La estrategia de Kitiara
La estratagema de Ariakas
La hechicera
—¿Sabes una cosa? Me estoy planteando promocionar a Grag a Señor del Dragón —dijo Ariakas, que seguía mirando con expresión especulativa al draconiano que se alejaba.
—¿A un draco? —Kitiara parecía divertida—. Ésos lagartos son guerreros excelentes, por supuesto, milord. Al fin y al cabo, se criaron para combatir, pero les falta inteligencia y la disciplina necesarias para ejercer el mando.
—Yo no estoy tan seguro de eso —la contradijo Ariakas—. El comandante Grag tiene una buena cabeza sobre los hombros.
—Al menos es más listo que Verminaard —masculló Kitiara.
—Te recuerdo que tenía un alto concepto de Verminaard —manifestó el emperador con acaloramiento—. La campaña del oeste se dirigió de un modo brillante. Cualquier hombre, por poderoso que sea, puede acabar siendo víctima del destino.
Kitiara se encogió de hombros y reprimió otro bostezo. No había dormido mucho la pasada noche, pues la habían despertado sueños inquietantes de un alcázar devastado por un incendio y un caballero espectral vestido con una armadura tiznada que llevaba una rosa como adorno. Kitiara no tenía ni idea de qué significaba el sueño o por qué lo había tenido, pero se había despertado bruscamente, acosada por un temor sin nombre, y no había podido dormirse otra vez.
Por su aspecto tampoco parecía que Ariakas hubiese dormido bien. Tenía ojeras y parpadeaba constantemente. Inquieta, Kit se preguntó si el sueño habría sido sólo eso o si Takhisis intentaba decirle algo. Iba a preguntarle a Ariakas cuando él la sobresaltó al hablar:
—¿Fue cosa del destino, Kitiara?
—¿Qué fue cosa del destino, milord? —inquirió la mujer, desconcertada. Había olvidado el tema de la conversación.
—¡Por Takhisis! —explotó Ariakas—. ¡Voy a tener que pensar que fuiste tú quien hizo matar a Verminaard! Qué coincidencia que esos asesinos procedieran de tu ciudad natal y que uno de ellos fuera un hechicero. Tenías un hermano hechicero, si no recuerdo mal.
—Me abruma que recuerdes tantos detalles sobre mí —repuso fríamente Kitiara—. En cuanto al mago emparentado conmigo, Raistlin sólo es medio hermano y siempre ha sido endeble y enfermizo. Dudo que aún siga vivo, mucho menos que ande por ahí asesinando Señores de los Dragones.
Ariakas le asestó una mirada abrasadora.
»¿Me estás acusando del asesinato de Verminaard, milord? —instó la mujer, encolerizada.
—¿Y qué, si lo hago? —demandó el emperador.
Se acercó a ella valiéndose de su corpachón para intimidarla físicamente. Kitiara tembló y durante un instante casi se dejó llevar por el pánico. Le había dicho la verdad, pero no toda la verdad. No tendría que haber hecho esa broma sobre Verminaard. En ese momento recordó las enseñanzas de su padre. En tiempos, Gregor Uth Matar había sido Caballero de Solamnia. Fue expulsado de la orden por conducta deshonrosa y a partir de entonces se había ganado la vida poniendo su espada al servicio del mejor postor. Gregor había sido un hombre atractivo, audaz y mujeriego, siempre acosado por las deudas y metido en líos cada dos por tres. Kitiara lo había adorado. Una de sus máximas era: «Siempre al ataque, nunca a la defensiva».
En lugar de retroceder, como Ariakas esperaba que hiciera, Kitiara se acercó más a él de forma que estaban prácticamente rozándose.
—A estas alturas tendrías que conocerme lo suficiente, milord, para saber que si hubiera querido matar a Verminaard, me habría encargado de ello personalmente. No habría pagado para que otros lo hicieran por mí.
Ariakas la sujetó por la mandíbula, prietos los dedos. Un simple movimiento y le rompería el cuello. La miró intensamente esperando que flaqueara y se pusiera a gimotear.
Kit ni siquiera parpadeó y, de pronto, Ariakas sintió un cosquilleo en la zona del bajo vientre, una sensación punzante como una hoja acerada. Bajó la vista y se sobresaltó al ver la mano de Kitiara asiendo un cuchillo, lista para hincarlo a través de la faldilla de cuero en una parte muy sensible de su anatomía.
