7

Fewmaster suda

Iolanthe entretiene al emperador

—Así que el caballero se tragó el anzuelo —dijo Skie a la mañana siguiente. Kitiara y él se preparaban para abandonar el escondrijo del dragón, una zona de frondosos bosques alejada de las murallas de Palanthas.

—Menos mal que no me pidió que escribiera algo para comprobar mi letra —comentó Kit, sonriente—. No sólo dio por buena la carta falsificada sino que además me pagó cien monedas de acero por ella. Pocos hombres contribuyen tan generosamente a costear su propia destrucción.

—Eso, si es verdad que el orbe lo destruye —masculló Skie—. Es igualmente posible que nos destruya a nosotros. No me fío de los hechiceros. Si ese caballero representa una amenaza, ¿por qué no le clavaste un cuchillo, sin más?

—Porque Ariakas quiere complacer a su nueva amante —repuso secamente Kit—. ¿Qué sabes de esos Orbes de los Dragones?

—Muy poco —gruñó el azul—. Eso es lo que me preocupa y lo que debería preocuparte a ti. ¿Por qué le diste tu verdadero nombre? ¿Y si descubre que Kitiara Uth Matar no es una ladrona sino una Señora del Dragón?

—No habría acudido a la cita sin mencionarle ese nombre. Los caballeros son unos cursis remilgados —contestó la mujer, despectiva—. El hecho de que mi padre fuera un caballero, aunque hubiera sido desprestigiado, sirvió para convencer a sir «Mentecato» de que dentro de mí alentaba realmente lo bueno que representa Solamnia. —Kit se echó a reír—. ¡Lo cierto es que, al final, seguramente mi padre murió a manos de algún esposo ultrajado! —Se encogió de hombros.

»En cuanto a que sir Derek descubra que soy una Señora del Dragón, es poco probable. Mis propias tropas ignoran mi verdadero nombre. Kitiara Uth Matar no significa nada para ellas. Para mis hombres y para el resto del mundo, soy la Dama Azul. La Dama Azul que algún día los gobernará a todos.

—Algún día —rezongó el dragón—. No ahora.

Kitiara alargó la mano para palmear a Skie en el cuello.

—Sé cómo te sientes, pero de momento hemos de obedecer órdenes.

—¿Adónde vamos, Dama Azul, ya que no se nos permite combatir? —inquirió el reptil en tono seco.

—Volamos hacia Haven, donde el Ejército Rojo de los Dragones ha establecido su cuartel general. Vamos a tratar de encontrar un candidato adecuado para Señor del Dragón.

—Otra pérdida de tiempo y esfuerzo —dijo Skie mientras se abría paso en la maleza, aplastando arbustos y matorrales para encontrar un lugar despejado donde extender las alas.

—Tal vez. —La sonrisa que esbozó pasó inadvertida bajo el yelmo—. O tal vez no.

* * *

El campamento del ejército de los dragones cercano a Haven era poco más que un pequeño puesto avanzado. La mayoría de las tropas del Ejército Rojo estaba dispersa por Abanasinia a fin de mantener bajo control las conquistas realizadas. Antes de llegar al cuartel general, Kitiara se había reunido con sus espías infiltrados en el ejército de los dragones. La informaron de que la unidad, dispersa por una extensa área que abarcaba desde Thorbardin hasta las Praderas de Arena, estaba en un estado caótico, con los oficiales peleando entre sí, las tropas descontentas y los dragones, furiosos.

Varios oficiales competían por el puesto de Señor del Dragón. Kit tenía una lista de los posibles candidatos con información detallada de cada uno de ellos.

—Me quedaré varios días —le dijo Kitiara al azul. El dragón había aterrizado en una zona próxima al campamento—. Necesito que hables con los rojos.

—Ésas enormes y estúpidas bestias —gruñó Skie—. Mucho músculo y poco seso. Hablar con ellos es una pérdida de tiempo. Apenas saben palabras con más de una sílaba.

—Lo comprendo, pero necesito saber qué piensan…

—No piensan —replicó Skie—. Ése es el problema. Su proceso mental se resume en tres palabras: quemar, comer y saquear. Y son tan necios que casi siempre lo hacen en ese orden.

Kitiara rio con ganas.

—Me doy cuenta de que es muy duro lo que te pido, amigo mío, pero si, como ha llegado a mis oídos, los rojos están realmente descontentos y amenazan con irse, Ariakas tendrá que tomar medidas. Quiero que te enteres de si protestan sólo porque sí o si la cosa va en serio.

—Lo más probable es que ni ellos mismos lo sepan. —Skie sacudió la crin con irritación—. Deberíamos estar de vuelta en el norte, librando batallas.

—Lo sé —susurró Kit—. Lo sé.

