Un caso de congelación
Hasta el cuello en un cenagal de hechiceros
El viaje al límite del glaciar debía de haber sido uno de los peores que Kitiara o Skie habían hecho nunca. El aire hacía daño al respirarlo, parecía atravesar los pulmones como agujas afiladas. Hasta los pelillos de la nariz se le congelaron, al igual que el aliento alrededor de la boca, que le cubrió los labios con escarcha. Ahora sabía lo que significaba «quedarse tieso de frío». Cuando Skie aterrizó por fin, Kit habría podido seguir sentada a lomos del dragón, tiritando, incapaz de moverse, si no la hubiese encontrado una partida de caza de varios kapaks. Los draconianos la bajaron de su montura y la llevaron al castillo del Muro de Hielo. Kit no podía caminar. Tenía los pies tan entumecidos que ni siquiera los sentía.
Kit había oído hablar de gente que había perdido dedos de pies y manos en las mordientes fauces del frío. Recordó a los mendigos lisiados en las afueras de Haven y se imaginó a sí misma entre ellos. Olvidando que estaba ansiosa de viajar allí para descubrir algo más sobre Laurana, maldijo a Ariakas con acritud por haberla enviado a aquel sitio horrible. Amor y celos también se habían congelado. A Kit le daba pavor quitarse las botas por miedo a lo que podía encontrarse.
Consiguió dejar de tiritar el tiempo suficiente para garabatear un mensaje a Feal-Thas. El elfo no vivía en el castillo del Muro de Hielo, como ella había imaginado, sino que se había construido un palacio a cierta distancia. Considerando las condiciones en las que se encontraba el supuesto castillo, no era de extrañar.
Los kapaks la condujeron a un cuarto al que llamaban «aposento del Señor del Dragón» a pesar de que en la actualidad no residía allí ninguno.
Feal-Thas había vivido allí en otro tiempo, a su regreso de Wayreth, mientras construía su Palacio de Hielo. En un gran cuenco de piedra, lleno de algún tipo de aceite, ardía un fuego que proporcionaba un mínimo de calor. Kitiara se acurrucó cerca de las llamas. Los kapaks la ayudaron a quitarse la armadura, pero a la guerrera todavía le daba miedo descalzarse porque seguía sin sentir los pies. Estaba realmente asustada cuando la puerta se abrió y un elfo alto y delgado, vestido con pieles, entró en la estancia.
Kitiara habría reprendido al elfo por entrar sin llamar antes, pero se sentía fatal y le castañeteaban los dientes. Todo lo más que pudo hacer fue lanzarle una mirada furiosa. El elfo la miró en silencio unos instantes y después giró sobre sus talones y salió. Regresó acompañado de un kapak que llevaba en las garras un cubo con agua humeante.
El kapak soltó el cubo delante de Kitiara, que miró el recipiente y después al elfo con aire desconfiado. Apretando los dientes consiguió mascullar:
—¿Qué diablos se supone que he de hacer? ¿Darme un baño?
Los finos labios del elfo esbozaron una sonrisa tan gélida como la temperatura del entorno.
—Mete los pies y las manos en el agua caliente.
Kitiara le dirigió una mirada incrédula y, mascullando algo ininteligible entre dientes, se acercó más a la lumbre del cuenco.
—El agua tiene propiedades curativas —prosiguió el elfo—. Aún no nos hemos presentado. Soy el Señor del Dragón Feal-Thas. Y tú, supongo, serás la Señora del Dragón conocida como la Dama Azul.
Se agachó delante de ella y, sin darle tiempo a reaccionar, le cogió un pie y le sacó la bota de un tirón. Kitiara miró y cerró los ojos con desesperación. Tenía los dedos de un color blanco cadavérico, con un horrendo tinte azulado. Feal-Thas los tocó, sacudió la cabeza y alzó la vista hacia la mujer.
—Parece que haces honor a tu nombre, Dama Azul.
Kit abrió los ojos para asestarle una mirada feroz.
—La lesión es grave —continuó el elfo—. La sangre se ha congelado, se ha vuelto hielo. Si no haces lo que te sugiero, habrá que amputar los dedos. Es posible que hasta pierdas el pie.