Ariakas estalló en carcajadas y empujó a Kit para apartarla.
—Malditos sean esos gandules que tengo de guardias —dijo, entre divertido y furioso—. ¡Haré que les corten la cabeza por esto! ¡Tienen orden de registrar a todo el mundo, incluso a los comandantes que gozan de mi confianza! O quizá debería decir que especialmente a los comandantes que gozan de mi confianza.
—No culpes a los ogros, milord. Estaba escondido a propósito para que no lo encontraran.
Sostuvo el puñal de hoja delgada y lo deslizó en una vaina hábilmente trabajada para camuflarla en el dibujo que adornaba el peto de la armadura.
El emperador soltó una risita.
—¿De verdad me habrías apuñalado?
—¿Me habrías partido el cuello? —repuso Kitiara en tono burlón.
Los dos sabían que la respuesta era «sí». Ninguno de ellos habría esperado menos del otro.
—Quizá ahora podamos centrarnos en el asunto de Solamnia. —Ariakas se dirigió hacia el escritorio, donde había un mapa extendido. Se inclinó sobre él.
Kitiara suspiró para sus adentros. Había sobrevivido a otro enfrentamiento con su poderoso señor. Su audacia y su atrevimiento le habían complacido. No obstante, llegaría el día en que no ocurriría así.
—¿Has tenido un sueño extraño anoche, milord? —preguntó Kitiara.
—No intentes cambiar de tema —le espetó secamente el emperador.
—Yo sí lo tuve —continuó ella—. Soñé que Takhisis intentaba persuadirme de que viajara al alcázar de Dargaard para enfrentarme al Caballero de la Muerte que se cree que mora allí.
—Soth —ratificó Ariakas—. Lord Soth. ¿Qué le dijiste a su Oscura Majestad?
Hizo la pregunta con aparente despreocupación, pero algo en su tono alertó a Kitiara, que supo entonces que él había tenido el mismo sueño.
—Le dije que no creía en fantasmas —fue la escueta respuesta de Kit.
—Soth no es un fantasma —rezongó Ariakas—. Vive, si es que puede decirse tal cosa de un hombre que lleva muerto más de tres siglos. Nuestra soberana quiere reclutarlo para nuestra causa.
—¿Harías eso, milord? —quiso saber la mujer.
El emperador sacudió la cabeza.
—Soth sería un valioso aliado, pero no podría fiarme de él. Es demasiado poderoso. ¿Por qué iba a obedecer a un mortal un Caballero de la Muerte? No, dejemos que Soth siga rumiando sus malas acciones en ese castillo en ruinas. No quiero tener nada que ver con él.
Kitiara tuvo que admitir que su razonamiento era atinado. A menudo, la reina Takhisis se impacientaba con las flaquezas y las debilidades humanas, lo que la llevaba a ser poco práctica de vez en cuando. Kit dejó de lado el sueño.
—He leído tu última propuesta para Solamnia —estaba diciendo Ariakas, que alzó un fajo de pergaminos—. Recomiendas que el Ala Azul ataque la Torre del Sumo Sacerdote, la ocupe y, desde allí, marche hacia Palanthas. Un plan osado, Kitiara. —Tomó asiento detrás del escritorio.
»Lo desapruebo. Menoscaba la potencia de nuestras fuerzas al tener que desplegarse por tanto territorio, pero oiré lo que tengas que decir al respecto.
Kitiara se sentó a medias en el borde del escritorio y se inclinó hacia delante para explicar su idea.
—Mis espías me han informado de que la Torre del Sumo Sacerdote tiene sólo unas pocas tropas de dotación, milord. —Plantó el dedo en el mapa—. El Ala Roja está aquí. Podrías ordenar que subiera hacia el norte. El ataque a la Torre del Sumo Sacerdote podría llevarse a cabo con tropas y dragones del Ala Roja y el Ala Azul. No sería difícil aplastar a la pequeña fuerza defensora y tomar la fortaleza antes de que los caballeros solámnicos supieran quién los había atacado. Desde allí, continuaríamos el avance hacia Palanthas, conquistaríamos la ciudad y ocuparíamos los puertos.
—Tomar Palanthas no será fácil —adujo el emperador—. No podemos ponerle cerco a la ciudad sin antes bloquear los puertos de la bahía.