Sin dejar de rezongar, Skie alzó el vuelo. Kitiara lo siguió con la mirada mientras se elevaba hacia las nubes. Llevaba el cuello doblado hacia abajo. Buscaba comida. Debió de avistar algo, porque se lanzó de repente en picado, extendidas las garras para aferrar a la presa. La mujer lo estuvo observando hasta perderlo de vista entre los árboles. Luego echó un vistazo a su alrededor para orientarse y comenzó a andar entre la maleza, en dirección al campamento que había divisado desde el aire. Ahora no alcanzaba a verlo, pero sabía la posición por la tenue nube de humo que salía de las hogueras y de la forja del herrero.

Kitiara iba dando un paseo, sin prisa, para echar una ojeada a los despachos que le habían llegado antes de reemprender viaje. Repasó la misiva de Ariakas en la que afirmaba que los dragones rojos presentaban quejas a su soberana porque estaban aburridos. Habían entrado en guerra para saquear y quemar, y si no recibían órdenes para hacer ninguna de esas dos cosas, entonces iban a hacerlas por su cuenta de todos modos. La reina le recordó a Ariakas que tenía asuntos mucho más importantes de los que ocuparse, y que si era incapaz de manejar la situación, tendría que buscar a otro que supiera hacerlo. Y Ariakas se había encargado… soltando el problema en manos de Kit.

—Haré lo que pueda, la responsabilidad de este desastre no es mía, milord —masculló Kitiara—. El responsable fue tu chico, Verminaard. ¡Quizá ahora lo pienses mejor antes de poner al frente de un ejército a un clérigo!

Abrió el siguiente despacho, una misiva que le habían entregado justo antes de partir. La enviaba un espía de Solamnia, uno de los escuderos de lord Gunthar que tenía a su servicio. Era una carta larga y Kit hizo un alto debajo de un árbol para no distraerse.

«Derek Crownguard y otros dos caballeros zarparon hoy desde Sancrist, en dirección a la ciudad de Tarsis».

—Tarsis —repitió para sí Kitiara—. ¿Por qué pierden tiempo yendo a Tarsis? Les dije a esos necios que el Orbe estaba en el Muro de Hielo.

Siguió leyendo y halló la respuesta.

«Les dijeron que encontrarían más información sobre el Orbe de los Dragones en Tarsis. Puesto que esa ciudad no está muy distante del Muro de Hielo, decidieron hacer un alto allí. A Crownguard se lo tiene por un héroe por haber descubierto lo de ese artefacto. Parece haber consenso en que si vuelve con el orbe y el objeto les permite dominar a los dragones, como creen los caballeros, entonces se nombrará Gran Maestro a Derek.

»Lord Gunthar arguyó que no sabían nada sobre esos orbes y que por lo tanto debían dejarlos en paz. No quería que Derek emprendiera esa búsqueda, pero le fue imposible impedírselo. Derek fue muy astuto. Habló de su hallazgo sobre el paradero del Orbe de los Dragones en una sesión abierta. Todos los caballeros que oyeron la noticia estaban que no cabían en sí de entusiasmo. Si Gunthar hubiera intentado impedir que Derek partiera, habría estallado una rebelión. Ésos necios están desesperados, señora. Esperaban un milagro que los salvara y creen que es esto».

—Parece que tu plan funciona, milord —susurró Kitiara de mala gana. Reanudó la lectura de la misiva.

«Gunthar se aventuró a sugerir que deberían consultar con Par-Salian, de los Túnicas Blancas, señor de la Torre de Wayreth, y preguntarle sobre ese orbe para tener así la opinión de un experto sobre sus poderes. Derek discrepó razonando que si los hechiceros se enteraban del paradero de ese artefacto, irían a buscarlo ellos. Lord Gunthar tuvo que admitir que era un argumento válido. En consecuencia, todos los caballeros presentes juraron guardar en secreto la naturaleza de esta misión y Derek y sus dos compañeros partieron en medio de aclamaciones.

»Lord Gunthar se las ingenió para enviar a uno de sus hombres con Derek. Se trata de sir Aran Tallbow. Sir Aran es un viejo amigo de Derek y lo conoce bien. Lord Gunthar confía en que ejerza una influencia moderadora en Derek. Aran podría representar un peligro para tus planes, señora. El otro caballero que va con Derek es también un amigo de toda la vida. Se llama Brian Donner y por el momento, hasta donde puedo juzgar, no es motivo de preocupación.

»Derek y sus amigos se hicieron a la mar en un barco veloz, y como por lo general hace buen tiempo en esta época, se prevé que será un viaje rápido y sin incidentes».

Kitiara acabó de leer la carta y la guardó en la bolsa con los otros despachos. Enviaría la carta a Ariakas, que se sentiría complacido en extremo al saber que todo marchaba mejor aún de lo esperado.

Dio un puntapié a una piedra que salió volando por el aire. Los caballeros estaban «divididos, desesperados, esperando un milagro». ¡Era el momento oportuno para atacarlos! Y allí estaba ella, lejos de Solamnia, tratando de encontrar a alguien que reemplazara a un hombre cuya arrogancia había sido la causa de su perdición.

