Capítulo 2

1

Era extraño, este primer regreso a Saigón sin tener a nadie que me diera la bienvenida. En el aeropuerto sentí deseos de que hubiera algún lugar distinto de la rue Catinat al que pudiera llevarme el taxi. Me pregunté a mí mismo: ¿es un poco menor el dolor que cuando salí?, y traté de persuadirme de que así era. Cuando llegué al pasillo vi que la puerta estaba abierta, y me quedé sin respiración concibiendo una esperanza irracional. Me acerqué muy despacio a la puerta. Hasta que llegara a ella la esperanza seguía viva. Oí el crujir de una silla, y cuando llegué a la puerta alcancé a ver un par de zapatos, pero no eran zapatos de mujer. Entré rápidamente, y fue Pyle el que se levantó con torpeza de la silla que solía usar Phuong.

—Hola, Thomas —me dijo.

—Hola, Pyle. ¿Cómo ha entrado?

—Me encontré con Domínguez, que le traía el correo. Le pedí que me dejara quedarme.

—¿Se ha olvidado Phuong de algo?

—Oh, no, pero Joe me dijo que usted había estado en la Legación. Pensé que sería más fácil hablar aquí.

—¿De qué?

Hizo un gesto vago, como el de un niño al que han puesto a hablar en una función escolar y no encuentra las palabras de los adultos.

—¿Ha estado fuera?

—Sí. ¿Y usted?

—Oh, he estado viajando por ahí.

—¿Todavía jugando con material plástico?

Sonrió forzadamente, sin alegría.

—Ahí encima tiene sus cartas —dijo.

Comprobé con una ojeada que no había nada que me pudiera interesar en ese momento: había una de mi oficina en Londres y algunas que parecían facturas, y una del banco.

—¿Cómo está Phuong? —le pregunté.

Se le iluminó la cara automáticamente como uno de esos juguetes eléctricos que responden a un sonido particular.

—Oh, está bien —dijo, y apretó seguidamente los labios como si hubiera ido demasiado lejos.

—Siéntese, Pyle —le dije—. Discúlpeme un momento mientras miro esto. Es de mi oficina.

La abrí. ¡Qué inoportunamente pueden ocurrir las cosas que no esperamos! El editor me decía que había considerado mi última carta y que, a la vista de la confusa situación en Indochina, después de la muerte del general de Latiré y de la retirada de Hoa Binh, estaba de acuerdo con mi sugerencia. Había nombrado un editorialista para extranjero de forma provisional, y prefería que me quedara en Indochina al menos otro año. «Le guardaremos el puesto», me decía para tranquilizarme, sin haber comprendido nada. Creía que me interesaba el trabajo, y el periódico.

Me senté frente a Pyle y releí la carta que había llegado demasiado tarde. Durante un momento me sentí eufórico, como en el instante de despertar antes de recordar nada.

—¿Malas noticias?

—No.

Me dije a mí mismo que, en cualquier caso, no habría significado diferencia alguna; un respiro de un año nada podía hacer contra un acuerdo de matrimonio.

—¿Ya se ha casado? —le pregunté.

—No.

Se sonrojó —tenía gran facilidad para sonrojarse:

—En realidad tengo esperanzas de que me concedan una licencia especial. Entonces podríamos casarnos en casa… como debe ser.

—¿Le parece más apropiado hacerlo en los Estados Unidos?

—Bueno, pensé… es difícil decirle estas cosas, es usted tan terriblemente cínico, Thomas, pero es un signo de respeto. Mi padre y mi madre estarían presentes, es como si entrara en la familia. Es importante a la vista del pasado.

—¿El pasado?

—Ya sabe lo que quiero decir. No quisiera dejarla atrás con ningún estigma…

—¿La va a dejar atrás?

—Supongo que sí. Mi madre es una mujer maravillosa; se encargaría de llevarla por ahí, presentarle a gente, ya sabe, situarla en cierta forma. La ayudaría a prepararme un hogar.

No sabía si compadecer a Phuong o no… ella había deseado tanto los rascacielos y la estatua de la Libertad, pero tenía tan poca idea de lo que todo eso implicaba, el profesor y la señora Pyle, los clubes femeninos para almorzar; ¿la enseñarían a jugar a la canasta? La recordé aquella primera noche en el Grand Monde, con su vestido blanco, moviéndose de forma tan exquisita con sus pies de dieciocho años, y la recordé como hacía un mes, regateando por el precio de la carne con el carnicero del boulevard de la Somme. ¿Le gustarían esas pequeñas, limpias y brillantes tiendas de comestibles de Nueva Inglaterra donde incluso el apio viene envuelto en celofán? Quizá le gustaran. No podía saberlo. De forma extraña me encontré hablando como lo podía haber hecho Pyle hacía un mes.

