La Posada «El Escudo Roto»
Magia de plata
Iolanthe esperó hasta que vio a Kitiara echar a andar calle abajo y después volvió con Ariakas. El emperador estaba sentado al escritorio y escribía el despacho prometido. Iolanthe se acercó a él, posó las manos en los anchos hombros y le dio masajes en el cuello.
—Podría mandar que viniera tu escriba, milord…
—Cuantas menos personas estén enteradas de esto, mejor —contestó Ariakas. Escribía deprisa y en mayúsculas para que no hubiese posibilidad de interpretar mal sus palabras.
Iolanthe, asomada por encima de su hombro, vio que escribía acerca del Orbe de los Dragones.
—¿Por qué ese cambio en los planes, milord? —preguntó la hechicera—. ¿Por qué enviar a la Señora del Dragón a Solamnia en vez de a mí? Teníamos todo esto hablado…
—Como le he dicho a Kitiara, es más idónea para esta misión. Ya se le ha ocurrido un plan.
—Me da la impresión de que tiene otros motivos, milord. —Iolanthe metió los brazos por debajo de la armadura de cuero y deslizó las manos por el pecho desnudo del hombre, que no dejó de escribir.
—La Señora del Dragón estaba elucubrando algún ardid para obviar mis órdenes y atacar la Torre del Sumo Sacerdote.
La hechicera se acercó más para que el cabello rozara la espalda del hombre y así le llegara su perfume.
—Continúa —susurró.
—Cedió demasiado pronto, sobre todo cuando mencioné que la mandaría a Haven. Me oculta algo.
La voz de Ariakas sonó áspera, endurecido el tono.
—Todos tenemos secretos, milord —dijo Iolanthe, y le besó la oreja.
—Quiero saber el suyo.
—Puede hacerse —comentó la hechicera.
—Pero ella no debe sospechar nada.
—Eso ya será más difícil. —Iolanthe se quedó pensativa un momento—. Hay un modo, pero he de tener acceso a su cuarto. ¿En qué barracón se aloja?
—¿Kitiara en un barracón? —El emperador soltó una risita burlona al imaginar tal cosa—. ¿Dormir en un catre habiendo una posada cómoda en la ciudad? Haré averiguaciones y te informaré.
Asió a Iolanthe por las muñecas, tan fuerte que le hizo daño, y con un seco tirón la alzó en vilo y la tendió encima del escritorio, delante de él. Se inclinó sobre la mujer, a la que sujetaba los brazos firmemente.
—Haces un buen trabajo para mí, Iolanthe.
Ella alzó los ojos hacia el emperador con una mirada límpida y sonrió, entreabiertos los labios. Ariakas se apretó contra la mujer al tiempo que palpaba debajo de la falda.
—Es un placer para mí, milord —susurró Iolanthe.
* * *
Acabado el episodio con Ariakas, Iolanthe se arregló las ropas, se echó sobre los hombros una capa negra y discreta y se cubrió la cabeza con la capucha. Las runas marcadas con puntadas de hilo dorado en la prenda la señalaban como una hechicera y servían de advertencia a cualquiera que pudiera intentar molestarla. Las calles de Neraka eran estrechas, malolientes, sucias y peligrosas. Los soldados de la Reina Oscura dirigían la ciudad y se consideraban con derecho a apropiarse de cualquier cosa o cualquier persona que quisieran, y puesto que Ariakas fomentaba la rivalidad entre los comandantes, las tropas se enzarzaban de continuo en reyertas que sus superiores podían decidir si ponerles fin o no.
Además, los devotos seguidores de Hiddukel, dios de los ladrones, siempre estaban disponibles para dar la bienvenida a visitantes y peregrinos en el Templo de la Reina de la Oscuridad, liberándolos píamente de cualquier carga, como por ejemplo la de sus bolsas de dinero. Criminales de todo tipo encontraban refugio seguro en Neraka, al menos hasta que los cazadores de recompensas daban con su rastro.
