El guardián
Kitiara se quedó muy quieta. Entrecerró los ojos y retrocedió, a la defensiva. Unos segundos antes la cámara estaba vacía y entonces ese hombre se había materializado dentro, de pie, cerca del Orbe de los Dragones. Era un humano. Vestía una armadura que tenía el aspecto de haber tomado parte en muchas batallas porque estaba llena de abolladuras y arañazos, pero se notaba que estaba bien cuidada. Kit la identificó como la de un Caballero de Solamnia.
El caballero no la había visto. Estaba de espaldas a ella y miraba hacia el techo. Algo en aquel hombre, en su actitud, en su forma de moverse —airoso y ligero, pero con poderío— le resultaba familiar. El caballero portaba espada, pero no se cubría con yelmo. Tenía el cabello oscuro y rizado y lo llevaba corto. Parecía esperar algo, porque desvió la vista del techo a las paredes y después empezó a darse la vuelta.
—¡Quieto ahí! —ordenó Kitiara—. No acerques las manos a las armas y vuélvete despacio.
El caballero así lo hizo, con una soltura casi perezosa que la guerrera conocía bien. Se le encogió el corazón y después le empezó a latir desbocado, dolorosamente. El caballero se volvió hacia ella. Kit reconocía los movimientos, el oscuro y rizado cabello, el elegante bigote, el semblante moreno, de rasgos atractivos… Intentando atisbarle la cara a través de las rendijas de la visera del labrado yelmo de Señora del Dragón, se la quedó mirando fijamente.
—¿Eres tú la que está ahí, dentro de ese cubo, Kit? —preguntó. La guerrera no había oído aquella voz profunda, efusiva, hacía muchos, muchos años, pero aun así la conocía tan bien como la suya propia—. ¿No me reconoces? Baja la espada. Soy tu padre, muchacha.
Kitiara siguió aferrando el arma con fuerza y no respondió. Aquello tenía que ser un truco.
—Has crecido, Kit —siguió Gregor Uth Matar en tono admirado—. No me lo esperaba. Supongo que pensé que aún eras la adolescente que dejé atrás. Y me disculpo por eso, dicho sea de paso —añadió al tiempo que se encogía de hombros—. Tenía intención de volver a buscarte como te prometí. Me propuse regresar a Solace media docena de veces, pero nunca lo hice. Siempre había una guerra que librar o una mujer a la que amar…
Esbozó una sonrisa afectuosa y ambigua, la misma que había encandilado el corazón de tantas mujeres.
—Supongo que no se perdió nada porque no volviera. Después de todo, no me necesitaste. Salta a la vista que has sabido salir adelante muy bien por ti misma. Una Señora del Dragón. Estoy orgulloso de ti, Kit…
Adelantó un paso más.
—¡No te muevas! —ordenó Kitiara con voz estrangulada. Tosió para aclararse la garganta—. Quédate donde estás. Esto no tiene sentido. Mi padre murió.
—¿Acaso hallaste mi cadáver? —preguntó Gregor, divertido—. ¿Diste con mi tumba? ¿Te encontraste con alguien que me vio morir?
La respuesta a todo eso era «no», pero Kitiara no contestó.
—Las preguntas las hago yo. ¿Qué haces en la cámara con el Orbe de los Dragones? ¿Eres el guardián?
—¿Yo el guardián? —Gregor se echó a reír—. Soy uno de los mejores espadachines de Krynn, pero seamos realistas, querida hija. ¿Me contratarías para guardar algo tan valioso?
—Entonces ¿dónde está el guardián?
Gregor se encogió de hombros, un gesto tan similar al que hacía la propia Kitiara que era como verse en un espejo.
—Lo eché de aquí. Lo mandé a freír espárragos. —Gregor avanzó un paso más. Sonrió—. Veo que llevas encima el frasco de licor. No te quedará por casualidad un poco de aguardiente enano ahí dentro, ¿eh, Kitiara? Olvídate de orbes y guardianes y cosas por el estilo. Echemos un trago y charlemos de lo que has hecho todos estos años.
Kit vaciló un instante.
—De acuerdo, pero no te acerques más. Te echaré el frasco.
Gregor se encogió de hombros y sonrió, pero hizo lo que le decía y se detuvo a unos cuantos pasos de distancia.
Kitiara siguió con la espada alzada, en guardia, y se colgó el escudo en el brazo por la correa. Llevó la mano al frasco que llevaba sujeto al cinturón.
Destapó el recipiente con los dientes, escupió el corcho y arrojó el agua a la cara de Gregor.
