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Muerte en el hielo

El Orbe de los Dragones

Tras dejar a Feal-Thas, Kitiara fue en busca del comandante de las tropas kapaks. Salió del edificio donde el Señor del Dragón tenía la biblioteca y la cegó el deslumbrante resplandor del sol en el hielo. Se protegió los ojos con la mano y cuando por fin logró ver de nuevo comprobó que no se había perdido mucho. Lo único que quedaba de la antigua fortaleza era un patio helado, varias dependencias desmoronadas, también cubiertas de hielo, y una torre que sobresalía entre el hielo. En el centro del patio, una fuente esculpida en forma de fénix lanzaba un chispeante chorro de agua clara que subía con fuerza y después se precipitaba en cascada a un pilón que había debajo. Kitiara había oído con escepticismo la historia del elfo sobre el agua sagrada con poderes mágicos, pero el hecho de que la fuente no estuviera congelada a pesar del frío glacial ya era en sí un milagro.

No se detuvo a admirar la fuente. Tenía la sensación de que el aire gélido que soplaba desde el glaciar iba a congelarle la cara. Al ver draconianos que salían y entraban de una de las dependencias, Kit dio por sentado que aquél era su cuartel general. Arrebujándose en las pieles, cruzó el patio a todo correr. Resbaló, patinó por el helado pavimento y envidió a los draconianos sus pies con garras.

La puerta estaba cerrada para que no pasara el frío. Kit no quería soltar las pieles para llamar a la hoja de madera, así que golpeó con la puntera de la bota y, a pesar de tener los labios entumecidos por la baja temperatura, no dejó de mascullar maldiciones hasta que alguien acudió a abrir.

El calor de dos quemadores de aceite la envolvió. Dentro había varios kapaks; uno de ellos impartía órdenes mientras que los otros reunían equipo. Al parecer, el comandante y sus tropas se preparaban para salir a una expedición de caza. Los kapaks llevaban pieles muy tupidas echadas sobre el cuerpo escamoso, con el pelo hacia dentro. Con la piel, el cuero y las escamas, los draconianos semejaban una especie de híbridos extravagantes.

Los kapaks le echaron una ojeada a Kitiara sin dejar lo que estaban haciendo, aunque no mostraron un especial interés en ella. Kit pensó en el comentario de Feal-Thas respecto a que planeaba acabar con los kapaks, y se preguntó si debería advertir al comandante draconiano de que no se fiara de su señor. Decidió que la advertencia no era necesaria porque los draconianos nunca se fiaban de nadie.

Le preguntó al comandante si podía hablar con él. El jefe draconiano mandó a su tropa que se pusiera en marcha y después se volvió hacia la mujer. Las escamas de color cobrizo brillaban a la luz de la lumbre. Se mostró muy gustoso de hablar con Kit, aparentemente contento por la compañía.

«La vida aquí debe de ser aburrida de narices», pensó para sus adentros Kitiara.

En primer lugar hablaron del Orbe de los Dragones. El comandante conocía la existencia del orbe, si bien nunca lo había visto ni había tenido nada que ver con el artefacto.

—¿Dónde está? —preguntó Kitiara.

—Abajo, en los túneles del hielo —respondió el kapak, que señaló con las garras en dirección al suelo—. Cerca del cubil de la dragona.

—Tengo entendido que hay un guardián que vigila el orbe —dijo Kit—. ¿Puedes decirme qué es?

—Que me cuelguen si lo sé.

—¿Nunca lo has visto?

—No he tenido motivos para hacerlo. El elfo me habló del Orbe de los Dragones y nos ordenó a mis tropas y a mí que no nos acercáramos a esa parte del castillo. Yo obedezco órdenes.

—¡Vaya! Qué draco más bueno eres —dijo Kitiara, contrariada.

El kapak enseñó los dientes al esbozar una sonrisa sarcástica.

—Oh, fui a echar un vistazo para asegurarme de que se velaba por los intereses de su Oscura Majestad, por supuesto.

—Por supuesto —repitió Kit con ironía—. ¿Y se hacía?

—Por lo que vi, sí —contestó el comandante.

—¿Así que viste al guardián?

