I

EL REY CARLOS, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está en una montaña. La tiene el rey Marsil, que a Dios no quiere. Sirve a Mahoma y le reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el infortunio.

II

EL REY MARSIL se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un vergel, bajo la sombra. En una terraza de mármoles azules se reclina; son más de veinte mil en torno a él. Llama a sus condes y a sus duques:

—Oíd, señores, qué azote nos abruma. El emperador Carlos, de Francia, la dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo ejército que pueda darle batalla; para vencer a su gente, no es de talla la mía. Aconsejadme, pues, hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la deshonra!

No hay infiel que conteste una palabra, salvo Blancandrín, del castillo de Vallehondo.

III

ENTRE los infieles, Blancandrín es juicioso: por su valor, buen caballero; por su nobleza, buen consejero de su señor. Le dice al rey:

—¡Nada temáis! Enviad a Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio fiel y de gran amistad. Le daréis osos, y leones y perros, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas muías, cargadas de oro y plata y cincuenta carros, con los que podrá formar un cortejo: con largueza pagará así a sus mercenarios. Mandadle decir que combatió bastante en esta tierra; que a Aquisgrán, en Francia, debería volverse, que allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que recibiréis la ley de los cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para honra y para bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien, mandémosle diez o veinte, para darle confianza. Enviemos a los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le entregaré el mío. Más vale que caigan sus cabezas y no perdamos nosotros libertad y señorío, hasta vernos reducidos a mendigar.

IV

PROSIGUE Blancandrín:

—Por esta diestra mía, y por la barba que flota al viento sobre mi pecho, al momento veréis deshacerse el ejército del adversario. Los francos regresarán a Francia: es su país. Cuando cada uno de ellos se encuentre nuevamente en su más caro feudo, y Carlos en Aquisgrán, su capilla, tendrá, para San Miguel, una gran corte. Llegará la fiesta, vencerá el plazo: el rey no tendrá de nosotros palabra ni noticia. Es orgulloso, y cruel su corazón: mandará cortar las cabezas de nuestros rehenes. ¡Más vale que así mueran ellos antes de perder nosotros la bella y clara España, y padecer los quebrantos de la desdicha!

Los infieles dicen:

—Quizá tenga razón.

V

EL REY MARSIL ha escuchado a sus consejeros. Llama a Clarín de Balaguer, Estamarín y su par Eudropín, y a Priamón y Guarlan el Barbudo, y a Machiner y su tío Maheu, y a Jouner y a Malbián de Ultramar, y a Blancandrín, para hablar en su nombre. Entre los más felones, toma a diez aparte y les dice:

—Señores barones, iréis hacia Carlos. Está ante la ciudad de Cordres, a la que ha puesto sitio. Llevaréis en las manos ramas de olivo, en señal de paz y humildad. Si gracias a vuestra habilidad, podéis llegar a un acuerdo con él, os daré oro y plata a profusión, tierras y feudos a la medida de vuestros deseos.

—¡Nos colmáis con ello! —dicen los infieles.

VI

EL REY MARSIL ha escuchado a sus consejeros. Dice a sus hombres:

—Señores, partiréis. Llevaréis en las manos ramas de olivo, y le diréis al rey Carlomagno que por su Dios tenga clemencia; que no verá pasar este primer mes sin que yo esté junto a él con mil de mis fieles; que recibiré la ley cristiana y me convertiré en su deudor con todo amor y toda fe. ¿Quiere rehenes? Pues, en verdad, los tendrá.

—Con ello obtendréis un buen acuerdo —dice Blancandrín.

VII

MARSIL manda traer diez mulas blancas, que le había enviado el rey de Adalia. Son de oro sus frenos; las sillas tienen incrustaciones de plata. Los mensajeros montan; llevan en las manos ramas de olivo. Van hacia Carlos, que en Francia tiene su feudo. No podrá remediarlo Carlos: lo engañarán.

VIII

EL EMPERADOR se muestra alegre; está de buen humor, pues ya conquistó Cordres. Ha destruido sus murallas y ha abatido las torres con sus catapultas. Sus caballeros han hallado gran botín: oro, plata y preciosas armaduras. Ni un solo infiel quedó en la villa: todos murieron o fueron bautizados.

El emperador se halla en un gran vergel: junto a él, están Rolando y Oliveros, el duque Sansón y el altivo Anseís, Godofredo de Anjeo, gonfalonero del rey, y también Garín y Gerer, y con ellos muchos más: son quince mil de Francia, la dulce. Los caballeros se sientan sobre blancas alfombras de seda; los más juiciosos y los ancianos juegan a las tablas y al ajedrez para distraerse, y los ágiles mancebos esgrimen sus espadas. Bajo un pino, cerca de una encina, se alza un trono de oro puro todo él: allí se sienta el rey que domina a Francia, la dulce. Su barba es blanca, y floridas sus sienes; su cuerpo es hermoso, su porte altivo: no hay necesidad de señalarlo al que lo busque. Y los mensajeros echan pie a tierra y lo saludan con amor y respeto.

IX

BLANCANDRÍN es el primero en hablar. Dícele al rey: —¡Os saludo en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! Oíd lo que os manda decir el valeroso rey Marsil. Se ha instruido en la ley salvadora; por ello quiere daros riquezas a profusión, osos y leones, perros que se pueden llevar con correa, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata, cincuenta carros con los que formaréis un cortejo, y colmados de tantos besantes de oro fino que podréis pagar con largueza a vuestros mercenarios. Durante largo tiempo permanecisteis en esta tierra. A Aquisgrán, en Francia, os convendría regresar. Allí os seguirá, os lo promete, mi señor.

El emperador alza las manos hacia Dios, inclina la cabeza y se pone a meditar.

X

EL EMPERADOR mantiene inclinada la cabeza. Jamás fueron apresuradas sus palabras: tal es su costumbre, sólo habla cuando le viene en gana. Cuando por fin se yergue, resplandece de orgullo su rostro.

—Habéis hablado muy bien —contesta a los mensajeros—. Mas el rey Marsil es mi gran enemigo. ¿Qué garantía tendré yo sobre las palabras que acabáis de pronunciar?

—Tendréis rehenes —replica el sarraceno—. Diez, quince o veinte. Así deba perecer, pondré con ellos a un hijo mío, y recibiréis, según creo, otros de mayor alcurnia. Cuando os encontréis en vuestro soberbio palacio, durante la gran fiesta de San Miguel del Peligro, estará junto a vos mi señor, os lo asegura. Allí, en vuestras fuentes, que Dios hizo para vos, quiere recibir el bautismo.