Kitiara habría seguido negándose a hacer caso, pero no sentía el tacto de las manos del elfo y eso le había dado un susto de muerte. Dejó que le quitara la otra bota y después, cautelosamente y con un gesto de dolor, metió primero un pie en el agua caliente y luego el otro.
El agua le produjo una sensación agradable, de alivio, hasta que los dedos de los pies empezaron a recuperar la sensibilidad. Unos pinchazos le atravesaron la carne como fuego líquido. El dolor fue atroz. Kit soltó un gemido ahogado e intentó sacar los pies del agua, pero el elfo plantó las manos sobre las piernas de la mujer.
—Tienes que dejarlos metidos —ordenó.
Tenía la voz melódica, como todos los elfos. Las manos posadas en sus piernas eran esbeltas y de aspecto delicado, pero aunque le soltara una patada no conseguiría librarse de su fuerte presa. Kit se meció atrás y adelante, estremecida por el dolor, mientras un movimiento espasmódico le sacudía las piernas. Entonces advirtió que los pies recuperaban el color. El terrible frío que parecía traspasarla hasta los huesos empezó a remitir y el dolor disminuyó.
Se relajó y se recostó en la silla.
—Dijiste que esta agua poseía propiedades curativas. ¿Es agua sagrada? ¿Obra tuya, milord?
—El disimulo sobra, Señora del Dragón —contestó Feal-Thas al tiempo que le quitaba las manos de las piernas y se ponía de pie ante ella, alto y delgado, completamente vestido de blanco—. Has venido aquí para pedirme alguna cosa o para sonsacarme algo. Sea lo uno o lo otro, tenías que indagar y hacer preguntas para obtener información sobre mí. Deduzco que no descubriste gran cosa —los ojos grises chispearon—, pero sin duda habrás averiguado que soy hechicero, no clérigo.
Kitiara abrió la boca, pero volvió a cerrarla, perpleja. Todo lo que el elfo había dicho era cierto. Había ido allí para exigir que le entregara el Orbe de los Dragones y había hecho preguntas sobre él, si bien había descubierto muy poco. Sólo sabía que era un elfo oscuro y hechicero.
—En cuanto al agua, Señora del Dragón… —empezó Feal-Thas.
—Dejémonos de tratamientos ceremoniosos —lo atajó Kitiara a la par que le dedicaba su sonrisa sesgada más encantadora—. Para mis tropas soy la Dama Azul. Para mis amigos, Kitiara.
—El agua mana de una fuente que hay dentro del castillo, Señora del Dragón —continuó él, que puso énfasis en el título mientras un destello irónico asomaba a sus ojos—. Al no ser clérigo, ignoro qué dios bendeciría el agua, pero podría aventurar una conjetura. Antes de que lo cubriera el hielo, el castillo fue antaño una fortaleza en medio del mar. La fuente tiene grabado el símbolo de un fénix y, en consecuencia, deduzco que fue un regalo del Rey Pescador, Habbakuk.
Kitiara movió los dedos en el cubo. En realidad le importaba un bledo qué dios era mientras la curara… De todos modos, sólo era una charla con la que intentaba hacerse con el elfo.
—No veo por qué una persona en su sano juicio iba a querer vivir en este sitio horrible —comentó mientras sacaba los pies y se los secaba. Se puso de pie con cuidado y empezó a caminar por el cuarto para ayudar a que la sangre volviera a circular con normalidad—. Y tú eres elfo. Tu gente se pasa días componiendo sonetos a la hierba. Lloráis cuando cortáis un árbol. Tienes que detestar encontrarte aquí, Feal-Thas.
—Señor del Dragón Feal-Thas —la corrigió con frialdad—. Todo lo contrario. He vivido en esta tierra desde antes del Cataclismo. Aquí me siento en casa. Me he adaptado a las duras condiciones climáticas. Hace poco regresé a mi país de origen, Silvanesti. El calor me resultaba sofocante, agobiante. La espesa vegetación empezó a cerrarse sobre mí. La peste de las flores y las plantas me congestionaba la nariz. No podía respirar. Me marché en cuanto me fue posible.
—¿Por qué fuiste a Silvanesti, Señor del Dragón Feal-Thas? —Kitiara pronunció el título con un dejo irónico.
