El brujo invernal
El Palacio de Hielo
El lobo blanco avanzaba a lo largo del salón cubierto de nieve, silencioso y prácticamente invisible al confundirse el níveo pelaje con el entorno helado. El animal pasó ante columnas de cristalino hielo que se alineaban a lo largo del salón y sostenían el abovedado techo de hielo. El sol poniente, un orbe rojo que rielaba, era visible a través de los grandes ventanales en arco de finísimo hielo cristalino, de manera que las columnas de hielo y las paredes de bloques de nieve resplandecían con el fuego del día que llegaba a su fin.
Las paredes de hielo cambiaban de color un centenar de veces a lo largo del día: rojo llameante y naranja al amanecer; blanco resplandeciente durante las horas diurnas, cuando nevaba; azul espectral a la luz de las estrellas durante la noche. La belleza siempre cambiante del salón cristalino era extraordinaria, impresionante, excepto para el lobo. Para él todo era un entorno gris, carente de atractivo y singularidad. Absorto en su misión, atravesaba el salón sin mirar a derecha ni a izquierda.
El lobo venía del castillo del Muro de Hielo, distante unos cuantos kilómetros y cuyas ruinas se divisaban desde cualquiera de los numerosos ventanales. El castillo del Muro de Hielo no era tal, realmente. Construido en un principio como un faro fortificado, con anterioridad al Cataclismo, se alzaba en lo alto de una isla de nombre ahora olvidado, al sur de la famosa ciudad portuaria de Tarsis. Almenaras encendidas en lo alto de sus torres habían guiado antaño a los barcos —a través de niebla y oscuridad— a la seguridad del puerto o habían avisado a la ciudad de la aproximación de velas enemigas.
Cuando sobrevino el Cataclismo que convulsionó el mundo, el mar retrocedió y Tarsis y sus barcos de blancas alas quedaron varados en tierra.
Un enorme glaciar que se expandió paulatinamente desde el sur acabó por engullir el faro y la isla sobre la que se erguía. Los muros de la fortaleza —empujada y vapuleada por el hielo demoledor— se rompieron y se desmoronaron. Sólo aguantaba en pie una torre que se inclinaba peligrosamente hacia fuera, apuntalada por formaciones de hielo. La mampostería original del resto del faro fortificado ya no era visible al haber quedado enterrada bajo capas de hielo.
Los habitantes de esta parte del mundo —pescadores que vivían en chozas construidas con pieles de animales— lo llamaban castillo del Muro de Hielo y lo consideraban una curiosidad, nada más. Nómadas que llevaban una vida dura siguiendo a la pesca en sus veloces botes deslizantes, a los Bárbaros de Hielo no les interesaba el castillo. Después de explorarlo y apoderarse de todo lo que encontraron que podría serles de utilidad en su lucha por la supervivencia en un territorio cruelmente alterado, lo abandonaron.
Otros residentes de la región —los bestiales thanois, también conocidos como los hombres-morsa y enemigos ancestrales de los Bárbaros de Hielo— ocuparon el castillo durante un año más o menos y lo utilizaron como puesto avanzado desde el que lanzaron ataques a los nómadas. Después, los thanois lo abandonaron también, expulsados por una persona de la que afirmaban, aterrados, que era la encarnación del invierno.
Feal-Thas había vuelto.
Cuando empezó la Guerra de la Lanza, Ariakas necesitaba un Señor del Dragón en esa parte del continente, pero tenía problemas para encontrar a alguien que aceptara esa onerosa tarea. El clima era espantoso, apenas había combates en el sur y, en consecuencia, tampoco había oportunidades para alcanzar la gloria y los ascensos, además de no haber nada que se pudiera saquear a menos que a uno le interesara el pescado ahumado. Ariakas ya pensaba que tendría que ordenarle a alguno de ellos que se encargara de la zona del glaciar y que entonces le tocaría aguantar a un Señor del Dragón descontento y escuchar sus reproches, sus quejas y sus protestas. Sin embargo, tuvo suerte. Encontró a Feal-Thas.
