5

El Código y la Medida

Una cita secreta

A sir Derek Crownguard no le gustaba ser un invitado en el castillo Wistan, pero el caballero no podía hacer mucho al respecto. Su feudo —un castillo fronterizo al norte de Solanthus— lo habían invadido las fuerzas de la Reina de la Oscuridad y, según le habían contado, lo habían reconstruido y ocupado tropas enemigas que ahora controlaban todo el este de Solamnia. El hermano menor de Derek había perecido en el ataque. Cuando se hizo evidente que el castillo iba a caer, Derek se había enfrentado a la elección de morir por una causa perdida o seguir vivo para volver algún día y reclamar las posesiones y el honor de su familia. Había huido junto con los amigos y tropas que habían sobrevivido. Envió a su esposa y a sus hijos a Palanthas a vivir con sus parientes mientras él viajaba a la isla de Sancrist, donde había pasado semanas discutiendo con sus compañeros de la caballería cuál sería la mejor forma de reclutar y organizar las fuerzas que expulsaran al enemigo de su tierra natal.

Derek había vuelto a Palanthas hacía poco, frustrado y contrariado porque sus planes los hubieran desbaratado reiteradamente hombres a los que, en su opinión, les faltaba valor, convicción y visión de futuro. En particular, Derek Crownguard despreciaba a su anfitrión.

—Gunthar se ha convertido en una vieja matrona, Brian —dijo Derek con gesto severo—. Cuando oye que el enemigo se ha puesto en marcha, grita «¡Oh, infausto día!» y se mete debajo de la cama.

Brian Donner sabía que era una acusación ridícula, pero también sabía que Derek, como algunos artefactos gnomos, tenía que soltar vapor para bajar la presión o de lo contrario reventaría y haría daño a los que hubiera a su alrededor.

Los dos caballeros eran de constitución y aspecto semejantes, de ahí que en ocasiones, quienes no los conocían, los tomaban por hermanos, relación que Derek se apresuraba a refutar porque los Crownguard pertenecían a una familia noble de rancio linaje mientras que los Donner venían de un tronco con menos raigambre. Los dos eran rubios y tenían ojos azules, como muchos solámnicos. El cabello de Derek, de un tono rubio un poco más oscuro, ya empezaba a encanecer, al igual que el bigote —el tradicional bigote largo y caído de un Caballero de Solamnia— ya que estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta. La diferencia principal radicaba en los ojos. Los de Brian sonreían, en tanto que los de Derek destellaban.

—No coincido con los criterios de Gunthar, pero no es un cobarde, Derek —comentó Brian con tono apacible—. Es cauteloso. Tal vez demasiado…

—¡Su «cautela» me ha costado el castillo de Crownguard! —replicó Derek, furibundo—. Si Gunthar hubiera enviado los refuerzos que le pedí, habríamos resistido la acometida.

Brian tampoco estaba tan seguro de eso, pero era amigo de Derek y compañero de caballería, así que dio por buena aquella afirmación. Los dos revivieron la batalla por centésima vez, con Derek detallando lo que habría hecho si las tropas solicitadas hubiesen llegado. Brian escuchaba, paciente, y asentía a todo lo que Derek decía, como siempre.

Los dos hombres ejercitaban a sus caballos en las praderas y los bosques que había fuera de las murallas de Palanthas. Estaban solos o, en caso contrario, Derek no habría hablado así; podía despreciar a lord Gunthar, pero la Medida exigía que un caballero apoyara a un superior de palabra y obra, y Derek, que dirigía cada momento de su vida según la Medida, nunca hablaba mal de Gunthar en público. Sin embargo, la Medida no decía nada sobre respetar y apoyar a un superior en la intimidad de los pensamientos de cada uno, de modo que Derek desfogaba su ira si estaba solo con un amigo, sin ser culpable de romper el código de conducta que debía gobernar las vidas de los Caballeros de Solamnia.

Derek y su amigo habían salido a galopar y se había alejado de la ciudad. Los dos habían regresado el día anterior de la reunión del Consejo de Caballeros en la isla de Sancrist, una junta que había devenido en una disputa a voces. Derek y sus simpatizantes abogaban por el envío de tropas a la guerra contra los ejércitos de los dragones de inmediato, en tanto que Gunthar y su facción proponían esperar hasta que las tropas estuvieran más entrenadas y mejor equipadas, además de sugerir que quizá deberían plantearse la posibilidad de fraguar una alianza con los elfos.