Responde Carlos:

—Quizá pueda alcanzar aún la salvación.

XI

LA TARDE es hermosa y luce claro el sol. Carlos ordena que las diez mulas sean conducidas al establo y hace levantar una tienda en el gran vergel. Allí dará albergue a los diez mensajeros; doce sargentos cuidan con esmero de su servicio. Reposan esa noche hasta que despunta el claro día. El emperador se ha levantado temprano; ha escuchado misa y maitines. Se ha retirado bajo un pino y manda llamar a sus barones para hacerse aconsejar: en toda circunstancia, quiere que sus guías sean los de Francia.

XII

EL EMPERADOR Se halla bajo un pino; ha llamado a sus barones para escuchar su consejo; el duque Ogier y el arzobispo Turpín, Ricardo el Viejo y su sobrino Enrique, y también el animoso conde de Gascuña Acelino, Tibaldo de Reims y su primo Milón. Vienen asimismo Gerer y Garín; y con ellos el conde Rolando y Oliveros, el noble y denodado; son más de mil los guerreros de Francia; también se halla Ganelón, el que había de traicionarlos. Da comienzo entonces el consejo que debía acarrear terrible infortunio.

XIII

—SEÑORES barones —dice el emperador Carlos—, el rey Marsil me ha enviado sus mensajeros. Desea darme de sus riquezas a profusión: osos y leones, perros amaestrados para que se les pueda llevar con correa, setecientos camellos y mil azores a punto de ser mudados, cuatrocientas muías cargadas de oro de Arabia y además cincuenta carros. Pero me pide que me retire a Francia: dice que me seguirá a Aquisgrán, a mi palacio, y que recibirá nuestra ley, la más santa, según confiesa; será cristiano, tendrá sus tierras como vasallo mío. Pero ignoro cuál es el fondo de su corazón.

—Desconfiemos —dicen los franceses.

XIV

EL EMPERADOR ha expresado su pensamiento. El conde Rolando, que no está de acuerdo, al momento se yergue para contrariarlo. Le dice al rey:

—¡Desdichado de vos, si creéis las palabras de Marsil! Son ya siete años enteros los que llevamos en España. He conquistado para vos Noples y Comibles; he tomado Valtierra y las tierras de Pina, Balaguer, Tudela y Sevil. Entonces el rey Marsil llevó a cabo una gran traición: envió a quince de sus infieles hacia vos, llevaban todos una rama de olivo en la mano y os dijeron las mismas palabras que ahora. Pedisteis consejo a vuestros franceses. A fe que os lo dieron muy insensato: enviasteis al infiel a dos de vuestros condes, uno era Basan y el otro. Basilio; cerca de Altamira, en pleno monte, cortó sus cabezas. ¡Continuad la guerra como la emprendisteis! Conducid a Zaragoza a la flor de vuestro ejército; ponedle sitio, así deba durar toda vuestra vida, y vengad aquellos que el traidor mandó matar.

XV

EL EMPERADOR mantiene inclinada la cabeza. Alisa su barba y manosea su mostacho; ni aprueba a su sobrino, ni lo regaña: nada responde. Los franceses guardan silencio, excepto Ganelón. Se pone de pie, e irguiendo el cuerpo, se presenta ante Carlos. Con gran altivez comienza a hablar, y dice al rey:

—¡Ay de vos si escucháis al villano, sea yo, o cualquier otro, que no os aconsejara para vuestro bien! Cuando el rey Marsil os manda decir que se convertirá en vuestro vasallo, juntas las manos, y que recibirá toda España como un don de vuestra gracia, y que además acatará la ley que nosotros observamos, aquel que os aconseje que desechemos semejante acuerdo en poco aprecia, señor, nuestra vida. No debe prevalecer un consejo de orgullo. ¡Dejemos a los locos, atengámonos a los juiciosos!

XVI

ENTONCES se adelanta Naimón; no existe mejor vasallo en toda la corte. Le dice al rey:

—Habéis oído la respuesta de Ganelón; es muy sensata, sólo os resta ponerla en práctica. El rey Marsil ha perdido la guerra: le habéis tomado todos sus castillos; con vuestras catapultas habéis destrozado sus murallas; habéis incendiado sus ciudades y vencido a sus hombres. Hoy, cuando os pide que le otorguéis clemencia, sería pecado causarle más desdichas. Puesto que quiere entregaros rehenes como garantía, no debéis prolongar esta gran guerra.

—¡El duque tiene razón! —dicen los franceses.

XVII

—SEÑORES barones, ¿a quién hemos de enviar a Zaragoza, hacia el rey Marsil? —pregunta Carlos. El duque Naimón responde al punto:

—Iré yo, con vuestra venia: entregadme, pues, el guante y el bastón.

—Sois hombre de buen consejo —dice el rey—; por mis barbas que no os alejaréis de mi lado tan pronto. ¡Regresad a vuestro sitio, que nadie os pidió nada!

XVIII

—SEÑORES barones, ¿a quién podríamos enviar al sarraceno que es dueño de Zaragoza?

—Muy bien podría ser yo —contesta Rolando.

—Por cierto que no iréis —dice el conde Oliveros—. Vuestro corazón es violento y altivo, llegaríais a las manos, mucho me temo. Si el rey lo desea, podría ir yo.

—¡Callaos ambos! —interrumpe el rey—. Ni vos, ni él, pondréis allí los pies. Por mis barbas, que veis aquí blancas, ¡ay del que me nombre a alguno de los doce pares!

Los franceses guardan silencio, intimidados.

XIX

TURPÍN DE REIMS se ha incorporado; sale de la fila y dice al rey:

—¡Dejad tranquilos a vuestros francos! Siete años permanecisteis en este país: han soportado muchas penas aquí, muchas fatigas. Mas dadme, señor, el guante y el bastón, e iré hacia el sarraceno de España: tengo ganas de ver cómo está hecho.

—¡Id y sentaos sobre esa alfombra blanca! ¡No volváis a tomar la palabra sobre este asunto, a menos que os lo ordene yo! —replica, irritado, el emperador.

XX

—CABALLEROS francos —dice el emperador Carlos—, elegidme a un barón de mis dominios que pueda llevar a Marsil mi mensaje.

