Pasaron casi quince días desde la muerte de Pyle hasta que volví a ver a Vigot. Subía por el boulevard Charner cuando oí su voz, que me llamaba desde Le Club. Era el restaurante más frecuentado aquellos días por los miembros de la Sureté, quienes, con cierto gesto de desafío hacia los que los odiaban, preferían comer y beber en el piso bajo mientras el público en general ocupaba la parte alta, lejos del alcance de las granadas de algún terrorista. Me acerqué a él y me pidió un vermú con cassis.
—¿Nos lo jugamos?
—Si le apetece —y saqué los dados para el juego ritual de quatre-cent-vingt-et-un.
¡Cómo me traen a la mente esas figuras y los dados los años de la guerra de Indochina! En cualquier parte del mundo, cuando veo a dos hombres jugando a los dados, me veo transportado a las calles de Hanói o Saigón, o entre los edificios derruidos de Phat Diem, veo a los paracaidistas, protegidos como orugas con sus extrañas marcas, patrullando por los canales, oigo el ruido de los morteros acercándose, y quizá veo también a un niño muerto.
—Sans vaseline[44] —dijo Vigot, tirando un cuatro-dos-uno.
Empujó hacia mí la última cerilla. La jerga sexual del juego era algo común a toda la Sureté; quizá la había inventado Vigot, y sus oficiales de rango inferior la habían adoptado, aunque no habían hecho lo mismo con Pascal.
—Sous-lieutenant[45].
Cada partida que perdía uno significaba una elevación de rango… se jugaba hasta que alguno de los dos llegaba a capitán o comandante. Ganó la segunda partida también y, mientras contaba las cerillas, me dijo:
—Hemos encontrado el perro de Pyle.
—¿Sí?
—Supongo que se negó a dejar el cadáver. En cualquier caso le cortaron el pescuezo. Lo encontramos en el barro a unos cincuenta metros de distancia. Quizá llegó hasta ahí arrastrándose.
—¿Todavía está usted interesado?
—El ministro norteamericano sigue fastidiándonos. No tenemos los mismos problemas, gracias a Dios, cuando matan a un francés. Pero, claro, esos casos no tienen el valor de la rareza.
Nos jugamos el reparto de las cerillas y entonces comenzó el juego de verdad. Era un misterio con qué rapidez tiraba Vigot un cuatro-dos-uno. Redujo sus cerillas a tres, y yo conseguí la puntuación más baja posible.
—Nanette[46] —dijo Vigot, empujándome dos cerillas.
Cuando se libró de la última cerilla que tenía dijo:
—Capitaine —y yo pedí al camarero que nos sirviera otra copa.
—¿Hay alguien que le gane alguna vez? —le pregunté.
—Frecuentemente no. ¿Quiere su revancha?
—En otro momento. ¡Vaya jugador que podría ser, Vigot! ¿Practica algún otro juego de azar?
Sonrió tristemente, y no sé por qué pensé en su mujer, aquella rubia de la que se decía que lo traicionaba con sus subalternos.
—Ah, bueno —dijo—, está siempre el mayor de todos.
—¿El mayor?
—«Sopesemos la ganancia y la pérdida —citó—, al apostar que Dios existe, tomemos en consideración estas dos posibilidades. Si uno gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada».
Como respuesta le cité yo también a Pascal, era el único pasaje que recordaba:
—«Tanto el que elige cara como el que elige cruz lo hace mal. Los dos están equivocados. El verdadero camino consiste en no apostar».
—«Sí; pero uno debe apostar. No es optativo. Ya está uno cogido». No sigue usted sus propios principios, Fowler. Usted está engagé, como todos los demás.
—No en lo religioso.
—No hablaba de religión. En realidad —dijo—, estaba pensando en el perro de Pyle.
—Ah.
—¿Se acuerda de lo que me dijo… lo de encontrar huellas en las patas, lo de analizar la tierra, etc.?
—Y usted me respondió que no era Maigret ni Lecoq.
—No lo he hecho todo tan mal después de todo —dijo—. Pyle solía llevarse con él el perro cuando salía, ¿verdad?
—Creo que sí.
—¿Era tan valioso que no podía dejarlo suelto?
—Habría sido peligroso. En este país se comen a los perros de este tipo, ¿no es cierto? —Empezó a meterse los dados en el bolsillo—. Mis dados, Vigot.
—Oh, lo siento. Estaba pensando…
—¿Por qué dice usted que estoy engagé?
—¿Cuándo vio el perro de Pyle por última vez, Fowler?
—Sabe Dios. No llevo una agenda para los encuentros con los perros.
—¿Cuándo va a estar en casa?
—No lo sé exactamente. Nunca me ha gustado dar información a la policía. Les evita problemas.
—Esta noche… me gustaría… pasarme por su casa y verlo. ¿Sobre las diez? Si va a estar usted solo.
—Mandaré a Phuong al cine.
—¿Le van bien las cosas otra vez… con ella?