—¡Bah! Los palanthinos son pisaverdes pusilánimes y consentidos. No quieren luchar. Podrían romperse una uña. Una vez que los palanthinos vean a los dragones volando sobre su ciudad estarán tan aterrorizados que se mearán en los pantalones y se rendirán.
—¿Y si no lo hacen? —Ariakas señaló en el mapa—. Aún no controlamos las Llanuras de Solamnia ni Elkholm ni Heartlund. Dejas los flancos desprotegidos, rodeada por el enemigo. ¿Y qué pasa con las líneas de suministro? ¡Aun en el caso de que conquistaras la fortaleza, una vez dentro tus tropas se morirían de hambre!
—Cuando Palanthas sea nuestra, nos abasteceremos desde allí. Entretanto, tenemos dragones rojos que pueden transportar lo que necesitemos.
Ariakas resopló al oír aquello.
—¡Los rojos no servirán como mulas de carga! ¡Se negarán en redondo a semejante arreglo!
—Si su Oscura Majestad se lo ordenara…
El emperador negó con la cabeza.
Kitiara se recostó en la silla con los labios fruncidos y los ojos centelleantes.
—Entonces, milord, nosotros mismos cargaremos con los suministros y nos las apañaremos. —Apretó los puños llevada por el entusiasmo y la pasión—. ¡Te garantizo que cuando la gente de Palanthas vea ondear nuestra insignia en la Torre del Sumo Sacerdote, la ciudad caerá en nuestras manos como fruta madura!
—Es demasiado arriesgado —argumentó Ariakas.
—Sí, lo es —admitió Kitiara con ansiedad—, pero es más arriesgado darles tiempo a los caballeros para que se organicen y manden a buscar refuerzos. Ahora mismo, la confusión reina en la caballería. No tienen Gran Maestre porque ningún hombre es lo bastante fuerte para aspirar al cargo, y hay dos Primeros Juristas porque dos hombres reclaman la posición y ninguno de ellos reconocerá los derechos del otro. Andan a la greña como marineros en la cubierta de un barco en llamas que discuten quién ha de apagar el fuego y entre tanto la nave se hunde.
—Podría ser así, pero la caballería sigue siendo una fuerza poderosa en Solamnia, y mientras los caballeros estén allí, la gente de Solamnia jamás se rendirá —repuso el emperador.
—Lo que ocurrirá si aniquilamos a los caballeros que hay en la Torre del Sumo Sacerdote —arguyó Kitiara—. Si Palanthas cae a causa de una estupidez, la gente se enfurecerá y les dará la espalda. De hecho, ya desconfía de ellos. La pérdida de la Torre del Sumo Sacerdote y la invasión de Palanthas sería el golpe de gracia. La caballería se desintegraría.
Viendo que Ariakas le daba vueltas a aquello, la mujer aprovechó para insistir en su razonamiento.
—Milord, usaremos los dragones azules para arremeter como un rayo que cae del cielo. Atacaremos a los caballeros con rapidez y con dureza antes incluso de que hayan tenido tiempo de vernos llegar. ¡Da la orden y mis dragones estarán listos para la ofensiva antes de una semana!
Hizo una pausa para darle tiempo a asimilar sus palabras y después añadió en voz queda:
»Se dice que la Torre del Sumo Sacerdote no caerá nunca mientras la defiendan hombres con fe. Los que guardan la fortaleza han perdido la fe y no podemos darles la oportunidad de recuperarla. Tenemos que atacarlos antes de que entre las filas de los caballeros surja un adalid que concilie a las facciones antagonistas.
Ariakas reflexionó sobre todo aquello. Los argumentos de la mujer eran convincentes. Le gustaba la idea de un ataque rápido y brutal a la torre defendida por una dotación reducida. Eso desmoralizaría a los caballeros y Palanthas se rendiría. El emperador necesitaba las riquezas y la flota de barcos de la ciudad. Sólo con la venta de esclavos las monedas de acero entrarían a raudales en sus cofres.
Estaba a punto de acceder cuando miró a Kitiara a los ojos y vio lo que deseaba ver en los ojos de sus comandantes: el ansia de la batalla. Pero también vio algo más, algo que le dio que pensar. Vio certeza presuntuosa. Vio ambición.
Se la aclamaría y agasajaría: Kitiara, la Dama Azul, la conquistadora de Solamnia.
