6

La puerta equivocada

Derek hace una petición

La negativa de Bertrem

Se había hecho de noche cuando Derek y Brian abandonaron El Yelmo del Caballero. Las calles se habían quedado casi desiertas dado que los comercios estaban cerrados a esa hora; comerciantes y clientes por igual estaban en casa con su familia o se divertían con amigos en las tabernas. Los pocos que deambulaban por las calles portaban antorchas para alumbrar el camino, aunque no era realmente necesario porque Solinari, la luna plateada, resplandecía en el cielo.

Elevándose sobre los edificios de la Ciudad Nueva, el satélite parecía un oropel que sostenían las agujas de unas torres semejantes a dedos que se alzaban hacia el cielo, o al menos eso era lo que le recordaban a Brian. Observó la luna mientras Derek y él recorrían deprisa las calles bañadas en luz plateada. Vio jugar a los dedos con el disco de plata del mismo modo que un ilusionista jugaría con una moneda hasta que los dedos la soltaron y la luna quedó libre de ir a la deriva entre las estrellas.

—Mira donde pisas —advirtió Derek, que lo asió por el brazo y tiró de él para apartarlo de un montón de estiércol de caballo.

»¡Éstas calles son una vergüenza! —añadió el caballero con gesto de desagrado—. Eh, tú, ¿en qué estás pensando? ¡Ponte a limpiar eso!

Con el largo cepillo apoyado en el doblez del brazo, un barrendero gully se había arrellanado cómodamente en un portal y dormía a pierna suelta. Derek sacudió a la infeliz criatura hasta que la despertó y la hizo levantarse para que se pusiera a la tarea. Ceñudo, el enano gully les asestó una mirada indignada e hizo un gesto grosero antes de ponerse a barrer la porquería. Brian se figuró que en cuanto los perdiera de vista, el enano gully volvería a dormirse.

—En cualquier caso, ¿qué mirabas tan embobado? —preguntó Derek.

—La luna. Solinari está preciosa esta noche.

—Tenemos cosas que hacer más importantes que contemplar la luna —gruñó Derek—. Ah, hemos llegado. —Derek posó la mano en el brazo de su compañero en un gesto de advertencia—. Déjame hablar a mí.

Salieron de una calle lateral a la conocida por el nombre de Segundo Anillo, que tenía tal nombre porque las avenidas principales de la Ciudad Vieja formaban círculos concéntricos que llevaban números correlativos. Casi todos los edificios importantes de la urbe estaban ubicados en el segundo círculo y, de ellos, el más grande y famoso era el de la Gran Biblioteca de Palanthas.

Los muros blancos del edificio de tres plantas se alzaban hacia el cielo y resplandecían a la luz de la luna como si los iluminara un fuego plateado. La escalinata de mármol, de planta semicircular, llevaba al pórtico que guarecía una gran puerta doble de grueso cristal montada en bronce. En las ventanas altas brillaba luz. Los Estetas, una orden de monjes consagrados a Gilean, dios del Libro, trabajaban día y noche escribiendo, transcribiendo, anotando, archivando, recopilando. La biblioteca era un vasto depósito de conocimiento. Allí podía encontrarse información sobre cualquier tema. La entrada era gratuita y sus puertas estaban abiertas a casi todos. Siempre que fuera dentro del horario fijado.

—La biblioteca está cerrada a esta hora de la noche —señaló Brian mientras subían la escalinata.

—A mí me abrirán —aseguró Derek con frío aplomo. Llamó a la puerta con la palma de la mano y alzó la voz para que se oyera en las ventanas que había arriba—. ¡Sir Derek Crownguard! —gritó—. Me trae un asunto urgente de la caballería. Demando que se me de acceso.

Una cabeza calva se asomó a una ventana. Los novicios, contentos de hacer un alto en el trabajo, miraron abajo con curiosidad para ver a qué venía tanto alboroto.

—Te equivocas de puerta, señor caballero —dijo uno de ellos al tiempo que gesticulaba hacia un lado—. Da la vuelta por allí.

—¿Por quién me toma? ¿Por un mercader? —refunfuñó Derek, enfadado, y llamó de nuevo a la puerta de cristal y bronce, esta vez con el puño.

—Deberíamos volver por la mañana —propuso Brian—. Si la información que te ha dado esa mujer es una patraña, de todos modos ya es demasiado tarde para pillarla a estas alturas.

—No pienso esperar hasta mañana —contestó Derek, que siguió llamando a voces y dando golpes en la puerta.