Aun así, a despecho de su condición de ciudad sin ley, Neraka medraba y crecía. La guerra iba bien y sus habitantes estaban en el bando ganador. El botín obtenido en saqueos tras las victorias entraba a raudales en la urbe. Las tiendas de empeño estaban repletas de oro y joyas, artículos de plata y cristal, pinturas y muebles saqueados de las tierras conquistadas de Silvanesti, Qualinesti, Abanasinia y regiones orientales de Solamnia. Cautivos humanos y elfos abarrotaban los mercados de esclavos, y eran de tal calidad que acudían compradores de lugares tan lejanos como Flotsam, al otro lado del continente.
Una calle entera estaba dedicada a tiendas que traficaban con artefactos, libros, pociones y pergaminos mágicos robados. Muchos eran falsos, así que había que saber lo que se tenía entre manos a la hora de comprar. Una poción vendida con garantía de proporcionar una buena noche de sueño podría resultar en que uno no despertara jamás. Los artefactos sagrados eran más difíciles de encontrar. Una persona dedicada al comercio de tales objetos tenía que ir al Templo de la Reina de la Oscuridad, y el acceso al interior del recinto amurallado estaba restringido a los que tenían algún asunto que tratar allí y podían demostrarlo. Puesto que el templo era un lugar prohibido y los clérigos oscuros, servidores de Takhisis, no se mostraban predispuestos a dar la bienvenida a los visitantes, el tráfico de artefactos sagrados no era pujante.
Iolanthe tenía su casa en Ringlera de Magos, una calle de tiendas y viviendas situadas fuera del recinto amurallado del templo. Como recién llegada —relativamente— que era, Iolanthe tenía alquilada una vivienda minúscula encima de una tienda de artículos mágicos. Encontrar alojamiento en Neraka no era fácil y la mujer pagaba una suma exagerada por tres habitaciones pequeñas. Aun así, no se quejaba. Se consideraba afortunada de tener una casa. La ciudad estaba tan abarrotada que muchos se veían forzados a dormir en la calle o apretujarse hasta seis en una habitación de una casa mugrienta.
Hija de una familia acomodada de Khur, cuando tenía quince años Iolanthe había deshonrado a su familia al rehusar casarse con el hombre de cuarenta años que le habían elegido. Cuando intentaron obligarla a celebrar el matrimonio, robó el dinero y las joyas que habrían sido su dote y escapó a la capital de Khuri-Khan. Teniendo que ganarse la vida de algún modo, pagó a un mago itinerante para que le enseñara el arte.
Finalmente, su prometido la localizó y la violó en un intento de obligarla a casarse con él. Iolanthe lo mató pero, por desgracia, no acabó con su sirviente, que regresó para contárselo a la familia, y ésta juró vengarse. Iolanthe se encontró envuelta en una enemistad de sangre; su vida en Khur no valía nada.
Su maestro de magia pidió permiso para que se le diera asilo en la Torre de Wayreth, y allí se la aceptó como pupila de la famosa hechicera Ladonna. Iolanthe demostró ser una estudiante dotada.
A los veintiséis años, la joven se sometió a la temida Prueba en la Torre de la Alta Hechicería, de la que salió trémula de miedo pero sin sufrir percances para ser confirmada como una Túnica Negra. Considerando que una vida de estudio en la Torre era poco lucrativa además de aburrida, Iolanthe buscó un lugar donde plantar la semilla de su ambición. La mugre y la miseria de Neraka le proporcionaron un terreno fértil.
Los clérigos de la Reina Oscura no recibían con los brazos abiertos a los hechiceros y, en consecuencia, al poco de llegar a Neraka Iolanthe estuvo al borde de morir de inanición. Obtuvo dinero bailando las exóticas danzas de su país en una taberna, y allí tuvo la suerte de despertar el interés de lord Ariakas. El hombre la metió en su lecho esa misma noche, y cuando descubrió que era hechicera la contrató como su maga personal. La semilla de Iolanthe estaba plantada, y aunque en otro momento se habría contentado con un árbol pequeño, ahora vislumbraba todo un bosque.
Había dejado atrás el sector Azul y se dirigía a Ringlera de Magos cuando un soldado hobgoblin, que al parecer había ingerido suficiente aguardiente para impedirle ver con claridad, la asió y, echándole el aliento apestoso a la cara, trató de besarla. Iolanthe pronunció una palabra mágica y tuvo la satisfacción de ver que al asaltante se le ponía de punta todo el pelo y los globos oculares casi se le salían de las órbitas al tiempo que la descarga le zarandeaba el corpachón. Los compañeros del hobgoblin se retorcieron de risa mientras él se desplomaba en el fango, sacudido por convulsiones.