Rolando exclama:

—Que sea Ganelón, mi padrastro. Dicen los franceses:

—Por cierto que es el hombre indicado; no podríais enviar a ninguno más sensato.

Y el conde Ganelón se siente penetrado por la angustia. Retira de su cuello las amplias pieles de marta, descubriendo su brial de seda. Sus ojos son veros, su rostro altivo; noble es su cuerpo y su pecho amplio: tan hermoso se muestra que todos sus pares lo contemplan. Ganelón se encara con Rolando:

—¡Insensato! ¿Cuál es el motivo de tu frenesí? Todos aquí saben que soy tu padrastro, y sin embargo, me has señalado para ir al encuentro de Marsil. ¡Si Dios permite que regrese de esta empresa, te causaré males que durarán hasta el fin de tus días!

—Son ésas palabras dictadas por el orgullo y la demencia —replica Rolando—. Bien saben todos que no me cuido de amenazas; mas para hacerse cargo de un mensaje se necesita tener juicio. Si lo desea el rey, estoy dispuesto: iré en vuestro lugar.

XXI

—¡No HARÁS TAL! —responde Ganelón—. Ni eres tú vasallo mío, ni soy yo tu señor. Carlos me ordena que cumpla su servicio: iré, pues, a Zaragoza, donde está Marsil; mas antes de haberse apaciguado en mí la gran cólera que me invade, habré hecho una de las mías.

Al escuchar tales palabras, Rolando comienza a reír.

XXII

AL ADVERTIR Ganelón la burla de Rolando, lo invade tal despecho que está a punto de estallar de rabia; poco le falta para perder el juicio.

—Mal os quiero, a vos que habéis hecho recaer sobre mí esta elección injusta —le dice el conde—. Buen emperador, heme dispuesto; quiero llevar a cabo vuestra orden.

XXIII

—¡IRÉ A ZARAGOZA! Es necesario, bien lo sé. Quien pone allí los pies, no ha de regresar. Recordad, por sobre todas las cosas, que vuestra hermana es mi esposa. Me ha dado un hijo, el más hermoso que existe. Su nombre es Balduino —añade—, ha de ser un hombre valeroso. A él dejo en herencia mis tierras y mis feudos. Tomadlo bajo vuestra protección, pues nunca volverán a contemplarlo mis ojos.

—Muy tierno tenéis el corazón —contesta Carlos—. Fuerza os es partir, puesto que así lo ordeno.

XXIV

DICE EL rey:

—Acercaos, Ganelón, y recibid el guante y el bastón. Bien lo habéis oído: la elección de los francos ha recaído sobre vos.

—Señor —replica Ganelón—, ¡todo fue por causa de Rolando! Toda mi vida le guardaré rencor, y también a Oliveros, por ser su amigo. En cuanto a los doce pares, que tanto lo quieren, aquí mismo los desafío, señor, ante vuestros ojos.

—Sois demasiado iracundo —observa el rey—. Verdad es que iréis, puesto que es mi mandato.

—Tal haré, mas sin ninguna garantía, como les sucedió a Basilio y a su hermano Basan.

XXV

EL EMPERADOR le entrega el guante, aquel que lleva en la mano derecha. Mas el conde Ganelón hubiera deseado hallarse a muchas leguas. Cuando se decide a tomarlo, el guante cae a tierra. Los franceses dicen:

—¡Dios! ¿Qué augurio es ése? Grandes males habrá de acarrearnos esta empresa.

—Caballeros —dice Ganelón—, ¡ya tendréis noticias de ello!

XXVI

—SEÑOR —prosigue Ganelón—, dadme vuestra venia para partir. Ya que debo marchar, nada ha de retardarme. Y responde el rey:

—¡Id en nombre de Jesús y con mi venia! Lo absuelve con su mano diestra y traza sobre él el signo de la cruz. Luego le entrega el bastón y el breve.

XXVII

EL CONDE Ganelón se dirige hacia su campamento. Adorna su persona con los mejores aderezos que puede hallar. En sus pies, coloca espuelas de oro y ciñe a su costado su espada Murglés. Monta sobre Techebrún, su corcel, cuyo estribo le sostiene su tío Guinemer. Entonces hubierais visto llorar a muchos caballeros, que se lamentaban:

—¡Lástima grande de vuestro valor! Largo tiempo pertenecisteis a la corte del rey, donde se os tenía por noble vasallo. Ni siquiera Carlos podrá proteger ni salvar al que os señaló para esta misión. No, el conde Rolando no tendría que haber pensado en vos: vuestra estirpe es demasiado ilustre.

Y luego añaden:

—¡Señor, llevadnos con vos!

—¡No lo permita Dios, nuestro Señor! Más vale que yo sólo muera, para que vivan tantos buenos caballeros. A Francia, la dulce, habréis de regresar, señores. Saludad a mi esposa de mi parte, a Pinabel, par y amigo mío y a mi hijo Balduino… Brindadle vuestra ayuda y reconocedlo como vuestro señor —responde Ganelón. Y emprende el camino.

XXVIII

CABALGA Ganelón bajo los altos olivares, hasta dar alcance a los mensajeros sarracenos. Y he aquí que Blancandrín demora largo tiempo a su lado: ambos conversan con gran astucia. Blancandrín exclama:

—¡Qué hombre tan maravilloso es Carlos! Conquistó Apulia y toda Calabria; ha cruzado el mar salado, obteniendo para San Pedro el tributo de Inglaterra. ¿Qué más ha de encontrar aquí, en nuestro país?

—Tal es su gusto —responde Ganelón—. Jamás alcanzará hombre alguno su valía.

XXIX

—SON LOS francos hombres de gran nobleza —observa Blancandrín—. Mas causan graves males a su señor esos duques y esos condes que en tal manera lo aconsejan: lo agotan y lo pierden, y con él a los que lo rodean.

Replica Ganelón:

—Eso no reza con nadie, que yo sepa, si no es con Rolando, a quien le habrá de pesar algún día. La otra mañana, hallábase sentado a la sombra el emperador. Llegó su sobrino, cubierto con su loriga, trayendo el botín que había conquistado en Carcasona. Tenía en la mano una espléndida manzana. «Tomad, mi buen señor», díjole a su tío, «os ofrezco como presente las coronas de todos los reyes». Su orgullo habrá de perderlo, pues todos los días se brinda a la muerte como presa. ¡Venga quien lo mate! Gozaríamos entonces de una paz completa.

