Capítulo 2

1

Cuando iba hacia el Quai Mytho pasaron a mi lado varias ambulancias que salían de Cholon en dirección a la place Garnier. Se podía calcular el avance de los rumores por las expresiones de las caras de la calle, que se volvían al principio hacia cualquiera como yo que procediera de aquella plaza con miradas expectantes y curiosas. Pero cuando llegué a Cholon ya había dejado atrás la noticia: la vida era ajetreada, normal, transcurría sin interrupción: nadie sabía nada.

Encontré la verja del señor Chou y subí hasta su casa. Nada había cambiado desde mi última visita. El gato y el perro se movían del suelo a la caja de cartón y de ésta a la maleta, como un par de caballos de ajedrez que no consiguen comerse. El bebé se arrastraba por el suelo, y los dos viejos jugaban todavía al mah jongg. Sólo faltaban los jóvenes. Nada más verme aparecer en la entrada, una de las mujeres empezó a servir té. La anciana estaba sentada en la cama mirándose los pies.

—Monsieur Heng —dije.

Rechacé el té con un movimiento de cabeza: no estaba de humor para empezar otra larga serie de aquella bebida amarga y trivial.

—Il faut absolument que je voie monsieur Heng[49].

Parecía imposible comunicarles la urgencia de mi petición, pero quizá el propio tono destemplado de mi rechazo del té provocó cierta intranquilidad. O quizá fue porque, como Pyle, tuviera sangre en los zapatos. En cualquier caso, después de una breve espera una de las mujeres me llevó afuera, bajando las escaleras, por dos calles atestadas de banderas, y me dejó ante lo que supongo que en el país de Pyle llamarían una «sala de funerales», llena de jarrones de piedra en los que finalmente han de colocarse los huesos de los chinos muertos hasta la resurrección.

—Monsieur Heng —le dije a un viejo chino que había en la entrada—, monsieur Heng.

Parecía una parada apropiada en ese día que había empezado con la colección erótica del cultivador de caucho y había continuado con los cuerpos sin vida de la plaza. Alguien habló desde una habitación interior y el chino se hizo a un lado y me dejó pasar.

El señor Heng en persona salió cordialmente a recibirme y me invitó a pasar a una pequeña habitación interior rodeada de esas incómodas sillas negras talladas que se encuentra uno en todas las antesalas chinas, sillas que no se usan, poco acogedoras. Pero tuve la impresión de que en esta ocasión las sillas sí se habían usado, porque había cinco tacitas de té sobre la mesa, y había dos que no estaban vacías.

—Le he interrumpido una reunión —le dije.

—Un asunto de negocios —dijo con evasivas el señor Heng— sin importancia. Siempre me alegro de verle, señor Fowler.

—Vengo de la place Garnier —le dije.

—Eso pensaba.

—¿Ya sabe usted…?

—Me han telefoneado. Se piensa que es mejor que me mantenga alejado de la casa del señor Chou durante algún tiempo. La policía estará muy activa hoy.

—Pero usted no tuvo nada que ver con eso.

—La misión de la policía es encontrar un culpable.

—Fue Pyle otra vez —le dije.

—Sí.

—Fue algo terrible.

—El general Thé no es un personaje que se pueda controlar fácilmente.

—Y las bombas no deben estar en manos de chicos de Boston. ¿Quién es el jefe de Pyle, Heng?

—Tengo la impresión de que el señor Pyle es su propio jefe.

—¿Qué es él? ¿Un O. S.?[50]

—Las iniciales carecen de importancia. Creo que ahora son distintas.

—¿Qué puedo hacer, Heng? Hay que detenerlo.

—Puede usted publicar la verdad. ¿O quizá no puede?

—Mi periódico no está interesado en el general Thé. Sólo les interesa su gente, Heng.

—¿Quiere usted realmente detener al señor Pyle, señor Fowler?

—Si usted lo hubiera visto, Heng. Estaba allí de pie diciendo que todo había sido un triste error, que tenía que haber habido un desfile. Me dijo que tendría que limpiarse los zapatos antes de ver al ministro.