—¡Ya voy, ya voy! —gritó una voz desde dentro.

A las palabras las acompañaba el chancleteo de unas sandalias y el sonido de resoplidos y jadeos. La puerta se abrió y uno de los Estetas —un hombre de mediana edad, con la cabeza afeitada y vestido con la túnica gris de la orden— se los quedó mirando.

—La biblioteca está cerrada —dijo en tono severo—. Volvemos a abrir por la mañana. Y, la próxima vez, venid por la puerta lateral. ¡Eh, un momento! No podéis entrar…

Sin hacerle caso, Derek apartó de un empujón al hombre rechoncho, que barbotaba de indignación mientras agitaba las manos hacia ellos, si bien no hizo nada más para detenerlos. Brian, avergonzado, entró con Derek y masculló una disculpa que no fue tenida en cuenta.

—Quiero ver a Astinus, hermano… —Derek esperó a que el hombre le facilitara su nombre.

—Bertrem —dijo el Esteta, que miraba a Derek con gesto indignado—. ¡Habéis venido por la puerta que no es! ¡Y no alces la voz!

—Lo siento, pero es un asunto urgente. Exijo ver a Astinus.

—Imposible —contestó Bertrem—. El Maestro no recibe a nadie.

—A mí me recibirá —respondió Derek—. Dile a Astinus que sir Derek Crownguard, Caballero de la Rosa, desea consultarle un asunto de suma importancia. No exagero si digo que el destino de la nación solámnica depende de este encuentro.

Bertrem no cedió.

»Mi amigo y yo esperaremos mientras llevas mi mensaje a Astinus. —Derek frunció el entrecejo—. ¿A qué esperas, hermano? ¿No has oído lo que he dicho? ¡Tengo que hablar con Astinus!

Bertrem los miró de arriba abajo con un gesto de clara desaprobación.

—Iré a preguntar —dijo—. ¡Quedaos aquí y no hagáis ruido!

Con el índice tieso señaló el rincón en el que estaban de pie y después se llevó el dedo a los labios. Por fin se marchó con aire de dignidad ofendida y el chancleteo de las sandalias se perdió a lo lejos.

Un silencio relajante, plácido, cayó sobre ellos. Brian se asomó a una de las grandes salas para echar una ojeada. Estaba revestida de libros del suelo al techo y llena de escritorios y sillas. Varios Estetas trabajaban aplicadamente, ya fuera estudiando o escribiendo, a la luz de las velas. Uno o dos habían alzado la vista hacia los caballeros, pero al comprobar que Bertrem parecía tener la situación bajo control, se centraron de nuevo en sus ocupaciones.

—Podrías haber sido más cortés —le susurró Brian a Derek—. Por aquello de «se atraen más moscas con miel que con hiel».

—Estamos en guerra y luchamos por la supervivencia, nada menos —replicó Derek—. ¡Aunque nadie lo diría a juzgar por este sitio! Míralos, garabateando papeles, sin duda registrando el ciclo vital de la hormiga mientras que buenos hombres combaten y mueren.

—¿Y no es por eso por lo que luchamos y morimos? —preguntó Brian—. ¿Para que estas personas inocentes puedan seguir escribiendo sobre la hormiga en lugar de verse forzadas a extraer mineral en la mina de algún campamento de esclavos?

Si Derek lo oyó, no hizo ningún caso. Empezó a pasear de aquí para allí haciendo mucho ruido con las botas en el suelo de mármol. Varios Estetas levantaron la cabeza y le dirigieron una mirada irritada.

—¡Chitón! —dijo finalmente uno de ellos.

El conocido chancleteo de unas sandalias en el suelo de mármol anunció el regreso de Bertrem, que parecía molesto.

—Lo lamento, sir Derek, pero el Maestro está ocupado y no puede recibir a nadie.

—Mi tiempo es valioso —contestó Derek, impaciente—. ¿Cuánto más habré de esperar?

Bertrem se sonrojó.

—Me disculpo, sir Derek, por no saber explicarme. No es necesario esperar más. El Maestro no te recibirá.

El semblante del caballero enrojeció, frunció las cejas y tensó la mandíbula. Estaba acostumbrado a chasquear los dedos y que la gente reaccionara con atenta prontitud, pero últimamente no hacía más que chasquear los dedos con el único resultado de que las personas le dieran la espalda.

—¿Le has dicho quién soy? —preguntó, hirviendo de cólera—. ¿Le has transmitido mi mensaje?

—No hizo falta —fue la simple respuesta del Esteta—. El Maestro te conoce y sabe por qué has venido. No te recibirá. Sin embargo, me pidió que te diera esto.