—Sí.
—Qué extraño. Tenía la impresión de que era usted… bueno… infeliz.
—Seguro que hay muchos motivos posibles para explicar eso, Vigot —y añadí bruscamente—: usted debe saberlo.
—¿Yo?
—No es usted precisamente un hombre muy feliz.
—Oh, no tengo de qué quejarme. «Una casa arruinada no es motivo de tristeza».
—¿Por qué se hizo policía, Vigot?
—Hay cierto número de factores. La necesidad de ganarse la vida, cierta curiosidad por la gente, y… sí, hasta eso, cierto amor por Gaboriau.
—Quizá debería haberse hecho cura.
—No leí a los autores adecuados para eso… en aquella época.
—Todavía sospecha que estoy involucrado, ¿verdad?
Se levantó y se bebió lo que le quedaba del vermú con cassis.
—Me gustaría hablar con usted, eso es todo.
Pensé después de que se dio la vuelta y se fue que me había mirado con compasión, como podría haber mirado a un prisionero, de cuya captura fuera responsable, que fuera a sufrir cadena perpetua.
En realidad yo había sido castigado. Fue como si Pyle, cuando dejó mi piso, me hubiera condenado a tantas semanas de incertidumbre. Cada vez que volvía a casa esperaba encontrarme el desastre. A veces no estaba Phuong, y me resultaba imposible ponerme a hacer cualquier trabajo hasta que regresaba, porque siempre me preguntaba si volvería alguna vez. Le preguntaba dónde había estado (intentando alejar la ansiedad o la sospecha de mi voz) y a veces me contestaba que en el mercado o de tiendas y me ofrecía la prueba (incluso esa disposición a confirmarme la historia parecía en ese periodo antinatural), y a veces que en el cine, y allí tenía el trozo de la entrada para probarlo, y a veces que en casa de su hermana —era ahí donde yo creía que se encontraba con Pyle—. Le hacía el amor en esos días salvajemente, como si la odiara, pero lo que odiaba era el futuro. La soledad dormía en mi cama y me abrazaba a la soledad durante la noche. Phuong no cambió; cocinaba para mí, me preparaba las pipas, con gentileza y dulzura ofrecía su cuerpo para mi placer (pero ya no era un placer), y tal como había ocurrido en aquellos primeros días, yo quería su mente, ahora necesitaba leer sus pensamientos, pero estaban escondidos en una lengua que yo era incapaz de hablar. No quería hacerle preguntas. No quería hacerla mentir (mientras no se dijera abiertamente ninguna mentira podía pretender que éramos el uno para el otro lo mismo que habíamos sido siempre), pero de pronto mi ansiedad habló por mí, y le pregunté:
—¿Cuándo viste a Pyle por última vez?
Vaciló… ¿o era sólo que estaba tratando de recordar?
—Cuando estuvimos juntos aquí —dijo.
Empecé —casi inconscientemente— a repudiar todo lo norteamericano. Mi conversación se llenó de la pobreza de la literatura norteamericana, de los escándalos de la política norteamericana, de la bestialidad de los niños norteamericanos. Era como si me la estuviera arrebatando una nación más que un hombre. Nada de lo que pudiera hacer Estados Unidos estaba bien. Me convertí en un pesado con el tema de los Estados Unidos, incluso para mis amigos franceses que estaban muy dispuestos a compartir mi antipatía. Parecía que me habían traicionado, pero un enemigo no te traiciona.
Fue en ese momento cuando ocurrió el incidente de las bombas de las bicicletas. Al regresar del Imperial Bar a un piso vacío (¿estaba en el cine o con su hermana?) encontré una nota que habían metido por debajo de la puerta. Era de Domínguez. Se disculpaba por seguir enfermo y me pedía que estuviera frente al gran comercio de la esquina del boulevard Charner sobre las diez treinta de la mañana siguiente. Me escribía a petición del señor Chou, aunque yo sospechaba que lo más probable era que fuese el señor Heng el que requería mi presencia.
Todo el asunto, según se desarrolló, no merecía más de un párrafo, y además un párrafo humorístico. No mantenía ninguna relación con la triste y dura guerra del norte, con aquellos canales de Phat Díem atestados de cadáveres que se habían vuelto grises después de varios días en el agua, con el martilleo de los morteros, con el blanco resplandor del napalm. Llevaba esperando un cuarto de hora junto a un puesto de flores cuando un camión cargado de policías se detuvo bruscamente con un chirrido de frenos y de gomas, procedente del cuartel general de la Sureté en la rue Catinat; bajaron corriendo los hombres y se metieron en el comercio, como si estuvieran cargando contra una multitud, pero no había ninguna multitud… sólo una espesa empalizada de bicicletas. Todos los grandes edificios de Saigón están rodeados, como si fuera una valla, por las bicicletas —ninguna ciudad universitaria de Occidente tiene tantas—. Antes de que tuviera tiempo de enfocar la cámara ya se había desarrollado la cómica e inexplicable acción. La policía se había abierto camino entre las bicicletas y salían con tres que llevaron hasta el bulevar, dejándolas caer en la fuente decorativa. Antes de que pudiera interceptar a ningún policía, ya estaban todos otra vez en el camión, que desapareció deprisa por el boulevard Bonnard.