—Desde luego, podría contarle lo que sabe a la policía.

—Tampoco están interesados en Thé. ¿Y cree usted que se atreverían a tocar a un norteamericano? Tiene privilegios diplomáticos. Es graduado por Harvard. El ministro aprecia mucho a Pyle. Heng, había allí una mujer con un bebé… lo tenía cubierto con su sombrero de paja, No puedo quitármelo de la cabeza. Y había otro en Phat Diem.

—Debe usted intentar tranquilizarse, señor Fowler.

—¿Qué es lo siguiente que planea, Heng?

—¿Estaría usted dispuesto a ayudarnos, señor Fowler?

—Va tropezando por ahí y la gente muere por culpa de sus errores. Ojalá su gente hubiera acabado con él en el río cuando lo de Nam Dinh. Habría significado una gran diferencia para muchas vidas.

—Estoy de acuerdo con usted, señor Fowler. Hay que contenerlo. Tengo una sugerencia.

Alguien tosió delicadamente detrás de la puerta, luego escupió ruidosamente.

—Si pudiera usted invitarlo a cenar esta noche en el Vieux Moulin. Entre las ocho treinta y las nueve treinta —me dijo.

—¿De qué vale…?

—Le hablaríamos por el camino —dijo Heng.

—Puede que tenga ya un compromiso.

—Quizá sea mejor que lo invite a pasar por su casa… a las seis treinta. Entonces estará libre: irá con toda seguridad. Si puede cenar con usted, acérquese con un libro a la ventana como sí necesitara la luz para leer algo.

—¿Por qué el Vieux Moulin?

—Está al lado del puente de Dakow… creo que podremos encontrar un sitio donde hablar sin que nos molesten.

—¿Qué harán ustedes?

—No necesita saber eso, señor Fowler. Pero le prometo que actuaremos con toda la suavidad que la situación nos permita.

Los amigos invisibles de Heng se movían como ratas detrás de la pared.

—¿Querrá hacer esto por nosotros, señor Fowler?

—No sé —le dije—. No sé.

—Antes o después —dijo Heng, recordándome las palabras del capitán Trouin en el fumadero de opio— hay que tomar partido. Si hemos de seguir siendo humanos.

2

Dejé una nota en la Legación invitando a Pyle y después subí por la calle hasta el Continental para tomar una copa. Los escombros habían desaparecido; los bomberos habían limpiado la plaza con mangueras. No tenía ni idea entonces de lo importantes que serían la hora y el lugar. Llegué a pensar incluso en quedarme sentado allí toda la tarde y romper la cita. Pensé después que quizá podía asustar a Pyle y así dejarlo inactivo al advertirle sobre el peligro que corría —cualquiera que fuera ese peligro, de modo que me terminé la cerveza y me fui a casa, y cuando llegué a casa empecé a concebir la esperanza de que Pyle no se presentara—. Intenté leer, pero no había nada en los estantes que ocupara mi atención. Quizá debería haber fumado, pero no había nadie que me preparara la pipa. Escuchaba sin ganas por si se oían pasos, y al fin llegaron. Alguien llamó a la puerta. La abrí, pero era sólo Domínguez.

—¿Qué quiere, Domínguez? —le pregunté.

Me miró con aire de sorpresa.

—¿Que qué quiero? —miró su reloj—. Ésta es la hora en que vengo siempre. ¿Tiene usted algún telegrama?

—Lo siento… me había olvidado. No.

—¿Algún complemento sobre la bomba? ¿Quiere que le prepare algo?

—Oh, escríbame algo, Domínguez. No sé qué me pasa… estaba allí mismo, y quizá por eso me he quedado algo conmocionado. No puedo pensar en ello en los términos de un telegrama.

Le di un manotazo a un mosquito que estaba zumbándome en el oído y vi cómo Domínguez instintivamente apartaba la mirada del golpe.

—No se preocupe, Domínguez, fallé.

Sonrió con tristeza. No podía justificar esta repugnancia ante la muerte: después de todo era cristiano… uno de aquellos que habían aprendido de Nerón cómo se usaban los cuerpos humanos para encender fuegos.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted? —me preguntó.