—Trátela con cuidado, Pyle. No fuerce las cosas. Puede sentirse herida como usted o como yo.

—Desde luego, desde luego, Thomas.

—Parece tan pequeña y frágil, y distinta de nuestras mujeres, pero no crea que es como… como un objeto de decoración.

—Es curioso, Thomas, lo diferentes que resultan las cosas. Temía esta conversación. Pensé que usted iba a mostrarse duro.

—He tenido tiempo para pensar, allá arriba en el norte. Había una mujer… Quizá vi lo que usted vio en aquel prostíbulo. Es bueno que ella se vaya con usted. Algún día yo podría dejarla atrás con alguien como Granger. Un objeto sexual.

—¿Y podemos seguir siendo amigos, Thomas?

—Sí, desde luego. Sólo que prefiero no ver a Phuong. Hay ya bastante de ella por aquí tal como está todo. Tengo que encontrar otro apartamento… cuando tenga tiempo.

Estiró las piernas y se levantó.

—Me alegro mucho, Thomas. No puedo decirle lo que me alegra. Ya se lo he dicho antes, lo sé, pero de verdad que me habría gustado que no hubiera sido usted.

—Yo me alegro de que haya sido usted, Pyle.

La entrevista no había sido como yo había previsto: bajo la rabia superficial, en algún nivel más profundo, se debía de haber formado el verdadero plan de acción, cada vez que me había irritado su inocencia, algún juez dentro de mí había dictaminado a su favor, había comparado su idealismo, sus ideas a medio hacer, fundadas en las obras de York Harding, con mi cinismo. Ah, yo tenía razón en cuanto a los hechos, pero ¿no tenía él razón también en ser joven y estar equivocado, y no era quizá un hombre más adecuado para que una chica pasara su vida con él?

Nos estrechamos las manos sin mayor interés, pero cierto temor formulado a medias me hizo seguirlo hasta el principio de las escaleras y llamarlo. Quizá haya un profeta también junto al juez en esos tribunales interiores donde se toman nuestras verdaderas decisiones.

—Pyle, no se fíe demasiado de York Harding.

—¡York! —me miró fijamente desde el primer rellano.

—Nosotros somos los viejos pueblos coloniales, Pyle, pero hemos aprendido un poco de la realidad, hemos aprendido a no jugar con cerillas. Esa Tercera Fuerza… sólo existe en un libro, eso es todo. El general Thé no es más que un bandido con unos pocos miles de hombres: no es esa democracia nacional.

Era como si me hubiera estado contemplando fijamente a través de un buzón de cartas para ver quién estaba dentro, y ahora, dejando caer la tapa, excluyen al intruso indeseado. No conseguí verle los ojos.

—No sé lo que quiere decir, Thomas.

—Esas bombas en las bicicletas. Fueron muy divertidas, aunque un hombre perdiera un pie. Pero, Pyle, no puede usted fiarse de hombres como Thé. No van a salvar al Oriente del comunismo. Conocemos a los de su clase.

—¿A quién se refiere con «conocemos»?

—A nosotros, los antiguos imperialistas.

—Pensaba que usted no tomaba partido.

—No lo tomo, Pyle, pero si alguien ha de montar un lío en su organización, déjeselo a Joe. Váyase a casa con Phuong. Olvídese de la Tercera Fuerza.

—Desde luego siempre valoro su consejo, Thomas —me dijo muy formalmente—. Bueno, hasta la vista.

—Espero que así sea.

2

Avanzaban las semanas, pero yo, no sé por qué, no había encontrado aún otro piso. No se trataba de que no tuviera tiempo. La crisis anual de la guerra había pasado ya otra vez: el húmedo y cálido crachin[48] se había adueñado del norte, los franceses habían salido de Hoa Binh, la campaña del arroz se había acabado en Tonkin y la del opio en Laos. Domínguez podía cubrir con facilidad todo lo que hacía falta en el sur. Al final me arrastré a mí mismo a ver un apartamento en un edificio de los llamados modernos (¿la exposición de París de 1934?) al otro extremo de la rue Catinat, más allá del Hotel Continental. Era el domicilio en Saigón de un cultivador de caucho que se volvía a casa. Quería venderlo con todo lo que tenía dentro. Había un enorme número de grabados del Salón de París, entre 1880 y 1900. El factor común más frecuente era una mujer de pechos grandes con un extraordinario peinado y vestidos de gasa que, no sé cómo, siempre mostraba las grandes nalgas separadas y escondía el campo de batalla. En el baño, el cultivador de caucho había sido algo más atrevido con sus reproducciones de Rops.