Ariakas le había recomendado que entrevistara a un tal Toede, un jefecillo al que se conocía por el sobrenombre de Fewmaster, para el puesto de Señor del Dragón. Fewmaster Toede, un hobgoblin, había enviado informes a montones sobre la guerra en el oeste. A juicio de Ariakas, esos informes eran obra de un genio militar.

—Primero quiere a un draco para Señor del Dragón, y ahora a un hobgoblin —rezongó Kitiara. Lanzó una patada a otra piedra y falló. Se paró, asestó otro punterazo furioso y, esta vez, dio de lleno en la piedra—. Supongo que tiene sentido. Ahora que la guerra está a punto de ganarse, Ariakas empieza a ver a sus comandantes humanos como una amenaza. Teme que, cuando ya no tengamos un enemigo al que combatir, nos revolvamos contra él. —Esbozó una sonrisa sombría.

»Y en eso es muy posible que tenga razón.

Kitiara tuvo cuidado de no entrar en la ciudad de Haven. Abanasinia era su tierra natal. Había nacido y crecido en la ciudad arbórea de Solace, situada cerca de allí. Podría haber gente en Haven que la reconociera, puede que incluso recordara que había visitado la ciudad varias veces con anterioridad en compañía de Tanis y de sus medio hermanos, los gemelos, que también eran conocidos allí.

Tanis Semielfo. Últimamente, desde que Grag le contó a Ariakas que un semielfo de Solace había estado involucrado en la muerte de Verminaard, Kitiara se sorprendía pensando en él cada dos por tres. En Ansalon los semielfos no abundaban, y Kit sólo sabía de uno que viviera en Solace. Ignoraba cómo se las había ingeniado Tanis para enredarse con esclavos y Señores de los Dragones, pero si existía alguien capaz de vencer a Verminaard, ése era Tanis. De nuevo sus pensamientos volaron hacia él al evocar días de risas y aventuras y noches pasadas en sus brazos.

Caminaba tan sumida en los recuerdos que, al no mirar por dónde iba, tropezó en un hoyo y cayó de bruces al suelo con el resultado de que casi se rompe el cuello. Se incorporó y se echó una buena reprimenda.

—¿Por qué pierdes el tiempo pensando en él? Ésa historia acabó y punto. Quedó atrás. Tienes cosas más importantes en las que pensar.

Kitiara apartó a Tanis de su mente. No le convenía que la relacionaran con los «héroes» locales que, según los rumores, habían despachado a Verminaard. Ariakas ya sospechaba de ella.

«Mala suerte», se dijo para sus adentros con un suspiro. Se habría sentido muy cómoda en una de las estupendas posadas de Haven. Tal como estaban las cosas, se resignó a instalarse en el campamento del ejército de los dragones donde, al menos, tendría la satisfacción de exigir que se le proporcionara el mejor alojamiento disponible.

La llegada inesperada de Kit al cuartel general del Ejército Rojo puso nervioso a todo el mundo. Los soldados corrían de aquí para allá sin orden ni concierto, daban traspiés y tropezaban unos con otros en su afán por complacerla. No obstante, era de esperar cierto caos, ya que se había presentado sin avisar. En gran parte, Kit encontró el campamento bien organizado y bien dirigido. Los centinelas draconianos se hallaban en sus puestos y realizaban su tarea. Se le dio el alto en seis ocasiones como poco antes de que llegara al campamento en sí.

Kitiara empezó a pensar que había subestimado al hobgoblin. A lo mejor resultaba que Fewmaster Toede era realmente un genio militar.

Estaba deseando conocerlo, pero ese placer se postergó ya que, al parecer, nadie sabía dónde se encontraba. Un draconiano envió un mensajero a buscarlo y le dijo a Kitiara que Fewmaster debía de estar perfeccionando su destreza con el arco en el campo de tiro o dirigiendo la instrucción de soldados en la plaza de armas. El draconiano dijo todo eso en el lenguaje —mezcla de Común y de la jerga soldadesca— que utilizaba la milicia compuesta de diferentes razas. Después, al parecer dando por hecho que la mujer no lo entendería, se dirigió a otro draco y añadió en su propia lengua un comentario chusco que los hizo sonreír a ambos de oreja a oreja.

Daba la casualidad de que el cuerpo de la guardia personal de Kitiara en el Ala Azul lo componían draconianos sivaks. Puesto que era de la opinión que no convenía tener subordinados —en especial aquellos de los que dependía su vida— que usaran a su espalda un lenguaje desconocido para ella, había aprendido el idioma draconiano.

En consecuencia, Kitiara supo que los draconianos no habían enviado ningún mensajero ni a la plaza de armas ni al campo de tiro, sino que lo habían mandado a La Zapatilla Roja, una de las casas de lenocinio de peor reputación de Haven.