No bebía, no comía carne, no mataba… le envidiaba esa delicadeza de carácter.

—No, Domínguez. Simplemente déjeme solo esta noche.

Lo observé desde la ventana, cuando se alejaba a través de la rue Catinat. Un conductor de trishaws había aparcado junto a la acera enfrente de mi ventana; Domínguez intentó cogerlo, pero el hombre negó con la cabeza. Probablemente estuviera esperando a un cliente que estaba en una de las tiendas, porque éste no era aparcamiento para los trishaws. Cuando miré mi reloj me resultó extraño comprobar que sólo llevaba esperando algo más de diez minutos y, cuando Pyle llamó a la puerta, ni siquiera había oído sus pasos.

—Pase.

Pero como solía ocurrir, fue el perro el primero en entrar.

—Me alegró recibir su nota, Thomas. Pensé esta mañana que se había vuelto loco contra mí.

—Quizá fue así. No era un espectáculo bonito.

—Sabe usted tanto ahora, que no importará que le diga un poco más. Vi a Thé esta tarde.

—¿Que vio a Thé? ¿Está en Saigón? Supongo que ha venido a ver el resultado de la bomba.

—En confianza, Thomas, lo traté con severidad.

Hablaba como si fuera el capitán de un equipo escolar que ha descubierto que uno de sus chicos ha roto el entrenamiento. A pesar de todo le pregunté con cierta esperanza:

—¿Ha roto ya con él?

—Le dije que si realizaba otra acción sin nuestro control romperíamos totalmente con él.

—¿Pero no ha terminado ya con él, Pyle?

Empujé con irritación al perro, que me estaba olfateando los tobillos.

—No puedo (siéntate, Duke). Es la única esperanza que tenemos a la larga. Si alcanzara el poder con nuestra ayuda, podríamos fiarnos de él…

—¿Cuánta gente tiene que morir hasta que se dé cuenta…?

Pero podía verse que era una discusión sin esperanzas.

—¿Que me dé cuenta de qué, Thomas?

—De que no existe la gratitud en política.

—Al menos no nos odiarán como odian a los franceses.

—¿Está usted seguro? A veces tenemos cierto amor a nuestros enemigos y a veces sentimos odio hacia nuestros amigos.

—Habla usted como europeo, Thomas. Esta gente no es complicada.

—¿Es eso lo que ha aprendido en unos pocos meses? Pronto los estará llamando infantiles.

—Bueno… en cierta forma sí.

—Encuéntreme un niño que no sea complicado, Pyle. Cuando somos jóvenes somos una jungla de complicaciones. Nos simplificamos a medida que envejecemos.

Pero ¿de qué valía hablarle así? Había cierta irrealidad en los argumentos que empleábamos los dos. Yo me estaba haciendo un editorialista antes de tiempo. Me levanté y me dirigí a la estantería.

—¿Qué está buscando, Thomas?

—Oh, sólo un pasaje que solía gustarme. ¿Puede cenar conmigo, Pyle?

—Me encantaría, Thomas. Me alegra que ya esté tranquilo. Sé que usted no está de acuerdo conmigo, pero podemos no estar de acuerdo y ser amigos, ¿verdad?

—No sé. No lo creo.

—Después de todo, Phuong era mucho más importante que todo esto.

—¿Lo cree así realmente, Pyle?

—Vamos, se trata de lo más importante que existe. Para mí. Y para usted, Thomas.

—Para mí ya no.

—Fue un golpe terrible lo de hoy, Thomas, pero dentro de una semana, ya verá, lo habremos olvidado. Nos vamos a ocupar de los familiares también.

—¿A quién se refiere con «nos vamos a ocupar»?

—A nosotros. Hemos telegrafiado a Washington. Vamos a conseguir permiso para usar parte de nuestros fondos en ello.

Lo interrumpí:

—¿El Vieux Moulin? ¿Entre las nueve y las nueve treinta?

—Donde guste, Thomas.