—Tenía asuntos pendientes con el rey Lorac —contestó el elfo.
Kitiara esperó con interés que continuara la historia, pero Feal-Thas no añadió nada más. Se quedó mirándola y Kitiara tuvo que retomar el hilo de la conversación.
—Supongo que habrás oído comentar que vuestro rey ha quedado atrapado por un Orbe de los Dragones que tiene en su poder —dijo—. Lorac vive esclavo de ese artefacto, apresado en una terrible maraña de pesadillas que corrompen y deforman tu tierra natal.
—Creo que he oído algo sobre eso, sí. Y te equivocas, Señora del Dragón; Lorac no es mi rey. Sirvo al emperador Ariakas.
Los ojos del elfo eran duros como un lago helado, y la mirada penetrante de Kit chocó contra el hielo y patinó.
—Unos artefactos peligrosos, esos Orbes de los Dragones —lo intentó de nuevo la guerrera—. Un gran riesgo, tenerlos a mano.
—¿En serio? —Feal-Thas enarcó una ceja fina y blanca—. ¿Has llevado a cabo un estudio sobre los Orbes de los Dragones, Señora del Dragón?
La pregunta sorprendió a la guerrera.
—No —se vio obligada a confesar.
—Yo sí.
—¿Y qué descubriste?
—Que los Orbes de los Dragones son artefactos peligrosos —contestó el elfo—. Que es arriesgado tenerlos a mano.
Kitiara sintió picor en la palma de la mano y no a causa del frío. Tenía unas ganas tremendas de abofetear el rostro de tez pálida y huesos delicados del elfo. El hecho de llegar allí medio congelada la había dejado a su merced. Había perdido el control de la situación y no se le ocurría cómo recuperarlo. Había metido la pata desde el principio. Tendría que haber estado mejor preparada para el encuentro con este Señor del Dragón, pero lo había subestimado por ser elfo. Había esperado que fuera escurridizo y taimado, servil y adulador, artero y solapado. En cambio, era circunspecto, directo y, obviamente, no estaba asustado ni impresionado.
Simulando estar absorta en sus pensamientos, Kit paseó por el cuarto sin dejar de observar al elfo ni un instante. Era un hombre y podría tratar de seducirlo, pero supuso que tendría más éxito si lo intentaba con un iceberg. Al igual que la implacable tierra en la que vivía, era frío, desapasionado. En su interior no alentaba llama alguna que lo enardeciera. Kit reparó en que el elfo se mantenía apartado del fuego, en la zona más fría de la estancia.
—¿Por qué viniste al límite del glaciar, Señora del Dragón? —inquirió de repente Feal-Thas—. Desde luego no ha sido para disfrutar de nuestro clima.
Kitiara iba a contestar que había asuntos importantes de la guerra que debía tratar con él, pero el elfo se anticipó.
—Ariakas te mandó aquí para apoderarte de mi Orbe de los Dragones.
—¡Incorrecto! —saltó, triunfante, Kitiara—. No he venido a apoderarme del Orbe de los Dra…
Feal-Thas gesticuló con impaciencia.
—Está bien, has enredado a un necio solámnico para que lo coja. Viene a ser lo mismo, porque el orbe lo destruirá y el emperador se quedará con el artefacto. Un plan ingenioso por parte de su señoría, aunque cuestiono su derecho a reclamar mi Orbe de los Dragones —dijo, poniendo énfasis en el posesivo.
—No sabía que Ariakas ya hubiera hablado contigo de esto, Señor del Dragón —comentó Kitiara, molesta.
—Ariakas habla lo menos posible conmigo —repuso secamente el elfo. Tiró la carta del emperador al suelo, a los pies de la mujer—. Si lo deseas, lee lo que escribe su señoría.
Kitiara recogió el papel, le echó un vistazo y frunció el entrecejo.
—Tienes razón, pero si no habla de ello, ¿cómo supiste lo del caballero…? ¡Espera! —exclamó, estupefacta—. No hemos acabado de hablar. ¿Adónde vas?
—A mi palacio. Ésta conversación me aburre —contestó Feal-Thas, que se dirigía hacia la puerta.