—No, pero vi lo que les había hecho a los que lo habían visto… Un grupo de thanois, o lo que quedaba de ellos, que no era mucho. El hielo estaba pringado por todos sitios de sangre y hueso, pelo y grasa.

—¿Ésos thanois buscaban el orbe?

—Lo dudo. Tienen pocas luces. Probablemente acabaron en la cámara del orbe por error, de camino a la despensa.

—El simple hecho de que vieras unos huesos no significa que haya un guardián —argumentó Kitiara—. Feal-Thas podría haberlos matado y después hacer que pareciera que un monstruo horrible los había masacrado.

El kapak soltó una risa que sonó como un ululato.

—Nunca has visto los huesos de la pierna de un thanoi, ¿verdad?

—Nunca he visto a un thanoi —repuso Kit, impaciente—, mucho menos los huesos de la pierna. ¿Qué clase de seres son?

—Los Bárbaros de Hielo los llaman hombres-morsa. Son bestias corpulentas, gruesas, con mucha grasa. Caminan erguidas como los hombres, aunque por los colmillos y el pellejo se asemejan a las morsas. Son grandes y fuertes. Un thanoi podría sostenerme, con alas, armadura y todo lo demás, debajo de un brazo y ni siquiera notar el peso. Los huesos de las piernas son gruesos como troncos de árbol, puede que más. —La cola del kapak se agitó y golpeó contra el suelo—. Bien, pues, esos tocones de árbol figurados estaban partidos en dos y esparcidos como ramitas. Dudo que Feal-Thas, con esas manos delicadas que tiene, hiciera algo así.

Kitiara no parecía muy convencida.

—Parece obra de un dragón —sugirió.

—A los thanois los atacaron mucho antes de que llegara Sleet. Lo que quedó de ellos se ha preservado bien en el hielo, y si quieres mi opinión, hasta la dragona tiene miedo del guardián. Sleet no se acerca a la cámara donde está guardado el orbe.

Kitiara sacudió la cabeza. Pateó el suelo para que los pies le entraran en calor y empezó a pasear de un lado a otro del cuarto, más que por estar inquieta, para no quedarse helada.

—¿A qué viene hacerme todas esas preguntas sobre el guardián? —preguntó el comandante.

—Porque tengo que enfrentarme a él —respondió, taciturna.

La lengua del kapak asomó entre los dientes y se agitó en un gesto de estupefacción.

—¿Vas a robarle el orbe a Feal-Thas?

—No, claro que no voy a robarlo —replicó ella con mal humor—. ¿Qué iba a hacer yo con un Orbe de los Dragones? Ojalá no hubiera oído hablar de él nunca. Sólo me ha causado problemas.

Dejó de caminar de un lado al otro del cuarto para detenerse enfrente del draconiano.

—Si tuviera soldados que me apoyaran…

—¡Ni soñarlo, señora! —exclamó el comandante a la par que negaba con la cabeza.

—Soy una Señora del Dragón —arguyo Kit, ceñuda—. Podría ordenarte que me ayudaras.

—Recibo órdenes del Señor del Dragón Feal-Thas —repuso el comandante, que volvió a sonreír—. Y dudo que vaya a ordenarme que te ayude a robarle su Orbe de los Dragones.

—¡No voy a robarlo! —protestó Kitiara—. Voy a entregárselo a la hembra de dragón para que lo ponga a buen recaudo.

—Ahí abajo está más que seguro, créeme —adujo el kapak.

—Hay órdenes que he cumplir. Dime cómo llegar allí y punto.

—Allá tú. —El draconiano se encogió de hombros.

Le indicó el camino a seguir a través del laberinto de túneles, que comparó con el complejo sistema de alcantarillado de Palanthas, y después fue a reunirse con sus soldados. Kit siguió con la mirada al grupo, que, armado con arcos y flechas, emprendió la ardua caminata.

Kitiara reanudó los paseos por el cuarto mientras reflexionaba.

De modo que era cierto que había un guardián. Tampoco podía ser tan peligroso. Ni por un instante había creído esa estupidez de que Sleet le tuviera miedo, como había afirmado el kapak. Los dragones eran el último eslabón de la cadena alimentaria. No le temían a nada ni a nadie. El comandante sólo intentaba asustarla. ¡Ésa historia absurda sobre tibias rotas! Seguramente sus hombres y él estarían desternillándose de risa en ese momento a costa de su simpleza.