—¿Le gusta a usted el arte? —le pregunté.

Me miró con satisfacción como un compañero de conspiración. Era gordo con un bigotito negro y poco pelo.

—Mis mejores cuadros están en París —me dijo.

En el salón había un extraordinario cenicero, de gran altura, que representaba una mujer desnuda con un recipiente en el pelo, y había también figuras decorativas de porcelana de chicas desnudas abrazando a unos tigres, y una muy extraña de una chica desnuda hasta la cintura en bicicleta. En el dormitorio, frente a la enorme cama, había un gran cuadro al óleo, como papel satinado, con dos chicas que dormían juntas. Le pregunté por el precio del apartamento sin la colección, pero no aceptaba separar lo uno de lo otro.

—¿Usted no es coleccionista? —me preguntó.

—Bueno, no.

—Tengo también algunos libros —me dijo— que podría incluir, aunque pensaba llevármelos a Francia.

Abrió una vitrina y me enseñó su biblioteca… había ediciones caras, con ilustraciones, de Aphrodite y Nana, tenía La Garçonne, e incluso algunos Paul de Kock. Estuve tentado de preguntarle si se vendería él también con su colección: iba bien con todas aquellas cosas, era típico también de todo el período. Me dijo:

—Si uno vive solo en los trópicos, una colección así le ofrece compañía.

Pensé en Phuong simplemente porque no estaba presente. Así ocurre siempre: cuando uno se escapa a un desierto el silencio te grita a los oídos.

—No creo que mi periódico me permitiera comprar una colección de objetos de arte.

—No aparecería, desde luego, en el recibo —me dijo.

Me alegré de que Pyle no lo hubiera visto: este hombre podía servir perfectamente para rellenar los rasgos del «viejo imperialista» imaginario de Pyle, que ya era de por sí repugnante sin él. Cuando salí eran casi las once y media y bajé hasta el Pavilion para tomarme una jarra de cerveza helada. El Pavilion era una cafetería para mujeres norteamericanas y europeas, y confiaba en no ver a Phuong en ese lugar. Realmente sabía con exactitud dónde estaría a esta hora del día… no era una chica que rompiera con facilidad sus hábitos, así que, al salir del apartamento del cultivador de caucho, crucé la calle para evitar el establecimiento de productos lácteos donde estaría a aquella hora del día tomándose su chocolate malteado. Había dos chicas norteamericanas sentadas en la mesa de al lado, limpias y pulcras en medio del calor, tomando el helado con cuchara. Cada una llevaba un bolso colgado del hombro izquierdo, y los bolsos eran idénticos, con insignias de águilas de bronce. Las piernas eran también idénticas, alargadas y finas, y también sus narices, ligeramente ladeadas; se tomaban el helado con gran concentración, como si estuvieran realizando un experimento en el laboratorio del colegio. Me pregunté si serían colegas de Pyle: eran encantadoras, y también quería mandarlas de regreso a casa. Acabaron los helados y una miró su reloj.

—Mejor nos vamos —dijo—, para estar seguras.

Me pregunté sin mayor interés qué tipo de cita tendrían.

—Warren dijo que no deberíamos quedarnos después de las once y veinticinco.

—Ya han pasado.

—Sería emocionante quedarse. No sé de qué va todo ese asunto, ¿lo sabes tú?

—No exactamente, pero Warren dijo que era mejor no saberlo.

—¿Crees que es una manifestación?

—He visto tantas manifestaciones —dijo la otra con hastío, como una turista harta de ver iglesias.

Se levantó y dejó sobre la mesa el dinero de los helados. Antes de salir echó un vistazo al café, y los espejos reflejaron su perfil en cada uno de sus ángulos pecosos. Me quedé solo junto a una francesa de mediana edad poco elegante que inútilmente se estaba maquillando la cara con cuidado. Aquellas dos apenas necesitaban maquillaje, les bastaba con pasarse rápidamente el lápiz de labios, y cepillarse el pelo. Por un momento se había quedado su mirada fija en mí —no era como la mirada de una mujer, sino como la de un hombre, muy directa, como si estuviera preguntándose qué acción tomar—. Entonces se volvió rápidamente a su compañera:

—Mejor nos vamos.