—¡Por todos los dioses, muchacha! ¿A qué viene esto? —demandó Gregor mientras se enjugaba el agua de los ojos. Viéndola tensa y con la espada presta, la observó un momento y después estalló en carcajadas.
La cámara retumbó con las risas del hombre, una risa tan bronca, vital y despreocupada como él. A Kitiara siempre le había gustado oír la risa de su padre.
—¡Agua sagrada! —Gregor casi no podía hablar por las risotadas—. ¡Crees que soy un fantasma! ¡Ja ja… ja!
—¡No sé qué eres! —respondió ella, prietos los dientes. Las lágrimas le escocían en los ojos y se le congelaban en las mejillas—, pero no eres mi padre. Mi padre está muerto. Por eso nunca vino a buscarme. ¡Está muerto!
Arremetió al guardián con la espada.
Un hedor horrible le provocó una arcada. Un rugido salvaje cortó el sonido de la risa de su padre. Un instante antes Gregor se encontraba allí y al siguiente la peste envolvía a Kitiara, que se enfrentaba a un ser inmenso cubierto de sucio pelambre blanco grisáceo, con brazos enormes y garras afiladas. Si tenía ojos, no se los veía con aquella maraña de pelo. Pero dientes sí que tenía, y colmillos afilados y una lengua babeante. Asestó golpes desesperados con la espada a aquella cosa y notó que el acero penetraba en la carne. La cosa volvió a bramar, esta vez de dolor. Unas garras largas como espadas arremetieron contra ella en un golpe sesgado.
Kitiara soltó un gemido ahogado cuando las garras, afiladas como navajas, hendieron la armadura, y le hicieron cortes en los dos antebrazos y a través del diafragma. Reculó a trompicones mientras la sangre brotaba de las heridas. Manejando torpemente el escudo que llevaba colgado del brazo, lo alzó para protegerse y aprestó la espada. Aún no sentía dolor, pero sabía que llegaría en cualquier momento y se preparó para aguantar. Hizo acopio de fuerzas y se dispuso a arremeter una vez más contra… Tanis.
Estaba delante de ella y la miraba con amorosa preocupación.
Kitiara parpadeó y apretó los ojos para no ver al fantasma. Cuando volvió a abrirlos, Tanis seguía allí plantado.
—Kit, estás herida —dijo suavemente.
Estaba igual que lo recordaba: alto y musculoso, con los brazos y las manos fuertes de un diestro arquero. El pelo largo le tapaba las orejas puntiagudas que delataban la parte elfa de su ascendencia. Su sonrisa era cariñosa y amplia y llevaba afeitado el firme mentón.
—Kit —dijo Tanis con tristeza—, no acudiste a la cita de la posada. Rompiste tu juramento. Todos estábamos allí. Tus hermanos, Caramon y Raistlin. Y Tasslehoff y Flint. También estaba Sturm. Y yo. Volví allí por ti, Kit. Para decirte que había cometido un error, que te amo. Quiero estar siempre contigo…
—¡No! —gritó Kitiara, asaltada por un intenso dolor. Vio que la sangre le resbalaba por las piernas y por los brazos y goteaba en el hielo—. No te creo. —Negó con la cabeza con ira—. No creo en ti… seas lo que seas.
—Como no fuiste a la posada como prometiste —insistió Tanis—, di por sentado que eso significaba que no te importaba.
—Me importas —respondió Kit, aunque sabía que aquello no era real, pero deseando que lo fuera—. Lo que pasa es que… estaba ocupada. Ariakas me nombró Señora del Dragón. Comando un ejército. He conquistado naciones. Tengo que combatir en una guerra…
—Al ver que no venías, decidí amar a otra —continuó Tanis, como si no la hubiera oído—, una elfa llamada…
—Laurana. ¡Lo sé! —gritó Kit, furiosa—. Me hablaste de ella, ¿te acuerdas? Decías que era una cría mimada, que era inmadura. Que querías tener una mujer…
—Te quiero a ti, Kitiara —dijo él mientras extendía los brazos para estrecharla.
—¡Atrás! —advirtió Kit.
El agua sagrada. Había tirado el frasco cuando la aparición la atacó. Ahora estaba caído en el suelo manchado de sangre, a sus pies. Hizo intención de recogerlo sin quitar ojo a Tanis y manteniendo la espada en guardia. Alzo la visera del yelmo y echó un trago del agua curativa. El dolor menguó y la sangre dejó de manar.
