Grag informa al emperador
La Dama Azul sufre un sobresalto
El otoño estaba avanzado y las hojas, de colores otrora llamativos y sugerentes, caían ahora al suelo. El viento esparcía sus restos quebradizos y marchitos en espera de que el piadoso manto de las nieves invernales los sepultara.
El invierno casi había entrado en Ansalon y con él llegaría el final de la temporada de campaña. Las fuerzas de Takhisis, a las órdenes del emperador Ariakas, tenían ocupada gran parte de Ansalon: desde Nordmaard, al oeste, hasta Kalaman, en el éste; desde Goodlund, al norte, hasta Abanasinia, en el sur. El emperador planeaba conquistar el resto del continente y la reina Takhisis esperaba impaciente a que actuara de acuerdo con tal programa. Quería que siguiera adelante con la guerra, pero se le informó de que eso era imposible. Los ejércitos no podían marchar por calzadas que la nieve hacía intransitables. Las carretas de suministro se precipitaban a barrancos al abrirse camino por pasos cubiertos de escarcha o se quedaban atascadas en senderos embarrados. Era mejor esperar hasta la primavera. El invierno era una época para ponerse cómodo, descansar y sanar las heridas de las batallas del otoño. Los ejércitos resurgirían en primavera, fuertes y renovados.
Sin embargo, Ariakas le aseguró que el hecho de que sus soldados estuvieran inactivos no significaba que la guerra no siguiera disputándose. Estaban en marcha intrigas y conspiraciones secretas. Cuando Takhisis oyó eso, se sintió más tranquila.
Los soldados del ejército de los dragones, complacidos con las recientes victorias, habían ocupado las villas y ciudades conquistadas, vivían cómodos y calientes en los castillos tomados y disfrutaban del botín de guerra. Se habían apropiado de los cereales que hubiera en los graneros, habían tomado las mujeres que se les antojaron y mataron sin miramientos a los que intentaron proteger propiedad y familia. Los soldados de Takhisis vivirían bien durante el invierno, en tanto que los que se encontraban bajo el yugo del ejército se enfrentaban a la hambruna y el terror. Pero no todo le iba bien al emperador.
Planeaba pasar el invierno en su cuartel general de Sanction cuando recibió los inquietantes informes de que la campaña en el oeste no marchaba como se había previsto. El objetivo era borrar del mapa a los elfos de Qualinesti y después tomar y ocupar el reino enano de Thorbardin para finales de año. Primero llegó la noticia de que Verminaard, Señor del Dragón del Ejército Rojo que había dirigido una brillante campaña en la región de Abanasinia, había hallado la muerte a manos de sus propios esclavos. Luego fue la noticia de que los qualinestis habían conseguido escapar y huir al exilio. Y posteriormente se informó al emperador de que se había perdido Thorbardin.
Éste era el primer revés verdaderamente serio que los ejércitos de los dragones habían sufrido, y Ariakas tuvo que viajar a través del continente hasta su cuartel general de Neraka para descubrir qué había ido mal. Ordenó al comandante que por entonces tenía a su mando la fortaleza de Pax Tharkas que viajara a Neraka para presentarle un informe. Por desgracia, había cierta confusión sobre quién tenía el mando tras la muerte de Verminaard.
Un hobgoblin —un tal Fewmaster Toede— afirmaba que el difunto Verminaard lo había nombrado su segundo al mando. Toede preparaba el equipaje para viajar allí cuando le llegó la noticia de que Ariakas había montado en cólera por la pérdida de Thorbardin y que había dicho que alguien pagaría por ello. Al enterarse de esto, Fewmaster recordó de repente que tenía pendiente un asunto urgente en otra parte. Ordenó al comandante draconiano de Pax Tharkas que informara él al emperador y después salió por pies sin perder tiempo.
Ariakas se instaló en sus aposentos del cuartel general de Neraka, capital del imperio de la Reina Oscura, y esperó con impaciencia la llegada del comandante. El emperador tenía muy buena opinión de Verminaard y le enfurecía la pérdida de un comandante militar tan diestro. Ariakas quería respuestas y esperaba que el comandante Grag se las proporcionara.