—¡Aún no te he explicado las órdenes de su señoría!
—No es necesario, las entiendo de sobra —repuso el elfo—. Haré que te traigan comida y bebida.
—No tengo hambre —replicó Kit, enfadada—. Y no hemos terminado.
Feal-Thas abrió la puerta, se detuvo y miró hacia atrás.
—Oh, y respecto a la elfa, Lauralanthalasa, conozco el nombre, pero no a ella ni sé nada relativo a ella. Al fin y a la postre, es qualinesti. —Profirió el gentilicio con desagrado, como si por el hecho de pronunciarlo se manchara los labios. Salió del cuarto y cerró suavemente a su espalda.
—¡Qualinesti! —repitió Kit, pasmada—. ¿Qué diantre ha querido decir con eso? ¡Qualinesti! ¿Y cómo sabía que iba a preguntar por ella o algo relacionado con ella? ¿Cómo sabía lo del Orbe de los Dragones y el caballero si Ariakas no se lo había dicho?
Kit tomó un cobertor de pieles que había en la cama y se lo echó por los hombros.
—Éste maldito asunto está empantanado de magia. Y yo estoy metida hasta el cuello en un cenagal de hechiceros —masculló para sí—. Primero esa bruja, Iolanthe, y ahora este elfo. Hechiceros que van y vienen a hurtadillas, salmodian, susurran y menean los dedos. A mí que me den un buen combate con armas de acero.
Le dio vueltas a la idea de marcharse del Muro de Hielo y que Ariakas se las arreglara con su elfo. El propio emperador utilizaba la magia y pondría a ese Feal-Thas en su sitio.
Era una idea tentadora, pero tuvo que descartarla. Volver con las manos vacías significaría admitir el fracaso, y el emperador no era tolerante con los que fracasaban. Con toda seguridad perdería su posición de mando. Y podría perder la vida. Además, la intranquilizaba ignorar cuánto sabía el elfo y qué uso podría darle a tal información. Si Feal-Thas sabía lo de Laurana también podría estar enterado de lo de Tanis. Y si Ariakas llegaba a descubrir que había alguna relación entre ella y los que habían matado a Verminaard…
Un frío sudor la empapó el cuerpo de golpe.
Se tumbó en la cama. No podía marcharse hasta que todo aquello estuviera solucionado. Tenía que aplastar a ese Feal-Thas, quebrantarlo, someterlo a su voluntad. A excepción de Tanis, no había conocido a ningún hombre al que no hubiera podido conquistar, y ese elfo no iba a ser diferente. Sólo tenía que descubrir su punto débil.
Kitiara devoró un copioso guiso de caribú y tomó un par de jarras de un tipo de bebida fuerte, reconfortante, que preparaban los kapaks. Segura de sí misma, se metió en la cama, debajo de un montón de pieles, y durmió profundamente.
* * *
Para cuando se despertó por la mañana ya había decidido que Feal-Thas debía de tener espías en el campamento de Toede; tal vez el propio Fewmaster. Alguien tenía que haberla oído preguntar por Laurana y habría informado de ello al elfo, que, como un falaz augur, había montado esa escena para engañarla y que creyera que había hecho algo especial.
Ésa mañana le daría al elfo órdenes respecto al Orbe de los Dragones, y si no las cumplía, no sería culpa de ella. Habría hecho lo que su superior le había mandado. Cuando Skie regresara, abandonaría esa tierra aprisionada por el hielo y a su gélido hechicero.
Tirando de uno de los cobertores de pieles, Kitiara se arrebujó en él y fue en busca de Feal-Thas. Se perdió inmediatamente en un laberinto de salas y pasillos de hielo. Tras ir de aquí para allá, se topó con un kapak que le comentó que si el hechicero se encontraba en el castillo, probablemente estaría en la biblioteca, situada en la puerta contigua a la del cuarto en el que ella había pasado la noche.
Kitiara encontró la biblioteca. La puerta estaba cerrada, aunque al parecer no tenía echada la llave porque cedió un poco cuando la empujó ligeramente. Al recordar que el hechicero había entrado sin permiso en su cuarto la noche anterior, Kitiara la abrió de un empellón y entró sin más.