—Operation Bicyclette —dijo una voz. Era el señor Heng.
—¿De qué se trata? —pregunté—. ¿De un ejercicio de prácticas?, ¿para qué?
—Espere un poco más —dijo el señor Heng.
Unos cuantos desocupados empezaron a acercarse a la fuente, donde sobresalía una rueda, como si fuera una boya que avisaba a los barcos que se alejaran del naufragio: un policía cruzó la calle gritando y agitando las manos.
—Echemos un vistazo —dije.
—Es mejor que no —dijo el señor Heng, mirando su reloj. Las manecillas señalaban las once y cuatro minutos.
—Va usted adelantado —le dije.
—Siempre adelanta.
Y en ese momento estalló la fuente por toda la calzada. Un trozo de cornisa decorativa fue a dar contra una ventana y los cristales cayeron como el agua de una brillante cascada. No hubo ningún herido. Nos sacudimos el agua y los cristales de nuestras ropas. Una rueda de bicicleta daba vueltas como una peonza en medio de la calle, se tambaleó y cayó.
—Deben de ser las once —dijo el señor Heng.
—¿Qué diablos…?
—Pensé que le interesaría —dijo el señor Heng—. Espero que le haya interesado.
—¿Viene a tomar una copa?
—No, lo siento. Debo regresar al depósito del señor Chou, pero antes déjeme que le enseñe algo. —Me llevó hasta el aparcamiento de las bicicletas y abrió el candado de la suya—. Mire con atención.
—Una Raleigh —dije.
—No, mire el inflador. ¿Le recuerda algo?
Sonrió con paternalismo ante mi confusión y empujó la bicicleta. Se volvió una vez para despedirse con la mano, pedaleando hacia Cholon y el almacén de chatarra. En la Sureté, adonde me dirigí en busca de información, comprendí lo que quería decir. El molde que había visto en su almacén tenía la forma de media sección de una bomba de aire de bicicleta. Aquel día por todo Saigón los inocentes infladores contenían bombas que hicieron explosión a las once, excepto cuando la policía, siguiendo informaciones que sospecho que procedían, del señor Heng, había podido adelantarse a las explosiones. Fue todo muy trivial —diez explosiones, seis personas ligeramente heridas, y sabe Dios cuántas bicicletas—. Mis colegas —excepto el corresponsal del Extrême Orient, que lo calificó de «desmán»— sabían que sólo podían conseguir espacio en el periódico tomándose el asunto con humor. «Bombas en bicicletas» parecía un buen titular. Todos echaban la culpa a los comunistas. Yo fui el único que escribió que las bombas eran una manifestación del general Thé, pero me cambiaron la crónica en la oficina. El general ya no era noticia. No se podía desperdiciar espacio diciendo quién era. Le envié al señor Heng, a través de Domínguez, un mensaje lamentándolo… yo había hecho todo lo posible. El señor Heng respondió con una cortés réplica verbal. Me pareció entonces que él —o su comité del Vietminh— habían estado excesivamente sensibles; nadie reprochaba seriamente el asunto a los comunistas. Desde luego, si así hubiera sido, habrían ganado cierta reputación de poseer sentido del humor. «¿En qué pensarán ahora?», decía la gente en las reuniones, y todo el absurdo asunto venía simbolizado para mí también por la rueda de bicicleta que daba vueltas alegremente como una peonza en medio del bulevar. Ni siquiera le mencioné a Pyle lo que había oído de sus relaciones con el general. Que siguiera jugando inofensivamente con los moldes de plástico: eso podría mantener su mente alejada de Phuong. De todas formas, como daba la casualidad de que me encontraba cerca una tarde, y como no tenía nada mejor que hacer, me presenté en el garaje del señor Muoi.
Era un lugar pequeño, desastrado, no muy distinto del almacén de chatarra, en el boulevard de la Somme. En medio del local había un coche en reparación con el capó levantado, como la boca abierta de un molde de algún animal prehistórico en un museo de provincias que nadie visita nunca. No creo que nadie se acordara de que estaba allí. El suelo estaba lleno de trozos de hierro y cajas viejas —a los vietnamitas no les gusta tirar nada, igual que un cocinero chino aprovecha un pato para siete platos sin desprenderse ni tan siquiera de una uña. Me pregunté cómo alguien se había deshecho tan rápidamente de los tambores vacíos y del molde defectuoso… quizá había sido un robo de algún empleado para hacerse con unas pocas piastras, o quizá alguien había sido sobornado por el ingenioso señor Heng.