Ninguno de los dos bandos resultó tener peso suficiente para imponer su criterio; no se pudo decidir nada ni se emprendió acción alguna. Derek creía que lord Gunthar quería que la caballería estuviera dividida, ya que eso significaba que no se haría nada, y había abandonado la reunión furioso, tragándose palabras que un caballero jamás debía decirle a otro caballero. Aunque Brian no estaba completamente de acuerdo con Derek, había apoyado a su amigo y habían tomado el primer barco que zarpaba para cruzar el canal desde Sancrist a Palanthas.

—Si fuera Gran Maestre… —empezó Derek.

—… que no lo eres —señaló Brian.

—¡Pero debería serlo! —declaró Derek con vehemencia—. Lord Alfred es de esa opinión, así como los lores Peterkin y Malborough…

—Pero sólo uno de esos caballeros es miembro del Consejo Plenario y con derecho a voto… Eso, en el caso de que pudiera convocarse un Consejo Plenario, cosa imposible porque no hay suficientes miembros.

—La Medida simplifica los requisitos estipulados para formar un Consejo Plenario en circunstancias tan extremas como en la que nos hallamos ahora. Gunthar está obstaculizando deliberadamente su constitución porque sabe que si hoy se convocara el Consejo Plenario, se me elegiría Gran Maestre.

Brian tampoco estaba convencido de que ocurriera tal cosa. Su amigo contaba con partidarios, sí, pero incluso ellos tenían dudas sobre Derek igual que las tenían sobre Gunthar. El caballero de mayor edad no habría podido impedir la constitución de un Consejo Plenario si otros caballeros no hubieran estado de acuerdo en que se pusieran trabas. ¿La razón? Cautela. Todo el mundo era precavido en los tiempos que corrían. Pero Brian se preguntaba si la cautela no sería en realidad un sinónimo de «miedo» para enmascararlo.

Miedo… El hedor que soltaba olía a rancio en la sala del consejo. Miedo de que Solamnia cayera ante las fuerzas del ejército de los dragones. Miedo de que dejaran de ser los caballeros los que dirigieran Solamnia como lo venían haciendo desde tiempos de su fundador, Vinas Solamnus. Miedo del hombre que se hacía llamar «emperador de Ansalon». Y más que nada, miedo a los dragones.

Los ejércitos del enemigo tenían una clara y terrible ventaja sobre los caballeros: los dragones. Dos dragones rojos podían acabar con una fuerza de mil soldados en un visto y no visto. Brian sabía que el castillo de Crownguard habría caído aunque lord Gunthar hubiera enviado refuerzos. Probablemente Derek también lo sabía, pero tenía que seguir negándolo o no le quedaría más remedio que afrontar la cruda realidad: hicieran lo que hiciesen los caballeros, Solamnia acabaría cayendo. Jamás se alzarían con la victoria teniendo en contra un adversario tan abrumadoramente superior.

Los dos hombres cabalgaron en silencio un buen rato y dejaron que las monturas pastaran la hierba de finales de otoño que, con el cálido soplo de la brisa marina, aún seguía verde a pesar de que los árboles empezaban a perder sus colores otoñales con la caída de la hoja.

—Hay algo en esta guerra que me parece muy extraño —comentó Brian, rompiendo finalmente el largo silencio.

—¿A qué te refieres? —preguntó Derek.

—Dicen que los ejércitos de los dragones entran en combate entonando rezos e himnos a su oscura diosa. Me resulta chocante que las fuerzas del mal marchen bajo la bandera de la fe en tanto que nosotros, partidarios del bien, negamos la existencia de los dioses.

—¡Fe! —resopló Derek—. Querrás decir charlatanería supersticiosa. Falsos «clérigos» que realizan unos cuantos trucos efectistas a los que llaman «milagros», y los crédulos gimen y plañen y se postran con el feo rostro en el suelo en señal de pleitesía.

—¿Así que no crees que la diosa Takhisis haya vuelto al mundo y haya desencadenado esta guerra?

—Creo que han sido los hombres quienes la han desencadenado —contestó Derek.