La escoltaron hasta el puesto de mando de Fewmaster. Dentro, la Señora del Dragón encontró la mitad de la tienda atestada de muebles, alfombras y chismes que probablemente habían sido robados. La otra mitad de la tienda estaba ordenada y bien arreglada. Había armas de diversas clases apiladas a lo largo de un costado. Un mapa grande que había extendido en el suelo de tierra mostraba las posiciones de diferentes ejércitos. Kitiara examinaba el mapa cuando un draconiano alzó el faldón de la entrada de la tienda y pasó. Kit reconoció al oficial draconiano que había visto en el despacho de Ariakas.

—Comandante Grag —saludó.

—Lamento no haber estado aquí para recibirte como es debido, Señora del Dragón —dijo el bozak, cuadrado en postura de firmes y la mirada fija al frente—. No se nos informó de tu llegada.

—Se hizo a propósito, comandante. Quería ver al ejército sin que estuviera engalanado para pasar revista, con sus virtudes y sus defectos, por así decirlo. Frase que parece apropiada al hablar de Fewmaster.

El comandante parpadeó pero no desvió la vista.

—Hemos mandado a buscarlo, Señora del Dragón. Está en el campo…

—… practicando estocadas y fintas —lo interrumpió Kitiara en tono sarcástico.

El comandante Grag se relajó por fin.

—Podría decirse que sí, Señora del Dragón. —Hizo una pausa y la observó atentamente—. Hablas draconiano, ¿verdad?

—Lo suficiente para defenderme. Siéntate, por favor.

Grag echó una mirada despectiva a las frágiles sillas de manufactura elfa.

—Gracias, Señora del Dragón, pero prefiero seguir de pie.

—Probablemente sea menos peligroso —convino Kitiara con sorna—. Sabes por qué estoy aquí, comandante.

—Sí, tengo una idea bastante aproximada, señora.

—He de recomendar a alguien para el puesto vacante de Señor del Dragón. Impresionaste al emperador, Grag.

El draconiano hizo una ligera inclinación de cabeza.

—¿Te gustaría el trabajo? —preguntó Kitiara.

—No, Señora del Dragón, pero gracias por tenerme en cuenta —repuso sin titubear el draconiano.

—¿Por qué no? —La mujer sentía realmente curiosidad. Grag vaciló.

»Puedes hablar con libertad —lo tranquilizó Kitiara.

—Soy guerrero, señora, no político —contestó Grag—. Quiero dirigir a mis hombres en la batalla, no pasarme el tiempo arrastrándome ante los que tienen el poder. Sin ánimo de ofender, señora.

—Lo entiendo. —Kitiara suspiró—. Lo entiendo, créeme. De modo que tú te encargas de la parte militar y el tal Fewmaster Toede se ocupa de la rastrera.

—Fewmaster es bueno en su trabajo, señora —contestó Grag con el semblante impertérrito.

En ese momento, Toede entró a trompicones por la abertura de la tienda. Al reparar en Kitiara, el hobgoblin se acercó presuroso a ella y las primeras palabras que salieron de la boca amarillenta demostraron cuan acertada era la valoración de Grag.

—Señora del Dragón, perdóname por no estar aquí para recibirte —jadeó—. ¡Éstos imbéciles no me informaron de tu llegada! —Lanzó una ojeada furiosa al comandante.

Kit había tratado anteriormente con hobgoblins. Incluso se había enfrentado a unos cuantos antes de que la guerra empezara. No le gustaban los goblins porque era muy propio de ellos dar media vuelta y huir en cuanto la cosa se ponía fea, pero había llegado a respetar a los hobgoblins, que eran más corpulentos, más feos y más avispados que sus parientes.

Lo de más corpulentos y más feos era aplicable a Toede, que era bajo y patoso, con la tripa fofa; tez grisácea, amarillenta y verdosa; ojos rojos, porcinos; y una boca cavernosa de gruesos labios que tendía a acumular saliva en las comisuras. Era la parte de más avispado lo que parecía ser discutible. El uniforme de Toede, ostentoso hasta la exageración y de gusto muy particular, no se parecía a ninguno de los que Kitiara conocía. Era evidente que se había vestido con precipitación porque los botones de la chaqueta estaban abrochados a los ojales que no les correspondían, además de que el hobgoblin no se había subido bien los pantalones, por lo que quedaba a la vista un amplio espacio entre el pantalón y la camisa, espacio que rellenaba con creces la barriga verrugosa y amarillenta. Al parecer había ido corriendo la mayor parte del camino, ya que estaba cubierto de polvo, además de sudar profusamente.

Kitiara no era escrupulosa y tenía mucho aguante. Había visto incontables campos de batalla que apestaban por el hedor de los cadáveres en descomposición y había sido capaz de engullir con apetito una buena comida a continuación. Pero la fetidez del sudoroso Toede en el espacio cerrado de la tienda era más de lo que se sentía capaz de aguantar, así que se aproximó a la entrada para que le llegara un poco de aire fresco.