No parecía haber nadie por los alrededores, así que entré. Quizá, pensé, se mantengan escondidos durante un tiempo por si acaso se presenta la policía. Posiblemente el señor Heng tenía algún contacto en la Sureté, pero aun así era improbable que la policía actuara. Era mejor, desde su punto de vista, dejar que la gente supusiera que las bombas eran comunistas.
Aparte del coche y la chatarra esparcida por el suelo de cemento no había nada más que ver. Era difícil imaginarse cómo las bombas podían haber sido fabricadas en el local del señor Muoi. Yo no tenía gran idea de cómo se convertía el polvo blanco que había visto en el tambor en material explosivo, pero seguramente el proceso era demasiado complejo para que lo llevaran a cabo aquí, donde incluso los dos surtidores de gasolina de la calle parecían sufrir gran deterioro. Me mantuve quieto en la entrada y miré hacia afuera, a la calle. Bajo los árboles en el centro del bulevar estaban trabajando los barberos: un trozo de espejo clavado al tronco de un árbol reflejaba el resplandor del sol. Pasó una muchacha trotando con su sombrero de molusco, llevando dos cestas colgadas de una barra. El adivinador que se sentaba en cuclillas contra el muro de Simon Frères había encontrado un cliente, un viejo con una barbita como la de Ho Chi Minh que contemplaba impasible las antiguas cartas que se barajaban y daban vueltas. ¿Qué posible futuro tendría, que valía una piastra? En el boulevard de la Somme se vivía al aire libre; todo el mundo lo sabía todo aquí sobre el señor Muoi, pero la policía no tenía ninguna llave que le abriera la confianza de esta gente. Éste era ese nivel de la vida donde todo se sabe, pero uno no podía descender a ese nivel como se baja a la calle. Me acordé de las viejas que chismorreaban en el pasillo de mi piso cerca del retrete comunal: lo oían también todo, pero yo no sabía lo que sabían.
Volví al garaje y entré en una pequeña oficina que había al fondo. Encontré el habitual calendario comercial chino, una mesa llena de cosas… listas de precios y una botella de goma y una máquina sumadora, unos clips para papel, una tetera y tres tazas y muchos lápices sin punta, y por alguna razón una postal con una foto de la torre Eiffel sin nada escrito. York Harding podía escribir abstracciones gráficas sobre la Tercera Fuerza, pero esto era a lo que se reducía… eso era todo. Había una puerta en la pared del fondo; estaba cerrada con llave, pero la llave estaba en la mesa entre los lápices. Abrí la puerta y entré.
Me encontré en un pequeño cobertizo, de las dimensiones del garaje más o menos. Contenía una máquina que a primera vista parecía una jaula de barras y alambres decorada con innumerables balancines para mantener a algún pájaro adulto sin alas… daba la impresión de estar atada con trapos viejos, aunque los trapos habían sido usados probablemente para limpiarla cuando el señor Muoi y sus ayudantes se habían ausentado. Encontré el nombre de un fabricante —alguien de Lyon y un número de patente… ¿qué era lo que se patentaba?—. Le di a la corriente y la vieja máquina se puso en marcha: las barras cumplían una función; el aparato era como un viejo que hubiera reunido sus últimas fuerzas vitales y estuviera golpeando con los puños, golpeando… Esta cosa era todavía una prensa, aunque en su campo debía haber pertenecido a la misma era que el viejo teatro donde se proyectaban películas mudas, pero supongo que en este país donde no se desperdiciaba nada, y donde podía esperarse de cualquier cosa que volviera a aparecer para acabar su carrera (me acordé de la vieja película El gran asalto al tren, que había visto dando saltos en una pantalla, capaz aún de entretener, en una callejuela de Nam Dinh), la prensa todavía se podía emplear.
Examiné la prensa con más atención; había rastros de polvo blanco. Diolacton, pensé, con algo en común con la leche. No había signos de ningún tambor o molde. Regresé a la oficina y al garaje. Sentí deseos de darle una palmadita al guardabarros del viejo coche; le quedaba mucho por delante, quizá, pero algún día él también… El señor Muoi y sus ayudantes estarían probablemente en estos momentos entre los arrozales camino de las montañas sagradas, donde tenía sus cuarteles el general Thé. Cuando ahora por fin elevé la voz y grité: «¡Monsieur Muoi!», me imaginé muy lejos del garaje y el bulevar y los barberos, de nuevo entre aquellos arrozales donde me había refugiado en la carretera a Tanyin. «¡Monsieur Muoi!». Casi podía ver la cabeza de un hombre que se volvía entre los tallos de arroz.