Iolanthe llegó a su casa sin más percances. Retiró el cierre mágico, entró en su pequeña vivienda y se dirigió directamente a la librería. Buscó entre los libros hasta dar con el que necesitaba: Conjuros de adivinación y visualización a distancia con especial énfasis en el uso adecuado de los ingredientes. Se sentó ante el escritorio y empezó a pasar las páginas para encontrar un hechizo. Los que vio eran demasiado difíciles para que los ejecutara ella o requerían ingredientes poco corrientes que le sería imposible adquirir a tiempo. Empezaba a sentirse desalentada cuando, por fin, dio con uno que encajaría. Conllevaba cierto peligro, pero Iolanthe decidió que la posibilidad de tener ascendiente sobre Kitiara Uth Matar merecía correr ese pequeño riesgo.
Iolanthe bajó la oscura y estrecha escalera que conducía desde su vivienda a la tienda del piso bajo. Encontró al anciano propietario encaramado en la banqueta situada detrás del mostrador; tomaba un té fuerte mientras observaba a la gente que pasaba por la calle al otro lado del escaparate.
El nombre del viejo era Snaggle y era mestizo, aunque tenía tantas arrugas y estaba tan consumido que era imposible discernir de qué dos razas. Él afirmaba que no era hechicero, aunque sabía tanto de las artes arcanas que, para sus adentros, Iolanthe dudaba que eso fuera cierto. Era conocido por la calidad de su mercancía. No era necesario estar pendiente de si se compraba sangre de cordero que llevara en la estantería tres meses ni plumas de corneja que se hicieran pasar por cálamos de cuervo. Snaggle tenía un talento natural para adquirir artefactos extraños y valiosos y el emperador en persona hacía visitas frecuentes a la tienda de artículos de magia para ver qué artículos nuevos habían entrado.
Snaggle era amigo de Iolanthe, además de su casero, ya que la hechicera le había alquilado la vivienda de arriba al viejo. Él la recibió con una sonrisa desdentada y la oferta de un té, algo que sólo hacía con clientes privilegiados.
—Gracias, amigo mío —contestó la mujer con una sonrisa. Le caía bien el anciano y ese sentimiento era compartido. Aceptó la infusión y la bebió a sorbitos, con delicadeza. —Busco un cuchillo —dijo.
La tienda de artículos de magia estaba limpia y ordenada, algo poco habitual en ese negocio. La mayoría de las tiendas semejaban nidos de urraca. Todos los artículos de Snaggle estaban guardados en recipientes etiquetados y en cajas colocadas con esmero una sobre otra en estantes que llegaban hasta el techo. No había nada expuesto ni a la vista. Las cajas se guardaban detrás del extenso mostrador que ocupaba todo el largo de la tienda. Snaggle no permitía a ningún cliente pasar detrás del mostrador, regla que hacía cumplir a rajatabla. A tal fin, se valía de un bastón de aspecto extraño que, según él, poseía poderes letales.
El cliente le explicaba al anciano lo que él o ella creía que necesitaba y Snaggle se bajaba de la banqueta, dejaba la infusión y cogía la caja apropiada, cada una de ellas etiquetada con un código que sólo él conocía.
—¿Qué clase de cuchillo? —preguntó el anciano a Iolanthe—. ¿Uno para protección, para trocear y cortar ingredientes o uno para realizar sacrificios rituales…?
—Uno de adivinación y visualización a distancia —contestó la mujer, que explicó para qué servía.
Snaggle se quedó pensativo un momento, fruncido el entrecejo, y después se bajó de la banqueta, agarró una escalera de mano que se desplazaba por el suelo sobre ruedas y la llevó frente al estante adecuado. Trepó ágilmente hasta la mitad de la altura, más o menos, sacó una caja, la depositó sobre el mostrador y levantó la tapa.
Dentro había un surtido de cuchillos colocados de forma ordenada. Algunos eran de plata, otros de oro y unos cuantos de acero. Algunos eran grandes y otros pequeños. Algunos tenían mangos enjoyados y otros eran sencillos, sin adornos. Todos llevaban runas grabadas en la hoja.