—Entonces piensas que nunca hubo dioses —dijo Brian—. Ni en los viejos tiempos. Dioses de la Luz, como Paladine y Kiri-Jolith.

—No —fue la escueta respuesta.

—¿Y el Cataclismo?

—Un fenómeno natural, como un terremoto o un huracán —contestó Derek—. Los dioses no tuvieran nada que ver con eso.

—Huma creía en los dioses…

—¿Y quién cree en Huma hoy día? —inquirió Derek al tiempo que se encogía de hombros—. Mi hijo pequeño, por supuesto, pero sólo tiene seis años.

—Antes tampoco creíamos en los dragones —comentó Brian con gesto adusto.

Derek gruñó, pero no respondió nada.

—La Medida habla de la fe —continuó Brian—. El papel del Sumo Sacerdote es tan importante como el del Guerrero Mayor. En tiempos, los Caballeros de la Rosa, como tú mismo, podían lanzar hechizos divinos, o eso nos cuenta la historia. La Medida menciona que los caballeros del pasado se valían de sus plegarias para sanar a los heridos en combate.

Brian sentía curiosidad por ver cómo respondía su amigo a ese argumento. Derek estaba consagrado a la Medida, se sabía de memoria muchos fragmentos, regía su vida basándose en ella. ¿Cómo podría conciliar la exhortación de la Medida de que un caballero debía ser fiel a los dioses con su declarada falta de fe?

—He leído cuidadosamente la Medida con respecto a esto —dijo Derek—, y también he leído los escritos del eminente erudito sir Adrian Montgomery, quien hace hincapié en el hecho de que la Medida dice simplemente que un caballero debe tener fe. La Medida no dice que un caballero deba tener fe en los dioses ni tampoco menciona a ningún dios de forma específica, cosa que sin duda habrían hecho quienes la promulgaron si hubieran creído que los dioses eran un aspecto importante en la vida de un caballero. Sir Adrian afirma que cuando se habla de fe en la Medida, se refiere a tener fe en uno mismo, no en algún ser inmortal, omnipotente y omnisciente.

—¿Y si no se nombró a los dioses en la Medida porque a quienes la escribieron no se les ocurrió que fuera necesario hacerlo? —arguyó Brian.

—¿Te estás tomando esto a la ligera?

—Por supuesto que no —se apresuró a negar Brian—. Lo que quiero decir es: ¿Y si la existencia de los dioses y creer en ellos era algo tan sabido e incuestionable que a los escritores ni se les pasó por la cabeza que llegaría el día en el que los caballeros ni siquiera los recordarían? No era necesario mencionarlos específicamente porque todo el mundo los conocía.

—Es muy improbable —repuso Derek a la par que negaba con la cabeza.

—¿Y la curación? —persistió Brian, que no estaba tan seguro como su amigo—. ¿Explica sir Montgomery…?

Lo interrumpió un grito que sonó a sus espaldas.

—¡Milord!

Los dos hombres se volvieron en las sillas para ver al jinete que galopaba calzada abajo mientras gritaba y agitaba un gorro que llevaba en la mano.

—Mi escudero —indicó Derek, que taconeó al caballo para salir a su encuentro.

—Milord, me encargaron que te buscara para entregarte esto —dijo el joven.

El escudero buscó debajo del cinturón de cuero y sacó una carta doblada que le entregó a su amo. Derek tomó el papel, leyó la misiva con rapidez y alzó la vista.

—¿Quién te dio esto?

El escudero se ruborizó, azorado.

—No estoy muy seguro, milord. Caminaba por el mercado esta mañana cuando de repente me metieron ese papel en la mano. Miré a mi alrededor inmediatamente para ver quién había sido, pero la persona había desaparecido entre el gentío.

Derek le entregó la nota a Brian para que la leyera. El mensaje era breve:

«Puedo hacerte Gran Maestre. Reúnete conmigo en El Yelmo del Caballero cuando se ponga el sol. Si recelas, puedes llevar a un amigo. También tendrás que llevar cien monedas de acero. Pregunta por sir Uth Matar y te conducirán a un reservado».

Brian le devolvió la nota a Derek, que la releyó con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo.

—Uth Matar —repitió Brian—. Me suena ese nombre, pero no se me ocurre por qué. —Lanzó una mirada de soslayo a su amigo.