Volví a casa andando y arriba, en mi pasillo, las viejas estallaron en una especie de gorjeo entre setos que me era tan incomprensible como el chismorreo de los pájaros. No estaba Phuong… sólo una nota en la que decía que estaba con su hermana. Me eché en la cama —todavía me cansaba con facilidad— y me quedé dormido. Cuando desperté vi el disco iluminado de mi reloj despertador señalando la una y veinticinco, y volví la cabeza esperando encontrar a Phuong dormida a mi lado. Pero la almohada estaba sin usar. Debía de haber cambiado las sábanas aquel día… tenían el frío de la lavandería. Me levanté y abrí el cajón donde guardaba los pañuelos de seda, y no estaban allí. Fui al estante de los libros —la Vida de la familia real en fotos también había desaparecido—. Se había llevado la dote con ella.
En el momento de la sorpresa hay poco dolor; el dolor comenzó sobre las tres de la madrugada cuando empecé a hacer planes para la vida que, de alguna forma, tenía que seguir, y a traer recuerdos a la memoria con el fin de eliminarlos de un modo u otro. Los recuerdos felices son los peores, y traté de recordar los infelices. Tenía práctica. Ya había vivido todo esto antes. Sabía que podía hacer lo que fuera necesario, pero ahora era mucho más viejo… sentía que me quedaban pocas energías para reconstruir lo perdido.
Me dirigí a la Legación Norteamericana y pregunté por Pyle. Había que llenar un impreso en la puerta y dárselo a un policía militar. Me dijo:
—No ha puesto usted la finalidad de la visita.
—Él ya la sabe —dije.
—¿Está ya citado, entonces?
—Puede decirlo así si prefiere.
—Le parecerá quizá tonto, pero hay que tener mucho cuidado. A veces aparecen por aquí tipos raros.
—Eso he oído.
Cambió el chicle al otro lado de la boca y entró en el ascensor. Esperé. No tenía ni idea de lo que iba a decirle a Pyle. Ésta era una escena que no había representado nunca. El policía volvió. Dijo con rencor:
—Puede subir. Habitación 12 A. Primer piso.
Cuando entré en la habitación vi que Pyle no estaba. Joe estaba sentado detrás de la mesa: el Agregado Económico; seguía sin recordar su apellido. La hermana de Phuong me observaba desde detrás de una máquina de escribir. ¿Era triunfo lo que leí en aquellos ojos oscuros que lo captaban todo?
—Pase, pase, Tom —dijo Joe ruidosamente—. Encantado de verle. ¿Cómo va esa pierna? No solemos recibir visitas suyas en esta pequeña oficina. Coja una silla. Dígame qué le parece la nueva ofensiva. Vi a Granger anoche en el Continental. Se va al norte otra vez. Ese chico está realmente interesado. Donde hay noticias ahí está Granger. ¿Quiere un cigarrillo? Sírvase usted mismo. ¿Conoce a la señorita Hei? No consigo acordarme de todos estos nombres… demasiado difícil para un viejo como yo. Lo que le digo es «eh, aquí» —a ella le gusta—. Nada de ese colonialismo caduco. ¿Cuáles son los chismes del mercado, Tom? Ustedes sí que mantienen abiertos los oídos a lo que se dice en la calle. Sentí mucho lo de su pierna. Alden me dijo…
—¿Dónde está Pyle?
—Ah, Alden no está en la oficina esta mañana. Debe estar en casa. Hace gran parte de su trabajo en casa.
—Sé lo que hace en casa.
—Ese muchacho es aplicado. Eh, ¿qué fue lo que dijo?
—En cualquier caso, sé una de las cosas que hace en casa.
—No le entiendo, Tom. Este estúpido Joe… ése soy yo. Siempre lo he sido. Siempre lo seré.
—Está durmiendo con mi chica… la hermana de su mecanógrafa.
—No sé lo que quiere decir.
—Pregúntele a ella. Fue ella quien lo arregló. Pyle se ha llevado a mi chica.
—Mire Fowler, pensé que había venido aquí por negocios. No podemos permitir escenas en la oficina, entiende.
—He venido a ver a Pyle, pero supongo que se esconde.
—Vamos, es usted el último hombre que podría decir una cosa así. Después de lo que Alden hizo por usted.
—Oh sí, sí, desde luego. Me salvó la vida, ¿verdad? Pero nunca le pedí que lo hiciera.
—Y lo hizo con gran riesgo de la suya. Ese muchacho tiene agallas.
—Me tienen sin cuidado sus agallas. Hay otras partes de su cuerpo que vienen más a cuento.
—Vamos, no podemos seguir con esas insinuaciones, Fowler, con una señora en la habitación.
—La señora y yo nos conocemos bien. A mí no pudo sacarme dinero, pero lo está haciendo con Pyle. Muy bien. Sé que me estoy comportando mal, pero voy a seguir comportándome mal. Éste es el tipo de situación en el que la gente se comporta mal.
—Tenemos mucho trabajo que hacer. Hay un informe sobre la producción de caucho…
—No se preocupe. Me voy. Sólo dígale a Pyle si llama por teléfono que estuve aquí. Quizá le parezca cortés devolver la visita.
Y le dije a la hermana de Phuong:
—Espero que hayan establecido el acuerdo económico con testigos ante notario público y el cónsul norteamericano y la Iglesia de la Ciencia Cristiana.