Me acerqué a la ventana. El sol se había escondido debajo de los tejados. El conductor del trishaw todavía estaba esperando a alguien. Lo miré y levantó la cara hacia mí.

—¿Espera usted a alguien, Thomas?

—No. Había precisamente un fragmento que estaba buscando.

Para ocultar mi acción leí, levantando el libro para captar los últimos rayos de luz:

Recorro las calles en coche y nada me importa nada,

la gente me mira y pregunta quién soy;

y si por casualidad atropello a un canalla,

puedo pagar los daños y perjuicios.

¡Qué agradable es tener dinero, sí señor!

¡Qué agradable es tener dinero!

—¡Qué poema tan raro! —dijo Pyle con cierto tono reprobatorio en la voz.

—Era un poeta adulto del siglo diecinueve. No había muchos de esta clase.

Volví a mirar hacia la calle. El conductor del trishaw ya se había ido.

—¿Se ha quedado sin bebidas? —preguntó Pyle.

—No, pero creía que usted…

—Quizá estoy empezando a corromperme —dijo Pyle—. Influencia suya. Creo que me es usted beneficioso, Thomas.

Traje la botella y los vasos… Me olvidé de uno de ellos en el primer viaje y tuve que volver entonces a buscar agua. Todo lo que hacía aquella noche me llevaba mucho tiempo. Me dijo:

—Sabe usted, tengo una familia maravillosa, pero quizá sean un poco estrictos. Tenemos una de esas casas antiguas de la calle Chestnut, a mano derecha según se sube la colina. Mi madre colecciona objetos de cristal, y mi padre —cuando no está erosionando sus viejos acantilados— recoge todos los manuscritos de Darwin y ejemplares de la asociación que puede. Comprende, viven en el pasado. Quizá por eso York me impresionó tanto. Parece abierto a la situación actual. Mi padre es un aislacionista.

—Su padre podría gustarme —le dije—. Yo también soy un aislacionista.

Para ser un hombre callado Pyle tenía muchas ganas de hablar aquella noche. Yo no oía todo lo que decía, porque tenía la mente en otro sitio. Intentaba convencerme a mí mismo de que el señor Heng tenía a su disposición otros medios distintos del más obvio y directo. Pero en una guerra como ésta, ya lo sabía, no hay tiempo para dudar: uno usa el arma que tiene a mano… los franceses las bombas de napalm, el señor Heng la bala o el cuchillo. Demasiado tarde me dije a mí mismo que no me habían hecho para ser juez… dejaría que Pyle hablara un rato y luego lo avisaría. Podría pasar la noche en mi casa. Sería muy difícil que irrumpieran aquí. Creo que estaba hablando de su vieja niñera… «realmente significaba más para mí que mi madre, y ¡qué pasteles hacía!», cuando lo interrumpí:

—¿Lleva usted algún arma ahora… después de aquella noche?

—No. Tenemos órdenes en la Legación…

—¿Pero no está usted en misión especial?

—No serviría de nada… si quisieran cogerme, me cogerían de todas formas. De todas maneras soy más ciego que un topo. En el colegio me llamaban murciélago… porque apenas podía ver en la oscuridad. Una vez cuando andábamos…

De nuevo con sus recuerdos. Volví a la ventana.

Había un conductor de trishaws esperando enfrente. No estaba seguro —se parecían tanto, pero pensé que era otro—. Quizá tuviera un cliente de verdad. Se me ocurrió que Pyle estaría más seguro en la Legación, Debían estar preparando sus planes, desde que yo les había dado la señal, para la noche: algo relacionado con el puente de Dakow. No conseguía entender el porqué ni el cómo; seguro que él no iba a ser tan tonto para conducir por Dakow después de la puesta de sol, y nuestro lado del puente estaba siempre custodiado por policía armada.

—Yo estoy llevando toda la conversación —dijo Pyle—. No sé cómo, pero esta noche…

—Continúe —le dije—. Estoy meditabundo, eso es todo. Quizá sea mejor cancelar esa cena.