—Éste es muy bonito —dijo Snaggle. Sacó uno de oro adornado con diamantes y esmeraldas en la empuñadura.
—Pero el precio está fuera de mi alcance —contestó Iolanthe—. Además es muy grande y pesado al ser de oro. Mi afinidad es con la plata.
—Cierto —convino el anciano—. Lo había olvidado. —Advirtió que la mirada de la hechicera se detenía en un puñal esbelto que había cerca de la parte trasera de la caja y reaccionó con prontitud—. Y también tienes buen ojo, Iolanthe. Éste es como tú: delicado en apariencia, pero muy poderoso.
Sacó el arma y la puso en la mano de la mujer. La empuñadura era de plata y de hechura sencilla, rematada con bandas en zigzag de madreperla. La hoja era aguzada y las runas que llevaba grabadas semejaban una intrincada telaraña. Iolanthe sopesó el puñal. Era ligero y le encaja bien en la mano.
—Fácil de ocultar —dijo Snaggle.
—¿Cuánto? —preguntó Iolanthe.
El viejo le dio un precio y ella aceptó. Entre ellos nunca había regateos. La mujer sabía que él le ofertaría el precio más bajo desde el principio y el viejo sabía que la mujer era una compradora astuta que no pagaría ni un céntimo más de lo que valiera un objeto.
—Te hará falta cedro para quemarlo —dijo Snaggle mientras ella se guardaba el puñal en la manga ajustada del vestido.
—¿Cedro? —Iolanthe alzó la vista hacia el viejo, sorprendida—. Las instrucciones del conjuro no lo mencionan.
—Confía en mí. El cedro funciona mejor. Espera un momento, que voy a guardar esto.
Puso la tapa en la caja de los cuchillos, subió la escalera de mano, colocó la caja en su sitio y después se impulsó para desplazar la escalera por el suelo, aún subido a ella, hacia otra estantería. Abrió una caja, sacó unas ramitas del largo de su dedo índice y se bajó al suelo.
—Y añade un pellizco de sal marina —agregó mientras ataba los palitos en un compacto haz con un trozo de cuerda.
—Gracias, amigo mío. —Iolanthe iba a marcharse cuando un draconiano baaz que lucía el emblema de lord Ariakas entró en la tienda.
—¿En qué puedo ayudar al señor? —preguntó Snaggle.
—Busco a Iolanthe, la bruja —repuso el baaz—. Me envía lord Ariakas.
Snaggle miró a la mujer para hacerle entender que admitiría conocerla o diría que jamás la había visto, dependiendo de la seña que le hiciera, pero la hechicera le ahorró la molestia.
—Yo soy Iolanthe.
—Tengo la información que buscabas, señora. —El baaz le hizo una reverencia—. El Escudo Roto, habitación dieciséis.
—Gracias —contestó ella.
El baaz saludó llevándose el puño al pecho, giró sobre los escamosos talones y se marchó.
—¿Otra taza de infusión? —preguntó Snaggle.
—No, gracias, amigo mío. Tengo que ocuparme de un cometido antes de que oscurezca.
Iolanthe salió de la tienda. A pesar de la confianza en su capacidad para defenderse por sí misma de día, sabía bien que era peligroso recorrer las calles de Neraka sola después de oscurecer, y tenía que visitar El Escudo Roto.
* * *
La Posada de El Escudo Roto, como se llamaba el establecimiento, se hallaba ubicada en el distrito del cuartel general del Ala Blanca y era uno de los edificios más grandes y más antiguos de Neraka. Daba la impresión de que lo hubiese hecho un chiquillo con piezas de construcción poniendo unas sobre otras. La posada empezó siendo una choza de una sola habitación que ofrecía comida y bebida a los primitivos peregrinos oscuros que llegaban para rendir culto en el templo. Al crecer su popularidad, la choza añadió otra habitación y pasó a llamarse «taberna». La taberna agregó más habitaciones y se denominó «fonda». La posada emprendió el proyecto de levantar toda un ala de cuartos y ahora se enorgullecía de calificarse como «taberna, fonda y casa de huéspedes».