Toede se apresuró a seguirle los pasos y faltó poco para que le pisara los talones con los anchos pies.

—Había salido en una misión de reconocimiento especialmente peligrosa, Señora del Dragón. Tan peligrosa que no podía pedirle a ninguno de mis hombres que se encargara de hacerla.

—¿Y has luchado cuerpo a cuerpo con el enemigo, Fewmaster? —preguntó Kitiara, que miró de reojo a Grag.

—En efecto —afirmó Toede con un aplomo extraordinario—. Fue una batalla feroz.

—Sin duda, ya que imagino que no atacarías al «enemigo» en posición horizontal.

Grag emitió una especie de gorjeo que disimuló con un repentino ataque de tos. Toede parecía estar ligeramente confuso.

—No, no, el enemigo no estaba acostado, Señora del Dragón.

—¿Lo trincaste contra el muro? —inquirió la mujer.

Al oír esto, el comandante Grag no tuvo más remedio que pedir permiso para ausentarse.

—Tengo ocupaciones que atender, señora —dijo y llevó a buen fin su escapada.

Entre tanto, Toede había empezado a recelar. Los ojos rosáceos se entrecerraron cuando el hobgoblin siguió con la mirada la marcha del draconiano.

—No sé qué te habrá contado ese lagarto baboso, Señora del Dragón, pero no es verdad. Aunque haya estado en La Zapatilla Roja ha sido en cumplimiento del deber. Estaba…

—¿… a cubierto? —sugirió Kitiara.

—Exactamente. —Toede soltó un suspiro de alivio y se enjugó el sudoroso rostro amarillento con la manga.

Habiéndose hecho una idea bastante buena del ingenio y la sabiduría de Fewmaster para entonces, Kitiara pensó que sería un Señor del Dragón perfecto, uno que, con toda seguridad, nunca se convertiría en un rival peligroso. Mientras Toede proseguía con sus «batallas» en La Zapatilla Roja, el verdadero trabajo de dirigir la lucha estaría a cargo del competente comandante Grag. Además, que se diera el ascenso a este estúpido le estaría bien empleado a Ariakas.

Kitiara no pensaba informar todavía a Toede de la decisión que acababa de tomar.

—He de decir que te admiro por el valor de encargarte de una misión tan peligrosa. Lord Ariakas me ha encomendado la tarea de aconsejarle en la elección de un nuevo Señor del Dragón, alguien que sustituya a lord Verminaard…

No fue necesario que dijera nada más. Fewmaster le asió la mano.

—Dudo en proponerme a mí mismo, Señora del Dragón, pero me sentiría muy honrado de que se me tuviera en cuenta para el alto cargo de Señor del Dragón, tan codiciado…

Kitiara se soltó la mano de un tirón y se la limpió en la capa. Después bajó la vista al suelo.

—Tengo sucias las botas. Habría que limpiarlas —dijo.

—Están un poco embarradas, Señora del Dragón. Permíteme —dijo Toede.

El hobgoblin se puso de rodillas y empezó a restregarle diligentemente las botas con la manga de la chaqueta.

—Así están bien, Fewmaster. Ya puedes ponerte de pie —ordenó Kit, cuando se vio reflejada en el cuero.

Resoplando, Toede se incorporó.

—Gracias, Señora del Dragón. ¿Te apetece beber algo fresco? —Se volvió y ordenó a voces—: ¡Cerveza fría para la Señora del Dragón!

—He de hacerte algunas preguntas, Fewmaster. —Kitiara vio un taburete de campaña y se sentó.

Toede se quedó rondando a su alrededor mientras se retorcía las manos.

—Estaré encantado de colaborar en lo que sea, Señora del Dragón.

—Háblame de los asesinos de lord Verminaard. Tengo entendido que hasta el momento no has conseguido arrestarlos.

—No ha sido culpa mía —se defendió rápidamente Toede—. Grag y el aurak echaron a perder el plan. Sé dónde están esos criminales, sólo que parece que no puedo… dar con ellos. Se encuentran en el reino enano, ¿comprendes? Te explicaré…

—No me interesa —lo interrumpió Kitiara al tiempo que alzaba una mano para detener el raudal de palabras—. Y tampoco al emperador.

—No, claro que no. ¿Por qué iba a interesarle?

—Volviendo a lo de los asesinos, ¿sabes cómo se llaman? ¿Sabes algo sobre ellos? ¿De dónde proceden…?

—Oh, sí —respondió Toede, contento—. ¡Los tuve bajo mi custodia!

—¿De veras? —Kitiara lo miró fijamente.

—Lo que quiero decir es que no los tuve realmente bajo mi custodia —parloteó de manera atropellada—, sino que hice que los encerraran en jaulas.

—Pero no bajo custodia —apremió Kit, prietos los labios para no reírse.