Derek dobló el papel con cuidado y se lo guardó dentro del guante. Emprendieron galope en dirección a Palanthas y el escudero se puso detrás de ellos.

—Derek, es una trampa… —dijo Brian.

—¿Con qué propósito? —preguntó—. ¿Asesinarme? La nota dice que puedo llevar a un amigo para prevenir esa contingencia. ¿Robarme? Aligerarme la bolsa del dinero sería mucho más seguro y más fácil asaltándome en un callejón oscuro. El Yelmo del Caballero es un establecimiento serio…

—¿Por qué arreglar un encuentro en una taberna, Derek? ¿Qué caballero haría tal cosa? Si ese tal sir Uth Matar te quiete hacer una propuesta lícita ¿por qué no va a visitarte a tu residencia?

—Quizá porque quiere evitar que lo vean los espías de Gunthar —dijo Derek.

Brian no podía permitir que semejante acusación se quedara como si tal cosa. Echó un vistazo hacia atrás, al escudero, para asegurarse de que el muchacho no podía oírlos y después habló con discreta intensidad.

—Lord Gunthar es un hombre con honor y nobleza, Derek. ¡Antes se cortaría una mano que espiarte!

Derek no hizo comentarios.

—¿Vas a acompañarme esta noche, Brian, o habré de buscar en otra parte un amigo de verdad que me cubra la espalda? —dijo en cambio.

—Sabes que iré contigo.

Derek le dirigió lo que podía pasar por una sonrisa y que sólo era un fruncimiento de labios apretados en un gesto firme, visible apenas bajo el bigote rubio. Los dos cabalgaron a Palanthas en silencio.

* * *

El Yelmo del Caballero era, como había dicho Derek, un establecimiento de confianza, aunque en la actualidad no tanto como lo fue en tiempos. La taberna estaba situada en lo que se conocía como la Ciudad Vieja y a su propietario actual le gustaba alardear de que había sido uno de los edificios originales de la ciudad, aunque tal afirmación era cuestionable. La taberna estaba construida bajo tierra y se extendía por el interior de una ladera. En invierno era caliente y acogedora, mientras que en los meses de verano resultaba fresca y agradablemente oscura.

Los parroquianos entraban por una puerta de madera instalada bajo un techo inclinado. Una escalera bajaba hasta el amplio salón que estaba iluminado con cientos de velas encendidas en candeleras de hierro forjado, así como por la lumbre de un enorme hogar de piedra.

No había mostrador. Las bebidas y la comida se servían desde la cocina, que estaba en un espacio contiguo. Al fondo, excavados más profundamente en la ladera, estaban la bodega donde se guardaba la cerveza y los vinos, varios reservados pequeños para fiestas privadas y otro cuarto grande llamado el «Salón Noble». Ésta estancia estaba amueblada con una enorme mesa oblonga y treinta y dos sillas de respaldo alto colocadas a su alrededor, todas de la misma madera, con tallas de pájaros, bestias, rosas y martines pescadores, símbolos todos de la caballería. El propietario de la taberna se jactaba de que Vinas Solamnus, fundador de la Orden de los Caballeros, celebraba fiestas en esa misma habitación y en esa misma mesa. Aunque nadie se lo creía realmente, cualquiera que hiciera uso de la sala siempre dejaba un sitio vacante a la mesa para la sombra del caballero.

Antes del Cataclismo, El Yelmo del Caballero era un lugar de reunión popular entre los caballeros y sus escuderos y el negocio tenía buenas ganancias. Después del Cataclismo, cuando la caballería se sumió en el caos y los caballeros ya no eran bien recibidos en Palanthas, El Yelmo del Caballero pasó por malos momentos. La taberna tuvo que acoger a gente más corriente para poder pagar las facturas. El propietario siguió recibiendo a los caballeros cuando muy pocos establecimientos lo hacían, y los caballeros recompensaban su lealtad frecuentando la taberna siempre que podían. Los propietarios actuales conservaban esa tradición y los Caballeros de Solamnia eran recibidos siempre como clientes distinguidos.

Derek y Brian bajaron la escalera y entraron en la sala común. Ésa noche la taberna estaba muy iluminada y rebosante de buenos olores y de risas. Al ver a los dos caballeros, el propietario en persona se acercó presuroso a recibirlos para darles las gracias por el honor que le hacían a su establecimiento y a ofrecerles la mejor mesa de la casa.