Tratando de imaginar qué podría ser el guardián para así decidir qué armas utilizar contra él, Kit recordó todas las historias que había oído contar sobre guardianes con la misión de proteger un tesoro valioso. ¿Un muerto viviente? ¿Un ghoul o fantasma? Desde luego, su naturaleza tenía que ser mágica. Tal vez un gólem. O quizá fuera un gigante de la escarcha, aunque Feal-Thas hubiera dicho que no lo era. Pero los habitantes del castillo tendrían que estar enterados de que había un gigante encadenado en el sótano. Kit pensó en ese monstruo y en aquel otro, y de repente cayó en la cuenta de que con pensar no estaba consiguiendo nada excepto un dolor punzante en las sienes.

«¡Al Abismo con él!», dijo para sus adentros, iracunda.

Arrebujándose en las pieles, se puso a rebuscar en el surtido de armas del kapak. Kit tenía su espada, pero quería un arma kapak y halló una que le encajaba bien —una pequeña de hoja curva que podía meterse en el cinturón—, un par de dagas y una lanza. Tuvo cuidado de no tocar las hojas de las armas draconianas, porque los kapaks las lamían para impregnarlas de saliva venenosa, que era la razón por la que Kit quería usarlas. También recogió un escudo, de camino hacia la puerta.

Cruzó el patio de nuevo para volver a su habitación, aunque primero pasó por la biblioteca para decirle un par de cosas a Feal-Thas. Sin embargo, el elfo no se encontraba allí, aunque el lobo sí estaba y Kitiara se marchó sin demora. Se encontró con que alguien había llevado comida a su cuarto mientras estaba ausente. Dio buena cuenta de ella, que ayudó a pasar con dos grandes tragos de aguardiente enano que llevaba en un frasco y que la ayudaron a entrar en calor. Después vertió en el suelo lo que quedaba de aguardiente.

Se puso la armadura y se ciñó el cinturón del que pendía la espada corta en su vaina. Metió otra espada en el cinturón, así como el frasco vacío. Se envolvió en las pieles y salió al patio, donde llenó el frasco con el agua supuestamente bendita de la fuente.

Sintiéndose preparada para cualquier cosa, desde gigantes a zombis, Kitiara se encaminó hacia los niveles inferiores del castillo.

Kitiara no tenía miedo de ese guardián. Sabía que lo derrotaría. Sin embargo, le molestaba tener que perder tiempo y energías en hacerlo. Todo el asunto era estúpidamente irónico. Debería encontrarse en Solamnia matando caballeros y, sin embargo, allí estaba, a punto de enfrentarse a un monstruo para mantener con vida a un estúpido caballero.

Según el kapak, los manantiales del glaciar habían excavado los primeros túneles en el hielo, debajo de las ruinas del castillo. Feal-Thas había agrandado y acondicionado los túneles naturales con su magia para crear la cámara del Orbe de los Dragones. A su llegada al castillo, Sleet había establecido su residencia en un cubil excavado mágicamente por algún dragón blanco eones atrás, y lo había ampliado a su gusto agregando entradas y salidas nuevas, además de excavar otros túneles.

Kit no tendría problemas para encontrar un sitio por el que bajar al laberinto subterráneo, según el kapak. Con frecuencia, partes del glaciar se desprendían y dejaban tramos de los túneles al descubierto.

La guerrera encontró uno de esos accesos que se abría a lo que parecía la galería inclinada de una topera abierta en el hielo. Empezó a descender con precaución, paso a paso, cautelosa, pero casi de inmediato resbaló. Soltó escudo y lanza a fin de frenar la caída, pero acabó deslizándose sobre el trasero la mitad del túnel. El escudo llegó hasta el fondo y chocó contra una pared con un golpe tan estruendoso que debió de oírse hasta en Flotsam.

Maldiciendo a todos los hechiceros del mundo, Kitiara recorrió a gatas el último tramo del helado tobogán de hielo. Recobró el escudo al final de la rampa y consiguió ponerse de pie. El sol radiante penetraba a través del hielo e iluminaba los túneles con una espectral luz de color verdoso. La guerrera se quedó mirando las paredes.