Grag no había estado nunca en Neraka, pero no tenía intención de hacer turismo. Otros draconianos le habían advertido de que los de su clase no eran bienvenidos en la ciudad, a pesar de que «los de su clase» estaban dando la vida para ayudar a la Reina Oscura a ganar la guerra. Grag sí vio lo que había deseado ver y que no era otra cosa que el Templo de la Reina de la Oscuridad…
Cuando los dioses destruyeron Istar, Takhisis había tomado la Piedra Fundamental del Templo del Príncipe de los Sacerdotes y la había trasladado a una meseta en las montañas Khalkist. Ubicó la piedra en el claro de un bosque y, lentamente, el templo empezó a crecer a su alrededor. Estaba utilizando el templo en secreto como una puerta por la que entrar al mundo cuando el acceso lo cerraron de manera brusca e inesperada un joven llamado Berem y su hermana, Jasla.
Al encontrar la Piedra Fundamental, Berem se quedó hechizado con las gemas que la adornaban y quiso arrancar una. Su hermana Jasla percibió la maldad que anidaba en las alhajas e intentó impedírselo. Berem se puso furioso. Empezó a extraer una gema, y cuando Jasla trató de frenarlo, él la apartó de un fuerte empellón. Al caer, Jasla se golpeó la cabeza en la piedra y murió. La joya verde se incrustó en el pecho del joven y Berem se quedó suspendido en aquel instante del tiempo. No podía morir. No envejecía. Espantado por su crimen, huyó.
Cuando Takhisis se dispuso a salir del Abismo a través de la puerta, se encontró con el espíritu bueno de Jasla, que se había introducido en la piedra para esperar el regreso de su hermano arrepentido. Takhisis tenía cerrado el paso. Sólo su avatar podía recorrer Krynn ahora, de forma que su poder quedaba seriamente menguado para influir en los acontecimientos del mundo. Sin embargo, vislumbró un peligro mayor para ella. Si Berem volvía y se unía a su hermana, la puerta se cerraría del todo y no podría volver al mundo jamás. La única forma de abrir de nuevo la puerta y asegurarse de que se mantuviera así era encontrar a Berem y matarlo. De ese modo comenzó la búsqueda del Hombre de la Joya Verde.
El templo siguió creciendo alrededor de la Piedra Fundamental, que se hallaba enterrada bajo él a gran profundidad. Ahora era una estructura inmensa que dominaba el entorno, visible en kilómetros a la redonda. Los muros, retorcidos y deformes, se asemejan mucho a una garra saliendo impulsada de la tierra para asir el cielo en un golpe de suerte.
A Grag le pareció impresionante y, aunque desde lejos, presentó sus respetos.
El comandante draconiano no tenía que entrar en la ciudad propiamente dicha para llegar a los barracones del Ejército Azul, donde Ariakas había establecido su cuartel general, lo que para Grag era una suerte. Las callejuelas de la población estaban atestadas de gente —en su mayoría humanos— que no sentía el menor aprecio por los de su clase. Se habría encontrado metido en una pelea antes de haber recorrido una manzana. Se mantuvo en caminos poco concurridos, e incluso así se topó con un tratante de esclavos que llevaba al mercado una fila de cautivos encadenados y que dijo en voz alta a su compañero algo sobre asquerosos «hombres-lagarto» y añadió que deberían reptar de vuelta a la ciénaga de la que habían salido. A Grag le habría gustado romperle el cuello al hombre, pero como ya iba con retraso, siguió caminando.
Ariakas tenía las estancias oficiales dentro del templo de la reina, pero no le gustaba tratar asuntos allí. Aunque era un devoto creyente y predilecto de la diosa, a Ariakas le desagradaban los clérigos de la reina. Sospechaba, y con razón, que lo espiaban cuando se encontraba en el templo. El clérigo mayor de Takhisis, que ostentaba el título de Señor de la Noche, pensaba que él debería ser el emperador de Ansalon, y que Ariakas, un simple comandante militar, debería obedecerle. En especial le indignaba que Ariakas tuviera acceso directo a su Oscura Majestad en vez de hacerlo con él de intermediario y en su nombre. El Señor de la Noche dedicaba mucho tiempo a hacer lo necesario para socavar la posición privilegiada de Ariakas y poner fin a su imperio.