Al lado de una silla había una estera, y tendido en ella descansaba un gran lobo blanco, que se levantó de un brinco y clavó los ojos rojos en Kitiara. Un gruñido resonó en la garganta del animal, que, agachando la cabeza, echó las orejas hacia atrás y enseñó los dientes. Kitiara llevó la mano hacia su espada.
—Te habrá saltado al cuello antes de que desenvaines el arma —murmuró Feal-Thas.
El hechicero leía un libro grande encuadernado en cuero y no alzó la vista. Le dijo algo en su lengua al lobo y, alargando la mano, acarició suavemente la cabeza de la criatura. El lobo se calmó, pero no apartó los ojos rojos de Kitiara. Ésta no quitó la mano de la empuñadura de la espada.
Estaba que echaba humo. Una vez más la había pillado en desventaja, la había hecho ponerse a la defensiva y la había hecho quedar como una maldita idiota.
—Por favor, siéntate, Señora del Dragón —la invitó Feal-Thas, que señaló una silla.
—Para lo que voy a estar aquí, no hace falta que me siente —le replicó secamente—. Me han mandado para transmitirte las órdenes del emperador respecto al Orbe de los Dragones…
—A mi Orbe de los Dragones —la corrigió Feal-Thas.
Kitiara estaba preparada para esa controversia.
—Cuando ascendiste a Señor del Dragón hiciste un juramento a su Oscura Majestad. Prometiste servirla. El emperador es su representante en el mundo, designado por ella. Ariakas necesita el orbe y está en su derecho de reclamarlo para sí.
En los grises ojos del elfo hubo un destello.
—Podría cuestionar esa afirmación, pero supongamos que estoy de acuerdo. —Suspiró y cerró el libro—. Expón ese plan.
—Creía que sabías todo lo concerniente al asunto —repuso Kit en tono desdeñoso.
—Compláceme —replicó el elfo.
Kitiara relató cómo había engatusado al caballero, Derek Crownguard, para que viajara al Muro de Hielo a buscar el orbe. Feal-Thas frunció el entrecejo al oír aquello. El elfo llevaba el largo cabello blanco peinado hacia atrás y el surco marcado en la frente ponía de manifiesto su desagrado.
—Se me debería haber informado de que ibas a revelar el secreto del Orbe de los Dragones a otra persona. Lo has puesto en grave peligro. No por parte de ese caballero. —El ademán de Feal-Thas desestimó al humano por su irrelevancia—. El Cónclave de Hechiceros lleva siglos buscando este orbe. Si los hechiceros de la Torre se enteraran de esto…
—No lo descubrirán —le aseguró Kitiara—. Los caballeros quieren el orbe para quedárselo ellos y están haciendo todo lo posible para mantener esto en secreto. Desean tanto como tú, o más, que no caiga en sus manos.
Feal-Thas reflexionó unos instantes y después pareció estar de acuerdo, ya que no discutió.
—Le darás el orbe a la hembra de dragón blanco, Sleet. Cuando Derek Crownguard llegue —prosiguió Kitiara—, dejarás que encuentre el artefacto. Takhisis dará órdenes a Sleet, le dirá que puede matar a cualquiera de sus acompañantes si así lo desea, pero que a Crownguard no debe hacerle daño. Una vez que el caballero tenga el orbe y que, a su vez, el orbe se apodere de él, sea como sea que haga tal cosa, se permitirá marchar al caballero con el orbe. Lo llevará a Solamnia y ese reino caerá, igual que cayó Silvanesti.
La respuesta del elfo fue inesperada.
—A ti no te gusta este plan, ¿verdad, Señora del Dragón?
Kitiara abrió la boca para decir que consideraba el plan una auténtica genialidad, uno de los mejores de Ariakas, pero la mentira se le atravesó en la garganta.
—No soy quién para decir si me gusta o no —contestó al tiempo que se encogía de hombros—. Juré servir a su Oscura Majestad.