Bertrem le tendió lo que parecía un mapa dibujado toscamente en un trozo de papel.

—¿Qué es? —inquirió Derek.

Bertrem bajó la vista hacia el papel y leyó en voz alta el título que lo encabezaba.

—Mapa de la Biblioteca de Khrystann.

—¡Eso ya lo veo! A lo que me refiero es para qué demonios necesito el mapa de una maldita biblioteca —estalló Derek.

—Lo ignoro, milord —contestó Bertrem, encogido ante la furia del caballero—. El Maestro no me hizo confidencias. Sólo dijo que tenía que dártelo.

—A lo mejor es allí donde encontrarás el Orbe de los Dragones —sugirió Brian.

—¡Bah! ¿En una biblioteca? —Derek llevó la mano a la bolsa del dinero—. ¿Cuánto dinero aceptaría Astinus por recibirme?

Bertrem se irguió cuanto le fue posible, con lo que casi llegó a la altura de la barbilla del caballero. El Esteta estaba profundamente ofendido.

—Guarda tu dinero, señor caballero. El Maestro no accede a verte y no hay más que hablar.

—¡Por la Medida que no consentiré que se me trate así! —Derek avanzó un paso—. Apártate, hermano, ¡no querría tener que herirte!

El Esteta plantó firmemente los pies en el suelo. Aunque era evidente que tenía miedo, Bertrem estaba decidido a resistir valerosamente para cerrarles el paso.

Brian sintió el repentino deseo de romper a reír al ver al erudito regordete y debilucho haciéndole frente al enfurecido caballero. Contuvo la hilaridad, que habría enfurecido aún más a Derek, y posó la mano en el brazo de su amigo.

—¡Piensa lo que haces! No puedes irrumpir a la fuerza para ver a ese hombre que se niega a recibirte. Incurrirías en un agravio. Si lo que buscas es información sobre el Orbe de los Dragones, entonces es posible que este hermano pueda ayudarte.

—Sí, naturalmente, señor caballero —afirmó Bertrem a la par que se secaba el sudor de la frente—. Me encantaría ayudar en todo cuanto pueda, a pesar de que la biblioteca está cerrada y habéis venido a una hora intempestiva.

Derek soltó el brazo de un tirón. Seguía furioso, pero se controló.

—Tendrás que guardar en secreto lo que voy a decirte.

—Por supuesto, señor caballero —contestó Bertrem—. Juro por Gilean que no hablaré de lo que me cuentes en secreto.

—¿Me pides que acepte el juramento por un dios del que se desconoce su paradero? —demandó Derek en tono mordaz.

El Esteta sonrió con aire complaciente y enlazó las manos sobre el rotundo estómago.

—El bendito Gilean está con nosotros, señor caballero. En cuanto a eso, puedes estar tranquilo.

Derek negó con la cabeza, pero no estaba dispuesto a que lo enredara en una discusión teológica.

—De acuerdo —accedió de mala gana—. Busco información sobre un artefacto conocido como «Orbe de los Dragones». ¿Qué puedes decirme de ese objeto?

Bertrem parpadeó mientras reflexionaba sobre ello.

—Me temo que no puedo decirte nada, milord. Es la primera vez que oigo hablar de ese artefacto. Sin embargo, puedo investigar el asunto. ¿Puedes explicar en qué contexto se lo menciona o dónde y cuándo has oído hablar de él? Ésa información me ayudaría a saber dónde buscar.

—Sé muy poco —contestó Derek—. Me hablaron de él relacionado con un hechicero Túnica Negra…

—Ah, entonces se trata de un artefacto mágico. —El Esteta asintió con la cabeza en un gesto de reconocimiento—. Tenemos poca información sobre este tipo de cosas, sir Derek. Los hechiceros tienen la costumbre de guardar para sí todos sus conocimientos. Pero disponemos de algunas fuentes a las que puedo consultar. ¿Necesitas la información en seguida?

—Sí, hermano, por favor.

—Entonces, poneos cómodos, caballeros. Veré qué consigo encontrar. ¡Ah, y por favor, no hagáis ruido!

Bertrem se marchó en dirección a una amplia sección de estanterías, dio la vuelta por detrás y lo perdieron de vista. Se sentaron a una mesa y se dispusieron a esperar.

—Ésa es la razón por la que quería hablar con Astinus —susurró Derek—. Se dice que sabe al dedillo todo cuanto haya que saber de cualquier cosa. Me pregunto por qué no habrá querido recibirme.