—No, no haga eso. Me he sentido alejado de usted desde… bueno…

—Desde que me salvó la vida —le dije sin poder ocultar la amargura de la herida que me había autoinfligido.

—No, no quería decir eso. De todas formas, aquella noche sí que hablamos, ¿verdad? Como si fuera nuestra última noche. Aprendí mucho sobre usted, Thomas, No estoy de acuerdo con usted, ya sabe, aunque quizá sea bueno para usted… eso de no verse implicado. Lo mantuvo perfectamente, incluso después de que le aplastaran la pierna siguió siendo neutral.

—Hay siempre algún momento de cambio —dije—. Algún momento de emoción…

—Aún no ha llegado usted a eso. Dudo que llegue. Y tampoco es probable que yo cambie… excepto con la muerte —añadió alegremente.

—¿Ni siquiera con lo de esta mañana? ¿No podría eso cambiar las opiniones de un hombre?

—Fueron sólo heridas de guerra —dijo—. Fue una lástima, pero no siempre se acierta el blanco. En cualquier caso murieron por una buena causa.

—¿Habría dicho usted lo mismo si hubiera sido su vieja niñera, la de los pasteles?

Ignoró mi comentario facilón.

—En cierta forma podría decirse que murieron por la democracia —dijo.

—No sabría cómo traducir eso al vietnamita.

De pronto me sentí muy cansado. Quería que se fuera enseguida y muriera ya. Entonces podría volver a empezar mi vida… en el punto que estaba hasta que él llegó.

—Usted nunca me tomará en serio, ¿verdad, Thomas? —se quejó con esa alegría de colegial que parecía haber mantenido oculta en la manga para esta noche, esta noche entre todas las noches—. Le digo una cosa… Phuong está en el cine… ¿qué le parece si pasamos toda la noche juntos? No tengo nada que hacer ahora.

Parecía que alguien del exterior le indicara cómo elegir las palabras con el fin de impedirme cualquier posible excusa. Continuó:

—¿Por qué no vamos al chalet? No he vuelto a estar allí desde aquella noche. La comida es tan buena como la del Vieux Moulin, y hay música.

—Prefiero no recordar esa noche —le dije.

—Lo siento. A veces soy un completo imbécil, Thomas. ¿Y qué le parece una comida china en Cholon?

—Para conseguir algo bueno hay que reservar con antelación. ¿Tiene usted miedo del Vieux Moulin, Pyle? Está bien protegido y siempre hay policía en el puente. Y no iba a ser tan loco de conducir hasta Dakow, ¿verdad?

—No era eso. Sólo pensaba que sería divertido pasarnos toda la noche por ahí.

Hizo un movimiento y volcó el vaso, que cayó al suelo.

—Buena suerte —dijo mecánicamente—. Lo siento, Thomas.

Empecé a recoger los trozos y a dejarlos en el cenicero.

—¿Qué pasa, Thomas?

Los cristales rotos me recordaban las botellas que goteaban en el bar del Pavilion.

—Advertí a Phuong que posiblemente saldría esta noche con usted.

¡Qué mal elegida estaba la palabra «advertí»! Recogí el último pedazo de cristal.

—Tengo un compromiso en el Majestic —le dije, y no estoy disponible antes de las nueve.

—Bueno, supongo que tendré que volver a la oficina. Sólo que siempre tengo miedo de que me retengan para algo.

No hacía ningún daño ofreciéndole esa oportunidad.

—No se preocupe si llega tarde —le dije—. Si le entretienen en la oficina, vuelva por aquí más tarde. Yo regresaré a las diez, si usted no puede venir a cenar, y le esperaré.

—Ya le avisaré…

—No se moleste. Simplemente acuda al Vieux Moulin… o reúnase conmigo aquí.

Dejé la decisión en manos de Alguien en quien no creía: que Él interviniera si quería, con un telegrama en su mesa, con un mensaje del ministro. No existes a menos que tengas el poder de alterar el futuro.

—Ahora váyase, Pyle. Tengo cosas que hacer.

Sentí un extraño agotamiento, al oírle marchar con el ruido de las patas del perro.