XXX

—¡BIEN SE merece el odio Rolando —dice Blancandrín—, pues ambiciona someter a su dominio a todas las naciones y pretende apoderarse de todas las tierras! Mas ¿quiénes habrán de respaldarlo en tales empresas?

—¡Los franceses! Tanto lo aman que jamás podrán abandonarlo. Les da oro y plata en abundancia, mulas y corceles, telas de seda y armaduras. Al mismo emperador le regala cuanto desea: habrá de conquistarle estas tierras hasta Oriente.

XXXI

TANTO cabalgaron juntos Ganelón y Blancandrín que llegan a hacerse una promesa mutua, jurando cumplirla sobre su fe: buscar el modo de que muera Rolando. Tanto cabalgaron por caminos y senderos que pusieron finalmente pie a tierra en Zaragoza, bajo un tejo. A la sombra de un pino se alza un trono, cubierto de seda de Alejandría. Ahí se sienta el rey que tiene a toda España bajo su dominio, rodeado de veinte mil sarracenos. Todos guardan silencio, ansiosos por escuchar las nuevas. Y he aquí que se aproximan Ganelón y Blancandrín.

XXXII

BLANCANDRÍN se presenta ante Marsil; lleva de la mano al conde Ganelón. Dice, dirigiéndose al rey:

—¡Salud, en nombre de Mahoma y de Apolo, cuyas santas leyes observamos! Dimos parte a Carlos de vuestro mensaje. Alzó ambas manos hacia los cielos y alabó a su Dios, sin responder cosa alguna. Mas os envía uno de sus nobles barones, éste que aquí veis, y que todos consideran en Francia como ilustre caballero. Él os dirá si tendremos paz o no.

—¡Que hable —responde Marsil—, lo escucharemos!

XXXIII

MAS EL CONDE Ganelón había estado pensándolo mucho. Comienza desplegando grandes artes, cual hombre versado en el discurso. Dícele al rey:

—¡Salud, en nombre del glorioso Dios que debemos adorar! He aquí lo que os manda decir Carlomagno, el esforzado: recibid la santa ley cristiana, y él habrá de entregaros como feudo la mitad de España. Si no os place aceptar este acuerdo, se os tomará cautivo, y encadenado de viva fuerza, seréis conducido a Aquisgrán; allí se os juzgará y pondráse fin a vuestra vida: vuestra muerte será vil y ultrajante.

Se estremece el rey Marsil. En la mano tiene un dardo, emplumado de oro: su deseo es herir, pero lo retienen.

XXXIV

EL REY MARSIL ha mudado de color y apresta su jabalina. Al verlo Ganelón, lleva la mano a su espada, desenvainándola la largura de dos dedos. Dice, dirigiéndose a ella:

—Muy bella eres, y muy clara. ¡No en vano te llevé tan largo tiempo en la real corte! No habrá de decir el emperador de Francia que sucumbí solo en tierra extraña sin que los más valientes te hayan comprado a tu precio.

—¡Impidamos el combate! —dicen los infieles.

XXXV

TANTOS han sido los ruegos de los más ilustres sarracenos que Marsil ha vuelto a sentarse en su trono. Dice el califa:

—Nos hubierais dejado en mala postura, pretendiendo herir al francés; más os valía escuchar y comprender.

—Señor —dice Ganelón—, son éstas cosas que debo por fuerza soportar. Pero no dejaría de trasmitiros, por todo el oro que hizo Dios, y por todas las riquezas de este país, lo que Carlos, el poderoso rey, os manda decir por mi boca, si es que me dais lugar, considerándoos como a mortal enemigo.

Lo cubre un manto de marta cebellina, forrado de seda de Alejandría. Lo hace a un lado y Blancandrín lo recibe en sus manos; mas se guarda muy bien de soltar su espada. En su puño derecho, la mantiene sujeta por el dorado pomo. Y dicen los infieles:

—¡Es noble barón!

XXXVI

Ganelón avanza hacia el rey y le dice:

—Os irritáis sin motivo, ya que Carlos, que reina en Francia, os manda decir esto: recibid la ley de los cristianos, os entregará como feudo la mitad de España. La otra mitad será para Rolando, su sobrino: de ese modo habréis de compartir con un altivo señor. Si no os place aceptar este acuerdo, vendrá el rey a poner sitio a Zaragoza: se os tomará cautivo y de viva fuerza se os cargará de ligaduras; seréis conducido derechamente a Aquisgrán y no tendréis para el camino palafrén ni corcel, mulo ni mula, para poder cabalgar; se os arrojará sobre mala bestia de carga. Una vez allí, luego de juzgaros, se os cortará la cabeza. He aquí el breve que os envía nuestro emperador.

Se lo entrega al infiel, con la mano diestra.

XXXVII

MARSIL palidece de ira. Rompe el sello, tira la cera, mira el breve y lee lo que lleva escrito:

—Carlos, el rey que tiene a Francia bajo su dominio, me dice que traiga a mi memoria el dolor y la cólera que lo invadieron cuando corté las cabezas de Basan y su hermano Basilio, en los montes de Altamira. Si quiero preservar mi vida, es preciso que le envíe a mi tío, el califa; de otro modo, jamás gozaré de su favor.

Entonces toma la palabra el hijo de Marsil:

—Ganelón ha hablado como un loco —le dice al rey—. Ha llegado demasiado lejos: no tiene derecho a la vida. Entregádmelo, y yo haré justicia.

Al oír estas palabras Ganelón, blande su espada, corre hacia un pino y toma apoyo en su tronco.

XXXVIII

MARSIL se ha retirado en el vergel. Ha llevado consigo a los mejores de entre sus vasallos. Con ellos va Blancandrín, el de la cabellera encanecida, y Jurfaret, su hijo y heredero, y el califa, su tío y fiel amigo. Blancandrín dice:

—Llamad al francés: me ha jurado sobre su fe servirnos.

—Traedlo, entonces —responde Marsil.

Y Blancandrín, tomándolo de la mano diestra, lo conduce por el vergel hasta donde se halla el rey. Allí conciertan entre todos la infame traición.

XXXIX

—BUEN CABALLERO Ganelón —dícele Marsil—, os traté con alguna ligereza cuando cegado por la cólera, estuve a punto de heriros. Ofrezco en prenda de mi palabra estas pieles de marta cebellina, cuyo precio vale más de quinientas libras: mañana, antes de la caída del sol, os habré pagado una buena multa.