De haber otra opción, Ariakas nunca habría elegido a un elfo —ni siquiera un elfo oscuro—, pues desconfiaba de los miembros de esa raza y no le caían bien. Estaba de acuerdo con su reina en que el único elfo bueno era un elfo muerto, y estaba haciendo todo lo posible para que se cumplieran los deseos de su majestad en lo tocante a eso. Sin embargo, Feal-Thas fue el único que mostró cierto interés en ir al Muro de Hielo. Así pues, Ariakas puso a prueba la lealtad de Feal-Thas al ordenarle que regresara a su nativa Silvanesti para espiar y transmitir los datos sobre las defensas elfas. Feal-Thas no sólo le dio una descripción precisa sino también una información valiosa respecto a un oscuro secreto que el rey Lorac guardaba en lo más profundo del corazón: el Orbe de los Dragones que resultó ser la perdición del monarca elfo.
Aun así, Ariakas no confiaba todavía en el elfo. Feal-Thas era arrogante y mordaz y no trataba al emperador con el respeto debido. Sin embargo, y puesto que no encontró otro candidato dispuesto a vivir en el glaciar, Ariakas entregó al elfo el desolado territorio bloqueado por el hielo, si bien a regañadientes. Takhisis envió a Sleet, una hembra de dragón blanco, al glaciar para que vigilara al elfo. Después, tanto la reina como el emperador se olvidaron rápidamente de él.
En cuanto a Feal-Thas, era un misterio para todos los que lo conocían. ¿Qué razón podía inducir a un elfo, cuya raza amaba y veneraba todas las cosas verdes y en crecimiento, elegir instalarse en una región donde toda la vida vegetal había muerto congelada, donde hasta el recuerdo de su existencia había desaparecido, enterrado bajo el hielo y la nieve?
Nadie conocía la respuesta, porque ningún silvanesti recordaba ya a Feal-Thas, excepto el rey Lorac, y éste se había vuelto loco. En la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde el hechicero había vivido y trabajado antaño, se podría haber encontrado un expediente de Feal-Thas si cualquiera se hubiera molestado en buscarlo, pero no parecía que hubiera motivos para que alguien lo hiciera.
Ni que decir tiene que el lobo no podía responder ninguna pregunta sobre el Señor del Dragón. Sólo sabía que era su amo. Al llegar a la puerta de los aposentos de su señor, el lobo la abrió empujando con el hocico y entró.
Feal-Thas, cómodamente arrebujado en una larga capa de pieles blancas, se encontraba sentado ante el escritorio, que estaba tallado en el hielo, como casi todo el mobiliario en el Palacio de Hielo. Cuando el lobo entró en la estancia, el elfo se hallaba enfrascado en la redacción de un informe para el emperador. Feal-Thas escribía con el cálamo de una pluma que mojaba en tinta; una tinta que, de no haberla tratado con un hechizo, se habría congelado. La letra del Señor del Dragón era pequeña y apretada, y Ariakas se irritaba cada vez que la veía porque tenía un resabio a elfo.
Ariakas casi nunca se tomaba la molestia de tratar de descifrar los garabatos del elfo. Entregaba la misiva a uno de sus ayudantes para que la leyera y resumiera los informes de Feal-Thas, que, de todos modos, nunca trataban de cosas interesantes. Cuando los ejércitos de los dragones llegaran en su avance al sur de Abanasinia y a las Praderas de Arena, la tarea de Feal-Thas consistiría en proteger las líneas de suministro. Hasta entonces, tenía que quedarse escondido en su territorio helado y no estorbar a los que tenían que ocuparse de asuntos de la guerra realmente importantes.
Feal-Thas era plenamente consciente de que el emperador no se fiaba de él y que no le gustaba. Lo sabía porque conocía los secretos del alma de Ariakas del mismo modo que conocía los secretos guardados bajo llave en las almas de otros. Feal-Thas también tenía secretos —unos secretos peligrosos—, y el mejor guardado era su condición de brujo invernal, una clase rara de hechicero que poseía, entre otros poderes, la habilidad mágica de «congelar» el Río del Tiempo durante un breve lapso (una centésima de segundo). En ese tiempo podía obtener una fugaz percepción de los sentimientos y pensamientos más íntimos de una persona, como si una ráfaga de viento helado circulara entre él y su objetivo llevando consigo todo tipo de improntas que el candente helor grababa en su cerebro. No obtenía toda esa información de golpe. Tenía que tomárselo con calma y revolver en la porquería esparcida en el corazón de la gente para sacar algo de verdadero valor para él. Una vez hecho eso, lo guardaba para utilizarlo en el futuro.