3

Cuando salí los conductores de trishaws más cercanos estaban en la rue d’Ormay. Bajé hasta el Majestic y me quedé un rato contemplando cómo descargaban los bombarderos norteamericanos. El sol había desaparecido y trabajaban a la luz de reflectores. No tenía intención de fabricarme una coartada, pero le había dicho a Pyle que iba al Majestic y me sentí irracionalmente sin ganas de caer en más mentiras de las necesarias.

—Buenas noches, Fowler.

Era Wilkins.

—Buenas noches.

—¿Cómo va esa pierna?

—Ya no da problemas.

—¿Tienes una buena historia?

—Se la encargué a Domínguez.

—Ah, me dijeron que estabas allí.

—Sí, en efecto. Pero el espacio es muy reducido en esta época. No querrán mucho.

—Desde luego —dijo Wilkins—. Deberíamos haber vivido en la época de Russell y del antiguo Times. Las crónicas que se enviaban en globo. Tenía uno tiempo de escribir lo que quería entonces. Vamos, es que incluso escribía una columna con esto: el hotel de lujo, los bombarderos, la noche que cae. Pero ya hoy en día no cae nunca la noche, ¿verdad?, a tantas piastras la palabra.

Desde arriba, como si viniera del cielo, se oía débilmente una risa: alguien había roto un vaso, como Pyle. Nos llegó el ruido como estalactitas de hielo. «Brillaban las luces sobre las mujeres hermosas y los hombres valientes» —citó malévolamente Wilkins.

—¿Haces algo esta noche, Fowler? ¿Quieres venir a cenar?

—Ya he quedado para cenar. En el Vieux Moulin.

—Que te diviertas. Por ahí estará Granger. Deberían anunciar noches especiales con Granger. Para aquellos a los que les gusta el ruido de fondo.

Me despedí y entré en el cine de al lado… Errol Flynn, o puede que fuera Tyrone Power (no sé distinguirlos con esa ropa ajustada), aparecía colgado de cuerdas y saltando de balcón en balcón y cabalgando sin silla de montar en unos amaneceres de tecnicolor. Rescataba a una chica y mataba a su enemigo, llevando una vida encantadora. Era lo que se llama una película para niños, pero la contemplación de Edipo apareciendo con sus ojos sangrantes en el palacio de Tebas constituiría seguramente un entrenamiento más apropiado para la vida actual. No hay vidas encantadoras. La suerte había acompañado a Pyle en Phat Diem y en la carretera de Tanyin, pero la suerte no dura siempre, y quedaban dos horas para ver que ningún encantamiento funcionaría. A mi lado estaba sentado un soldado francés con la mano puesta en el regazo de una chica, y le envidiaba lo simple de su felicidad, o de su desgracia, fuera lo que fuese. Salí antes de que acabara la película y tomé un trishaw al Vieux Moulin.

El restaurante estaba protegido con alambradas contra las granadas y había dos policías armados de guardia al final del puente. El patron, que había engordado con su propia comida de Borgoña, me condujo a través de las alambradas. El lugar olía a capones y a mantequilla derretida en el pesado calor de la noche.

—¿Viene usted a la fiesta de monsieur Granjair[51]? —me preguntó.

—No.

—¿Mesa para uno?

Fue entonces cuando, por vez primera, pensé en el futuro y en las preguntas que tendría que contestar.

—Para uno —dije, y fue como si hubiera dicho en voz alta que Pyle había muerto.

Sólo había una habitación y la fiesta de Granger ocupaba una mesa grande al fondo; el patron me dio una muy cerca de las alambradas. No había ventanas, por miedo a los cristales rotos. Reconocí a algunos de los que estaban divirtiéndose con Granger, y les hice una inclinación de cabeza antes de sentarme: Granger miró hacia otro lado. No lo había visto desde hacía meses… solamente una vez desde la noche en que Pyle se enamoró. Quizá alguna observación ofensiva que hice aquella noche había conseguido penetrar en aquella rana alcohólica, porque estaba sentado en la cabecera de la mesa mirando con cara de pocos amigos, mientras madame Desprez, la mujer de un funcionario de relaciones públicas, y el capitán Duparc del Servicio de Relaciones con la Prensa me saludaban cordialmente. Había un hombre enorme que creo que era un hôtelier[52] de Pnom Penh y una chica francesa que no había visto nunca antes y otras dos o tres caras que sólo había contemplado en los bares. Parecía ser, por el momento, una fiesta tranquila.