—No la rechazo —responde Ganelón—. ¡Que Dios os recompense, si le place!

XL

—Ganelón —dice Marsil—, sabed que, en verdad, me siento impulsado a apreciaros en alto grado. Deseo que me habléis de Carlomagno. Es ya muy viejo, ha cumplido su tiempo; según mi parecer, debe tener más de doscientos años. Por tantas tierras ha llevado su cuerpo, tantas estocadas ha recibido su escudo, tantos opulentos reyes se vieron por su culpa convertidos en mendigos, ¿cuándo estará harto de guerrear?

—Carlos no es cual vos pensáis —responde Ganelón—. No hay hombre que al verlo y al aprender a conocerlo, no diga: «el emperador es un valiente». No podrían mis palabras alabarlo y ensalzarlo lo suficiente: hay en él más honor y más virtudes de las que puedo expresar. ¿Quién podría describir su inmenso valor? ¡Tanta nobleza hace Dios resplandecer en su persona! Preferiría morir antes que faltar a sus barones.

XLI

—BUEN MOTIVO tengo para maravillarme —añade el infiel—. Carlomagno es viejo y blanca su cabeza; en mi opinión, debe tener más de doscientos años; por tantas tierras ha llevado a la lucha su cuerpo, ha recibido tantos tajos y lanzazos, tantos opulentos reyes se han convertido por su culpa en mendigos, ¿cuándo se cansará de guerrear?

—Nunca —responde Ganelón—, mientras viva su sobrino. No hay hombre más valeroso que Rolando bajo el firmamento. Y también es varón esforzado su amigo Oliveros. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su vanguardia con veinte mil caballeros. Carlos está bien seguro, no teme a ningún ser viviente.

XLII

—ME MARAVILLA en gran manera —repite el sarraceno—. Carlomagno tiene el cabello blanco; calculo que debe tener doscientos años, si no más; por tantas tierras ha llevado sus conquistas; tantos golpes de lanzas penetrantes recibió, tantos opulentos reyes fueron muertos y vencidos por él en la batalla, ¿cuándo se cansará por fin de guerrear?

—Nunca —dice Ganelón—, mientras viva Rolando.

No hay ninguno tan valeroso como él desde aquí hasta el Oriente. Y también su compañero Oliveros es varón esforzado. Y los doce pares, que tanto ama Carlos, forman su vanguardia con veinte mil franceses. Carlos está bien seguro; no teme a ningún ser viviente.

XLIII

—BUEN CABALLERO Ganelón —dice el rey Marsil—, tengo un ejército tan brioso como nunca lo veréis; puedo contar con cuatrocientos mil caballeros: ¿podré combatir a Carlos y sus franceses?

—¡Eso se dice pronto! Vuestras mesnadas se perderían en masa. ¡Desechad las locuras; ateneos a vuestro juicio! Enviad al emperador tantos regalos que todos los franceses queden maravillados. Con sólo mandarle veinte rehenes, al punto veréis al rey regresar a Francia, la dulce. Dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará, supongo, su sobrino, el conde Rolando y también el animoso y cortés Oliveros: pueden darse por muertos los dos condes, si encuentro quien atienda a mis consejos. Carlos verá quebrantarse su orgullo; por siempre perderá el deseo de contender nuevamente con vos.

XLIV

—BUEN CABALLERO Ganelón, ¿de qué medio puedo valerme para que Rolando perezca?

—Os lo voy a decir —responde Ganelón—. Partirá el rey hacia los mejores puertos de Cize; dejará su retaguardia a sus espaldas. Con ella quedará el poderoso conde Rolando y Oliveros, en quien tanto confía éste, al mando de veinte mil franceses. Enviadle cien mil de los vuestros para darles la primera batalla. Las huestes de Francia hallarán gran quebranto, aunque también habrán de sufrir los vuestros, no lo niego. Mas entablad luego la segunda batalla: ya sea en la una o en la otra, no habrá de salvarse Rolando. Habréis llevado a cabo, entonces, una gran proeza y nunca en vuestra vida volveréis a tener guerra.

XLV

—AQUEL QUE logre la muerte de Rolando, habrá privado a Carlos del brazo derecho de su cuerpo. Sonará la hora de los magníficos ejércitos. No reunirá ya Carlos tan numerosas mesnadas. ¡Hallará el reposo la Tierra de los Padres!

Al oír Marsil estas palabras, besa a Ganelón en el cuello; luego [ordena que le traigan sus tesoros].

XLVI

—Los CONSEJOS se van en humo —dice Marsil— Juradme que traicionaréis a Rolando.

—¡Sea, según vuestro deseo! —responde Ganelón. Sobre las reliquias de su espada Murglés, jura la traición; y su acción es vil.

XLVII

HABÍA AHÍ un asiento, todo de marfil. El rey hace traer un libro: en él está escrita la ley de Mahoma y de Tervagán. Y el sarraceno de España jura que si encuentra a Rolando en la retaguardia, habrá de combatirlo con toda su gente, y que si de él depende, el conde hallará la muerte en esa acción.

—¡Así se cumplan vuestros deseos! —responde Ganelón.

XLVIII

SE ACERCA entonces un infiel, Valdabrún, presentándose ante el rey Marsil. Con faz risueña, dícele a Ganelón:

—Tomad mi espada, nadie posee otra mejor; su pomo tan sólo vale más de mil escudos. Os la doy en prenda de amistad, buen caballero, y vos nos ayudaréis a encontrar en la retaguardia al animoso Rolando.

—Así será —responde el conde Ganelón. Luego se besan en la cara y en la barba.

XLIX

—LUEGO SE acerca otro infiel, Climonn. Con faz risueña, le dice a Ganelón:

—Tomad mi yelmo, jamás vi otro más rico, y ayudadnos contra el marqués Rolando, de tal guisa que podamos afrentarlo.

—Así será —responde Ganelón. Y se besan en la boca y la mejilla.

L

VIENE entonces la reina Abraima, y le dice al conde: —Mucho os aprecio, caballero, pues mi señor y sus hombres os tienen gran afecto. Quiero enviarle a vuestra esposa dos collares: son de oro puro, incrustados de amatistas y jacintos; valen más que todas las riquezas de Roma, nunca los poseyó tan bellos vuestro emperador. El conde los toma y los guarda en su faldriquera.

LI

EL REY llama a Malduit, su tesorero, y le pregunta:

—¿Están preparados ya los presentes para Carlos?