Fewmaster Toede tragó saliva con esfuerzo.

—Pensé que eran como todos los demás esclavos que estábamos capturando en aquel momento. Ignoraba que fueran asesinos. ¿Cómo iba a saberlo, señora? —Toede extendió las manos en un gesto patético—. Después de todo, cuando los apresé aún no habían matado a nadie.

Kitiara hacía un gran esfuerzo para no dar rienda suelta a su regocijo. Hizo un ademán con la mano, como desestimando el asunto. Toede volvió a secarse el sudor de la frente.

—Llevaba a los esclavos a Pax Tharkas para trabajar en las minas de hierro cuando un ejército de unos cinco mil elfos asaltó la caravana.

—¡Cinco mil elfos! —se maravilló Kitiara.

—Gracias a mi brillante liderazgo, Señora del Dragón, mi pequeña tropa, compuesta sólo por seis soldados, resistió contra los elfos varios días —manifestó Toede con aire modesto—. A despecho de sufrir catorce heridas por todo el cuerpo, estaba dispuesto a luchar hasta la muerte. Por desgracia, perdí el conocimiento y mi lugarteniente, ese maldito cobarde, dio la orden de retirada. Mis hombres me sacaron del campo de batalla. Estuve a punto de morir, pero la reina Takhisis en persona me curó.

—Qué suerte para nuestra causa que su majestad te ame tanto —dijo Kitiara en tono cortante—. Bien, en cuanto a esos asesinos…

—Sí, veamos si consigo recordar los detalles. —Toede arrugó la cara. Se suponía que esa mueca horrible denotaba algún tipo de proceso mental de profunda reflexión—. Me topé por primera vez con esos bribones en Solace, cuando su señoría me envió allí en busca de un bastón con un cristal azul. Si me disculpas un momento…

Toede salió disparado de la tienda. Kitiara lo vio correr de un lado a otro del campamento para abordar a las tropas y hacerles algunas preguntas. Al parecer obtuvo las respuestas que buscaba, porque volvió a la carrera, con mucho bamboleo de barriga y zarandeo de papada.

—Lo he recordado, señora. Es imposible olvidarse de ellos. Había un mestizo, un semielfo al que llamaban Tanis, un hechicero enfermo llamado Raistlin Majere y su hermano, Caramon. Había un caballero. No sé qué Brightblade. Y un enano, de nombre Flint, así como una bestezuela kender, al que llamaban Hotfoot…

Kit masculló algo entre dientes y Toede interrumpió la retahíla un momento antes de preguntar:

—¿Conoces a esos criminales, Señora del Dragón?

—Por supuesto que no —replicó secamente Kitiara—. ¿Por qué iba a conocerlos?

—Por nada, señora —contestó Toede, que se había quedado pálido—. Por nada en absoluto. Es sólo que me pareció oírte decir algo…

—Tosí, eso es todo —lo interrumpió, y añadió, irritada—: Aquí dentro hay un olor espantoso.

—Es por los draconianos. Apestosos reptiles… Me libraría de ellos, pero son útiles. Bien, ¿por dónde iba? Ah, sí, los asesinos viajaban en compañía de unos bárbaros…

Kitiara apenas le prestaba atención. Cuando empezó a interrogar a Toede sólo había sido un juego. Quería saber si los asesinos habían sido Tanis, sus hermanos y sus viejos amigos. No imaginó que oír sus nombres, descubrir la verdad, iba a afectarla tanto. Experimentaba sensaciones contradictorias. Por un lado, le causaba un descabellado orgullo que sus amigos hubieran matado al poderoso Señor del Dragón, pero por otra parte le inquietaba que pudieran relacionarla con ellos. Sobre todo, sentía un intenso y repentino deseo de volver a verlos a todos, en especial a Tanis.

—… El mestizo y sus amigos llegaron a Pax Tharkas —decía Toede cuando Kitiara empezó a prestarle atención de nuevo—, donde me encontraba yo por aquel entonces haciendo de consejero de lord Verminaard. Los criminales viajaban en compañía de un par de elfos que eran hermanos. El nombre de él era Gilthanas y el de la mujer… A ver si me acuerdo… —La cara de Toede se contrajo en un gesto pensativo—. Falanalautanasa o algo por el estilo.

—Lauralanthalasa —dijo Kitiara.

—¡Eso es! —Toede se dio una palmada en el muslo y después la miró con estupor—. ¿Cómo lo sabías, Señora del Dragón?

Kit comprendió que casi se había delatado.

—Cualquiera con dos dedos de frente lo sabe —replicó mordazmente—. La mujer que tuviste en tus mugrientas manos es una princesa elfa, hija del Orador de los Soles.

Fewmaster Toede dejó escapar una exclamación ahogada.

—¿En serio? —preguntó, temblorosa la voz.

Kitiara le asestó una dura mirada.