El Escudo Roto gozaba de las preferencias de mercenarios, peregrinos y clérigos de Neraka, principalmente por el hecho de que se admitían «sólo humanos». No se permitía el acceso a otras razas, en especial a draconianos, goblins y hobgoblins. Los propios clientes habituales cuidaban de que se respetara esa norma y se ocupaban de que «dracos» y «hobos y gobos» fueran a beber a El Troll Peludo.
La posada estaba a tope esa noche, repleta de soldados hambrientos que habían terminado su turno de guardia. Iolanthe había cambiado sus ropas de seda por los sencillos ropajes negros de una peregrina oscura. Con el rostro totalmente cubierto por el velo, esperó fuera hasta que un grupo de peregrinos oscuros entró en fila a la posada. Se unió a ellos y entraron juntos en el establecimiento.
Localizó a Kitiara inmediatamente. La Señora del Dragón estaba sentada sola a una mesa donde tomaba la cena con rapidez y bebía una jarra de cerveza. Los peregrinos se separaron y se sentaron a varias mesas, repartidos en grupos de dos o tres. Nadie pareció prestar atención a Iolanthe.
La hechicera vio que Kitiara apartaba el plato vacío y se sentaba recostada en la silla, con la jarra en las manos. La guerrera estaba seria, absorta en sus pensamientos. Un mercenario joven y atractivo, de largo cabello rubio y con una cicatriz irregular en una mejilla, se acercó a su mesa. Aparentemente, Kitiara no reparó en él. El mercenario empezó a retirar una silla para sentarse, pero Kitiara plantó la bota encima del asiento.
—Ésta noche no, Trampas —dijo la Señora del Dragón al tiempo que negaba la cabeza—. No tendrías una buena compañía conmigo.
—Oh, venga, Kit —empezó el joven en tono persuasivo—, al menos déjame que te invite a una cerveza.
Ella no movió el pie y no había otra silla.
Trampas se encogió de hombros y siguió su camino. Kitiara apuró la cerveza de un largo trago. El tabernero le llevó otra jarra, la dejó delante de la mujer y retiró el recipiente vacío. Kit se bebió también ésa y siguió rumiando para sus adentros. Iolanthe intentó adivinar qué sería lo que estaba pensando. La guerrera no parecía irritada ni enfadada, de modo que no podía estar dándole vueltas a la reprimenda de Ariakas. Su gesto era introspectivo, y aunque miraba la jarra de cerveza se notaba que no la veía. De vez en cuando sonreía. Daba la impresión de estar recordando, rememorando viejos tiempos, evocando momentos felices.
—Qué interesante —murmuró entre dientes Iolanthe. Repasó la conversación que había oído a escondidas entre la mujer y Ariakas. Habían hablado de otros tiempos, de la época en la que Kit vivió en Solace. Habían comentado algo sobre su hermano el mago, pero a juzgar por la calidez de su sonrisa y el destello en los ojos oscuros, Kitiara no estaba pensando en enfermizos hermanos pequeños.
»Mi señor tenía razón. Tienes secretos —musitó Iolanthe—. Secretos peligrosos.
Kitiara echó un buen trago de cerveza y, arrellanándose cómodamente en la silla, puso los dos pies en el asiento de la que tenía enfrente; así dejaba claro a todos los que estaban en la taberna que quería estar sola esa noche.
—Estupendo —murmuró la hechicera. La presencia de un amante habría representado un serio inconveniente.
Iolanthe se levantó y fue al abarrotado mostrador donde los soldados pedían cerveza, aguardiente enano, vino o aguamiel o una mezcla de varios. Los que servían en el mostrador, con la cara congestionada y sudorosa, se afanaban yendo de un lado para otro para atender a todos con rapidez. Los soldados eran escandalosos y broncos, gritaban insultos a los camareros y toqueteaban a las camareras, que, al estar acostumbradas a la grosera muchedumbre, respondían en consonancia. Iolanthe se abrió paso a empujones. Al ver a una peregrina oscura, los soldados se retiraron con presteza y, aunque rezongando, le abrieron paso respetuosamente. Un hombre tenía que estar borracho como una cuba para atreverse a insultar a una sacerdotisa de su Oscura Majestad.