—Sí, señor —responde—, de inmejorable manera: setecientos camellos cargados de oro y plata y veinte rehenes, de los más nobles que existen bajo el firmamento.

LII

MARSIL posa su mano en el hombro de Ganelón, diciendo le:

—Muy valiente sois, y muy juicioso. Por esa ley, que tenéis por sacrosanta, ¡guardaos de apartar vuestro corazón de nuestra causa! Deseo ofreceros riquezas a profusión, diez mulos cargados con el oro más fino de Arabia; todos los años habrá de renovarse este regalo. Tomad: he aquí las llaves de esta gran ciudad; presentad al rey Carlos sus innumerables tesoros; luego, haced que Rolando quede a retaguardia. Si logro hallarlo en algún puerto o desfiladero, lo combatiré hasta la muerte.

Responde Ganelón:

—Me parece que he demorado demasiado.

Y montando en su caballo, emprende el camino.

LIII

EL EMPERADOR se acerca nuevamente a sus dominios. Ha llegado a la villa de Gulina, que el conde Rolando había tomado y destruido; a partir de ese día, permaneció desierta por espacio de cien años. El rey espera noticias de Ganelón y el tributo de la vasta tierra de España.

Al alba, cuando comienza a despuntar la aurora, el conde Ganelón llega al campamento.

LIV

EL EMPERADOR ha abandonado temprano su lecho. Ha escuchado misa y maitines, y se mantiene erguido sobre la hierba verde, delante de su tienda. A su lado está Rolando, y el esforzado Oliveros, el duque Maimón y muchos otros. He aquí que llega Ganelón, el conde villano y perjuro, y comienza a hablar con gran astucia:

—¡Dios os salve! —le dice al rey—. He aquí las llaves de Zaragoza, y un espléndido tesoro, y veinte rehenes: ponedlos a buen recaudo. El valeroso rey Marsil me ha mandado deciros que si no os entrega al califa, no debéis por ello censurarlo, pues con mis propios ojos he visto cuatrocientos mil hombres en armas, cubiertos con sus cotas y llevando muchos de ellos el yelmo atado y ceñidas las espadas con pomo de oro nielado, que acompañaban al califa allende el mar. Huían de Marsil a causa de la ley cristiana que no deseaban recibir ni guardar. No se habían alejado cuatro leguas de la costa, cuando los sorprendieron el viento y la tormenta: todos perecieron ahogados, no volveréis a ver ninguno de ellos. De hallarse vivo el califa, yo os lo hubiera traído. En cuanto al rey sarraceno, tened por cierto, señor, que no veréis tocar a su fin este primer mes sin que él os haya dado alcance en el reino de Francia: recibirá la ley que vos observáis; juntas las manos, se convertirá en vuestro vasallo; por vuestra voluntad aceptará el reino de España.

—¡Alabado sea Dios! —exclama el rey—. Ya que tan bien me habéis servido, obtendréis gran recompensa.

A través del ejército, resuenan mil clarines. Los francos alzan el campamento, cargan los mulos y se encaminan hacia Francia, la dulce.

LV

CARLOMAGNO ha devastado España; tomó sus castillos y violó sus ciudades. Él mismo dice que toca a su fin la guerra. Hacia Francia, la dulce, cabalga el emperador. El conde Rolando ata el gonfalón a su lanza; desde una altura, la eleva hacia el firmamento: a esta señal, los francos establecen sus campamentos por toda la región. Mientras tanto, a través de los anchos valles, cabalgan los infieles, cubiertos con sus cotas, atado el yelmo, con el escudo al cuello y la espada ceñida, y con las lanzas enristradas. Al llegar a la cima de unos montes, hacen alto en una espesura. Son cuatrocientos mil, esperando el alba. ¡Dios! ¡Qué dolor que no lo sepan los franceses!

LVI

HUYE EL DÍA, la noche se ha hecho oscura. Carlos, el poderoso emperador, reposa. Ha tenido un sueño: hallábase en los más grandes puertos de Cize; sostenían sus manos su lanza de fresno. El conde Ganelón se la arrebataba y tan violentamente la blandía que hasta el cielo volaban las astillas.

Carlos duerme; no se ha despertado.

LVII

DESPUÉS de esta visión, lo asedia otra. Sueña que está en Francia, en Aquisgrán, su capilla. Una bestia cruel le muerde el brazo derecho. Del lado de las Ardenas, ve llegar un leopardo, que con gran osadía se arroja sobre su cuerpo. Del fondo de la sala surge un lebrel que corre hacia Carlos, galopando y brincando; de una dentellada, parte al primer animal la oreja derecha y entabla feroz combate con el leopardo. Y los franceses dicen: «¡Qué terrible batalla!». ¿Quién de los dos vencerá? Nadie lo sabe.

Carlos duerme, no se ha despertado.

LVIII

PASA LA noche íntegra, el alba despunta clara. El emperador cabalga gallardamente entre las filas del ejercito.

—Señores barones —dice el emperador Carlos—, he aquí los puertos y los estrechos desfiladeros: elegidme el hombre que deba quedar a retaguardia.

—Ha de ser Rolando, mi hijastro —responde Ganelón—, no hay barón que le iguale en fiereza.

Óyelo el rey y lo mira duramente. Luego le dice:

—Sois un demonio. Un odio mortal posee vuestro cuerpo. ¿Quién, entonces, habrá de mandar mi vanguardia?

—Ogier de Dinamarca —responde Ganelón—; no tenéis barón que mejor que él pueda hacerlo.

LIX

EL CONDE Rolando ha oído pronunciar su nombre. Habla entonces como cumplido caballero:

—Señor padrastro; buenos motivos tengo para estimaros: me habéis elegido para mandar la retaguardia. Carlos, el rey que es dueño de Francia, no habrá de perder palafrén ni corcel, mulo ni mula para cabalgar, ni tampoco caballo de silla ni de carga que no haya sido defendido con la espada.

—Bien sé que decís verdad —responde Ganelón.

LX

CUANDO Rolando oye que habrá de mandar la retaguardia, se encara, airado, con su padrastro:

—¡Ah, truhán! ¡Mal hombre, de vil estirpe! ¿Habías creído que yo dejaría caer a tierra el guante, como hiciste tú con el bastón, ante Carlos?

LXI

—NOBLE emperador —dice el barón Rolando—, dadme el arco que lleváis en el puño. Nadie me reprochará, creo, haberlo dejado caer, como hizo Ganelón con el bastón que recibió en su mano diestra.