Salí al pasillo. Enfrente había una puerta con el cartel de «Caballeros». Entré y eché el pestillo, y sentándome con la cabeza apoyada en la fría pared me puse a llorar. No había llorado hasta ahora. Incluso en los retretes tenían aire acondicionado, con lo que pronto el aire templado y tibio me secó las lágrimas como seca la saliva de la boca y la semilla del cuerpo.
Dejé los asuntos en las manos de Domínguez y me fui al norte. Tenía amigos en Haiphong en el escuadrón Gascogne, y podía pasar las horas en el bar del aeropuerto, o jugando a los bolos en el camino de gravilla que había fuera. Oficialmente yo estaba en el frente: podía competir con Granger en lo de tomarme las cosas muy en serio, pero no le iba a servir más a mi periódico que lo que le había servido mi excursión a Phat Diem. Pero si uno escribe sobre la guerra, el propio respeto exige que de vez en cuando se compartan los riesgos.
No era fácil compartirlos ni siquiera durante un período muy limitado, ya que habían llegado órdenes de Hanói de que sólo se me permitiera estar en las incursiones horizontales… incursiones que en esta guerra eran tan seguras como un viaje en autobús, porque volábamos por encima del alcance de las baterías pesadas; estábamos a salvo de cualquier cosa excepto un error del piloto o un fallo en el motor. Salíamos de acuerdo con el horario y regresábamos a casa de acuerdo con el horario: las cargas de bombas bajaban diagonalmente y la espiral de humo subía desde el cruce de carreteras o el puente, y entonces volvíamos para la hora del aperitivo y para jugar con nuestros bolos de hierro en la gravilla.
Una mañana en la cantina de la ciudad, cuando bebía coñac con soda con un joven oficial que sentía un deseo irreprimible de visitar la playa de Southend, nos llegaron las órdenes para una misión.
—¿Quiere venir?
Dije que sí. Hasta una incursión horizontal era una forma de matar el tiempo y de matar las ideas. Cuando conducía hacia el aeropuerto, me dijo:
—Éste es un ataque vertical.
—Pensaba que se me había prohibido…
—Mientras no escriba nada sobre ello. Tendrá la oportunidad de ver una zona del país, cerca de la frontera china, que no ha visto anteriormente. Cerca de Lai Chau.
—Creía que ahí estaba todo en calma… y en manos francesas.
—Y estaba. Pero capturaron el lugar hace dos días. Nuestros paracaidistas están sólo a unas pocas horas de distancia. Queremos que los viets sigan con las cabezas metidas en sus agujeros hasta que rescatemos el puesto. Significa volar en picado y disparar con ametralladora. Sólo podemos disponer de dos aviones… hay uno trabajando ahora. ¿Ha realizado este tipo de vuelos antes?
—No.
—Es un poco incómodo cuando no se está acostumbrado.
El escuadrón Gascogne tenía sólo pequeños bombarderos B.26… los franceses los llamaban prostitutas porque con sus alas cortas no tenían medios visibles de sustento. Me vi metido en un pequeño asiento de metal del tamaño de un sillín de bicicleta, con las rodillas contra la espalda del piloto. Subimos por el río Rojo, ascendiendo lentamente, y el río Rojo a esa hora era realmente rojo. Era como si volviera uno al pasado y lo mirara con los ojos del antiguo geógrafo que le puso el nombre por primera vez, justamente en esa hora en la que los últimos rayos del sol lo cubrían de orilla a orilla; entonces dimos la vuelta, a tres mil metros, hacia el río Negro, realmente negro, lleno de sombras, que estaba fuera del ángulo de la luz, y el enorme escenario majestuoso de las gargantas y desfiladeros y junglas daba vueltas a nuestro alrededor y se nos presentaba erguido debajo de nosotros. Se podía soltar un escuadrón en aquellos campos verdes y grises sin que dejara más rastro que el de unas cuantas monedas en un campo sembrado. Muy por delante de nosotros un avioncito se movía como un mosquito. Lo íbamos a reemplazar.