—Gracias, señor, pero nos indicaron que preguntáramos por sir Uth Matar —dijo Derek, que escudriñó el salón con una mirada penetrante.

Brian estaba detrás de su amigo, la mano posada en la empuñadura de la espada. Los dos llevaban capas y debajo un grueso coselete de cuero. Era la hora de la cena y la taberna se encontraba abarrotada. En su mayoría, los parroquianos pertenecían a la floreciente clase media: propietarios de almacenes, letrados, maestros y estudiosos de la Universidad de Palanthas, Estetas de la célebre Biblioteca. Muchos de los presentes sonrieron a los caballeros o los saludaron con una leve inclinación de cabeza, tras lo cual siguieron con la comida, la bebida y la charla.

Derek acercó la cabeza a Brian para comentar en un seco susurro:

—Pues a mí me parece una guarida de ladrones.

El otro caballero sonrió, pero no retiró la mano de la espada.

—Sir Uth Matar —repitió el dueño de la taberna—. Sí, es por allí.

Les entregó una vela a cada uno con la explicación de que el corredor estaba oscuro y condujo a los caballeros hacia la parte trasera del establecimiento. Cuando llegaron al cuarto indicado, Derek llamó a la puerta.

Al otro lado se oyeron pisadas de botas que cruzaban el suelo y la puerta se abrió una rendija. Un brillante ojo de color marrón, encuadrado por largas y oscuras pestañas, los miró de forma escrutadora.

—¿Vuestros nombres? —preguntó la persona.

Brian dio un respingo. La voz pertenecía a una mujer.

Si eso desconcertó a Derek, el caballero no dio señales de ello.

—Soy sir Derek Crownguard, señora. Éste es sir Brian Donner.

Los ojos oscuros relumbraron y la boca de la mujer esbozó una sonrisa sesgada.

—Adelante, señores caballeros —los invitó mientras abría la puerta de par en par.

Los dos hombres entraron en el cuarto con cautela. Sobre la mesa ardía una única lámpara, en tanto que un fuego pequeño parpadeaba en la chimenea. Utilizado para cenas privadas, el cuarto estaba amueblado con una mesa y sillas, así como un aparador. Brian echó una ojeada detrás de la puerta antes de cerrarla.

—Estoy sola, como podéis ver —dijo la mujer.

Los dos hombres se volvieron hacia ella. Ninguno sabía qué decir, porque nunca habían visto a una mujer como ella. Para empezar, vestía como un hombre, con pantalón de cuero negro, como negro era también el coleto de cuero que llevaba sobre una camisa roja de manga larga, y botas asimismo negras. Portaba una espada y daba la impresión de estar acostumbrada a llevarla y probablemente a ser diestra en su manejo. Su negro y rizado cabello era corto. Los miraba de frente, con osadía, como un hombre, no con timidez como haría una mujer. Los observaba fijamente, los brazos en jarras. Nada de una reverencia o bajar los ojos, azorada.

—Hemos venido a reunirnos con sir Uth Matar, señora —dijo Derek, ceñudo.

—Habría venido esta noche, pero le ha sido imposible —contestó la mujer.

—¿Está retenido? —preguntó Derek.

—De forma permanente —respondió ella, y la sonrisa sesgada se ensanchó—. Está muerto.

Se quitó los guantes y los echó encima de la mesa, tras lo cual se sentó lánguidamente en una silla e hizo un gesto de invitación.

—Caballeros, por favor, tomad asiento. Mandaré que traigan vino…

—No estamos aquí para correr una juerga, señora —la interrumpió Derek, estirado el gesto—. Se nos ha hecho venir con pretextos falsos, al parecer. Te doy las buenas noches.

Hizo una fría reverencia y giró sobre sus talones. Brian ya estaba en la puerta. Se había opuesto a esto desde el principio y no se fiaba de esa extraña mujer.

—El hombre de lord Gunthar se reunirá conmigo aquí al salir la luna —afirmó la mujer. Cogió uno de los suaves y flexibles guantes y alisó la piel con la mano—. Le interesa oír lo que tengo que ofrecer.

—Derek, marchémonos —pidió Brian.