El emperador mantiene la cabeza gacha. Alisa su barba y retuerce su mostacho. Y no puede contener el llanto.

LXII

ACÉRCASE entonces Naimón: no hay mejor vasallo en toda la corte.

—Ya lo habéis oído —le dice al rey—, la cólera invade al conde Rolando. Ya ha sido señalado para mandar la retaguardia, ninguno de vuestros barones puede cambiar la elección. ¡Entregadle el arco que habéis tendido y hallad quien pueda valerle!

El rey le da el arco y Rolando lo recibe.

LXIII

DICE EL emperador a su sobrino Rolando:

—Buen caballero, sobrino mío, os ofrezco la mitad de mis mesnadas. Bien lo sabéis. Conservadlas con vos, serán vuestra salvación.

—Nada de eso haré —responde el conde—. ¡Dios me confunda, si desmiento mi estirpe! Quedarán conmigo veinte mil animosos franceses. Cruzad vos los puertos con toda tranquilidad. Haríais mal en temer a nadie, estando vivo yo.

LXIV

EL CONDE Rolando ha montado su corcel. Hacia él se dirige su compañero, Oliveros. Llegan luego Garin y el esforzado conde Gerer, y Otón y Berenguer, e igualmente Astor y el gallardo Anseís. Y también se le acercan Gerardo de Rosellón, el viejo, y el opulento duque Gaiferos.

—¡Por mi testa —exclama el arzobispo— que he de acompañaros!

—¡Y yo iré con vos! —dice el conde Gualterio—; soy leal a Rolando, y no he de faltarle.

Y todos ellos eligen los veinte mil caballeros que habrán de acompañarlos.

LXV

EL CONDE Rolando llama a Gualterio de Ulmo y le dice:

—Tomad mil franceses, de Francia, nuestra tierra, y ocupad las cumbres y los desfiladeros, para que el emperador no pierda a uno sólo de los hombres que lo acompañan.

—Así he de hacerlo, por vos —responde Gualterio.

Con mil franceses de Francia, que es su patria, Gualterio sale de las filas y alcanza los desfiladeros y las alturas. Ninguno descenderá, para conocer las más penosas nuevas, antes de que se hayan desenvainado innumerables espadas. Ese mismo día, entablaron una dura batalla con el rey Almaris, del país de Balferna.

LXVI

ALTOS SON los montes y tenebrosas las quebradas, sombrías las rocas, siniestras las gargantas. Los franceses las cruzan ese mismo día, con grandes fatigas. Desde quince leguas de distancia, se oye el ruido de la marcha de las tropas. Cuando llegan a la Tierra de los Padres y avistan Gascuña, dominio de su señor, hacen memoria de sus feudos, de las jóvenes de su patria y de sus nobles esposas. Ni uno de ellos deja de verter lágrimas de enternecimiento. Más aún que los otros, se siente pleno de angustia Carlos: ha dejado en los puertos de España a su sobrino. Lo invade el pesar y no puede contener el llanto.

LXVII

HAN QUEDADO en España los doce pares; y con ellos veinte mil franceses que no conocen el miedo ni temen a la muerte. El emperador retorna a Francia; esconde su angustia bajo su manto. A su lado cabalga el duque Naimón, quien le dice:

—¿Qué puede causaros tan grande cuita? Responde Carlos:

—Quien me hace tal pregunta, me ofende. Tan grande es mi dolor que no puedo ocultarlo. Ganelón habrá de destruir a Francia. Esta noche un ángel me otorgó esta visión: Ganelón rompía mi lanza entre mis manos, y he aquí que ha elegido a mi sobrino para mandar la retaguardia. Lo he dejado en tierra extraña. ¡Dios!, si lo pierdo, nunca hallaré quien pueda reemplazarlo.

LXVIII

LLORA Carlomagno, no puede contenerse.

Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Rolando, invadidos por extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha recibido del rey sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y paños de seda, mulos y corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado por toda España a barones, condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores. En la torre más alta, se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran y le rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a través de la Cerdaña; cruzan los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de aceptar la batalla.

LXIX

EL SOBRINO de Marsil, tocando con un palo el mulo que monta, se adelanta y le dice a su tío con semblante risueño:

—Buen rey y señor mío, ¡os he servido por espacio de largos años! ¡Y por todo salario, recibí penas y quebrantos! ¡Peleé en tantas batallas y tantas gané! Dadme un feudo: la honra de llevar contra Rolando el primer ataque. Perecerá por mi afilada pica. Si me asiste Mahoma, habré de libertar todas las comarcas de España, desde los puertos hasta Durestante. Desfallecerá Carlos, los franceses se rendirán y en vuestra vida no volveréis a tener guerra.

El rey Marsil le entrega, pues, el guante.

LXX

EL SOBRINO de Marsil alza el guante en el puño y se dirige a su tío con altivas palabras:

—Buen rey y señor mío: me habéis hecho gran don. Elegidme ahora doce de vuestros barones, que con ellos habré de combatir a los doce pares.

Falsarón, hermano del rey Marsil, es el primero en responder:

—Sobrino, buen caballero, iremos, pues, vos y yo y por cierto que daremos batalla a la retaguardia del gran ejército de Carlos. ¡Está escrito: perecerán por nuestras manos!

LXXI

POR OTRO lado llega el rey Corsablín. Es oriundo de Berbería y conocedor de las artes maléficas. Habla como cumplido barón: ni por todo el oro de Dios consentiría en cometer una villanía.

Se acerca también al galope Malprimís de Brigantia: son tan ligeros sus pies que aventajaría a un corcel a la carrera. Con voz sonora, grita ante Marsil:

—Estaré presente en Roncesvalles. Si allí encuentro a Rolando, bien sabré derrotarlo.

LXXII

UN NOBLE de Balaguer se halla entre ellos. Su cuerpo se muestra lleno de gallardía y su rostro es abierto y esforzado. Una vez montado en su corcel y cubierto con su armadura, tiene muy buena estampa. Su valor le ha granjeado gran fama: ¡qué noble barón, si cristiano fuera!

Ante Marsil, exclama:

—He de ir a Roncesvalles, a jugar mi vida. Si encuentro a Rolando, bien muerto está, y muerto también Oliveros y los doce pares, y muertos todos los franceses, para su gran duelo y afrenta. Carlos el grande es ya un anciano y chochea; desfallecerá y abandonará la guerra. España quedará en nuestro poder, libertada. El rey Marsil le da rendidas gracias.