Volamos en círculo por encima de la torre y el pueblo rodeado de un cinturón verde, luego subimos en tirabuzón por el aire deslumbrante. El piloto, que se llamaba Trouin, se volvió hacia mí y me hizo un guiño. En el volante tenía los botones que controlaban la ametralladora y el depósito de las bombas. Sentí ese cosquilleo en el estómago, cuando nos pusimos en posición para iniciar el vuelo en picado, ése que acompaña cualquier experiencia nueva… el primer baile, la primera fiesta, el primer amor. Me acordé del Great Racer de la exposición de Wembley cuando llegaba al punto más alto… no había forma de escaparse: estaba uno atrapado en la experiencia. Tuve únicamente tiempo de leer en la estera 3000 metros cuando bajábamos. Todo eran ahora sensaciones, no se veía nada. Me vi comprimido contra la espalda del piloto: era como si algo enormemente pesado me estuviera apretando el pecho. No fui consciente del momento en que salieron las bombas; entonces repiqueteó la ametralladora y la cabina se llenó del olor de la pólvora, y dejé de sentir el peso en el pecho cuando subíamos, y era el estómago el que se me caía, en espiral como un suicida, hacía el suelo que habíamos abandonado. Durante cuarenta segundos Pyle había dejado de existir: hasta la soledad había dejado de existir. Cuando subíamos en un gran arco vi el humo a través de la ventanilla lateral que apuntaba hacia mí. Antes del segundo vuelo en picado sentí miedo —miedo de ser humillado, miedo de vomitar en la espalda del piloto, miedo de que mis pulmones ya viejos no aguantaran la presión—. Después del vuelo número diez ya sólo era consciente de la irritación que sentía… el asunto se había prolongado demasiado tiempo, ya era hora de regresar. Y volvimos a subir en vertical fuera del alcance de la batería, esquivándola, mientras el humo nos circundaba. El pueblo estaba rodeado de montañas por todos lados. Teníamos que hacer cada vez el mismo acercamiento, a través del mismo hueco libre. No había forma de cambiar el ataque. Cuando hicimos el vuelo número catorce pensé, ahora que ya me había librado del miedo a la humillación: «sólo tienen que fijar una batería en la posición adecuada». Volvimos a subir la nariz al cielo sin peligro… quizá ni siquiera tenían una ametralladora. Los cuarenta minutos de la patrulla me habían parecido interminables, pero me habían liberado de la preocupación de los pensamientos personales. El sol se estaba hundiendo cuando volvíamos a la base: había pasado el momento del geógrafo: el río Negro no era ya negro, y el río Rojo era sólo dorado.
Volvimos a bajar, lejos de la jungla retorcida llena de fisuras, hacia el río, planeando sobre los abandonados arrozales, lanzados como una sola bala hacia un pequeño sampán que navegaba por un riachuelo amarillo. El cañón hizo un solo disparo, y el sampán estalló en pedazos en una lluvia de chispas: no esperamos siquiera a ver a nuestras víctimas luchando por sobrevivir, sino que ascendimos y pusimos rumbo a casa. Pensé lo mismo que había pensado en Phat Diem cuando vi al niño muerto: «odio la guerra». Había habido algo tan desagradable en aquella elección fortuita y repentina de una presa… había sido una casualidad que pasáramos en ese momento, sólo se necesitaba un disparo, y no había nadie que nos devolviera el fuego, y seguíamos otra vez, añadiendo nuestra pequeña participación a los muertos del mundo.
Me puse los auriculares para oír lo que me decía el capitán Trouin.
—Vamos a hacer un pequeño desvío —dijo—. La puesta de sol es maravillosa en los calcaire. No debe usted perdérsela —añadió gentilmente, como un anfitrión que te está enseñando las bellezas de su finca, y durante unos ciento cincuenta kilómetros perseguimos la puesta de sol sobre el Baie d’Along.
La cara encasquetada de apariencia marciana miraba melancólicamente lo que había fuera, las arboledas doradas allá abajo entre las grandes extensiones y arcos de piedra porosa, y las heridas de los asesinatos dejaron de sangrar.
El capitán Trouin insistió aquella noche en ser mi anfitrión en el fumadero de opio, aunque él no fumara. Le gustaba el olor, según me dijo, le gustaba la sensación de tranquilidad al final del día, pero en su profesión el relajamiento no podía ir más allá. Había oficiales que fumaban, pero eran del ejército… él tenía que dormir. Nos instalamos en un pequeño cubículo entre una hilera de cubículos similar a un dormitorio de colegio, y el propietario chino me preparó las pipas. No había fumado desde que me había dejado Phuong. Frente a mí una métisse[47] de piernas largas y hermosas yacía encogida entre el humo, leyendo una llamativa revista femenina, y en el siguiente cubículo dos chinos de mediana edad hacían transacciones comerciales, sorbiendo té, con las pipas a un lado.
Le dije:
—Ese sampán, el de esta tarde, ¿nos hacía algún daño?
—¿Quién sabe? —me respondió Trouin—, tenemos órdenes de disparar a cualquier cosa que divisemos en esa zona del río.
Me fumé la primera pipa. Intentaba no pensar en todas las pipas que había fumado en casa. Me dijo Trouin:
—El asunto de hoy… no es eso lo peor para una persona como yo. Cuando estábamos sobre el pueblo podían habernos derribado. El riesgo que corríamos era tan grande como el que corrían ellos. Lo que detesto son los bombardeos con napalm. Desde mil metros, sin peligro —hizo un gesto de desesperanza—. Se ve la jungla ardiendo. Sabe Dios lo que podría verse desde el suelo. Los pobres diablos se queman vivos, las llamas los cubren como agua. Se ven empapados de fuego —lo decía con rabia contra todo un mundo que no comprendía—, yo no estoy haciendo una guerra colonial. ¿Cree usted que haría estas cosas por los colonos de Terre Rouge? Antes preferiría que me llevaran ante un consejo de guerra. Estamos luchando en todas las guerras de ustedes, pero nos dejan a nosotros la culpa.
