran al capitán—. Es algo así cómo «Zeboim, Zeboim».
—Es exactamente eso, señor —contestó el capitán—. Zeboim, diosa del mar. Deberíais hacer también una ofrenda, milores. Ella se toma muy a mal que se la desaire.
—¿A pesar de que no se ha sabido nada de esta diosa desde hace más de trescientos años? —inquirió Aran, que hizo un guiño a sus amigos.
—Sólo porque no se haya sabido nada de ella ni se la haya visto no significa que Zeboim no nos esté observando —contestó el capitán en tono serio.
Se asomó por la borda mientras hablaba y dejó caer al mar un bonito brazalete hecho con cristales azules.
—Gracias, Zeboim —entonó—. ¡Bendice nuestro viaje de vuelta a casa!
Derek observaba la escena con gesto severo y desaprobador.
—Entiendo que unos marineros ignorantes se crean esas tontas supersticiones, pero no doy crédito a que un capitán, un hombre culto con tú, participe en semejante ritual.
—Para empezar, mis hombres se amotinarían si no lo hiciera, milord —explicó el capitán—. Y en segundo lugar… —Se encogió de hombros—, más vale prevenir que curar, sobre todo cuando se trata de la Arpía del Mar. En fin, si me disculpáis, caballeros, como estamos entrando a puerto he de atender mis obligaciones.
Los caballeros se quedaron junto a la borda para contemplar las vistas del puerto y escuchar el ruido de fondo. Estando tan próximo el invierno, el puerto se hallaba casi vacío a excepción de las embarcaciones pesqueras que salían a la mar hiciera el tiempo que hiciese, a menos que se tratara de las peores tempestades invernales.
—Con «pedmiso, midods» —dijo una voz detrás de ellos.
Los tres caballeros se dieron la vuelta y se encontraron con un marinero que les hacía reverencias e inclinaciones de cabeza. Conocían bien a ese hombre. Era el más viejo de la tripulación. Afirmaba ser marinero desde hacía sesenta años y que había embarcado por primera vez siendo un muchachito de diez. Estaba acartonado y encorvado y tenía la cara curtida por el sol y el aire y surcada de arrugas por la edad. Sin embargo, todavía trepaba por las jarcias tan deprisa como los jóvenes. Era capaz de predecir una tormenta con sólo observar la forma de volar de las gaviotas y aseguraba que hablaba con los delfines. Había sobrevivido a un naufragio, rescatado, según él, por una hermosa elfa marina que lo había salvado de morir ahogado.
—Esto pada midods —dijo el viejo, que masticaba las palabras con las encías ya que le faltaban casi todos los dientes por el escorbuto—. Pada degalo de la Adpía del Mad.
Sostenía en las manos dos tallas de animales en madera y se los ofreció con un cabeceo, una reverencia y una sonrisa desdentada a Aran y a Brian.
—¿Qué es? —preguntó Brian mientras examinaba la pequeña talla de madera.
—Parece un lobo —comentó Aran.
—Sí, midod. Lobo —dijo el viejo, que se llevó la mano a la frente en un saludo—. Uno pada cada uno. —Señaló con el nudoso índice primero a Aran y después a Brian—. Como degalo pada la Adpía de Mad. Así seda amable con los caballedos.
—¿Y por qué lobos, Viejo Salazón? —preguntó Aran—. Los lobos no son muy afines al mar. ¿No le gustaría más una ballena?
—Se me dijo lobos en un sueño —contestó el viejo con un centelleo en los sagaces ojos. Señaló el mar—. Dais degalo a la diosa y pedís bendición.
—Hacedlo y os llevaré acusados ante el Consejo —manifestó Derek.
Derek no destacaba por su sentido del humor, pero en ocasiones se permitía hacer una pequeña broma desabrida (tan pequeña y tan desabrida que a menudo pasada inadvertida).
Tal vez bromeaba ahora, pero también era posible que lo hubiera dicho en serio. Brian no podría asegurarlo.
A Aran eso no le importaba, ya que en seguida enfocaba cualquier cosa por el lado humorístico.
—Me asustas. ¿Acusados con qué cargos, Derek? —preguntó con fingida preocupación.
—Idolatría —contestó Derek.
—¡Ja ja… ja! —La risa de Aran roló por encima el agua—. Lo que pasa es que estás celoso porque a ti no te han dado un lobo.