—Yo también intento servirla en todo —comentó Feal-Thas con falsa humildad. Alargó la mano para rascar al lobo detrás de las orejas—. No obstante, hay un problema. Puedo proporcionar al caballero Crownguard acceso al Orbe de los Dragones, pero no puedo garantizar que sobreviva lo suficiente para reclamarlo para sí. Su muerte no sería culpa mía, te lo aseguro —añadió al ver la mirada colérica de Kitiara—. No le tocaré un solo pelo del bigote.
—Como ya he dicho, Señor del Dragón, Sleet recibirá órdenes directas de Takhisis… —insistió Kitiara, exasperada.
—Lamentablemente, no puedo dar el orbe a la dragona.
—Será que no quieres dárselo —le espetó Kitiara con acaloramiento.
—Déjame acabar —pidió Feal-Thas al tiempo que alzaba la delicada mano—. Como te comenté, hice un estudio de los Orbes de los Dragones. Estabas en lo cierto al decir que son peligrosos. Hay pocas personas que tengan una idea de hasta qué punto lo son. Yo lo sé. La suerte corrida por Lorac podría haberla sufrido yo. El orbe lleva más de trescientos años en mi poder, desde que los hechiceros me pidieron que lo sacara de Wayreth para esconderlo y que el Príncipe de los Sacerdotes no se apoderara de él. Muchas veces he tenido la tentación de intentar controlar el orbe. Muchas veces he anhelado combatir con la esencia de los dragones atrapada en su interior. Me preguntaba: «¿Soy lo bastante fuerte para hacer que el orbe me obedezca?».
—Y yo me pregunto si nada de todo eso me importa un ardite —dijo Kit, mordaz.
Feal-Thas continuó como si no la hubiese oído.
—Me conozco a mí mismo. Uno no vive en soledad trescientos años sin sondear su alma. Conozco cuáles son mis puntos fuertes y cuáles los débiles. Hay que ser una persona fuera de lo común para intentar controlar un Orbe de los Dragones… Una persona totalmente segura de sí misma y que al mismo tiempo no se preocupe por sí misma, que no le importe su propia seguridad. Alguien así estaría dispuesto a correr el riesgo de jugárselo todo: la vida, el alma…
»Soy engreído, lo admito. Me importa mucho todo lo que me concierne. Acabé por comprender que probablemente no era lo bastante fuerte para sobrevivir a una confrontación con el Orbe de los Dragones. Observa que he dicho «probablemente». Siempre está esa mínima chispa de duda, ¿sabes? Me encontré caminando como un sonámbulo en mitad de la noche, oyendo la voz del orbe y sintiendo que tiraba de mí. Quería ir hacia él y mirar su interior, sentía el impulso de poner las manos sobre él. En un momento de debilidad podría sucumbir a la tentación. No podía correr ese riesgo.
—Ve al grano. —Kitiara dio golpecitos con la bota en el suelo.
—Hace cien años —prosiguió Feal-Thas—, creé un guardián mágico y lo metí en una cámara específicamente construida, junto con el Orbe de los Dragones. Ordené al guardián que matara a cualquiera que intentara hacerse con él. Eso me incluye a mí. Desde entonces he dormido mucho mejor.
El elfo reanudó la lectura del libro. Kitiara estaba boquiabierta y lo miraba con incredulidad.
—Mientes.
—Te aseguro que no. —Feal-Thas habló con desapasionada objetividad.
—Entonces… —Kitiara estaba confusa— echa al guardián. Dile que se vaya.
—Como guardián dejaría mucho que desear si pudiera controlarlo con tanta facilidad. —Feal-Thas esbozó una sonrisa y negó con la cabeza antes de seguir leyendo el libro.
Kitiara dio un paso hacia él.
El lobo se incorporó rápidamente, en silencio, y la mujer se paró.
—¿Qué quieres decir con que no puedes controlarlo? ¡Tienes que hacerlo! —exclamó—. ¡Son órdenes de Ariakas!
—Ariakas me ordenó que dejara entrar a Derek Crownguard en mi castillo. Así lo haré. Me ordenó que permitiera que Derek Crownguard encontrara el Orbe de los Dragones. Así lo haré…
—Y acabará muerto a manos del guardián —concluyó Kitiara.