Las observé con desgana cuando salían, una al lado de la otra, a la calle iluminada parcialmente por el sol. Era imposible imaginarse a cualquiera de ellas como presa de una pasión desordenada: no les iban las sábanas arrugadas y el sudor del sexo. ¿Se llevarían los desodorantes a la cama? Me encontré durante un momento envidiándolas por su mundo esterilizado, tan diferente del mundo en que yo vivía… que de pronto inexplicablemente estalló en pedazos. Dos de los espejos de la pared salieron volando hacia mí y cayeron a mitad de camino. La francesa poco elegante se vio de rodillas en medio de un desorden de mesas y sillas. Su polvera apareció abierta y sin sufrir desperfecto alguno en mi regazo, y curiosamente me encontré sentado exactamente donde estaba sentado antes, aunque mi mesa se había incorporado al desorden que rodeaba a la francesa. Un curioso sonido de jardín llenó el café; el goteo regular de una fuente, y al mirar al bar vi las hileras de botellas rotas, de las que corrían los líquidos en un flujo multicolor… el rojo del oporto, el naranja del Cointreau, el verde del chartreuse, el amarillo nebuloso del pastis, por todo el suelo del café. La francesa se sentó bien y buscó con calma su polvera. Se la di y me dio las gracias muy educadamente, sentándose entonces en el suelo. Me di cuenta de que no la oía muy bien. La explosión había sido tan cercana que los tímpanos tenían aún que recobrarse de la presión.

Pensé con cierta petulancia: «otra broma con el material plástico: ¿qué esperará el señor Heng que yo escriba ahora?», pero cuando salí a place Garnier fui consciente, por la espesa nube de humo, de que no se trataba de ninguna broma. El humo procedía de los coches que estaban ardiendo en el aparcamiento frente al teatro nacional, había restos de coches esparcidos por toda la plaza, y un hombre sin piernas se retorcía al final de los jardines ornamentales. Se agolpaba la gente que venía de la rue Catinat, del boulevard Bonnard. Las sirenas de los coches de la policía, las campanas de las ambulancias y los bomberos se unían contra mis afectados tímpanos. Había olvidado por un momento que Phuong debía estar en el establecimiento de productos lácteos al otro lado de la plaza. El humo estaba en medio. No se podía ver nada.

Me dirigí a la plaza y un policía me detuvo. Habían formado un cordón rodeándola para impedir que aumentara el gentío, y ya estaban empezando a aparecer las camillas. Le imploré al policía que tenía delante:

—Déjeme pasar. Tengo una amiga…

—Atrás —dijo—. Aquí todo el mundo tiene amigos.

Se hizo a un lado para dejar pasar a un cura, y yo intenté seguir al cura, pero me empujó hacia atrás.

—Soy de la prensa —le dije, mientras buscaba en vano el billetero en el que tenía la tarjeta, pero no la encontré: ¿había salido ese día sin ella?

—Dígame al menos qué ha ocurrido con el establecimiento de productos lácteos —le dije.

El humo se estaba disipando e intenté ver algo, pero la multitud que había en medio era demasiado grande. Dijo algo que no pude captar.

—¿Qué ha dicho?

Repitió:

—No sé. Apártese. Está bloqueando las camillas.

¿Se me habría caído el billetero en el Pavilion? Me di la vuelta y allí estaba Pyle.

—Thomas —exclamó.

—Pyle —le dije—, por el amor de Dios, ¿dónde está su pase de la Legación? Tenemos que llegar al otro lado. Phuong está en ese establecimiento.

—No, no —dijo.

—Pyle, sí está. Siempre va ahí. A las once y media. Tenemos que encontrarla.

—No está ahí, Thomas.

—¿Cómo lo sabe? ¿Dónde está su tarjeta?

—Le advertí que no fuera.

Me volví hacia el policía, con la intención de empujarlo a un lado y echar a correr a través de la plaza: podía dispararme, pero no me importaba —y entonces fue cuando la palabra «advertí» entró en mi consciencia—. Cogí a Pyle por el brazo.

—¿Advertir? —le dije—, ¿qué quiere decir con «advertir»?

—Le dije que no viniera por aquí a lo largo de la mañana.

Todo encajó en mi mente.

—¿Y Warren? —le dije—. ¿Quién es Warren? Fue el que advirtió a aquellas chicas también.

—No entiendo.

—No debía haber ningún herido norteamericano, ¿verdad?

Una ambulancia se abrió camino por la rue Catinat hacia la plaza y el policía que me había detenido a mí se echó a un lado para dejarla pasar. El policía que había a su lado estaba enzarzado en una discusión. Empujé a Pyle hacía adelante, y entramos en la plaza antes de que nos pudieran detener.