—¡Tuviste a la hija del rey de los elfos a tu alcance y no hiciste nada!

—¡Yo no, Señora del Dragón! —protestó Toede con un timbre agudo en la voz provocado por el pánico—. Fue Lord Verminaard. ¡Yo sólo he recordado el episodio, ni siquiera estaba por los alrededores de Pax Tharkas en ese momento! Estoy seguro de que si me hubiera encontrado allí, habría reconocido a la princesa al instante, porque, como tú has dicho, todo el mundo conoce a la tal Lauralapsalusa, ésa, eh… esa princesa, y habría aconsejado a lord Verminaard que… eh… eh… —balbuceó Toede.

—Le habrías aconsejado que la retuviera como rehén, que la utilizara para exigir a los elfos que se rindieran o la mataríais. Habríais recaudado una fortuna por su rescate.

—¡Sí! —gritó Toede—. Eso es exactamente lo que le hubiera aconsejado a su señoría que hiciera. Verminaard me pedía asesoramiento con frecuencia, ¿sabes? Me han contado que sus últimas palabras antes de morir fueron: «Ojalá le hubiera hecho caso a Toede». ¿Adónde vas, señora? ¿Ocurre algo?

Kitiara se había incorporado bruscamente de la silla.

—Me he cansado de esta conversación. ¿Dónde ésta mi tienda?

Fewmaster dio un salto.

—Te escoltaré hasta allí yo mismo, Señora del…

Kitiara se volvió hacia el hobgoblin.

—¡No necesito una maldita escolta! ¡Dime dónde está la tienda!

Toede se encogió, acobardado.

—Sí, Señora del Dragón. Se ve desde aquí. —Señaló hacia una de las tiendas grandes del campamento—. Es aquella…

Kitiara salió con gesto airado. Apartó un barrilete de una patada y tiró a un draconiano que no se quitó de su camino con bastante rapidez. Internándose con alivio en la fresca penumbra de su tienda, la mujer se sentó en el tosco camastro, pero casi de inmediato volvió a ponerse de pie y empezó a pasear de un lado para otro.

Lauralanthanasa, también conocida por el cariñoso diminutivo de Laurana; princesa elfa, hija del Orador de los Soles… y prometida de Tanis Semielfo.

Tanis le había contado a Kitiara todo lo referente al idilio de su infancia y adolescencia. También le había dicho que ese episodio estaba olvidado. Que sólo amaba a una mujer en el mundo y que esa mujer era ella, Kitiara.

Cuando le pidió que viajara con ella hacia el norte, hacía de eso cinco años, él se negó. Le había puesto excusas poco convincentes, que si desasosiego y confusión en su estado anímico, que si la necesidad de pensar bien las cosas, de llegar a conocerse a sí mismo, de intentar encontrar la paz interior entre las dos mitades enfrentadas de su ser. Que si había oído rumores sobre el regreso de los dioses verdaderos e iba a investigar…

—¡Y una mierda iba a investigar rumores sobre dioses! —Kitiara echaba chispas—. ¡Ése mentiroso bastardo iba a buscar a su antigua novia!

Daba igual que en ese intervalo de años la propia Kitiara hubiera tenido un montón de amantes, incluido el amigo íntimo de Tanis, Sturm Brightblade, que había viajado al norte con ella. La relación sólo había durado una noche. Había seducido al joven caballero principalmente porque estaba furiosa con Tanis. A Sturm le siguió Ariakas, y en la actualidad tenía a su apuesto lugarteniente, Bakaris. No había amado a ninguno de ellos. Ni siquiera estaba segura de haber amado a Tanis, pero lo que sabía de cierto era que él tendría que estar enamorado de ella, no de una zorra elfa de extremidades flacuchas, ojos rasgados y orejas puntiagudas.

A Kitiara ya no le importaba por qué o cómo sus amigos habían asesinado a lord Verminaard. Sólo podía pensar en Tanis y esa chica elfa. ¿Seguiría todavía con él? ¿Qué había pasado cuando estuvieron juntos en Pax Tharkas? Kitiara necesitaba tener más información y lamentaba haberse separado de Toede antes de que el hobgoblin hubiera acabado su historia. Claro que Toede no había estado en Pax Tharkas. Él mismo lo había admitido. Tenía que encontrar a alguien que sí hubiera estado.

Le sonsacaría al comandante Grag, pero antes tenía que inventar un pretexto para preguntarle por sus amigos. No debía despertar sospechas en el draconiano. Ariakas ya estaba receloso, y si llegaba a descubrir que Tanis había sido su amante…

Kitiara se dejó caer en el camastro. Contempló, fruncido el entrecejo, el techo de lona mientras se hacía reproches.

—¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué me preocupa? Tanis es un hombre más de todos los que he conocido. Sólo que no lo es —añadió en un susurro, de mala gana.