—Eso dependerá del caballero. Crownguard podrá enfrentarse al guardián o no, a su elección. Si acaba con el guardián, entonces tendrá el orbe. Si el guardián acaba con él… Bien, siempre entraña cierto riesgo embarcarse en la búsqueda de artefactos valiosos. De lo contrario, esos odiosos caballeros no lo harían.
—No estás en absoluto preocupado porque te quiten tu orbe —acusó Kit—. Sabes de sobra que el guardián matará a Crownguard.
—El guardián es realmente formidable —admitió seriamente el elfo—. Ha protegido el orbe durante muchos, muchos años, y durante ese tiempo me temo que se ha vuelto extremadamente posesivo. Cuando digo que no puedo eliminarlo no es para salirme por la tangente. Te aseguro que me mataría en cuanto me viera.
—No te creo —insistió Kitiara.
—¿Y a mí qué me importa eso? —repuso Feal-Thas al tiempo que pasaba la página.
—Cuando milord Ariakas venga a hacerte una visita, sí te importará —amenazó la mujer.
—El emperador no dejará su preciosa guerra ni hará un viaje tan largo para reconvenirme, Señora del Dragón. —Alzó la vista hacia ella. En los ojos grises había un brillo divertido—. No seré yo quien habrá de enfrentarse a su descontento.
Apretando los puños sobre la piel con la que se cubría, Kitiara asestó una mirada feroz al elfo, furiosa, impotente. Tenía razón, el maldito. Nunca se había topado con un hombre tan exasperante y no sabía qué hacer.
—Takhisis no verá esto con buenos ojos —dijo finalmente.
—Mi dios es Nuitari, el hijo de Takhisis —contestó Feal-Thas al tiempo que se encogía de hombros—. Siente poco afecto y aún menos respeto por ella… Sentimientos que sin duda comprendes, considerando lo mucho que despreciabas a tu madre.
Kitiara abrió la boca y volvió a cerrarla. Sentía palpitarle la sangre en las sienes. Tratar con este elfo era como luchar con un fuego fatuo, uno de esos infernales habitantes de los pantanos. No dejaba de revolotear a su alrededor intentando ofuscarla y pinchándola allí donde menos esperaba.
Se clavó las uñas en las palmas de las manos. El hechicero intentaba engatusarla para atraerla hacia un cenagal de confusión. Debía centrarse en el asunto que los ocupaba y no hacer caso de lo que no tuviera relación con ello, como el hecho de que hubiera odiado a su madre.
—Quieres que nuestro bando gane la guerra… —empezó.
—Ah, el llamamiento a la lealtad —dijo Feal-Thas—. Me preguntaba cuándo recurrirías a eso. Llevo viviendo en este mundo varios siglos y, salvo un imprevisto, seguramente viviré unos cuantos más. He visto llegar y pasar emperadores. Seguiré aquí mucho después de que tú, Ariakas y el resto de sus jactanciosos Señores de los Dragones yazcáis en la tierra, descomponiéndoos. Seguiré aquí mucho después de que el gran imperio que está construyendo se haya desintegrado en polvo. En otras palabras, Señora del Dragón, me importa un pimiento vuestra guerra.
—Entonces ¿por qué te has tomado la molestia de llegar a Señor del Dragón? Por lo que tengo entendido, arriesgaste la vida al regresar a Silvanesti y espiar a tu propio pueblo. Traicionaste a tu propio rey…
—Eso fue algo personal —puntualizó fríamente el elfo.
—¿Por qué lo hiciste? ¡Porque como todos nosotros eres ambicioso! Quieres tener poder. Quieres gobernar. Deduzco que te propones desafiar a Ariakas…
—No confundas tu ambición con la mía, Señora del Dragón —manifestó el elfo sin dejar de leer atentamente el libro—. A lo único que aspiro es a que se me deje en paz para seguir con mis estudios.
Kitiara soltó una risa despectiva.
El señor elfo cerró el libro y lo apartó a un lado. Luego se puso a acariciar al lobo para tranquilizarlo. Al animal no le gustaban las risotadas de Kitiara ni sus movimientos bruscos.
—Nací y crecí en Silvanesti. Como todos los demás elfos, yo amaba a mi país más que a la propia vida. Por razones en las que no entraré porque ya carecen de importancia, fui desterrado inmerecidamente de mi exuberante y verde paraíso y me mandaron a una tierra donde no había nada vivo, donde no crecía nada. Una tierra de muerte y desolación. A mi muerte, o eso pensé.