Tenía que atacar de nuevo. Ya había herido a esa cosa una vez. No sabía hasta qué punto era una herida grave, pero imaginaba que no toda la sangre derramada en el hielo era suya. Atacar significaba aproximarse y volver a enfrentarse a aquellas terribles garras afiladas. Tiró el frasco, se bajó la visera y levantó el escudo. Asiendo con firmeza la espada, corrió hacia Tanis.
La criatura rugió y la peste provocó una arcada a Kitiara, que de inmediato descargó tajos y el sucio pelambre blanco se empapó de sangre. Los negros y llameantes ojos la miraron enfurecidos, las garras arañaron hombros, tórax y muslos para después hincarse profundamente y desgarrar la carne. La guerrera oyó y sintió el roce de las uñas contra el hueso y un estremecimiento de dolor la sacudió, pero siguió acuchillando a la criatura hasta que finalmente notó que la hoja de la espada tocaba algo duro y sólido. Empujando con todo el peso de su cuerpo, hundió la hoja en el cuerpo peludo de la cosa hasta que el acero penetró a fondo y entonces la hizo girar.
El ser bramó de dolor y de rabia y arremetió con las afiladas garras. La sangre saltó a la visera y le entró a Kit en los ojos, de manera que la dejó medio cegada. De un tirón, sacó la espada y reculó a trompicones; los pies le resbalaron y cayó.
Al golpear la mano contra el hielo, perdió la espada y el arma se deslizó fuera de su alcance. Intentó incorporarse, desesperada, pero el dolor era muy, muy fuerte, y le costaba trabajo respirar. Las garras se abalanzaron sobre ella y Kit rodó sobre sí misma para esquivarlas. Recordó la espada del kapak y manoteó torpemente al buscarla a tientas en el cinturón, del que la sacó de un tirón. Esperó hasta que la peluda bestia se lanzara, rugiente, sobre ella y entonces, a ciegas, le hincó el arma en el cuerpo a través de pellejo, carne y hueso. La sangre brotó a chorros sobre las manos de la guerrera. Un espantoso rugido la ensordeció y un puño gigantesco lanzó un golpe y la derribó.
Kitiara se encontró tendida boca abajo en el hielo. Parpadeó para librarse de la sangre que la cegaba y vio el frasco, fuera de su alcance. Gateó hacia él y alargó la mano, temblorosa, hacia el recipiente.
Allí estaba su madre. Rosamun yacía en el suelo, con la mano en el frasco. La mujer miró a Kitiara con aquellos grandes ojos de gacela —aparentemente incapaces de enfocar el presente— clavados en algún horizonte incierto que nadie veía salvo ella.
—Tu padre no volvió a casa anoche —dijo Rosamun en tono acusador.
Kitiara se encogió. Otra vez, no. El dolor de las heridas era espantoso, pero no era nada comparado con el potro de tortura al que la habían atado sus padres para tirar de ella hacia lados opuestos cada vez que se peleaban ellos.
—Estuvo con esa mujer, ¿verdad? —El timbre de voz de Rosamun se volvió estridente—. Ésa pelirroja con la que lo vi coquetear ayer en el mercado.
—Estuvo en El Abrevadero, madre, bebiendo con sus amigos —rezongó Kit. Tenía que llegar hasta el frasco. Gateó un poco más sin bajar la guardia, lista para arremeter con la espada.
—No mientas por él, muchacha —gritó Rosamun con voz chillona—. Te ha hecho tanto daño como a mí con sus mariposeos. Algún día nos abandonará. ¡Acuérdate de lo que te digo!
Agotada, Kitiara se tendió en el suelo y cerró los ojos. Vio a su padre con la moza pelirroja que atendía en la taberna. Ella estaba con la espalda apoyada en el excusado, abierta de piernas y con la falda subida. Gregor se apretaba contra ella y besuqueaba sus pechos desnudos. Kit oyó chillar a la mujer y a su padre gemir, y los chillidos se mezclaron con los desvaríos histéricos de su madre.
Kit se incorporó del hielo enrojecido con mucho esfuerzo y abrumada por el dolor. A pesar de que se tambaleaba, logró ponerse de pie. Alzó la espada y la hundió en el cuerpo de su madre y a continuación la clavó en el de su padre. No dejó de acuchillar y asestar tajos a los dos hasta que los rugidos y el llanto cesaron y la criatura dejó de sacudirse. Entonces Kitiara se desplomó.
Quedó tendida en el hielo, con la mirada prendida en el techo salpicado de sangre. Cerró la mano sobre el frasco e intentó llevárselo a los labios.
—Mi intención era volver, Tanis —dijo—. En realidad… se me olvidó…
La mano le resbaló hasta el suelo helado, flácida.