En consecuencia, Ariakas había ordenado a Grag que se reuniera con él en el cuartel general Azul, donde estaba ubicada el Ala Azul del ejército de los dragones cuando se encontraba en la ciudad. En ese momento el Ala Azul se hallaba ausente, en el oeste, preparando la invasión de Solamnia en primavera. Su comandante, una Señora del Dragón a la que se conocía como la Dama Azul, también había recibido la orden de viajar a Neraka para reunirse con el comandante Grag.
Con el Ala Azul en Solamnia, su cuartel general se lo había apropiado Ariakas, que iba acompañado por su estado mayor y su escolta. Un ayudante encontró a Grag deambulando por allí, perdido, y lo escoltó al edificio achaparrado y poco llamativo en el que Ariakas vivía y trabajaba.
Dos de los ogros más grandes que Grag había visto en su vida montaban guardia en la puerta. Vestían peto y cota de malla e iban armados hasta los dientes. Los draconianos detestaban a los ogros por considerarlos unos brutos cerrados de mollera, y era un sentimiento mutuo, ya que los ogros tenían a los draconianos por unos intrusos y arribistas arrogantes. Grag se puso en tensión, previendo problemas, pero los dos ogros eran miembros de la guardia personal de Ariakas y, dando muestra de una gran profesionalidad, estaban a lo suyo.
—Las armas —gruñó uno de ellos al tiempo que tendía una mano enorme y peluda.
Nadie se presentaba armado en presencia del emperador. Grag lo sabía, pero había llevado encima una espada prácticamente desde que había sido capaz de abrirse paso a través de la cáscara del huevo y se sentía desnudo y vulnerable sin ella.
Los ojos amarillos del ogro se entornaron al advertir la vacilación de Grag. El draconiano se desabrochó el cinturón de la espada y se lo tendió al ogro, así como un cuchillo de hoja larga. No por ello estaba completamente indefenso; después de todo, tenía su magia.
Uno de los ogros no le quitó ojo mientras el otro entraba para informar a Ariakas de que había llegado el bozak que esperaba. Grag, inquieto, se puso a pasear delante de la puerta. En el interior retumbó la fuerte carcajada de un humano y se oyó la voz de una humana, no tan grave como la del hombre, pero más que la de la mayoría de mujeres, sonora y algo ronca.
El ogro regresó e indicó a Grag, con un pulgar gordo como una salchicha, que podía pasar. El draconiano tenía la sensación de que la entrevista no iba a ir bien cuando advirtió un destello en los entrecerrados ojos amarillos del ogro mientras que su compañero sonreía de oreja a oreja y dejaba a la vista la dentadura cariada.
Haciendo acopio de valor, Grag plegó las alas contra el cuerpo todo lo posible para detener el temblor espasmódico de las escamas, al tiempo que flexionaba las garras en un gesto de nerviosismo, y entró en presencia del hombre más poderoso y peligroso de todo Ansalon.
Ariakas era un humano corpulento e imponente, de largo cabello oscuro, aunque llevaba bien afeitada la negra barba que empezaba a apuntar en el rostro. Debía de rondar los cuarenta, lo que lo convertía en un humano de mediana edad, pero estaba en excelente forma. Entre sus tropas circulaban historias sobre su legendaria fortaleza física, siendo la más famosa la de que una vez arrojó una lanza que pasó limpiamente a través del cuerpo de un hombre.
El emperador lucía una capa forrada de piel echada sobre uno de los fornidos hombros con despreocupada naturalidad, de manera que quedaba a la vista el coselete de cuero grueso que llevaba debajo. La función del coselete era proteger la espalda de una puñalada, porque incluso en Neraka había quienes se alegrarían de verlo despojado del cargo y de la vida. Del cinturón que le ceñía la cintura pendía una espada. Saquillos con ingredientes para conjuros y un estuche de pergaminos también colgaban del cinturón, detalle este digno de mención ya que a la mayoría de hechiceros sus dioses les tenían prohibido el uso de armaduras y armas de acero.