Pedí un pastis porque quería darle tiempo a Pyle de que llegara… los planes pueden torcerse y hasta que no empezara a comer era como si todavía hubiera alguna esperanza. Y entonces me pregunté qué esperanza era ésa. ¿Buena suerte para el O. S. S. o como quiera que se llamara su banda? ¿Larga vida para las bombas de plástico y el general Thé? ¿O tenía yo la esperanza —yo entre todo el mundo— de que ocurriera algún tipo de milagro: un método para convencer a Pyle, ideado por el señor Heng, que no fuera simplemente la muerte? ¡Cuánto más fácil habría sido si nos hubieran matado a los dos en la carretera de Tanyin! Estuve tomando el pastis unos veinte minutos y después pedí la cena. Pronto iban a ser las nueve y media: ya no vendría.

Contra mi voluntad estaba prestando atención: ¿a qué?, ¿a un grito?, ¿a un disparo?, ¿a algún movimiento de la policía allí afuera?; pero de todas formas probablemente no oiría nada, porque la fiesta de Granger se estaba animando. El hôtelier, que tenía una voz agradable sin educar, empezó a cantar y cuando saltó el tapón de otra botella de champán los otros se le unieron, excepto Granger. Estaba allí sentado, con los ojos enrojecidos, mirándome desde el otro lado de la habitación. Me pregunté si habría lucha: yo no era contrincante para Granger.

Estaban cantando una canción sentimental, y mientras tanto yo, sentado y sin hambre, ideaba una disculpa por no haber comido el Chapon duc Charles, y pensé, casi por vez primera desde que sabía que estaba a salvo, en Phuong. Me acordé de Pyle cuando estaba sentado en el suelo esperando a los viets y dijo: «Parece fresca como una flor», y yo había respondido con ligereza: «Pobre flor». Ya nunca vería Nueva Inglaterra ni aprendería los secretos de la canasta. Quizá nunca pudiera conocer la seguridad: ¿qué derecho tenía yo a valorarla menos que a los cadáveres de la plaza? El sufrimiento no aumenta por el número: un cuerpo puede contener todo el sufrimiento que puede sentir el mundo. Yo había juzgado como un periodista, en términos de cantidad, y había traicionado así mis propios principios; estaba ya tan engagé como Pyle, y me parecía que ninguna decisión sería otra vez simple. Miré mi reloj y eran casi las diez menos cuarto. Quizá, después de todo, lo habían retenido en la oficina; quizá ese «alguien» en el que él creía había actuado protegiéndolo y ahora podía estar sentado en una habitación de la Legación, afanándose en descifrar un telegrama, y pronto estaría subiendo con ímpetu las escaleras hasta mi cuarto en la rue Catinat. Si ocurre así, se lo diré todo —pensé.

De repente Granger se levantó de la mesa y vino hacia mí. Ni siquiera vio la silla que había en medio, y tambaleándose puso la mano en el filo de mi mesa.

—Fowler —me dijo—, salga fuera.

Dejé los billetes suficientes encima de la mesa y lo seguí. No estaba de humor para luchar con él, pero en ese momento no me habría importado que me dejara inconsciente de un golpe. Tenemos tan pocos medios para aplacar el sentimiento de culpabilidad.

Se apoyó en el parapeto del puente y los dos policías lo observaron desde cierta distancia.

—Tengo que hablarle, Fowler —me dijo.

Me acerqué hasta una distancia en que pudiera pegarme y esperé. No se movió. Era como una estatua emblemática de todo lo que yo creía odiar de Estados Unidos… tan mal diseñado como la estatua de la Libertad, y tan vacío de significación como ella.