La vio alargar la mano hacia la Corona del Poder. Quizá ya había dado el primer paso al quitar de en medio a uno de sus rivales…
Ariakas no temía a Kit. No le temía a nada ni a nadie. Si hubiese pensado que el arriesgado plan de la mujer era la única oportunidad que tenían de alcanzar la victoria, le habría ordenado que procediera y ya se habría encargado de ella cuando lo desafiara. Pero cuantas más vueltas le daba al plan, más clara veía la posibilidad del desastre.
El emperador desconfiaba de la dependencia de Kit de los dragones. Antes del regreso de su Oscura Majestad, Ariakas no había hecho entrar en batalla a los dragones, y aunque admitía que servían para destruir e intimidar, no creía aconsejable depender de ellos para tomar la iniciativa en la batalla, como proponía Kitiara. Los dragones eran criaturas arrogantes. Poderosos e inteligentes, se creían muy por encima de los humanos, tanto como éstos comparados con las moscas. Por ejemplo, Ariakas no podía dar una orden directa a un dragón. Ellos sólo debían obediencia a Takhisis e incluso la diosa tenía que hacerlo con diplomacia.
El plan temerario y poco ortodoxo de Kitiara iba en contra de las ideas de Ariakas respecto a la forma de conducir una guerra y a la mujer no le vendría mal que por una vez la pusieran en su sitio, que se le recordara quién era el que mandaba.
—No —dijo con firmeza—. Reforzaremos nuestro dominio en el sur y en el este y después marcharemos contra la Torre del Sumo Sacerdote. En cuanto a los caballeros solámnicos, tengo mis propios planes para destruirlos.
Kitiara estaba decepcionada.
—Milord, si pudiera explicar los detalles, estoy segura de que acabarías viendo…
Ariakas asestó un fuerte golpe en el tablero del escritorio con la palma de la mano.
—No tientes a la suerte, Dama Azul —advirtió en tono severo.
Kitiara sabía cuándo tenía que dar su brazo a torcer. Conocía al emperador y lo entendía. Sabía que no se fiaba de los dragones. Que no se fiaba de ella. Y que su desconfianza había influido en la decisión, aunque jamás lo admitiría. Sería peligroso insistirle más.
La mujer sabía también, con una certeza que rayaba lo extraordinario, que el emperador acababa de cometer un grave error. Y los hombres pagaban con la vida las equivocaciones.
Kit pensó todo eso y luego dejó de lado el asunto con una sacudida de los negros rizos y un encogimiento de hombros. De natural práctica, siempre miraba hacia el futuro, nunca hacia atrás. No perdía tiempo en lamentaciones.
—Como ordenes, milord. ¿Cuál es tu plan?
—Ésa es la razón de que te haya mandado llamar. —Ariakas se levantó del escritorio y caminó hacia la puerta. Se asomó fuera y gritó—: ¡Que venga Iolanthe!
—¿Quién es Iolanthe? —preguntó Kit.
—Es mi nueva hechicera y la idea es de ella —contestó Ariakas.
Por el brillo lascivo de sus ojos, Kitiara dedujo al punto que, además de su nueva hechicera, también era su nueva amante.
De nuevo se sentó en el borde del escritorio, resignada a oír fuera cual fuese el plan descabellado que la última querida de Ariakas le había susurrado al oído en pleno frenesí sexual. Y era una hechicera, una practicante de la magia. Lo que empeoraba las cosas.
Kitiara estaba más acostumbrada que la mayoría de guerreros a tener cerca hechiceros. Su madre, Rosamun, había nacido con el don y tenía visiones extrañas y trances que al final la condujeron a la locura. La magia también corría con fuerza por las venas de su medio hermano pequeño, Raistlin. Había sido Kitiara la que, al ver que tenía el talento, comprendió que algún día podría ganarse la vida con su arte… Siempre y cuando la magia no acabara antes con él.
Como les pasaba a casi todos los guerreros, Kitiara no se fiaba de los magos. No jugaban limpio en la lucha. Que le dieran un enemigo que arremetiera contra ella con una espada, no uno que pegaba brincos mientras entonaba palabras con un sonsonete monótono y lanzaba excrementos de murciélago.
La hechicera llegó acompañada por uno de los guardias ogros, que se la comía con los ojos sin poderlo evitar. Iolanthe había acudido a la llamada con tal prontitud que Kitiara sospechó que la hechicera había estado cómodamente instalada en una estancia cercana. Por la mirada que intercambió con Ariakas, Kit dedujo que se la había invitado a escuchar a escondidas la conversación.