El otro caballero hizo un gesto y se volvió.

—¿Y qué tienes que ofrecer, señora?

—Toma asiento, sir Derek, y bebe conmigo —le invitó la mujer—. Tenemos tiempo. La luna no saldrá hasta dentro de una hora.

Enganchó una silla con el pie y la empujó hacia él.

Derek apretó los labios. Estaba acostumbrado a que lo trataran con deferencia, no que se dirigieran a él con tanta libertad y de una manera tan relajada. Asiendo fuertemente la empuñadura de la espada, siguió de pie mirando a la mujer con semblante hosco.

—Oiré lo que tengas que decir, pero sólo bebo con amigos. Brian, vigila la puerta. ¿Quién eres, señora?

—Me llamo Kitiara Uth Matar. —La mujer sonrió—. Mi padre fue un Caballero de Solamnia…

—Gregor Uth Matar —exclamó Brian, que en ese momento había reconocido el apellido—. Era caballero… y valeroso, según recuerdo.

—Se lo expulsó de la orden con deshonor —intervino Derek, ceñudo—. No me acuerdo de las circunstancias, pero creo recordar que tenía algo que ver con mujeres.

—Probablemente —replicó Kitiara—. Mi padre era incapaz de dejar en paz a las damas. A pesar de todo eso, amaba la caballería y amaba a Solamnia. No hace mucho que murió luchando contra los ejércitos de los dragones en la batalla de Solanthus. Es por él, en su memoria, por lo que estoy aquí.

—Sigue —dijo Derek.

—Mi ocupación actual me lleva a las casas principales de Palanthas. —Kitiara alzó los pies para ponerlos en la silla que tenía delante y se recostó con relajada despreocupación—. Para ser sincera, caballeros, no es que se me invite exactamente a esas casas ni entro en ellas para buscar información que pudiera ser de ayuda a vuestra causa en la guerra contra los ejércitos de los dragones. No obstante, a veces, mientras busco objetos que tienen valor para mí, tropiezo con información que creo que podría ser útil para otros.

—En otras palabras —dijo fríamente Derek—, eres una ladrona.

Kitiara sonrió y se encogió de hombros, después alargó la mano hacia una bolsa que había en la mesa, sacó de ella un estuche de pergaminos de aspecto discreto y lo sostuvo en la mano.

—Éste es uno de esos casos —anunció—. Creo que podría tener bastante repercusión en el resultado de la guerra. Puede que sea una mala persona —añadió con aire modesto—, pero, como mi padre, soy una buena solámnica.

—Pierdes el tiempo, señora. —Derek se levantó—. No trafico con bienes robados…

Kitiara esbozó una sonrisa sesgada.

—Naturalmente que no, sir Derek, por eso supongamos que, como dicen los kenders, lo he «encontrado». Lo descubrí tirado en la calle, delante de la casa de un Túnica Negra bastante conocido. Las autoridades palanthinas llevan mucho tiempo vigilándolo porque sospechan que está aliado con nuestros enemigos. Iban a obligarlo a abandonar la ciudad, pero él se anticipó. Al llegar a sus oídos rumores de que pensaban expulsarlo, él mismo se marchó. Cuando me enteré de su precipitada huida, decidí entrar en su casa para ver si se había dejado algo de valor.

»Y así era. Se había dejado esto. —La mujer dejó el pergamino en la mesa—. Verás que la parte inferior está chamuscada. Quemó gran cantidad de papeles antes de partir. Por desgracia, o por suerte, no tenía tiempo para quedarse hasta estar seguro de que el fuego los consumía.

Desenrolló el pergamino y lo sostuvo a la luz de la lámpara.

»Como doy por supuesto que vosotros, caballeros, no sois de los que cierran un trato a ciegas, os leeré un fragmento del contenido. Es una carta dirigida a una persona que reside en Neraka. Por el tono de la misiva, deduzco que esa persona es un compañero Túnica Negra. En la parte interesante se lee:

«Debido a la ineptitud de Verminaard, durante un tiempo temí que el enemigo hubiera descubierto nuestro mayor secreto, algo que habría implicado nuestra derrota. Ya sabes el alcance del objeto del que te hablo. Si las fuerzas de la Luz descubrieran alguna vez que los (…) no se destruyeron en el Cataclismo, sino que los (…) todavía existen y, lo que es más, que (…) tiene en su posesión uno, los caballeros removerían cielo y Abismo para dar con semejante trofeo».