—Usted piensa que estoy borracho —me dijo sin moverse—. Se equivoca.

—¿Qué pasa, Granger?

—Tengo que hablar con usted, Fowler. No quiero estar sentado ahí con esos franchutes toda la noche. Usted no me gusta, Fowler, pero habla inglés. Cierto tipo de inglés.

Estaba allí apoyado, corpulento e informe en la penumbra, como un continente inexplorado.

—¿Qué quiere usted, Granger?

—No me gustan los británicos —dijo Granger—. No sé cómo Pyle puede soportarlo. Quizá se deba a que es de Boston. Yo soy de Pittsburgh y estoy orgulloso de ello.

—¿Por qué no?

—Ahí está otra vez. —Hizo un débil intento de imitar mi acento—. Todos ustedes hablan como maricas. Se creen tan asquerosamente superiores. Se creen que lo saben todo.

—Buenas noches, Granger. Tengo una cita.

—No se vaya, Fowler. ¿No tiene corazón? No puedo hablar con esos franchutes.

—Está usted borracho.

—Me he tomado dos copas de champán, eso es todo, ¿y no estaría usted borracho si estuviera en mi lugar? Tengo que ir al norte.

—¿Qué hay de malo en eso?

—Ah, no se lo dije, ¿verdad? Sigo pensando que todo el mundo lo sabe. Recibí esta mañana un telegrama de mi mujer.

—¿Y?

—Mi hijo tiene polio. Está mal.

—Lo siento.

—No tiene por qué sentirlo. No es su hijo.

—¿No puede usted tomar un avión para casa?

—No puedo. Quieren un reportaje sobre unas malditas operaciones de limpieza cerca de Hanói, y Connolly está enfermo —Connolly era su ayudante.

—Lo siento, Granger. Me gustaría poder ayudarle.

—Esta noche es su cumpleaños. Va a cumplir ocho años a las diez y media por nuestra hora. Por eso había preparado una fiesta con champán antes de saberlo. Tenía que decírselo a alguien, Fowler, y no puedo decírselo a estos franchutes.

—Hoy día se puede hacer mucho contra la polio.

—No me importa si se queda inválido, Fowler. Mientras viva. Yo no podría ser inválido, pero él es muy inteligente. ¿Sabe lo que he estado haciendo ahí dentro mientras ese cabrón cantaba? Estaba rezando. Pensaba que quizá si Dios quería una vida, podía llevarse la mía.

—¿Entonces cree usted en Dios?

—Ojalá creyera —dijo Granger.

Se pasó la mano abierta por la cara como si le doliera la cabeza, pero el movimiento no tenía otro propósito que disimular el hecho de que se enjugaba unas lágrimas.

—Si yo fuera usted me emborracharía —le dije.

—Oh, no, tengo que estar sobrio. No quiero pensar después que apestaba a alcohol la noche en que murió mi chico. Mi mujer no puede beber, ¿verdad?

—¿No puede decirle a su periódico…?

—Connolly no está enfermo realmente. Se ha ido con una fulana a Singapur. Tengo que encubrirlo. Lo despedirían si llegaran a enterarse. —Se irguió con su cuerpo informe—. Siento haberlo entretenido, Fowler. Pero tenía que decírselo a alguien. Ahora tengo que entrar para empezar los brindis. Es curioso que tuviera que ser con usted, con lo que me odia.

—Podría hacerle el reportaje. Me haría pasar por Connolly.

—No conseguiría engañarlos con su acento.

—No le tengo antipatía, Granger. He estado ciego ante muchas cosas…

—Oh, usted y yo somos como el perro y el gato. Pero gracias por su apoyo.

¿Era yo tan diferente de Pyle? —me dije a mí mismo—. ¿Tenía yo también que verme con el pie metido en este asco de vida antes de que pudiera descubrir el dolor? Granger entró y pude oír las voces que se levantaban para saludarlo. Encontré un trishaw que me llevó pedaleando a casa. Allí no había nadie, y me senté a esperar hasta medianoche. Entonces bajé a la calle sin esperanza y allí me encontré a Phuong.