Iolanthe era lo que Kitiara habría esperado de una de las amantes de Ariakas. Era humana, joven (unos veintitantos, sin llegar a los treinta) y Kitiara suponía que a los hombres debía de parecerles hermosa si a uno le gustaba ese tipo de belleza núbil y voluptuosa.
En otro tiempo, a Ariakas le había gustado el tipo de belleza de Kitiara, musculosa y magra, pero de eso hacía mucho y Kit estaba contenta de que hubiese quedado en el pasado. Se había acostado con el emperador por una razón que no era otra que sacar ventaja a otros centenares de comandantes en ciernes que reclamaban el favor de Ariakas.
Kit saludó a Iolanthe con una fría inclinación de cabeza y una de sus sonrisas sesgadas, lo que hizo que la hechicera entendiera de inmediato que la guerrera sabía el porqué y el cómo de que estuviera allí.
Iolanthe respondió a la sonrisa sesgada de Kit con otra encantadora. Ariakas le había hablado mucho sobre ella y la hechicera sentía mucha curiosidad por conocerla. No tenía celos de ella. Estar celoso de alguien significaba que se tenía complejo de inferioridad y de incapacidad, y Iolanthe estaba tremendamente segura de sus poderes, tanto mágicos como físicos. No tenía motivos para sentir celos de nadie.
Pero Kitiara sí tenía algo que Iolanthe deseaba. Era una Señora del Dragón, mandaba sobre hombres y dragones, gozaba de riqueza y prestigio. Ariakas la veía como una igual, en tanto que Iolanthe sólo era su hechicera y su querida…; otra más en una larga lista de amantes. Los ogros que montaban guardia fuera trataban a Kitiara con marcado respeto. A ella la miraban con lujuria.
Iolanthe deseaba lo que tenía Kitiara —poder— y estaba dispuesta a conseguirlo, aunque aún no había decidido cómo. Era natural de Khur, una tierra de feroces guerreros nómadas que se enfrentaban en disputas sangrientas desde hacía siglos. Iolanthe podía hacerse amiga de Kitiara o podía convertirse en su más mortal enemiga. Que fuera una cosa o la otra dependía mucho de la guerrera.
—Explícale tu idea a la Dama Azul —dijo Ariakas al entrar Iolanthe.
La hechicera hizo una grácil inclinación en señal de aquiescencia. Tenía los ojos de color violeta y los llevaba pintados con kohl negro para resaltar la inusual tonalidad del iris. Ésos ojos se encontraron con los de Kitiara en una mirada de recíproca evaluación.
La guerrera no tenía en mucho a la mayoría de los hombres que conocía, y sentía un profundo desagrado por todas las mujeres que, a su modo de ver, eran criaturas pusilánimes dadas a tener niños y ataques de nervios. Kit se daba cuenta de la razón por la que Ariakas había metido en su cama a esa mujer. Iolanthe era una de las féminas más llamativas y exóticas que había visto en su vida.
—Creo que tienes ascendencia solámnica, Kitiara —empezó la hechicera.
—El tratamiento que me corresponde es el de Señora del Dragón —declaró Kitiara.
Las oscuras pestañas de Iolanthe aletearon.
—Te pido perdón, Señora del Dragón. Discúlpame.
Kitiara asintió con un brusco cabeceo.
—Habla. No dispongo de mucho tiempo.
Iolanthe echó una mirada furtiva al emperador. Como esperaba, el hombre estaba disfrutando con la escena. Por lo general consideraba conveniente que sus subordinados anduvieran a la greña como una forma de promover la supervivencia del más apto. Iolanthe acariciaba la idea de que quizá podría utilizarlos a los dos y que se enfrentaran entre sí mientras ella ascendía al poder. Era un juego peligroso, pero la hechicera llevaba sangre de reyes guerreros en las venas, y no había ido a Neraka sólo para sentir las manos callosas de Ariakas toqueteándola.
—Tu padre era un caballero —continuó Iolanthe, que se abstuvo de añadir que fue un caballero caído en desgracia—, y en consecuencia estás familiarizada con la política de la caballería solámnica…
—Sé que me entra una jaqueca espantosa cada vez que se habla de política —la interrumpió de nuevo, desdeñosa.