—Ese sampán —dije.
—Sí, también ese sampán.
Me observó mientras me estiraba para alcanzar la segunda pipa.
—Lo envidio por sus medios de escape.
—No sabe usted de lo que estoy huyendo. No es de la guerra. No es asunto mío. No estoy involucrado.
—Todos ustedes lo estarán. Un día.
—Yo no.
—Todavía cojea.
—Tenían derecho a dispararme, pero ni siquiera lo hicieron. Derribaron una torre. Se debe evitar siempre a los escuadrones de demolición. Incluso en Piccadilly.
—Algún día ocurrirá algo. Tendrá que tomar usted partido.
—No, me vuelvo a Inglaterra.
—Esa fotografía que me enseñó una vez…
—Oh, la he roto. Ella me ha dejado.
—Lo siento.
—Así ocurren las cosas. Uno deja a la gente, y luego se da vuelta la tortilla. Casi me hace creer en la justicia.
—Yo sí creo. La primera vez que arrojé el napalm pensé, éste es el pueblo donde nací. Ahí es donde vive M. Dubois, el viejo amigo de mi padre. El panadero —le tenía mucho afecto al panadero cuando era niño— va corriendo por ahí envuelto en las llamas que yo he arrojado. Los hombres de Vichy no bombardearon su propio país. Yo me sentía peor que ellos.
—Pero usted todavía sigue.
—Eso son estados de ánimo. Aparecen sólo con el napalm. El resto del tiempo pienso que estoy defendiendo a Europa. Y sabe usted, los otros… también ellos hacen algunas cosas monstruosas. Cuando fueron expulsados de Hanói en 1946 dejaron terribles recuerdos detrás, entre su propia gente —gente que pensaban ellos que nos ayudaban—. Había una chica en el depósito de cadáveres… no le habían cortado sólo los pechos, habían mutilado a su amante y le habían metido el…
—Por eso no quiero verme implicado.
—No es un asunto de razón o de justicia. Todos nos vemos involucrados en un momento de emoción y entonces no podemos escapar. La guerra y el amor… siempre se les ha comparado.
Miró tristemente al otro lado del dormitorio, hacia donde la métisse estaba tumbada con gran tranquilidad momentánea. Y dijo:
—No lo aceptaría de otra forma. Ahí tiene a una muchacha a la que han implicado sus padres… ¿cuál será su futuro cuando caiga este puerto? Francia es sólo su media patria…
—¿Pero va a caer este puerto?
—Usted es periodista. Sabe mejor que yo que no vamos a ganar. Sabe que la carretera a Hanói la cortan y la minan todas las noches. Sabe que perdemos una promoción de St Cyr todos los años. Fuimos casi derrotados en el cincuenta. De Lattre nos ha dado dos años de gracia… eso es todo. Pero somos profesionales: tenemos que continuar luchando hasta que los políticos nos ordenen parar. Probablemente consigan reunirse y acordar la misma paz que podrían haber establecido desde el principio, convirtiendo en inútiles todos estos años.
Aquella cara fea que me había hecho un guiño antes del vuelo en picado tenía ahora cierto tipo de brutalidad profesional como una máscara de Navidad con agujeros a través de los cuales nos miran los ojos de un niño.
—No puede usted comprender lo inútil de todo esto, Fowler. No es usted uno de nosotros.
—Hay otras cosas en nuestras vidas que convierten en inútiles a los años.
Me puso la mano en la rodilla con un extraño gesto protector como sí él fuera más viejo.
—Llévesela con usted a casa —me dijo—. Es mejor que una pipa.
—¿Cómo sabe usted que aceptará venir?
—Yo mismo he dormido con ella, y el teniente Perrin, Quinientas piastras.
—Es caro.
—Supongo que aceptaría ir por trescientas, pero en estas circunstancias uno no se preocupa de regatear.
Pero su consejo no resultó bueno. El cuerpo de un hombre está limitado en los actos que puede desarrollar, y el mío estaba congelado por el recuerdo. Lo que mis manos tocaban aquella noche podía ser más hermoso que lo que yo acostumbraba, pero no nos atrapa sólo la belleza. Usaba el mismo perfume, y de pronto en el momento de la penetración el fantasma de lo que había perdido se mostró más poderoso que el cuerpo que tenía extendido a mi disposición. Me salí y me recosté de espaldas, y el deseo me abandonó.
—Lo siento —dije, y le mentí—, no sé lo que me pasa.
Me respondió con gran dulzura, sin comprenderme:
—No se preocupe. Eso ocurre con frecuencia. Es el opio.
—Sí —dije—, el opio.
Y ojalá hubiera sido así.