—¿Qué deseas, venerable? —preguntó uno de los agobiados camareros que sostenía tres jarras espumosas en cada mano.
—La llave de mi cuarto, por favor —contestó Iolanthe—. Habitación dieciséis.
El camarero soltó las jarras en las manos de varios clientes y después se volvió hacia los ganchos donde estaban colgadas las llaves, cada cual con un número atado. Mientras, los soldados lo maldecían por su lentitud, y él respondió de igual modo a la par que agitaba el puño. Encontró la número dieciséis, la cogió y la lanzó por encima del mostrador. Iolanthe la atrapó al vuelo con agilidad. Llave en mano, subió la escalera que conducía a las habitaciones del primer piso.
Hizo un alto en el oscuro pasillo y echó un vistazo a la taberna desde la galería. Kitiara seguía sentada en el mismo sitio, todavía con la mirada prendida en la jarra de cerveza medio llena. Mirando el número de las puertas, la hechicera siguió pasillo adelante hasta dar con la que buscaba; abrió con la llave y entró.
El yelmo astado de color azul de un Señor del Dragón yacía en un rincón, donde Kit lo había dejado junto con varias piezas más de la indumentaria de un jinete de dragón. La armadura se había diseñado de manera especial y la había bendecido la Reina Oscura. Además de resguardarlo del fuerte viento que azotaba al jinete montado en un dragón, también lo protegía de las armas del enemigo. Aparte de la armadura y una cama, el cuarto estaba vacío. Por lo visto Kitiara viajaba ligera de equipaje.
Iolanthe no prestó atención a los objetos de la habitación y recorrió con la mirada el aposento en sí para memorizarlo. Segura de poder visualizarlo cuando quisiera, cerró la puerta y echó la llave. Bajó a la taberna para devolvérsela al camarero, pero al verlo atareado la dejó en el mostrador y se marchó.
Echó una ojeada hacia atrás y comprobó que Kitiara seguía sentada a la mesa, sola, con otra jarra llena. Por lo visto pensaba ahogar los recuerdos en cerveza.
* * *
Iolanthe estaba sentada en su pequeña sala y estudiaba el conjuro a la luz de la lumbre. A su lado ardía de forma regular una vela con las horas marcadas en la cera, de manera que el paso del tiempo las derretía una tras otra. Cuando hubieron pasado seis horas, Iolanthe consideró que era el momento adecuado. Cerró el libro de hechizos, tomó otro y lo llevó al laboratorio.
Vestía sus ropajes mágicos, una gruesa túnica de color negro, sin adornos, para fundirse con la noche.
Colocó el segundo libro en la mesa. Éste libro no tenía nada que ver con la magia. Se titulaba Historia de Ansalon desde la Era de los Sueños hasta la Era del Poder con anotaciones del autor, un erudito Esteta de la respetada Biblioteca de Palanthas. El libro más aburrido que uno pueda imaginarse, de los que acumulan polvo en una estantería porque nadie los elige por gusto. Justo lo que buscaba quien lo hizo, ya que en realidad no era un libro, sino una caja. Iolanthe tocó la letra «E» de «Esteta» y la portada, que era la tapa de la caja, se alzó con un suave chasquido.
Un tarro de cristal que cerraba un tapón sellado con cera y ribeteado con filigrana dorada descansaba en el hueco recortado en las «páginas». Junto al tarro, en otro hueco más pequeño, había un pincel hecho con pelos de la melena de un león.
Iolanthe sacó el tarro con cuidado, lo puso sobre la mesa, rompió el sello de cera y extrajo el tapón de corcho. La sustancia contenida en el tarro era densa y viscosa, como azogue, y rielaba con la luz. Aquélla era la posesión más valiosa de la hechicera, un regalo que le hizo Ladonna, portavoz de la Orden de los Túnicas Negras, al acabar con éxito la Prueba. La sustancia tembló cuando Iolanthe transportó el tarro y el pincel a una parte del cuarto que ocultaba una cortina gruesa.