—He oído que eres una mujer de acción. —Iolanthe le dedicó a Kit una bonita sonrisa—. ¿Conoces a un caballero llamado Derek Crownguard?
—Me han hablado de él, pero no lo conozco personalmente. Es un Caballero de la Rosa, vástago de una familia acaudalada, que compite con Gunthar Uth Wistan por el liderazgo de la caballería.
Puede que la política le causara dolor de cabeza a Kitiara, pero se ocupaba de estar informada de lo que ocurría en el país que estaba a punto de conquistar.
»Crownguard es ambicioso. Un buscador de la gloria. Seguidor estricto del Código y la Medida. Ni siquiera cagará sin antes consultar la Medida para estar seguro de que hace lo correcto.
—Expresado de un modo tosco, pero certero —comentó la hechicera.
—El tal Crownguard es la clave de la destrucción de la caballería —intervino Ariakas.
—¿Quieres que ordene matarlo? —preguntó Kitiara.
Le habló al emperador, pero fue Iolanthe la que contestó sacudiendo la cabeza en un gesto negativo. Llevaba el negro cabello largo hasta los hombros, con flequillo recto, y adornado con una fina banda de oro. La espesa melena se meció al mover la cabeza y liberó una leve fragancia a perfume. Vestía ropas de seda negra con orlas doradas, cosidas en capas para que el tenue tejido transparente se le ajustara aquí y ondeara allá, de manera que proporcionaba un fugaz y tentador atisbo de la carne morena que había debajo. Lucía brazaletes y anillos de oro, así como ajorcas en los tobillos. Iba descalza.
En contraste, Kitiara vestía la armadura de dragón y botas altas, además de oler a sudor y a cuero.
—Morir asesinado convertiría en héroe a Derek Crownguard —dijo la hechicera—. En este momento es lo que los caballeros necesitan, precisamente, y sólo un necio les proporcionaría uno.
—Limítate a explicarle el plan, Iolanthe —ordenó Ariakas, que empezaba a impacientarse—. O, mejor aún, lo haré yo. ¿Has oído hablar de los Orbes de los Dragones? —preguntó a Kitiara.
—¿Ése artefacto mágico que tiene esclavizado al rey elfo Lorac?
—Se ha descubierto otro orbe igual en el límite del glaciar. Parece ser que el Señor del Dragón del Ala Blanca, Feal-Thas, se lo encontró mientras hacía una limpieza en su armario —terminó Ariakas con sequedad.
—Quieres que vaya y se lo quite —dijo la guerrera.
Ariakas tamborileó unos dedos contra los de la otra mano.
—No. Tiene que ser Derek Crownguard el que recupere ese orbe.
Kitiara enarcó las cejas. Fuera lo que fuese lo que había esperado, no era eso, desde luego.
—¿Por qué, milord?
—Porque el orbe se apoderará de Crownguard, igual que se apoderó del rey elfo, y lo tendremos controlado. El caballero regresará a Solamnia…; el veneno en el pozo solámnico. Bajo nuestra dirección, conducirá a los caballeros derechos al desastre. Éste plan tiene la ventaja adicional de sacar a Derek de Solamnia en un período crítico. Estás familiarizada con los solámnicos, así pues, ¿qué te parece?
Lo que le parecía a Kitiara era que un ataque audaz a la Torre del Sumo Sacerdote en ese momento podría significar ganar la guerra, pero Ariakas no quería saber nada de eso. De repente comprendió el porqué. El emperador odiaba a sus enemigos, los Caballeros de Solamnia, pero por mucho que los odiara, también creía en ellos. Creía en su mitología. Creía en la leyenda del caballero Huma y de cómo arrojó a la Reina Oscura y a sus dragones de vuelta al Abismo. Creía en el mito del valor y la entereza de los caballeros y creía en su pasada gloria. Había maquinado aquel complicado plan porque, en el fondo, creía que no podía derrotarlos militarmente.
A Kitiara no la cegaban las apariencias. No era crédula. Había visto a los caballeros reflejados en la persona de su derrochador padre y sabía que las resplandecientes armaduras plateadas tenían herrumbre y mellas y chirriaban al caminar con ellas puestas.