LXXIII

OTRO JEFE se encuentra allí, oriundo de Moriana: no hay otro más felón en toda España. Ante Marsil, hace también su vanidoso discurso:

—A Roncesvalles habré de conducir a mis mesnadas: son veinte mil hombres armados de escudos y lanzas. Si encuentro a Rolando en mi camino, dadlo por muerto: lo juro por mi fe. Y todos los días habrá de lamentarlo Carlos.

LXXIV

POR OTRO lado, se acerca Turgis de Tortosa: tiene título de conde, y la ciudad le pertenece. Anhela que mala muerte alcance a los franceses. Junto a los demás, se presenta ante el rey Marsil y le dice:

—¡Nada temáis! Más vale Mahoma que San Pedro de Roma: si vos lo servís, vuestro ha de quedar el honor del campo. Iré a buscar a Rolando en Roncesvalles; nadie podrá valerle para evitar la muerte. Ved cuan buena y larga es mi espada: quiero esgrimirla contra Durandarte. ¿Cuál de las dos habrá de vencer? Pronto tendréis nuevas de ello. Perecerán los franceses, si contra nosotros emprenden la lucha. Dolor y afrenta alcanzarán a Carlos el Viejo. Nunca más llevará corona en esta tierra.

LXXV

LLEGA DE otro lugar Escremis de Valtierra. Es sarraceno y Valtierra es su feudo. Entre la multitud, su voz clama ante Marsil:

—Para afrentar el orgullo, iré yo a Roncesvalles. Si hallo a Rolando, habrá de perder allí mismo su cabeza, e igual sucederá a Oliveros, el que manda entre los demás. La muerte ha marcado ya a los doce pares. Perecerán todos los franceses y Francia quedará vacía. No quedarán ya buenos vasallos para servir a Carlos.

LXXVI

Y HE AQUÍ que se aproximan por otro costado dos sarracenos: Estorgán y su compañero Estramariz, ambos villanos y traidores reconocidos. A ellos se dirige Marsil:

—¡Señores, avanzad! Iréis a Roncesvalles, cruzando los desfiladeros, y ayudaréis a conducir mis mesnadas.

—Obedeceremos vuestro mandato —responden—. Atacaremos a Rolando y a Oliveros; no tendrán los doce pares quien les valga ante la muerte. Son buenas y tajantes nuestras espadas: rojas habrá de tornarlas la cálida sangre. Perecerán los franceses y Carlos derramará su llanto; os devolveremos la Tierra de los Padres. Creedlo, señor; en verdad habréis de verlo: os entregaremos al propio emperador.

LXXVII

CORRIENDO se acerca Margaris de Sevilla. A él pertenece la tierra hasta Cazmarina. Su donosura le granjea el favor de todas las damas; ni una sola deja de solazarse al verlo, ni de sonreírle amablemente. No hay entre los infieles mejor caballero. Se acerca por entre el gentío e interpela al rey, cubriendo su voz todas las demás:

—¡Nada temáis! A Roncesvalles iré para matar a Rolando; no logrará salvar la vida, al igual que Oliveros. Quedaron aquí los doce pares para recibir el martirio. He aquí la espada que me envió el emir de Primes; es de oro su pomo. Os lo juro, habré de templarla en sangre carmesí. Perecerán los franceses y Francia será ultrajada. Carlos el Viejo, el de la barba florida, sufrirá por ello cada día pesar y cólera. Antes de que transcurra un año, contaremos a Francia entre nuestro botín y podremos conciliar el sueño en el burgo de San Dionisio.

El rey sarraceno se inclina ante él profundamente.

LXXVIII

POR OTRO lado acude Chernublo de Monegros. Su cabellera flotante arrastra por tas suelos. Es para él juego de niños, cuando está de humor para ello, llevar largamente la carga de cuatro mulos enalbardados. Se dice que en su país el sol no luce nunca, no puede crecer el trigo, no cae lluvia ni se forma rocío; todas las piedras son negras. Algunos dicen que allí moran los diablos.

—He ceñido mi buena espada —dice Chernublo—. He de teñirla de rojo en Roracesvalles. Si se cruza en mi camino el valeroso Rolando sin que yo lo ataque, no creáis nunca más en mi palabra. Con mi espada conquistaré a Durandarte. Perecerán los franceses, y Francia quedará desierta.

Al escuchar tales razones, reúnense los doce pares. Llevan con ellos a cien mil sarracenos que arden en deseos de combatir y aprietan el paso. Y todos juntos se dirigen hacia un bosquecillo de abetos para armarse.

LXXIX

ÁRMANSE los infieles con sus cotas sarracenas, casi todas con triple espesor de mallas, atan sus excelentes yelmos de Zaragoza y ciñen sus espadas de acero vienés. Poseen ricos escudos, picas valencianas y gonfalones blancos, azules y bermejos. Abandonando sus mulos y palafrenes, han montado sus corceles y cabalgan en apretadas filas. El día luce claro y brilla el sol: resplandecen todas las armaduras. Para realzar tal belleza, resuenan mil clarines. Tal es el zafarrancho que llega a oídos de los franceses. Y dice el conde Oliveros:

—Señor compañero, puede ser que nos topemos con los sarracenos.

—¡Ah! ¡Así lo permita Dios! —responde Rolando—. Aquí habremos de resistir, por nuestro rey. Es preciso sufrir por él las mayores fatigas, soportar los grandes calores y los grandes fríos, y perder la piel y aun el pelo. ¡Cuiden todos de asestar violentas estocadas, para que no se cante de nosotros afrentosa canción! Mala es la causa de los infieles y con los cristianos está el derecho. ¡Nunca contarán de mí acción que no sea ejemplar!

LXXX

OLIVEROS ha subido a una colina. Mira hacía su derecha, y ve avanzar las huestes de los infieles por un valle cubierto de hierba. Llama al punto a Rolando, su compañero y le dice:

—¡Tan crecido rumor oigo llegar por el lado de España, veo brillar tantas cotas y tantos yelmos centellear! Esas huestes habrán de poner en grave aprieto a nuestros franceses. Bien lo sabía Ganelón, el bajo traidor que ante el emperador nos eligió.

—¡Callad, Oliveros —responde Rolando—; es mi padrastro y no quiero que digáis ni una palabra más acerca de él!

LXXXI

OLIVEROS ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.