—Por lo que tengo entendido, no recibe a nadie, nunca —comentó Brian—. Está sentado ante su escritorio día y noche registrando la historia de todos los seres vivos del mundo conforme va pasando ante sus ojos. Por eso sabía que estabas aquí.

Derek resopló con fuerza, despectivo. Se alzaron cabezas y las plumas dejaron de escribir. El caballero hizo un gesto de disculpa a los Estetas, que negaron con la cabeza y reanudaron su trabajo.

—Hay quien dice que es el dios Gilean —susurró Brian, inclinado sobre la mesa en actitud confidencial.

Derek le dirigió una mirada de menosprecio.

—¡Oh, vamos, tú también, no! Los monjes propician esas absurdas ideas para obtener más donaciones.

—Con todo, Astinus te dio ese mapa.

—¡El mapa de una biblioteca! ¿De qué sirve? Debe de tratarse de alguna clase de broma.

Derek sacó el pergamino que había comprado para releerlo. Brian guardó silencio, incluso con miedo de moverse para no atraer sobre ellos la ira de los estudiosos. Oyó al pregonero anunciar la hora en la calle y después, recostando la cabeza en el escritorio, se durmió.

Despertó cuando lo sacudió la mano de Derek y oyó el familiar chancleteo de sandalias; de dos pares de sandalias. Bertrem se acercaba a ellos con pasos presurosos acompañado por otro monje que llevaba un rollo de pergamino en las manos.

—Espero que no te importe, señor caballero, pero he consultado al hermano Bernabé, que es nuestro experto en artefactos mágicos. El hermano recordaba haber leído una referencia a un Orbe de los Dragones en un viejo manuscrito. Él os lo explicará.

El hermano Bernabé —una versión del hermano Bertrem, sólo que más alto, más delgado y más joven— desenrolló el legajo y lo colocó delante de Derek.

—Esto lo escribió uno de nuestros monjes que se encontraba en Istar alrededor de un año antes del Cataclismo. Es una narración de su estancia allí.

Derek bajó la vista hacia las páginas escritas y después la alzó de nuevo.

—No sé descifrar esos garabatos. ¿Qué pone?

—El hermano Michael era ergothiano —explicó el hermano Bernabé— así que escribía en su lengua. Cuenta que a los soldados del Príncipe de los Sacerdotes se les entregó un listado de artefactos mágicos y se los envió a irrumpir en tiendas de productos mágicos para buscar los objetos que hubiera en dicha relación. Consiguió una de las listas y copió los objetos reseñados. Uno de ellos es un Orbe de los Dragones. Se proporcionaba descripciones a los soldados para que supieran lo que tenían que buscar. La del orbe rezaba: «Una bola de cristal de veinticinco centímetros de diámetro en cuyo interior se agita una extraña niebla arremolinada». El hermano Michael escribe que a los soldados se les advertía que, de hallar un orbe, lo manejaran con sumo cuidado porque nadie sabía exactamente qué hacía ese objeto, aunque, según aclara a continuación: «Se cree que se había utilizado durante la Tercera Guerra de los Dragones, para controlar a los reptiles».

—Controlar dragones —repitió Derek en un susurro. Los ojos le brillaban, pero tuvo cuidado de ocultar su creciente entusiasmo—. ¿Y encontraron alguno? —preguntó en tono despreocupado.

—El hermano Michael no lo menciona.

—¿Y ésta es toda la información que tenéis sobre esos Orbes de los Dragones? —inquirió Derek.

—Es lo único que tenemos aquí, en nuestra biblioteca —aseguró el hermano Bernabé—. No obstante, he encontrado una llamada. —Señaló una pequeña anotación situada en el margen del legajo—. Según esto, otro libro que supuestamente da más información sobre los Orbes de los Dragones se halla en una antigua biblioteca de Tarsis: la perdida Biblioteca de Khrystann. Por desgracia, como el propio nombre implica, son pocas las personas que recuerdan la ubicación de la biblioteca. Sólo lo sabemos nosotros, los Estetas, y no lo divulgamos…

Derek miraba al monje con gesto de estupefacción. Entonces sacó el mapa que había arrugado por la frustración y lo alisó sobre la mesa.

—¿Es ésta? —preguntó al tiempo que señalaba el mapa.

El hermano Bernabé se inclinó sobre el papel.

—La Biblioteca de Khrystann, sí, ésa es. —Dirigió una mirada de sospecha al caballero—. ¿Cómo ha llegado este mapa a tu poder, milord? —Bertrem tiró de la manga a Bernabé y le susurró algo al oído—. Ah, claro, el Maestro.