Cansado de perder a sus soldados en aquel laberinto, el comandante kapak le había contado a Kitiara que había ideado un sistema para señalizar los túneles a fin de que cualquiera que se aventurara en ellos tuviera una probabilidad razonable de hallar el camino de vuelta a la superficie. Las marcas estaban talladas en el hielo y las había en todos los cruces. Unas toscas flechas indicaban la dirección a la salida. Un dibujo con alas y cola señalaba la que llevaba al cubil de la hembra de dragón. Los túneles que conducían a la cámara del orbe se habían marcado con una «X» ominosa.

Kitiara se encaminó hacia el cubil de la dragona. A despecho de lo que el kapak le había dicho sobre que Sleet le tenía miedo al guardián, Kit pensó que merecía la pena intentar que le prestara ayuda. La guerrera había urdido una mentira en cuanto a la razón por la que tenía que acabar con el guardián del Orbe de los Dragones. Era un embuste poco convincente, pero los dragones blancos no destacaban por su inteligencia. Skie se refería a los blancos como los enanos gullys de los dragones. Kit suponía que si la mentira no funcionaba, siempre le quedaba el recurso de intimidar a la blanca para que la ayudara.

Resultó que se había tomado todas esas molestias para nada.

Kit encontró el cubil de Sleet, pero no a ella. La dragona se había marchado no hacía mucho a juzgar por el cuerpo medio comido de un caribú, pero ahora no se encontraba allí. Decepcionada, Kitiara dio media vuelta para marcharse y tropezó con Feal-Thas, que se hallaba justo detrás de ella.

—Reflejos rápidos —comentó el elfo al ver la daga que daba la impresión de haber saltado a la mano de la mujer.

—¡Tienes suerte de que no te haya cortado el cuello, necio! —gruñó Kit, furiosa porque el hechicero se hubiese aproximado a ella y la hubiera sorprendido así. Nunca habría imaginado que alguien pudiera ponerse a sudar de golpe habiendo una temperatura tan gélida, pero la prueba la tenía ahora en sí misma.

—¿Buscabas a Sleet? —preguntó en tono suave Feal-Thas—. No está aquí. La envié a llevar un mensaje a nuestro compañero Señor del Dragón, en Khur, y estará ausente durante un tiempo, supongo. —El elfo apretó los labios en un remedo de sonrisa—. No estoy muy convencido de que sepa dónde queda Khur.

Se disponía a marcharse, pero se volvió de nuevo hacia Kit.

»Que esto no sea motivo de frustración para ti —dijo—. Sleet no te habría servido de nada contra el guardián, como no tardarás en comprobar. Buena suerte, Señora del Dragón.

Echó a andar con pasos ágiles y silenciosos en el suelo resbaladizo. Kit apretó con todas sus fuerzas la empuñadura de la daga en un esfuerzo por resistir las ganas de hundir la hoja entre los omóplatos del elfo. Luego volvió a guardarla dentro de la bota.

Salió del cubil de Sleet y, siguiendo las marcas destinadas a advertir a la gente que no fuera en esa dirección, se internó en los túneles con cautela. Se preguntó cómo distinguiría la cámara cuando llegara a ella, pero resultó que no tuvo ninguna dificultad en identificarla.

Había llegado a un cruce en el que un pasadizo estrecho se desviaba en ángulo desde el túnel principal. Allí no había ninguna «X» marcada. Ni falta que hacía. Un reguerillo de sangre había corrido por el pasadizo hasta el túnel antes de congelarse en el hielo. Kit siguió el escalofriante rastro y halló la escena de muerte violenta exactamente como el comandante kapak la había descrito.

La guerrera desenvainó la espada sin demora y alzó el escudo. Había visto muchas cosas horribles a lo largo de su vida. Ella misma había matado a un buen número de hombres y monstruos y no era de las que daban un respingo al ver entrañas humeantes desparramadas o miembros cercenados. Aquello no era lo peor que había visto, pero sí era lo más inusitado: una masacre congelada en el hielo.