La magia invernal le confería a Feal-Thas poder sobre los demás, pero también resultó ser una maldición. Como elfo, como forastero, nunca debería haber sido iniciado en los secretos de un brujo invernal.
Feal-Thas había sido declarado elfo oscuro —alguien expulsado de la Luz— y desterrado de su patria hacía más de trescientos años por el delito de asesinar a su joven amante. Encadenado, unos guerreros elfos lo condujeron hacia el sur, a la zona conocida como el límite del glaciar. Aunque todavía no era el helado yermo que llegaría a ser después del Cataclismo, el límite del glaciar era una tierra desolada e implacable, con veranos cortos e inviernos extremadamente largos. Los guerreros elfos dejaron a Feal-Thas abandonado a su suerte, y probablemente habría muerto de no ser porque lo rescataron unos nativos humanos que se compadecieron del apuesto y joven elfo (por entonces sólo contaba dieciocho años) y le salvaron la vida.
Resentido y amargado por su exilio en aquella tierra terrible, había tomado una amante humana. La mujer era bruja invernal y la persuadió para que lo tomara como discípulo, y aunque estaba prohibido iniciar a extranjeros en la magia, la mujer sucumbió a su elocuencia, para su eterno arrepentimiento.
La oscuridad de su alma arrojaba una sombra sobre todo lo que veía en las almas de otros. Cuando miraba en sus corazones, veía los recovecos más oscuros y, en consecuencia, llegó a creer que todos los seres humanos eran unos embusteros egoístas e intrigantes. Convencido de que no podía fiarse de nadie, abandonó a su amante. Y, armado con su nuevo poder, viajó a la Torre de Wayreth para someterse a la temida Prueba y continuar con sus estudios. Había huido de la torre poco antes del Cataclismo, cuando todo apuntaba a que el Príncipe de los Sacerdotes la atacaría. En la actualidad, con su regreso al límite del glaciar había logrado serle útil a Ariakas y, al mismo tiempo, se había vengado de los elfos al traicionarlos. Ahora vivía en su Palacio de Hielo solo, con la única compañía de los que merecían su confianza: los lobos blancos.
Feal-Thas sonreía para sus adentros con acritud mientras redactaba un informe que sabía que el emperador no leería jamás. Aun así, escribir esos informes mensuales era parte de sus obligaciones como Señor del Dragón y no iba a permitir que lo tildaran de negligente en su trabajo.
El lobo se acercó a él y soltó a sus pies el envoltorio de lona que llevaba. Feal-Thas le echó una ojeada desinteresada y después retomó lo que hacía.
El lobo tocó con la pata el paquete. Todos los días corría hasta el castillo del Muro de Hielo, recogía los despachos y mensajes y entregaba órdenes de Feal-Thas al comandante de la pequeña fuerza de draconianos kapaks que, renuentes, habían tomado residencia allí.
Feal-Thas le sonrió al lobo y premió al animal revolviéndole la pelambre mientras le ofrecía una tira de carne de caribú. El lobo aceptó el trato y engulló la carne de golpe, tras lo cual se sentó apoyado en las ancas y esperó por si su amo lo necesitaba para algo más.
El Señor del Dragón dejó de escribir, desenvolvió el paquete y sacó el mensaje. Le echó un vistazo, frunció el entrecejo y lo leyó con más detenimiento. Apretó los finos labios en un gesto iracundo, hizo una bola con el papel y la arrojó al otro lado de la estancia.
El lobo, pensando que era el juego que los dos practicaban a menudo, fue a recoger la «pelota» y se la llevó a Feal-Thas, soltándola a sus pies.
El elfo no pudo menos que sonreír.
—Gracias, amigo —dijo—. Me recuerdas que también yo estoy al servicio de los deseos de mi amo. ¿Te digo lo que espera mi amo de mí? Presta atención.