A Ariakas le importaban poco las leyes de los dioses de la magia. Sus conjuros los recibía directamente de la propia Reina Oscura, y en eso Grag y él tenían algo en común. Al draconiano no se le había ocurrido hasta ese momento que Ariakas no sólo hacía uso de sus aptitudes de conjurador, sino que el hecho de que llevara encima los pertrechos mágicos junto a las armas convencionales demostraba que se sentía tan cómodo con los hechizos como con el acero.
El emperador estaba de espaldas a Grag y se limitó a echar una ojeada al draconiano por encima del hombro antes de reanudar la conversación con la mujer. Grag desvió la atención hacia ella, ya que era tan famosa entre los soldados de los ejércitos de los dragones como lo era Ariakas…, si no lo era más.
Se llamaba Kitiara Uth Matar. Tendría treinta y pocos años; llevaba corto el pelo negro y rizado por cuestión de comodidad. Tenía los ojos oscuros, y un gesto peculiar le curvaba los labios y hacía su sonrisa ligeramente sesgada. Grag no sabía nada sobre su pasado ni su historial. Él era un reptil emparentado con dragones que había salido del huevo por sí mismo, que no tenía ni idea de quiénes habían sido sus padres ni le importaba la ascendencia de otros. De Kitiara sólo había oído comentar que era una guerrera nata y lo creía. La mujer llevaba la espada con desenvoltura y no estaba en absoluto intimidada por la talla, la fortaleza ni el físico imponente de Ariakas.
Grag se preguntó qué habría de cierto en el rumor de que esos dos eran amantes.
Por fin terminó la conversación y Ariakas se dignó conceder audiencia al draconiano. El emperador se volvió y lo miró directamente a los ojos. Grag se encogió. Era como mirar el Abismo, o más bien, era como entrar en el Abismo, ya que se sintió arrastrado hacia las pupilas, desollado, diseccionado, fragmentado, desechado y tirado, todo ello en un instante.
Grag estaba tan conmocionado que se le olvidó saludar. Lo hizo tardíamente, al ver que las espesas y negras cejas de Ariakas se fruncían en un gesto de desagrado. Kitiara, de pie detrás del emperador, se cruzó de brazos y esbozó aquella sonrisa sesgada al advertir el desasosiego del draconiano, como si supiera y comprendiera lo que Grag estaba sintiendo. Saltaba a la vista que la mujer acababa de llegar, porque todavía llevaba puesta la armadura azul, polvorienta a causa del viaje.
Ariakas no era de los que se andaban con rodeos ni perdía tiempo con chanzas.
—Han llegado a mis oídos muchas versiones sobre la muerte de lord Verminaard y cómo se perdió Thorbardin —manifestó en tono frío y mesurado—. Te ordené que te presentaras ante mí, comandante, para que me cuentes la verdad.
—Sí, milord —contestó Grag.
—Júralo por Takhisis —exigió Ariakas.
—Juro por mi lealtad a su Oscura Majestad que diré la verdad. Que Takhisis me atrofie la mano con la que manejo la espada si miento —prometió el draconiano.
Al emperador pareció satisfacerle el juramento, porque indicó con un gesto a Grag que procediera. Ariakas no se sentó ni invitó al draconiano a que lo hiciera. Tampoco tomó asiento Kitiara, ya que el emperador siguió de pie, pero se puso cómoda apoyándose contra una mesa.
Grag relató cómo había muerto Verminaard a manos de sus asesinos; que Drayyan, el aurak, había concebido la idea de hacerse pasar por Verminaard a fin de fingir que el Señor del Dragón seguía vivo; que Dray-yan y él habían tramado la caída de Thorbardin; que habrían tenido éxito en la empresa de no ser porque la magia, la traición y los dioses de la Luz habían desbaratado sus planes.
El draconiano se dio cuenta de que la ira de Ariakas crecía a medida que le presentaba su informe. Cuando, de mala gana, Grag llegó a la parte en la que Drayyan se precipitó por el foso, Kitiara prorrumpió en carcajadas. Ariakas, furioso, desenvainó la espada e hizo amago de avanzar hacia el draconiano.