La sangre embadurnaba los muros de hielo y creaba una alfombra macabra en el suelo. Había goteado del techo hasta congelarse y formar extraños carámbanos de color rosáceo. Grumos de carne congelada con mechones de pelambre y pegotes de sebo estaban esparcidos en horribles montones por todo el pasadizo. Kit encontró un colmillo roto y varios huesos partidos.

Lo que le dio que pensar y la hizo desenvainar la espada fueron las huellas ensangrentadas marcadas en el hielo. Había visto una zarpa cercenada en el suelo e imaginó que pertenecía a un thanoi, y era consciente de que fuera cual fuese la garra que había dejado esas huellas no era una de las cortas y rechonchas de los thanois. Las marcas ensangrentadas estaban muy separadas pero se sucedían uniformemente, lo que significaba que las manos o los pies que las habían hecho eran extremadamente grandes.

Con una ojeada al pasadizo Kit se hizo una idea bastante aproximada de lo que había ocurrido. Los thanois habían entrado en ese ramal del túnel principal ya fuera por casualidad o a propósito. Se habían topado con el guardián y se había producido una lucha desesperada. El calor generado por numerosos cuerpos que combatían para salvar su miserable vida había hecho subir la temperatura del pasadizo, de manera que la sangre y otros fluidos habían impregnado el hielo que empezaba a derretirse y que había vuelto a congelarse una vez que el combate hubo terminado. En cuanto a lo que había sucedido al resto de los thanois —faltaban las cabezas—. Kit prefería no pensarlo.

Miró al fondo del pasadizo y vio que había dado con el sitio que buscaba. El túnel se abría a una cámara excavada en el hielo. En el centro, debajo del techo de hielo abovedado, había un objeto —el Orbe de los Dragones, era de suponer— colocado en un pedestal de hielo. Era una cámara abierta de par en par, sin puertas ni cerrojos que protegieran el orbe. Sólo el guardián.

Fuera lo que fuese. Estuviera donde estuviese.

Desde su posición estratégica en el pasadizo, Kit veía toda la cámara; estaba vacía, salvo por el Orbe de los Dragones.

Sosteniendo la espada ante sí y sin bajar el escudo, Kitiara avanzó despacio, con sigilo, pasadizo adelante. «Un poco de miedo nunca viene mal —le decía siempre su padre—. Te mantiene alerta, despierto. Pero no permitas nunca que el miedo te domine». Kitiara estaba más decidida que asustada. Quería ver a ese guardián, a ese monstruo. Quería matarlo y llevar la cabeza chorreando sangre a Feal-Thas para arrojársela a los delicados pies.

Al aproximarse más, reparó en que la cámara que guardaba el Orbe de los Dragones estaba impoluta. Ni una gota de sangre afeaba las paredes ni ensuciaba el blanco prístino de los muros, el techo y el suelo. O el guardián conservaba limpia la cámara o se había tomado la molestia de llevar a cabo la matanza en el pasadizo. Teniendo aquello presente, Kit pegó la espalda a la pared de hielo y avanzó lentamente pasando por encima de los restos sanguinolentos de los thanois, muy atenta a todo cuanto había a su alrededor.

A pesar de aguzar el oído al máximo, no oía nada y el silencio la ponía nerviosa. Nunca la había envuelto un silencio tan tremendo. Era como si el mundo hubiera acabado, como si todo lo vivo hubiera sido arrasado y sólo quedara ella. Cualquier ruido que hacía, por mínimo que fuera —el crujido del hielo al pisar el suelo, el traqueteo de la armadura, el tintineo de la cota de malla, el silbido de la respiración dentro del yelmo cerrado de Señora del Dragón— parecía retumbar en el cielo. A despecho del frío, no dejaba de sudar. Irritada, deseó que el guardián atacara y acabar así de una vez con el suspense.

Kitiara nunca había destacado por su paciencia.

De repente se le ocurrió que el Orbe de los Dragones podría ser su propio guardián y lanzó una mirada penetrante al artilugio. Deseó, tardíamente, haber hecho algún tipo de investigación sobre los orbes, puesto que ignoraba qué hacían y qué no hacían esos objetos; ni siquiera sabía qué aspecto tenían. Después de todo, a lo mejor esa esfera no era en realidad un orbe. Sí, desde luego su forma era esférica. Estaba hecho de cristal y daba la sensación de ser muy frágil, como si un grito fuerte pudiera hacerlo añicos. En el interior se arremolinaba una niebla de pálidos tonos cambiantes: rojos, azules, verdes y negros veteados con franjas blancas.