Eso lo tenía meridianamente claro, pero no podía hacer nada al respecto. Lo que también estaba clarísimo era que si ese plan de Ariakas fallaba, si los ejércitos de los dragones perdían la batalla por Solamnia, sería a ella —como comandante del Ala Azul— a la que culparían. Daba igual que hubiera ofrecido al emperador una estrategia victoriosa que él había rechazado. Llegado el momento, Ariakas lo olvidaría convenientemente.
Él y su hechicera esperaban que les dijera lo listos que eran.
Cumpliría con su deber. Después de todo, era un soldado y él era su comandante.
—Me parece una idea interesante —dijo por fin—. Todos los solámnicos sienten una profunda desconfianza hacia cualquier cosa mágica, pero… —dirigió una sonrisa a Iolanthe—. No me cabe duda de que una hermosa mujer podría ayudar a sir Derek a superar esos recelos. Y ahora, si no ordenas nada más, milord, he de volver a mi puesto de mando.
A Kitiara se le había ocurrido que quizá podría haber alguna forma de sortear la negativa de Ariakas a atacar la Torre del Sumo Sacerdote. Al principio se enfurecería por haberle desobedecido, pero la victoria mitigaría su ira. Mejor eso que soportar su cólera tras una derrota…
—Excelente —respondió el emperador con suavidad—. Me alegra que te guste el plan, Kitiara, porque he decidido enviarte a ti a tender el lazo a Crownguard.
Aquello pilló por sorpresa a las dos mujeres. Iolanthe lo miró de hito en hito, casi tan estupefacta como Kitiara.
—Milord —protestó la hechicera, encrespada—, los dos convinimos en que sería yo quien…
—Milord —empezó Kitiara al mismo tiempo, fruncidas las oscuras cejas en un gesto de irritación—, soy comandante del Ala Azul. Mi sitio está con mis tropas…
Ariakas se sentía muy satisfecho. Ésas dos mujeres poderosas se estaban sintiendo cada vez más seguras de sí mismas, demasiado.
—He cambiado de opinión —dijo en un tono tan cortante que las hizo enmudecer a ambas—. Iolanthe, la Señora del Dragón tiene razón. Los caballeros desconfían de la magia y de quienes la manejan, algo que yo no había tenido en cuenta cuando accedí a que fueras tú. Kitiara es una guerrera, más idónea para esta tarea. En cuanto a ti, Señora del Dragón, tus fuerzas están atrincheradas durante el invierno. Puedes permitirte el lujo de pasar un tiempo separada de ellas.
Kit se dio media vuelta, decidida a ocultar su frustración, y caminó hacia una ventana para mirar al exterior del recinto, donde un grupo de prisioneros, encadenados por el tobillo unos a otros, formaba en fila al pie de un patíbulo. Era el día de ahorcar a los traidores. Desapasionado el semblante, vio que el ejecutor ponía la soga alrededor del cuello de un joven que, postrado de rodillas, afirmaba su inocencia y suplicaba que le perdonaran la vida. Los guardias lo levantaron con brusquedad y le cubrieron la cabeza con un saco.
—Déjanos, Iolanthe —ordenó Ariakas tras una pausa—. Tengo que hablar con la Señora del Dragón.
La hechicera asestó una mirada torva a Kitiara y después, con los sedosos ropajes ondeando tras ella, abandonó la sala. Al salir cerró de un portazo. Para entonces, Kitiara ya había recobrado el control de sí misma.
—La dama no parecía complacida. Me temo que esta noche dormirás en un lecho frío, milord.
—No ha nacido la mujer que me diga «no» a mí, Kitiara —repuso Ariakas, imperturbable—. Tú lo sabes, y deja de toquetear ese puñal escondido que llevas. Estoy convencido de que eres la persona adecuada para manejar este asunto con Crownguard. Una vez hayas cumplido esta misión, que, siempre y cuando la lleves a cabo bien, no debería ocuparte mucho tiempo…
—Ya tengo varias ideas al respecto, milord —lo interrumpió Kitiara.
—Bien. Después de eso, quiero que vueles a Haven y regreses aquí para presentarme un informe sobre esa situación caótica del Ala Roja.
Kitiara, a la que el Ala Roja le importaba un bledo, estaba a punto de argumentar contra esa orden cuando una idea repentina se abrió paso en su mente. Haven estaba cerca de Solace. Volver a los sitios por los que se había movido antaño podría resultar muy interesante.
—Estoy a tu disposición, milord —dijo.