Grag se calló bruscamente y retrocedió un paso. Las garras se abrieron y se cerraron mientras preparaba un conjuro. Él moriría, ¡pero por Takhisis que no moriría solo!
Sin dejar de reír, Kitiara alargó la mano con aire sosegado y la posó en el musculoso brazo de Ariakas en un gesto apaciguador.
—Espera al menos a matar al comandante Grag hasta que haya terminado de presentar el informe, milord —dijo la mujer—. Yo al menos siento curiosidad por saber el resto de la historia.
—Me alegra que te resulte tan condenadamente divertido —gruñó Ariakas, que hervía de ira. Envainó la espada con un seco golpe, si bien no retiró la mano de la empuñadura y asestó una mirada torva al draconiano—. Yo no le encuentro la gracia. Thorbardin sigue en poder de los enanos hylars, que ahora son más fuertes que nunca puesto que han recuperado ese mazo mágico y han abierto al mundo las puertas que permanecieron cerradas durante tanto tiempo. ¡El hierro, el acero y las riquezas del reino enano, que deberían estar entrando a raudales en nuestros cofres, van a parar a manos de nuestros enemigos! ¡Todo porque Verminaard se las arregló para acabar asesinado y que luego un estúpido aurak con delirios de grandeza cayera en picado a un pozo sin fondo!
—La pérdida de Thorbardin ha sido un duro golpe —convino Kitiara con voz sosegada—, pero no es algo que tenga consecuencias desastrosas, ni mucho menos. Sí, las riquezas del reino enano nos habrían venido muy bien, pero podemos seguir adelante sin ellas. Lo que sí habría que temer sería la entrada del ejército enano en el conflicto, y no veo que haya ocurrido tal cosa. Los humanos odian a los elfos, quienes desconfían de los humanos, y en cuanto a los enanos, no les caen bien a nadie, aparte de que ellos desprecian a las otras dos razas. Es mucho más probable que se ataquen entre ellos que nos hagan frente a nosotros.
Ariakas gruñó. No estaba acostumbrado a perder y seguía disgustado, pero Grag, que echó una ojeada a Kitiara, captó el leve guiño y supo que la crisis había pasado. El bozak se relajó y anuló el hechizo que tenía preparado para defenderse. A diferencia de algunos humanos lameculos que habrían dicho sumisamente al emperador «Gracias por tu interés, milord» mientras Ariakas les cortaba la cabeza, el draconiano no habría muerto sin luchar, y Grag era un enemigo formidable. Tal vez no hubiera podido matar al poderoso Ariakas, pero el bozak, de corpachón escamoso, patas y manos con garras y grandes alas, sí que le había causado algún daño al humano, al menos. La Dama Azul se había dado cuenta del peligro y ésa había sido la razón de que interviniera.
Grag era descendiente de dragones y, al igual que ellos, no sentía el menor aprecio por los humanos, pero dirigió un leve cabeceo de agradecimiento a la Dama Azul. Ella esbozó una de esas sonrisas sesgadas y los oscuros ojos chispearon; Grag comprendió de repente que la mujer estaba disfrutando con aquel episodio.
—Deléitanos con los detalles de la muerte de Verminaard —pidió Kitiara—. Lo atacaron asesinos que se hacían pasar por esclavos. ¿Siguen en libertad esos asesinos, comandante?
—Sí, señora —contestó Grag, envarado—. Los rastreamos hasta Thorbardin. Según mis espías, aún siguen allí.
—Ofreceré una recompensa por su captura, como hice con el Hombre de la Joya Verde —dijo Ariakas—. Nuestras fuerzas, repartidas por todo Ansalon, estarán alerta por si aparecen.
—Yo me lo pensaría bien antes de hacer eso, milord —intervino Kitiara con aquel peculiar gesto en los labios—. No querrás divulgar que fueron esclavos los responsables de asesinar a un Señor del Dragón.
—Entonces buscaremos alguna otra excusa —manifestó Ariakas con iracunda frialdad—. ¿Qué sabemos de esos hombres?