Avanzó un poco más. Los colores del interior del globo eran hermosos; titilaban y formaban remolinos. Experimentó el deseo repentino de tocar el orbe. El cristal parecía tan suave… Bajó la espada y el escudo y estaba a punto de dejarlos caer al suelo cuando una voz la sobresaltó.

Tengo miedo.

Kitiara giró sobre los talones velozmente, en guardia.

La cámara estaba desierta. No había nadie allí. Se volvió hacia la esfera sin poder remediarlo y comprendió que la voz venía del artilugio. Era el orbe el que hablaba.

Descanso en el pedestal dorado y la gente pasa por delante sin reparar en mí, porque llevo tanto tiempo en la Torre que para ellos sólo soy ya un objeto más que acumula polvo. Soy parte del mobiliario. Se detienen delante de mí y conversan en voz baja y temerosa. Los escucho con la mente de los dragones y oigo lo que hablan. Lo que dicen me asusta.

Creen que no les oigo o que no entiendo. Han pasado tantos años desde mi creación que han olvidado mis poderes.

Pero entiendo. Oigo hablar del ascenso del hombre al que conocen como el Príncipe de los Sacerdotes. Oigo que teme a todos los que practican la magia porque no puede controlarlos. Ha amenazado con exterminarlos a todos. Últimamente envió un ejército para que atacara la torre hermana de Daltigoth. Los magos prefirieron destruirla antes que permitir que cayera en manos de gente que no entiende el tremendo poder de la magia. Temen que la siguiente sea nuestra Torre de Wayreth. Su ejército se ha puesto en marcha y muchos hechiceros que habían hecho de la Torre su hogar ya han decidido dispersarse.

Y yo también he de huir. Un Orbe de los Dragones no tiene que caer en manos del Príncipe de los Sacerdotes. Dicen que me destruiría o, lo que es peor, que podría intentar controlarme y utilizar mi poder para sus propios fines.

Así que han decidido usar la magia para trasladarme a regiones etéreas, a recorrer los caminos de la magia ocultos en el tiempo y el espacio que me lleven a un reino lejano. Será un viaje cargado de peligros porque corren rumores de que los clérigos del Príncipe de los Sacerdotes se han vuelto tan poderosos que pueden recorrer los caminos de la magia, donde esperan para sacar de las regiones etéreas a magos viajeros y matarlos en nombre de la virtud.

Feal-Thas, el brujo invernal, se ha ofrecido voluntario para transportarme a un lugar seguro, una tierra fría y yerma, la tierra a la que lo exiliaron cuando lo juzgaron por su crimen y el monarca silvanesti, Lorac Caladon, dictó sentencia.

Los magos creen que allí estaré a salvo porque el Príncipe de los Sacerdotes no tiene interés alguno en esta región donde no hay riqueza y muy poca gente lo venera.

Iré con Feal-Thas, no porque quiera, sino porque tengo miedo de quedarme aquí. Veo oscuros nubarrones acumulándose y un viento terrible que se levanta de mares hirvientes y fuego que cae del cielo. Veo la ira de los dioses descargándose como un martillo sobre Krynn. Veo a la gente clamar a los dioses y no obtener respuesta.

Si me quedo aquí, estoy condenado, y aunque me exaspera el exilio, lo acepto. Bajo la custodia de este hechicero viajaré al territorio del límite del glaciar y permaneceré escondido en aquel yermo odioso hasta que llegue el momento en que el poder de los dioses vuelva al mundo.

Entonces hallaré un modo de escapar.

La niebla se agitaba en remolinos y los colores eran bellos, hipnotizadores. Kit tuvo la impresión de ver unas manos que se tendían hacia ella.

El momento llegó. Es la hora. Los dioses han regresado. Eres justo lo que necesito. Acércate. Tócame. Ayúdame a escapar.

Kitiara escuchaba, embelesada. Se acercó.

—¿Quién eres? —susurró—. ¿Qué poderes tienes? Si te ayudo, ¿me los darás…?

Más que ver, sintió que algo entraba en la cámara.