La hechicera apartó la cortina y la dejó caer tras ella. En esa zona no había absolutamente nada, ni muebles ni cuadros colgados en la pared de yeso encalado. Iolanthe dejó el tarro en el suelo, mojó el pincel en la sustancia plateada y, empezando a nivel del suelo, trazó una línea recta pared arriba hasta igualar su altura. Pintó otra línea en perpendicular a la primera y después añadió una tercera hasta el suelo. Hecho esto, volvió a poner el tapón con cuidado en la boca del tarro. Vertió cera derretida sobre el corcho y lo dejó a un lado para que se endureciera. Comprobó que el pequeño puñal de plata seguía metido en la manga de la túnica y después volvió al hueco oculto tras la cortina.
La hechicera se quedó frente a las tres líneas pintadas en la pared y pronunció las palabras mágicas requeridas. La sustancia plateada resplandeció en la pared con tanta intensidad que la deslumbró. Durante un instante lo único que vio fue una brillante luz blanca. Evocó una imagen de la habitación en la posada El Escudo Roto y se obligó a mirar fijamente la intensa luz.
La pared en la que estaban pintadas las líneas plateadas desapareció. El pasillo de la posada se extendía ante la hechicera. Iolanthe no entró en él de inmediato, sino que miró a su alrededor con atención; no quería que la interrumpieran. Hasta que no estuvo segura de que no había nadie cerca no entró, entonces caminó a través de la pared y de las líneas plateadas como cualquier persona habría hecho a través de una puerta y, recorriendo las sendas de la magia, se halló en la habitación dieciséis.
Iolanthe echó un vistazo a su espalda. Un tenue brillo plateado, como el viscoso rastro dejado por un caracol, brillaba en la pared y le marcaba el camino de vuelta. En la chimenea ardían las brasas, y a su luz la hechicera distinguió la cama y a la mujer que dormía en ella.
El cuarto apestaba a cerveza.
Iolanthe sacó el puñal de la manga. Cruzó silenciosamente el suelo hasta llegar junto a la cama. Kitiara yacía boca arriba, despatarrada, con un brazo doblado por encima de la cabeza. Todavía llevaba puestas las botas y las ropas, probablemente se había sentido muy cansada o muy ebria para desnudarse. Respiraba de forma regular, profundamente dormida. La espada, enfundada en la vaina, estaba colgada en uno de los postes de la cama.
Puñal en mano, Iolanthe se inclinó sobre la mujer dormida. No creía que Kit estuviera fingiendo, pero siempre existía esa posibilidad, de modo que acercó la punta del arma a la muñeca de la guerrera y la hundió en la piel hasta hacer brotar una gota de sangre.
Kitiara ni se movió.
«Sería una gran asesina —reflexionó la hechicera—. Déjate de tonterías y ponte a trabajar».
Desvió el arma hacia el cabello de Kitiara. Tomó con suavidad uno de los sedosos rizos negros que rozaban la almohada y, estirándolo, pegó el filo al cuero cabelludo y lo cortó de raíz. Cortó otro rizo y un tercero, e iba a repetirlo con un cuarto cuando Kitiara soltó un profundo suspiro, frunció el entrecejo y se giró en la cama.
Iolanthe se quedó paralizada, sin atreverse a mover un solo músculo. No corría peligro. Tenía preparadas las palabras en los labios y el requerido pellizco de arena en los dedos, lista para lanzarlos sobre la durmiente. No quería tener que recurrir a la magia, sin embargo, porque cuando Kitiara se despertara a la mañana siguiente podría ver arena en la cama y deducir que le habían echado un hechizo durante la noche. No tenía que sospechar nada. En cuanto al pinchazo en la muñeca, los guerreros siempre se estaban cortando con la armadura o con las armas. No le daría importancia a una marca tan pequeña.
Kit se abrazó a la almohada y murmuró una palabra que sonó como tañis, suspiró, sonrió y volvió a quedarse profundamente dormida. A la hechicera no se le ocurría por qué soñaba Kit con campanas y tañidos, pero a saber si había alguna razón. Guardó los rizos de pelo en una bolsita de terciopelo, se ató la bolsa al cinturón y se alejó de la cama de Kitiara.
Brillando débilmente en la pared, el plateado rastro de caracol le indicaba el camino de salida. Iolanthe atravesó el umbral plateado y entró en el rincón oculto por la cortina de su vivienda. El trabajo nocturno había sido un éxito.