Kitiara enrolló el pergamino y dirigió una sonrisa encantadora a Derek.

—¿Qué te parece, señor caballero?

—Me parece inútil —contestó el hombre—, ya que no se dice el nombre del objeto ni dónde puede encontrarse.

—Oh, pero sí que lo dice —repuso ella—. La que no lo dijo fui yo. —Se dio unos golpecitos en la puntiaguda barbilla con el pergamino enrollado—. El nombre del objeto está escrito aquí, al igual que el nombre de la persona que lo tiene en su poder. Cien piezas de acero es lo que cuesta esta misiva.

Derek la miró con gesto hosco.

—Pides dinero por ella. Creía que eras una buena solámnica.

—No tan buena como para regalarlo —replicó Kitiara, que sonrió al tiempo que enarcaba una ceja—. Una tiene que comer.

—No me interesa —fue la escueta respuesta de Derek. Se puso de pie y echó a andar hacia la puerta. Brian, que se había quedado allí, tenía puesta la mano en el picaporte y estaba a punto de abrir.

—Vaya, pues esto sí que me sorprende —dijo la mujer, que cambió la postura de los pies para ponerse más cómoda—. Estás metido en una encarnizada competencia con lord Gunthar por el puesto de Gran Maestre. Si recobraras ese trofeo y lo trajeras de vuelta, te garantizo que hasta el último caballero del consejo te respaldaría. Si, por el contrario, es el hombre de lord Gunthar quien descubre esto…

Derek se detuvo cuando empezaba a dar un paso. Abrió y cerró los dedos con fuerza sobre la empuñadura de la espada. Un gesto torvo le ensombrecía el semblante. Brian comprendió que su amigo estaba considerando seriamente hacer el trato y se quedó atónito.

—Derek —empezó en voz baja—, ignoramos si esa carta es genuina o no. Deberíamos reflexionar sobre todo esto y discutirlo. Al menos deberíamos investigar un poco, acudir a las autoridades, comprobar si es verdad la historia que nos ha contado…

—Y entretanto Gunthar comprará la carta.

—¿Y qué, si lo hace? —demandó Brian—. Si lo de esa carta es cierto, la caballería se beneficiará…

—Se beneficiará Gunthar —replicó Derek. El caballero buscó la bolsa de dinero. Brian suspiró y sacudió la cabeza.

—Aquí están las cien monedas de acero, señora —dijo Derek—. Te lo advierto, mi brazo es largo. Si me has engañado, no descansaré hasta haberte dado caza.

—Lo entiendo, sir Derek —respondió en tono sosegado la mujer, que recogió la bolsa con el dinero y se la metió en el cinturón—. ¿Ves? Ni siquiera lo he contado. Confío en ti, señor caballero, y tú haces bien en fiarte de mí. —Puso el pergamino en manos de Derek.

»No te sentirás defraudado, te lo aseguro. Os deseo buenas noches, caballeros.

Les dedicó una de sus sonrisas sesgadas y alzó la mano para despedirse, pero se detuvo en la puerta.

—Ah, cuando llegue el hombre de lord Gunthar, decidle que ya es tarde.

Luego salió y cerró la puerta tras ella.

—Léelo deprisa —urgió Brian—. Aún nos da tiempo a ir tras ella.

Derek ya leía la carta. Dio un respingo y después silbó.

—Dice que el objeto se encuentra en el Muro del Hielo y que lo tiene en su poder un hechicero llamado Feal-Thas.

—¿Y qué objeto es?

—Es algo llamado «Orbe de los Dragones».

—Orbe de los Dragones. Nunca había oído hablar de nada semejante —dijo Brian, que se sentó—. Ya que estamos aquí, podríamos encargar una cena.

Derek enrolló el pergamino y se lo guardó dentro del guante con cuidado.

—No te acomodes. Nos marchamos.

—¿Adónde vamos?

—A comprobar si tienes razón, amigo mío. A verificar si he hecho el idiota.

—Derek, yo no quería decir que…

—Ya sé que no —lo tranquilizó su amigo, que casi sonrió mientras le palmeaba el hombro—. Vamos, no perdamos tiempo.