La lengua de Grag asomó entre los dientes, se agitó y después se deslizó de nuevo dentro de las fauces. El draconiano lanzó una mirada rápida a la Dama Azul y vio que la mujer empezaba a perder interés en la conversación. De hecho, alzó la mano hacia la boca para disimular un bostezo.
Grag rememoró todo lo que su difunto socio, el aurak Drayyan, le había contado sobre los asesinos.
—Verminaard tenía un espía infiltrado en el grupo. Ése hombre informó que procedían de una ciudad de Abanasinia, milord. Un sitio que se llama Solace…
—¿Has dicho Solace? —El aburrimiento de Kitiara había desaparecido de golpe.
—¿No es Solace donde naciste? —preguntó Ariakas, que la observaba con atención.
—Sí, me crie allí.
—A lo mejor conoces a esos miserables —apuntó el emperador.
—Lo dudo —contestó Kit al tiempo que se encogía de hombros—. Hace años que no he vuelto a casa.
—¿Sabes sus nombres? —preguntó Ariakas.
—Sólo un par de ellos… —empezó Grag.
—Tienes que haberlos visto durante la batalla —lo interrumpió el emperador con brusquedad—. Descríbelos, comandante.
—Los vi, sí —masculló el draconiano de mal humor. A decir verdad, los había visto de cerca. Lo habían capturado en cierto momento y sólo gracias a la clemencia de su Oscura Majestad y a su propio ingenio pudo escapar—. Son chusma. Su cabecilla es un mestizo, un semielfo llamado Tanis. Otro es un enano canoso y otro es nada menos que un kender cargante. Los demás son humanos: un mago Túnica Roja, un odioso caballero solámnico llamado Sturm y un tal Caramon, un guerrero todo él músculos.
Kitiara dejó escapar una especie de exclamación ahogada.
—¿Conoces a esos delincuentes? —demandó Ariakas al tiempo que se volvía hacia ella.
La mujer compuso el semblante en un visto y no visto y esbozó otra sonrisa sesgada.
—Me temo que no, milord.
—Más te vale —dijo el emperador, sombrío—. Si descubro que tienes algo que ver con la muerte de Verminaard…
—Te aseguro, señor, que no sé nada de eso —contestó Kitiara al tiempo que se encogía de hombros.
Ariakas la observó intensamente, como si quisiera diseccionarla. El asesinato era un recurso para ascender a rangos superiores en el ejército de la Reina Oscura y se contemplaba como un método para obtener el liderazgo más fuerte y competente posible. Pero Ariakas tenía muy buena opinión de Verminaard y Kitiara no quería que la acusaran de haber arreglado la muerte de ese hombre, sobre todo cuando había tenido como resultado la desastrosa pérdida del reino de Thorbardin.
—La población de Solace asciende a varios miles, milord —dijo con un creciente enfado—. No conozco a todos los hombres que hay en la ciudad.
Ariakas la miró fijamente y ella le sostuvo la mirada sin vacilar. Por fin, el emperador apartó los ojos.
—No, pero apuesto que te has acostado con la mitad de ellos —replicó y de nuevo dirigió su atención a Grag.
Kitiara sonrió sumisamente por la broma de su señoría, pero el gesto se borró en el instante en el que el hombre dejó de observarla. Se recostó de nuevo en la mesa y se cruzó de brazos con gesto abstraído.
—¿Dónde se encuentran ahora esos asesinos, comandante? —inquirió Ariakas.
—Lo último que se sabe de ellos es que se escondían en Thorbardin, milord. —Grag dudó antes de añadir, fruncidos los labios—: Creo que el hobgoblin que se hace llamar Fewmaster Toede puede proporcionarnos más información sobre ellos.
Kitiara rebulló ligeramente.
—Si lo deseas, milord, iré a Pax Tharkas a hablar con Fewmaster.
—Fewmaster no se halla en Pax Tharkas, señora —dijo el draconiano—. Ésa fortaleza está en ruinas y ahora es indefendible. El Ala Roja se ha trasladado a la ciudad de Haven.
—Entonces iré a Haven —dijo Kitiara.
—Quizá más adelante —decidió el emperador—. Solamnia tiene prioridad.