Nos encontramos en medio de una congregación de lamentos. La policía podía evitar que entraran otros en la plaza, pero se veían incapaces de despejarla de supervivientes y de los primeros curiosos que llegaron. Los médicos estaban demasiado ocupados para atender a los muertos, de modo que los muertos quedaban a disposición de sus propietarios, porque se puede poseer a los muertos como se posee una silla. Había una mujer sentada en el suelo con lo que quedaba de su bebé en el regazo; con una especie de pudor lo había cubierto con su sombrero de campesina, hecho de paja. Estaba tranquila y en silencio, y lo que más me impresionó de la plaza fue el silencio. Era como una iglesia que había visitado una vez durante la misa —los únicos ruidos procedían de los que realizaban algún servicio, excepto donde había algún europeo, aquí y allá, que lloraba e imploraba, para refugiarse de nuevo en el silencio, como si se sintiera avergonzado por la modestia, la paciencia y el sentido de la corrección del Oriente—. El torso sin piernas en el borde del jardín todavía se retorcía, como un pollo que ha perdido la cabeza. Por la camisa que llevaba aquel hombre, probablemente debía de ser conductor de trishaws.

—Es terrible —dijo Pyle.

Se miró los zapatos húmedos y preguntó con voz de enfermo:

—¿Qué es esto?

—Sangre —le contesté—. ¿Nunca la había visto antes?

—Debo limpiármelos antes de que me vea el ministro —dijo.

No creo que supiera lo que decía. Estaba contemplando la guerra de verdad por primera vez: la travesía río abajo hasta Phat Diem había sido como un sueño infantil, y en cualquier caso los soldados no contaban a sus ojos.

Lo forcé, colocándole la mano en el hombro, a que echara un vistazo a lo que tenía a su alrededor. Le dije:

—Éste es el momento en que la plaza está siempre llena de mujeres y niños, es la hora de la compra. ¿Por qué elegir ésta entre todas las horas?

—Iba a haber un desfile —dijo débilmente.

—Y tenía usted la esperanza de cazar a unos cuantos coroneles. Pero el desfile se suspendió ayer, Pyle.

—No lo sabía.

—¡No lo sabía!

Lo empujé hacia un charco de sangre, donde antes había estado una camilla.

—Debería estar mejor informado.

—Yo estaba fuera de la ciudad —dijo, mirándose los zapatos—. Deberían haberlo suspendido.

—¿Y perderse la diversión? —le pregunté—, ¿acaso espera usted que el general Thé se perdiera una cosa así? Esto es mejor que un desfije. Las mujeres y los niños constituyen noticias, mientras que los soldados no, en una guerra. Esto impactará a la prensa de todo el mundo. Ha conseguido usted colocar al general Thé en el mapa perfectamente, Pyle. Ha conseguido la Tercera Fuerza y la democracia nacional, ahí están, en su zapato derecho. Váyase a casa con Phuong y háblele de estos muertos heroicos suyos… hay algunas docenas menos de su pueblo de las que preocuparse.

Un cura gordo y bajo pasó con rapidez a nuestro lado, llevando algo en un plato cubierto por una servilleta. Pyle había estado en silencio durante largo rato, y yo no tenía nada más que decir. Realmente ya había dicho demasiado. Parecía blanco y derrotado, como si se fuera a desmayar, y pensé: ¿de qué vale?, siempre será inocente, no puede echarse la culpa a los inocentes, no tienen nunca la culpa. Todo lo que puede hacerse es controlarlos o eliminarlos. La inocencia es un tipo de locura.

—Thé no habría hecho esto —dijo—. Estoy seguro de que no lo habría hecho. Alguien lo engañó. Los comunistas…

Tenía una armadura impenetrable de buenas intenciones y de ignorancia. Lo dejé de pie en la plaza y seguí rue Catinat arriba hacia donde la catedral, de un horroroso color rosado, bloqueaba el paso. Ya estaba llegando la gente a ella en multitud: para ellos debía ser un consuelo poder rezar por los muertos a los muertos.

Al contrario que ellos, yo tenía motivos para estar agradecido, pues ¿no seguía Phuong con vida?, ¿no la habían «advertido»? Pero lo que recordaba era el torso de la plaza, el bebé en el regazo materno. A ellos no les habían «advertido»: no habían sido lo suficientemente importantes. Y si el desfile hubiera tenido lugar, ¿no habrían estado de todas formas allí, por curiosidad, para ver a los soldados, para oír a los oradores y tirar flores? Una bomba de cien kilos no distingue. ¿Cuántos coroneles muertos justifican la muerte de un niño o de un conductor de trishaws cuando se está construyendo un frente democrático nacional? Detuve un trishaw a motor y le pedí al conductor que me llevara al Quai Mytho.