—Después de eso, viajarás al límite del glaciar. No me fío de ese hechicero elfo. El hecho de que de pronto haya «recordado» que tenía un Orbe de los Dragones en su poder me parece preocupante.
Ariakas se acercó a ella y se puso a su lado. Los dos vieron abrirse la trampilla del patíbulo y al joven precipitarse hacia su muerte. Por desgracia para él, la caída no le rompió el cuello y se retorció y se sacudió en el extremo de la cuerda durante un tiempo.
—Ah, mira, un zapateador —comentó el emperador, divertido.
Kitiara estuvo mirando hasta que el cuerpo se quedó inmóvil y colgó, retorcido, en el aire. Sabía que Ariakas tenía más cosas que decir, así que esperó que dijera lo que fuera.
—Ésta es la razón principal de que haya aceptado el plan de Iolanthe de que ese caballero robe el Orbe de los Dragones. No quiero que esté en poder de Feal-Thas.
—Podría quitárselo yo —sugirió Kitiara.
—Tampoco quiero que esté en tu poder —repuso él a la par que la miraba con frialdad.
Kitiara esbozó una leve sonrisa y observó a los soldados que descolgaban el cadáver del patíbulo y preparaban la soga para el siguiente hombre de la fila.
—Habiendo dejado eso claro, no quiero que Feal-Thas crea que no confío en él —prosiguió Ariakas—. Es útil para ciertas cosas. No sé de nadie más al que pudiera convencer para que viviera en ese páramo helado. Habrás de ir con tiento en tus tratos con él.
—Por supuesto, milord.
—En cuanto al Orbe de los Dragones, una vez que el tal Crownguard deje de serme útil, habrá que deshacerse de él y el orbe me lo quedaré yo. ¿Te das cuenta de lo ingenioso que es este plan?
—Sí, milord —respondió, anuente. Fuera, en el exterior del recinto, los guardias arrastraban escalones arriba al siguiente condenado de la fila. Kitiara se apartó de la ventana—. Necesitaré tus órdenes por escrito para Feal-Thas o el elfo no me creerá.
—Por supuesto. Las tendrás por la mañana. Pásate por aquí antes de partir.
—¿Sabes dónde puedo encontrar a Crownguard, milord? Creo recordar que destruí su castillo hace algún tiempo…
—Según mis espías se encuentra en la isla de Sancrist, acogido en el castillo Wistan. Sin embargo, se va de allí para regresar a Palanthas.
Kitiara miró a Ariakas con expresión de incredulidad.
—¡Eso es territorio enemigo, milord!
—Una misión peligrosa, Kit, lo sé —admitió el emperador, imperturbable—. Por eso te elegí a ti.
Kitiara tenía la sensación de que había más motivos. Hasta hacía unos minutos tenía planeado enviar a Iolanthe a Solamnia, y Ariakas no era de los que obraban por impulso. Tenía una buena razón para hacer el cambio. Inquieta, la guerrera se preguntó cuál sería. ¿Se habría delatado a sí misma? ¿Le habría hecho sospechar que planeaba desobedecerle y atacar la Torre? Repasó lo que había dicho y lo que había hecho y decidió que no. No, simplemente debía de estar enfadado con ella por presionarle con el asunto de la Torre del Sumo Sacerdote.
Concluidos los asuntos a tratar entre ellos, Kitiara pidió permiso para marcharse. Los dos se despidieron con cordialidad.
—Una cosa que me gusta de ti, Kitiara —le dijo Ariakas cuando ella se dirigía a la puerta—, es que aceptas la derrota como un hombre. Nada de enfurruñarte ni poner mal gesto porque no te has salido con la tuya. Mantenme informado de cómo te van las cosas.
Kitiara estaba tan absorta en sus pensamientos cuando se fue que no reparó en que en la puerta de otro cuarto se entreabría una rendija ni vio los brillantes ojos violeta, maquillados con kohl y oscurecidos por la sombra de las espesas pestañas, que la observaban.
Los ogros le devolvieron la espada y el cuchillo que guardaba en una bota. A diferencia de Grag, las manos no le temblaron mientras se abrochaba la hebilla del cinturón, pero sí que experimentó una sensación de alivio similar. Eran pocos los que no sentían alivio cuando salían vivos de una audiencia con Ariakas.
—¿Quieres saber la dirección de la taberna más próxima? —preguntó el ogro mientras le tendía la espada.
—Gracias, ya sé dónde es —contestó Kitiara.