Derek se había pasado casi todo el tiempo del viaje metido en el camarote, dedicado a leer la copia de la Medida que llevaba consigo y en la que hacía anotaciones en los márgenes. Sólo había salido del camarote para hacer sus ejercicios diarios en cubierta —lo que significaba caminar de proa a popa durante una hora— o para cenar con el capitán. Aran había deambulado por cubierta desde la mañana hasta la noche, se había mezclado sin empacho con los marineros, había aprendido el «oficio» y bailado al son de la chirimía. Se había empeñado en subir a la arboladura y casi se había roto la crisma cuando se cayó desde el peñol.
Por su parte, Brian había pasado casi todo el tiempo de la travesía tratando de refrenar el entusiasmo de Aran.
—Así que sólo tengo que echar esto al mar… —dijo Aran al viejo, dispuesto a concertar dicho y hecho—. ¿Rezo una plegaria…?
—No lo harás —intervino Derek con severidad antes de quitarle la talla de la mano a Aran para entregársela al viejo—. Gracias, marinero, pero estos caballeros tienen sus espadas y no necesitan bendiciones.
Derek dirigió una mirada significativa a Brian, que masculló las gracias y le tendió la figurita del lobo al anciano.
—¿Segudo que quedéis haced esto, midods? —preguntó el viejo mientras los miraba intensamente. Su escrutinio hizo sentirse incómodo a Brian, pero antes de que tuviera ocasión de responder, Derek se anticipó.
—No tenemos tiempo para cuentos de hadas —espetó, muy tieso—. Caballeros, pronto habremos llegado a tierra y hemos de hacer el equipaje.
Se apartó de la borda y cruzó el puente a largas zancadas.
—Dáselo a la diosa de mi parte —dijo Aran al viejo marinero al tiempo que le daba una palmada en el hombro—, junto con mi agradecimiento.
Al mirar hacia atrás, Brian reparó en que el viejo seguía plantado allí de pie, observándolos. Entonces retumbó la voz del capitán dando una orden a todos los tripulantes para que se prepararan para echar el ancla. El viejo arrojó las tallas de los lobos por la borda y corrió a cumplir la orden.
Derek desapareció bajo el puente y se dirigió hacia el pequeño camarote que compartían los tres caballeros. Aran, que iba detrás de él, dio un sorbo de la petaca. Brian se demoró para echar un vistazo al mar. La brisa soplaba desde el glaciar —muy distante en el sur— y traía consigo el frío aguijonazo del invierno. Las olas tenían motas doradas por encima del azul del agua. El viento agitó el borde de la capa del caballero. Las aves marinas volaban en círculo allá arriba o se mecían plácidamente en la superficie del mar.
Brian deseó haber aceptado la talla de madera del viejo. Deseó haber hecho la ofrenda a la diosa del mar, fuera quien fuese. Se la imaginó hermosa y antojadiza, peligrosa y mortífera. Brian alzó la mano en un saludo a la deidad.
—Gracias por un viaje exento de peligro, señora —dijo, medio en broma medio en serio.
—¡Brian! —La voz irritada de Derek resonó bajo el puente.
—¡Ya voy! —respondió.
* * *
Los caballeros no pasaron mucho tiempo en Rigitt. Alquilaron caballos para el viaje hacia el norte, a Tarsis, que los llevaría a través de las Praderas de Arena. La calzada todavía era transitable, aunque había estado nevando más al norte, en las inmediaciones de Thorbardin, o eso era lo que le había contado a Aran un hombre con el que había compartido unos tragos, un mercenario que acababa de viajar por aquella ruta.
—Me aconsejó que no nos quedáramos dentro de Tarsis —le contó a sus compañeros mientras cargaban provisiones en los caballos—. Sugirió que acampáramos en las colinas y entráramos a la ciudad de día. Dijo que deberíamos guardar en secreto el hecho de que somos Caballeros de Solamnia. Por lo visto, los tarsianos no nos tienen mucho aprecio.
—La Medida estipula: «Un caballero debe caminar bajo el sol abiertamente, orgulloso de proclamar su noble condición al mundo» —citó Derek.
—Y si los tarsianos nos echan de la ciudad de una patada en nuestras nobles posaderas, ¿qué pasará con nuestra misión de encontrar el Orbe de los Dragones? —preguntó Aran, sonriente.
—No nos echarán. Ésa información te ha llegado de boca de un mercenario canallesco que vende la espada al mejor postor —comentó Derek, despectivo.
—El capitán me dijo lo mismo, Derek —arguyó Brian—. Antes del Cataclismo los caballeros habían hecho de Tarsis una gran capital solámnica a despecho de que la urbe se encontraba a cientos de kilómetros de distancia. De ese modo podían protegerla de sus enemigos. Entonces sobrevino el Cataclismo y los caballeros ni siquiera pudieron protegerse a sí mismos, mucho menos a una ciudad situada tan lejos de Solamnia. Los caballeros que habían vivido en Tarsis (los que sobrevivieron) regresaron a Palanthas dejando que los tarsianos libraran sus propias batallas. Los habitantes de Tarsis jamás nos perdonaron por abandonarlos —concluyó Brian.