La mujer se encogió de hombros otra vez y volvió a quedarse absorta en sus pensamientos.
—En cuanto a esos asesinos —prosiguió Ariakas—, lo más probable es que permanezcan ocultos en las cuevas de Thorbardin durante el inminente invierno. Contrataremos a varios enanos oscuros…
—Yo no estaría tan segura de eso —le interrumpió Kitiara.
—¿A qué te refieres? —Ariakas se volvió para mirarla, irritado—. ¡Creía que no conocías a esos hombres!
—Y no los conozco, pero sí conozco a los de su clase —explicó ella—. Y tú también, milord. Seguramente son trotamundos, espadachines a sueldo, itinerantes. Ése tipo de hombres nunca se queda mucho tiempo en un sitio. Ten por seguro que se pondrán en camino dentro de poco. Un poco de nieve no los detendrá.
Ariakas le asestó una extraña mirada que ella no vio porque tenía la vista fija en la puntera de las polvorientas botas. El emperador la observó en silencio un instante más y luego se volvió hacia Grag.
—Que tus espías averigüen todo lo que puedan sobre esos hombres. Si se marchan de los dominios enanos, que se me informe de inmediato. —El emperador frunció el entrecejo—. Y haz correr la voz de que quiero que se los capture vivos. La muerte de un Señor del Dragón no quedará sin castigo y me propongo hacer un escarmiento con ellos.
Grag prometió que averiguaría todo lo que pudiera. Ariakas y él pasaron un rato hablando de la guerra en el oeste y sobre quién debería tomar el mando del Ala Roja. A Grag lo impresionó el hecho de que Ariakas estuviera al corriente de todo sobre la situación del Ala Roja, como la disposición de las fuerzas, las necesidades de suministros, etc., etc.
Hablaron sobre Pax Tharkas. Ariakas comentó que había considerado la posibilidad de reconquistarla, pero dado que la fortaleza estaba en ruinas había decidido que no merecía la pena el esfuerzo. Sus ejércitos se limitarían a dar un rodeo.
Todo ese tiempo Kitiara permaneció callada, con gesto preocupado. Grag pensó que no les estaba prestando atención hasta que mencionó —de nuevo, curvando los labios— la ambición de Fewmaster Toede de convertirse en el sucesor de Verminaard. El comentario hizo sonreír a Kit.
A Grag no le gustó que sonriera. Temió que la mujer fuera a abogar por la promoción de Toede, y el draconiano no quería recibir órdenes del engreído, arrogante y oportunista hobgoblin. Aunque, pensándolo bien, tener a Toede de comandante podría ser mejor que un humano zopenco y arrogante. A Toede lo podría manipular, halagarlo y engatusarlo para que hiciera lo que él quisiera, mientras que un comandante humano haría las cosas a su manera. Tendría que pensar sobre este asunto.
La charla acabó poco después y a Grag se le dio permiso para irse. El draconiano saludó y salió por la puerta, que Ariakas cerró tras él. Grag se sorprendió al descubrir que estaba temblando, y tuvo que hacer un breve alto para recobrar la compostura.
De nuevo dueño de sí mismo, Grag llegó hasta los ogros, que parecieron sorprendidos de verlo regresar de una pieza. Mirándolo con más respeto, le restituyeron la espada y el cuchillo en silencio.
—¿Hay alguna taberna cerca? —preguntó el draconiano. Sostenía el cinto de la espada en la mano porque no estaba muy seguro de ser capaz de abrochar la hebilla sin tropiezos y no quería dar a los ogros la satisfacción de ver su debilidad—. No me vendría mal un trago de aguardiente enano.
Los guardias ogros sonrieron.
—Inténtalo en El Troll Peludo —sugirió uno de ellos, que señaló en la dirección donde estaba la taberna.
—Gracias —dijo Grag, y echó a andar, todavía con la espada sujeta en la mano.
Una cosa era segura. La Dama Azul conocía a los asesinos y Ariakas lo sabía…, o al menos lo sospechaba.
Grag no querría estar en su lugar ni por todo el aguardiente enano de Thorbardin.