—Qué extraño —masculló Derek—. Condenadamente extraño. —Dobló el mapa, al que ahora daba un trato mucho más cuidadoso, y lo guardó junto con la carta que llevaba debajo del cinturón.

—Quizá te gustaría dejar una donación —sugirió Brian, que hacía un esfuerzo tremendo para contener la risa.

Derek le asestó una mirada cortante y luego metió la mano en la bolsa del dinero y sacó varias monedas que le tendió a Bertrem.

—Emplea esto en alguna buena causa —rezongó.

—Te lo agradezco, milord —dijo el Esteta—. ¿Alguna otra cosa en la que pueda ayudarte esta noche?

—No, hermano. Gracias por la ayuda. —Hizo una pausa y después agregó, un poco tieso—. Me disculpo por mi comportamiento de antes.

—No hace falta, milord. Está olvidado —contestó Bertrem con amabilidad.

—Quizá Astinus es el dios Gilean, después de todo —dijo Brian mientras Derek y él bajaban los peldaños de la escalinata de la Gran Biblioteca, bañados en luz de luna.

Derek masculló algo y siguió caminando deprisa calle abajo.

—Derek, ¿puedo preguntarte algo? —inquirió Brian.

—Si no queda más remedio —replicó su amigo con sequedad.

—Odias a los hechiceros. Odias todo lo que esté relacionado con ellos. Cruzas la calle con tal de evitar pasar al lado de uno de ellos. Ése Orbe de los Dragones fue creado por hechiceros. El propio orbe es mágico, Derek. ¿Por qué tienes tanto interés en conseguirlo?

Derek no dejó de andar y no le contestó.

»Se me ocurre una idea —continuó Brian—. Manda un mensaje a los hechiceros de la Torre de Wayreth. Diles que te ha llegado esta información sobre uno de sus artefactos. Que decidan ellos qué hacer.

Derek se paró en seco y se dio media vuelta para mirar a su amigo de hito en hito.

—¿Estás loco?

—No más que de costumbre —repuso con sarcasmo. Suponía lo que Derek diría a continuación.

—¿Acaso sugieres que entreguemos un artefacto tan poderoso a los hechiceros?

—Lo crearon ellos, Derek —recalcó.

—¡Razón de más para mantenerlo lejos de su poder! —exclamó Derek con aire severo—. Que fueran hechiceros los que crearon esos orbes no quiere decir que se les deba permitir que los utilicen. Si quieres que te diga la verdad, la razón de que busque el Orbe de los Dragones es que no me fío de los hechiceros.

—¿Y qué piensas hacer si lo encuentras?

Derek esbozó una sonrisa tirante, prietos los labios.

—Lo llevaré a la isla de Sancrist y lo dejaré caer en la sopa de lord Gunthar. Después, cuando me nombren Gran Maestre, saldré y ganaré la guerra.

—Por supuesto. —Brian tenía algo más que decir a propósito de eso, pero sabía que insistir sobre ello no serviría de nada—. Tendrás que escribir a lord Gunthar para decirle que te dispones a emprender esta búsqueda y pedirle permiso.

Derek frunció el entrecejo. Sin embargo, no podía saltarse ese trámite así como así. Según la Medida, un caballero no debía emprender un viaje tan largo —atravesar las tres cuartas partes del continente— sin antes recibir la autorización de su superior, que daba la casualidad de que era Gunthar.

—Una simple formalidad. No osará denegar mi petición.

—No, supongo que no —repuso Brian en voz queda.

—Enviará a uno de sus hombres para que me acompañe y no me pierda de vista —añadió Derek—. Aran Tallbow, casi con toda seguridad.

—Eso espero —convino Brian a la par que asentía con la cabeza—. Aran es un buen hombre.

—Antes era un buen hombre. Ahora es un borracho que se deja llevar por Gunthar como un pelele. Pero tú vendrás conmigo para cubrirme las espaldas.

A Brian le hubiera gustado que Derek le preguntara, para variar, si quería hacer esto o aquello en lugar de decirle que lo hiciera, aunque en realidad eso no cambiaría nada. Seguiría a su amigo, como siempre.

—¿Te lo imaginas, amigo mío? Esto podría ser decisivo para ti. ¡Quizá te nombren Sumo Sacerdote! —apuntó Derek.

—No estoy seguro de querer serlo —contestó Brian en tono apacible.

—No digas tonterías. ¡Pues claro que quieres! —zanjó Derek.