—Quizá podamos encontrar una laguna jurídica… —empezó Aran.
Brian le dirigió una mirada de advertencia y Aran, frotándose la nariz, expuso la idea con otras palabras.
—Quizá la Medida determina alguna medida de previsión para una situación política tan delicada.
—Deberías estar más versado en la Medida —lo reconvino Derek—, de ese modo sabrías lo que dice al respecto. No entraremos en Tarsis con falsas apariencias. Presentaremos nuestras credenciales a las autoridades que corresponda y recibiremos permiso para entrar en la ciudad. No habrá complicaciones si nos comportamos como es debido, mientras que sí surgirían problemas si nos sorprenden colándonos furtivamente en la ciudad como ladrones.
—Lo dices de una forma que parece que hubiera sugerido que entremos en la ciudad vestidos de negro con la cabeza cubierta por un saco —dijo Aran con una risita—. No es necesario anunciar con redobles de tambor que somos caballeros. No tenemos que mentir, sólo hacer un fardo con el llamativo tabardo y la armadura, reemplazar el yelmo ornamentado por otro sencillo, quitarnos las insignias que indican nuestro rango y las espuelas y llevar ropas normales y prácticas. Tal vez, incluso, recortarnos el bigote.
Eso fue un completo error.
Derek ni se dignó contestar. Hizo un último ajuste a la brida del caballo y después fue a pagar la cuenta al posadero.
Aran se encogió de hombros y echó la mano a la petaca. Dio un par de sorbos y después le ofreció el recipiente a Brian, que negó con la cabeza.
—Lo que dice Derek es sensato, Aran —arguyó Brian—. Podría traernos malas consecuencias que nos sorprendieran intentando ocultar nuestra identidad. ¡Además, no concibo que los tarsianos sigan odiándonos después de trescientos años!
Aran lo miró y sonrió.
—Eso es porque tú eres incapaz de odiar a nadie, Brian. —Caminó sin prisa hasta la puerta del establo para echar un vistazo fuera y luego, al ver que Derek estaba demasiado lejos para oírlo, regresó junto a su amigo—. ¿Sabes por qué lord Gunthar me pidió que participara en esta misión?
Brian lo suponía, pero no quería saberlo.
—Aran, no creo que…
—Estoy aquí para asegurarme de que Derek no la cague —manifestó Aran sin andarse por las ramas. Dio otro sorbo. Brian se encogió ante la crudeza de la expresión.
—Derek es un Caballero de la Rosa, Aran. Es nuestro superior. Según la Medida…
—¡Al cuerno con la Medida! —replicó bruscamente Aran, perdido por completo el buen humor—. No voy a permitir que esta misión fracase porque a Derek le preocupa más atenerse a un viejo código enmohecido de leyes trasnochadas que salvar nuestra nación.
—Quizá sin esas leyes y la noble tradición que representan no merecería la pena salvarla —señaló Brian, malhumorado.
Aran posó la mano en el hombro de su amigo con gesto amistoso.
—Eres un buen hombre, Brian.
—También lo es Derek —contestó Brian con gran seriedad—. Lo conocemos hace mucho tiempo, Aran. Los dos somos sus amigos desde hace años.
—Cierto —admitió el otro caballero, que volvió a encogerse de hombros—. Y los dos hemos visto cómo se ha endurecido y cómo ha cambiado.
Brian suspiró.
—Ten paciencia con él, Aran. Ha sufrido mucho. Ha perdido el castillo, su hermano tuvo una muerte horrible…
—Tendré paciencia… hasta cierto punto. Ahora voy a regalarme con una copa de despedida. ¿Te animas?
—No, pero ve tú —contestó Brian al tiempo que negaba con la cabeza—. Yo esperaré a Derek.
Aran montó a caballo y salió del establo para tomar una última jarra de cerveza y para rellenar la petaca antes de ponerse en camino.
Brian se quedó en el establo y ajustó la brida del caballo. ¡Maldito Aran! Ojalá no le hubiese revelado la verdadera razón por la que había ido con ellos. A Brian no le gustaba pensar que lord Gunthar confiaba tan poco en Derek que enviaba a un amigo para espiarlo. Tampoco le había gustado oír que Aran había aceptado una encomienda tan degradante. Los caballeros no tendrían que espiarse los unos a los otros. Eso debía de aparecer en algún lugar de la Medida.