Extendió la misiva sobre el escritorio, estiró las arrugas que le había hecho y empezó a leer en voz alta. Había tomado por costumbre hablar con los lobos y sostenía con ellos conversaciones que eran monólogos en los que daba a conocer sus ideas y discutía sus planes. A Feal-Thas le gustaba decir que los lobos le parecían más inteligentes que las personas, principalmente porque nunca le llevaban la contraria.
—«El emperador Ariakas saluda al Señor del Dragón Feal-Thas, del Ejército Blanco…» bla, bla, bla…
El lobo miraba al brujo invernal con ojos relucientes y gran atención.
—«La Señora del Dragón del Ejército Azul, la Dama Azul, llegará pronto para reunirse contigo y hablar de ciertos planes que considero vitales para la marcha de la guerra. La presente es para hacerte saber que la Dama Azul goza de mi plena confianza y que la obedecerás en todo, como me obedecerías a mí». Firmado, Ariakas, emperador de Ansalon.
El lobo dio un enorme bostezo y después agachó la cabeza para lamerse las partes.
—Exactamente lo mismo que pienso yo —rezongó Feal-Thas.
Tomó la segunda misiva, la abrió y miró el contenido. La letra era grande y garabateada. La firma, audaz y elegante, y casi ilegible.
«He llegado. ¡Espero con impaciencia nuestra reunión… Pronto!
~ Kitiara».
La palabra «pronto» estaba subrayada tres veces.
Feal-Thas se puso de pie y empezó a pasear por el suelo cubierto de nieve. Las largas pieles blancas que llevaba sobre ropas de gruesa lana, también blanca, arrastraban por el suelo detrás de él. Aunque era un mago Túnica Negra, el brujo invernal siempre vestía de blanco: túnica, pieles, botas de piel… Todo blanco. Era alto y esbelto, de rasgos delicados; tenía la tez pálida, casi traslúcida como el hielo. Con la indumentaria blanca, el pelo blanco y los ojos del color gris de las nubes cargadas de nieve, Feal-Thas se veía a sí mismo como la viva imagen del invierno, en armonía con el reino helado al que lo habían desterrado injustamente de joven y al que, inesperada e increíblemente, había llegado a amar.
—Esto es una mala señal para nosotros, amigo —le comentó Feal-Thas al lobo—. Ariakas quiere algo de mí, algo que cree que detestaré tener que dar. Así pues, envía a su Señora del Dragón para intimidarme. Conozco a esa Dama Azul. El emperador cree que voy a permitir que esa mujer me pisotee porque soy inferior, un elfo, y ella es humana y, por ende, un ser superior.
»En cuanto a lo que Ariakas desea, ésa es una incógnita fácil de resolver. Quiere la única cosa que valoro. Pues maldita sea esa dragona, esa bestia metomentodo y lameculos. Fue ella la que le contó a la reina que el orbe se hallaba aquí y Takhisis se lo dijo a Ariakas. Supongo que sólo era cuestión de tiempo que decidiera que lo quería.
Feal-Thas echó un vistazo a su alrededor y soltó un suspiro de fastidio. Había previsto una velada tranquila bebiendo vino caliente con especias mientras estudiaba sus conjuros. Ahora tendría que ir al castillo del Muro de Hielo para encontrarse allí con esa Señora del Dragón y oír los estúpidos planes de Ariakas.
—Reúne al tiro —ordenó al lobo, que, irguiendo las orejas y moviendo la cola, partió de inmediato.
Envuelto en las pieles, el brujo invernal abandonó el palacio. Su tiro de lobos lo esperaba fuera; cada animal, macho o hembra, estaba plantado en su sitio, delante del trineo. Arrebujado entre las pieles, al elfo casi no se lo veía. Dio la orden y la loba guía echó a correr a largos trancos y marcó el paso; detrás, los otros lobos le seguían el ritmo. El tiro arrastraba rápidamente el trineo a través de la nieve y del hielo. No hacía falta que Feal-Thas dirigiera a los lobos. Los animales sabían adonde iban.
Las garras del sol moribundo arañaban el cielo y dejaban jirones largos, sangrientos, por encima del que era su punto de destino: los muros cubiertos de hielo y la única torre que seguía en pie del castillo del Muro de Hielo.
Allá arriba, a gran altura, un dragón azul se elevó en espiral por encima de la torre; luego plegó las alas en un picado y se alejó volando hacia el norte.