Todos esos hombres que había conocido desde que se separó de Tanis. Ahora se daba cuenta de que los había tomado en sus brazos y metido en su cama con la esperanza de que cada nuevo amante le hiciera olvidar al antiguo. El único amante que la había desdeñado, la había rechazado, le había dado la espalda y había salido de su vida.

Se estaba quedando dormida cuando vio el rostro de Tanis… Como lo veía cada vez que otro hombre le hacía el amor.

* * *

Lejos, en Neraka, el fuego de un brasero ardía alegremente. Las llamas se reflejaban en los ojos de Ariakas, pero el emperador no las veía. Veía las imágenes que había en el brillo del fuego mágico. Observaba y escuchaba con un gesto de desagrado.

Finalmente, el fuego mágico consumió el mechón del rizado cabello negro que Iolanthe había colocado cuidadosamente en el brasero. Las imágenes del hobgoblin, Toede, y de Kitiara desaparecieron justo cuando la mujer se marchó a su tienda.

Ésta era la tercera vez que Iolanthe y Ariakas habían usado el hechizo de visión a distancia para espiar a Kitiara, y la primera que descubrían algo interesante. Anteriormente, Ariakas y ella habían observado a Kitiara hablando con Derek Crownguard en una ocasión, y en la siguiente la guerrera viajaba montada en Skie. A Ariakas le había complacido comprobar que Kit le era leal, que quizá era la única entre sus Señores de los Dragones en quien podía confiar realmente. Ahora no tenía más remedio que afrontar la verdad.

—Te habrás dado cuenta, milord, de cómo dirigió la conversación para que saliera el tema de esas personas de Solace. Entre los nombrados estaban sus hermanastros, ¿verdad, mi señor? ¿Raistlin y Caramon Majere?

—Así es —confirmó el emperador, sombrío. Apartó la mirada torva del brasero, del que se alzaban volutas de humo, para detenerla en Iolanthe—. Kitiara me habló de ellos. Creo que hace tiempo abrigaba la idea de que se reunieran con ella, pero de ser cierto, todo quedó en nada. Si hubiese contratado a esos hombres, ¿por qué hacer preguntas sobre ellos? A mi entender, lo lógico sería evitar mencionarlos en absoluto para no despertar sospechas sobre ella.

—A menos que tenga miedo de que se la pueda implicar, milord. Quizá intenta descubrir si dijeron o hicieron algo que pudiera señalarla.

Ariakas gruñó y apartó la silla. Se incorporó y, echándose la capa, se marchó sin decir nada. Estaba enfadado con ella por haberle revelado lo que no quería saber. Iolanthe tendría que haber intentado apaciguarlo, pero la ejecución del hechizo la había dejado exhausta. Estaba mareada, sentía náuseas, y el olor a pelo quemado no contribuía precisamente a mejorar su malestar.

El emperador se detuvo al llegar a la puerta de los aposentos de la hechicera.

—No estoy convencido —le dijo—. Habrá que repetir esto.

—Estoy a tu disposición, milord —contestó Iolanthe, rendida, si bien sacó fuerzas de flaqueza para ponerse de pie y hacer una reverencia.

Cuando el emperador se hubo marchado, Iolanthe se hundió pesadamente en la silla y se quedó mirando fijamente el brasero. Se planteó su posición. Al traicionar a Kitiara no cabía duda de que se ganaría el favor de Ariakas, pero ¿qué pasaría si la guerrera lo descubría? Después de haber visto a Kitiara, Iolanthe estaba impresionada con ella. Era fuerte, resuelta, inteligente. Sí, se traía entre manos un juego peligroso, pero Iolanthe no sabía exactamente qué juego era.

La gente de Khur adoraba a los caballos, criaba la mejor raza del mundo y, a fin de constatar qué tribu poseía la mejor manada, se hacían carreras con los animales compitiendo entre tribus y apostando por el resultado.

Iolanthe empezaba a preguntarse si habría apostado su dinero al caballo equivocado.

La hechicera se había percatado de algo que a Ariakas le había pasado inadvertido, algo que sólo una mujer sabría percibir. Kitiara había estado de un humor excelente mientras jugaba con el estúpido hobgoblin, incluso mientras le sacaba la información que quería. Había disfrutado con lo que Toede le contaba hasta que mencionó el nombre de la princesa elfa. En un visto y no visto, el humor de Kitiara había cambiado. En cierto momento se estaba riendo entre dientes de Toede y un instante después montaba en cólera. Justo cuando había sentido el penetrante aguijonazo de los celos. Kitiara estaba celosa de la elfa, y eso significaba que uno de los asesinos no sólo estaba a sueldo de la Señora del Dragón, sino que también se metía en su cama.

Iolanthe podría haberle mencionado eso a Ariakas. No tenía pruebas, pero sí unos cuantos rizos negros. Decidió dejar que los caballos corrieran y ver cómo se comportaban a medida que cubrían el recorrido antes de apostar dinero a uno o a otro.