De ser así, Derek pasaba por alto esos párrafos, ya que tenía sus propios espías en la corte de lord Gunthar. Quizá los espías de su amigo le habían dicho que Aran era también un espía. Brian apoyó la cabeza en el cuello del caballo. Casi estaba por creer que la diosa Takhisis había vuelto al mundo y había plantado la semilla de la discordia entre quienes antaño fueran los paladines del honor y del valor. Las semillas habían arraigado en la tierra fértil del temor y ahora germinaban en las malas hierbas del odio y la desconfianza.
—¿Dónde está Aran? —La voz de Derek lo sacó de sus sombrías reflexiones.
—Fue a tomar un poco de cerveza —contestó.
—No estamos en una merienda campestre kender —comentó secamente su amigo—. No se toma nada en serio, y ahora supongo que tendremos que ir a sacarlo a la fuerza de alguna taberna.
Derek se equivocaba. Encontraron a Aran, que se limpiaba la espuma de los labios, esperándolos en la calzada que conducía a Tarsis.
Los tres se pusieron en marcha, con Aran en el centro, Derek a la derecha y Brian a la izquierda. Entonces éste recordó de pronto, vívidamente, otra misión, la primera.
—¿Os acordáis cuando los tres éramos escuderos y estábamos cansados de arremeter contra el estafermo y de aporrearnos unos a otros con espadas de madera? Llegamos a la conclusión de que debíamos ponernos a prueba, así que…
—¡… Decidimos ir a Foscaterra en busca del Caballero de la Muerte! —Aran empezó a reírse—. Bendita sea mi alma, hacía mucho tiempo que no pensaba en eso. Cabalgamos tres días por lo que supusimos que era Foscaterra, aunque la verdad es que no llegamos a acercarnos allí en ningún momento, y entonces llegamos a ese castillo abandonado. Los muros se habían agrietado, las almenas se estaban desmoronando, una de las torres estaba calcinada y supimos que habíamos encontrado… el alcázar de Dargaard. El hogar del temible lord Soth. —Las risitas de Aran dieron paso a las carcajadas—. ¿Recordáis lo que pasó a continuación?
—No creo que lo olvide nunca —contestó Brian—. Ésa noche mi vida se acortó cinco años. Acampamos cerca del alcázar para vigilarlo y, en efecto, vimos una extraña luz azul titilando en una de las ventanas.
—¡Ja ja… ja! ¡La luz azul! —Aran reía a mandíbula batiente.
—Nos ceñimos la armadura…
—… Que nos quedaba grande porque se la habíamos quitado a los caballeros a quienes servíamos —recordó Aran—. Los tres estábamos muertos de miedo, pero ninguno quería admitirlo, así que fuimos.
—Derek era el que nos dirigía. ¿Te acuerdas, Derek? Diste la señal y cargamos hacia el interior del castillo y… —a Brian le costaba trabajo hablar a causa de la risa— nos salió al encuentro un enano…
—… Que tenía montada una destilería ilegal dentro del alcázar… —Las carcajadas de Aran sonaron estruendosas—. ¡La luz azul que habíamos visto era el fuego con el que elaboraba la mezcla! Creía que habíamos ido allí para robarle el brebaje y, blandiendo una enorme hacha ensangrentada, nos atacó desde las sombras. ¡Juro que daba la impresión de medir tres metros!
—¡Y nosotros, gallardos caballeros, salimos por pies en tres direcciones distintas mientras él nos perseguía y gritaba que nos iba a cortar las orejas con el hacha!
Aran estaba doblado sobre la perilla de la silla de montar, en tanto que Brian reía con tantas ganas que las lágrimas lo cegaban. Se limpió los ojos llorosos y echó una ojeada a Derek.
El caballero iba sentado muy derecho en el caballo, con la mirada fija al frente y un ligero ceño. Las risas de Brian disminuyeron paulatinamente hasta cesar por completo.
—¿No te acuerdas de eso, Derek? —preguntó.
—No, no me acuerdo.
Espoleó al caballo para ponerlo a galope y dejar claro que quería cabalgar solo.
Aran sacó la petaca de licor y luego se puso en fila detrás de Derek.
Brian se situó en la retaguardia. No hubo más anécdotas ni más risas. En cuanto a entonar cantos de hazañas heroicas para animar el viaje, Brian intentó acordarse de alguno, pero se encontró con que no recordaba ni uno solo.
De todos modos, con los cantos sólo habría conseguido irritar a Derek. Los tres cabalgaron hacia el norte en silencio. Entretanto, se habían amontonado oscuros nubarrones y empezó a caer la nieve.