»Era pleno invierno. Los habitantes de esta región me encontraron moribundo, casi congelado. Nunca habían visto un elfo, así que no sabían quién era, pero eso no importaba. Me llevaron a su hogar, me proporcionaron calor, comida y cobijo. Aprendí sus secretos, unos secretos que jamás le habían revelado a un forastero. Una mujer me desveló tales secretos por el amor que sentía por mí, por un apuesto y joven elfo.
»Hurté sus secretos. Traicioné su amor y la traicioné a ella y a la gente que me había salvado al entregarlos a los ogros que antaño habitaban esta tierra. Mi amante y su pueblo fueron masacrados y, una vez muertos, me apoderé de su tierra y sus posesiones. Mi palacio se levanta ahora sobre el establo donde incineré sus cadáveres.
»Soy esta tierra, Señora del Dragón. Soy hielo. Sentimientos tales como la piedad, el amor o la compasión resbalan sobre mi superficie helada. Si por ventura hallara un modo de tocar el sol, dudo que siquiera su fuego pudiera deshelarme.
»¿Que qué quiero? Paz. Soledad. Quiero vivir aquí, en mi palacio, con mis lobos del invierno y mis libros durante el resto de mi vida. Y desciendo de una familia longeva hasta para la raza elfa. No quiero que se me moleste. No quiero gobernar a nadie. Gobernar significa tener que tratar con gente. Significa establecer leyes, recaudar tributos y librar guerras, porque siempre hay alguien que quiere lo que has conseguido e intentará arrebatártelo.
»Me convertí en Señor del Dragón porque vi que era el medio de lograr mi meta. Me propongo borrar todo vestigio de vida en esta parte del mundo. Los thanois destruirán a los Bárbaros de Hielo. Los kapaks destruirán a los thanois. Mis lobos y yo destruiremos a los kapaks. Un bendito silencio caerá sobre mi tierra, un silencio que sólo existe en un lugar deshabitado que yace, silente, bajo el manto impoluto de nieve virgen.
»Así pues ¿preguntas que qué quiero, Señora del Dragón? Quiero silencio. —Feal-Thas tomó otro libro y lo abrió.
—Podrías encontrar el silencio en la muerte, ¿sabes? —repuso torvamente la guerrera.
—Inténtalo —la desafió el elfo—. Está a mi alcance convertirte en un sólido bloque de hielo con sólo un gesto y una palabra. Después colocaría tu estatua en el salón como un monumento perdurable a la estupidez.
Reanudó la lectura del libro.
Kitiara asestó una mirada furiosa al elfo, pero fue en balde porque él ni siquiera la miró. Sopesó sus opciones. Podía regresar con Ariakas y presentarle una queja de Feal-Thas, pero con eso sólo conseguiría que el emperador se enfadara con ella. Podía marcharse del Muro de Hielo y dejar que el estúpido caballero llegara y se hiciera matar, sólo que, también en este caso, Ariakas la culparía a ella. O podía ocuparse personalmente del problema.
—Supongo que no tendrás nada que objetar a que yo mate a ese guardián, ¿verdad? —le preguntó Kit.
Feal-Thas pasó la página.
—¡Adelante! Siempre me queda la opción de crear otro.
—Eso no sería necesario —replicó Kitiara, mordaz—. Le entregaré el orbe a Sleet y le ordenaré que no te deje tocarlo. Así podrás dormir por la noche. ¿Qué tipo de guardián es? —Consideró las habilidades que con más probabilidad tendría el hechicero y el posible emplazamiento—. ¿Un gigante de la escarcha? ¿Un tumulario invernal?
A Feal-Thas se le curvaron los labios en un gesto que era lo más parecido a una risa que se le había visto en el último par de siglos.
—Nada tan trillado, Señora del Dragón —contestó—. El guardián es creación propia. Algo único. O eso creo.
Kitiara giró sobre sus talones y abrió la puerta con un sonoro golpetazo.
Feal-Thas sonrió y rascó al lobo detrás de las orejas mientras seguía leyendo.