Capítulo 3

1

Subí lentamente la escalera del piso de la rue Catinat, parándome a descansar en el primer rellano.

Las viejas se intercambiaban chismes como habrían hecho siempre, en cuclillas en el suelo fuera del urinario, mostrando el destino escrito en las arrugas de sus rostros igual que otros lo muestran en las palmas de las manos. Se quedaron calladas cuando pasé y me pregunté qué podrían haberme dicho, si hubiera sabido su lengua, de lo que había pasado mientras yo estaba en el Hospital de la Legión en la carretera que va a Tanyin. En algún sitio, en la torre o en los arrozales, había perdido las llaves, pero le había enviado un mensaje a Phuong que ésta debía haber recibido, si estaba todavía aquí. Ese «si» revelaba el grado de mi incertidumbre. No había tenido noticias suyas en el hospital, pero ella escribía el francés con dificultad, y yo no sabía vietnamita. Llamé a la puerta y se abrió inmediatamente; todo parecía igual que siempre. La observé con atención mientras me preguntaba cómo estaba y me tocaba la pierna entablillada, y me ofrecía su hombro para que me apoyara, como si uno se pudiera apoyar con seguridad en una planta tan joven.

—Estoy contento de estar en casa —le dije.

Me dijo que me había echado de menos, que era, desde luego, lo que yo quería oír: siempre me decía lo que yo quería oír, como un culi que estuviera contestando a lo que se le preguntara, a menos que sucediera algún accidente. Y ahora yo estaba esperando el accidente.

—¿Cómo te has divertido? —le pregunté.

—Oh, he visto con frecuencia a mi hermana. Ha encontrado trabajo con los norteamericanos.

—¿Ah, sí?, ¿la ayudó Pyle?

—Pyle no, Joe.

—¿Quién es Joe?

—Lo conoces. El Agregado Económico.

—Ah, claro, Joe.

Era un hombre del que siempre se olvidaba uno. Incluso hoy no puedo describirlo, salvo su gordura y sus mejillas bien afeitadas y empolvadas, y sus risotadas; se me escapa toda su identidad, excepto que se llamaba Joe. Hay algunos hombres cuyos nombres siempre se usan abreviados.

Con la ayuda de Phuong me estiré sobre la cama.

—¿Has visto alguna película? —le pregunté.

—Hay una muy divertida en el Catinat.

E inmediatamente me empezó a contar el argumento con gran detalle, mientras yo recorría la habitación con la mirada en busca del sobre blanco que podía ser un telegrama. Mientras no se lo preguntara, podía creer que se había olvidado de decírmelo, y podía estar por allí en la mesa junto a la máquina de escribir, o encima del armario, o quizá, para mayor seguridad, lo había colocado en el cajón del armario donde guardaba su colección de pañuelos de seda.

—El jefe de correos, creo que era el jefe de correos, pero quizá fuera el alcalde, los siguió hasta la casa, y le pidió prestada una escalera al panadero y subió por ella hasta la ventana de Corinne, pero sabes, ella se había metido en la habitación de al lado con François, pero como no había oído que venía Mme. Bompierre, ésta entró y lo vio encaramado en la escalera, pensando…

—¿Quién era Mme. Bompierre? —le pregunté, volviendo la cabeza para ver el lavabo, donde a veces dejaba los mensajes de recuerdo en medio de las lociones.

—Te lo dije. Era la madre de Corinne y estaba buscando marido porque era viuda.

Se sentó en la cama y me metió la mano por la camisa.

—Era muy divertido —dijo.

—Bésame, Phuong.

No tenía ninguna coquetería. Enseguida hizo lo que le había pedido y continuó con la historia de la película. De igual forma habría hecho el amor si se lo hubiera pedido, directamente, quitándose los pantalones sin preguntar, y luego habría vuelto a tomar el hilo de la historia de Mme. Bompierre y de la embarazosa situación del jefe de correos.

—¿Ha llegado algún mensaje para mí?

—Sí.

—¿Por qué no me lo has dado?

—Es demasiado pronto para que te pongas a trabajar. Debes echarte y descansar.

—Quizá no sea trabajo.

Me lo dio y vi que había sido abierto. Decía: «Se necesita informe cuatrocientas palabras efecto de la salida de Lattre en situación militar y política».

—Sí —dije—. Es trabajo. ¿Cómo lo sabías? ¿Por qué lo abriste?

—Pensé que era de tu mujer. Tenía la esperanza de que fueran buenas noticias.

—¿Quién te lo tradujo?

—Se lo llevé a mi hermana.

—Si hubieran sido malas noticias, ¿me habrías dejado, Phuong?

Me pasó la mano por el pecho para tranquilizarme, sin darse cuenta de que eran palabras lo que yo requería esta vez, aunque no fueran sinceras.

—¿Te apetece una pipa? Lo que hay es una carta para ti. Pienso que quizá sea de ella.

—¿También la abriste?

—No te abro las cartas. Los telegramas son públicos. Los empleados los leen.

Este sobre estaba entre los pañuelos de seda. Lo sacó con cuidado y lo puso sobre la cama. Reconocí la letra.

—Si son malas noticias, ¿qué vas…?

Sabía bien que no podían ser más que malas noticias. Un telegrama podía haber significado un repentino acto de generosidad: una carta sólo podía significar explicaciones, justificaciones… así que no acabé la pregunta, porque no era honrado pedir ese tipo de promesa que nadie puede mantener.

—¿De qué tienes miedo? —me preguntó Phuong, y pensé: «tengo miedo de la soledad, del Club de Prensa y de la habitación única para dormir y para estar, tengo miedo de Pyle».

—Prepárame un coñac con soda —le dije.

Miré el principio de la carta, «Querido Thomas», y el final, «Con cariño, Helen», y esperé por el coñac.

—¿Es de ella?

—Sí.

Antes de leerla comencé a preguntarme si al final le mentiría o le contaría la verdad a Phuong.

Querido Thomas,

No me sorprendió recibir tu carta y saber que no estabas solo. No eres el tipo de hombre, ¿verdad?, que puede permanecer solo durante mucho tiempo. Recoges mujeres como tu chaqueta recoge el polvo. Quizá sentiría más simpatía hacia tu caso si no tuviera la sensación de que vas a encontrar consuelo muy fácilmente cuando regreses a Londres. Supongo que no me creerás, pero lo que me ha detenido y me ha impedido enviarte un telegrama con un simple «No» es pensar en la pobre chica. Nosotras nos comprometemos más que vosotros.

Tomé un trago de coñac. No me había dado cuenta de lo abiertas que se mantienen las heridas sexuales a través de los años. Yo, descuidadamente —por no haber empleado las palabras con habilidad—, había hecho que las de Helen volvieran a sangrar. ¿Quién podía culparla de que, a cambio, ella buscara mis cicatrices? Cuando somos infelices hacemos daño.

—¿Son malas noticias? —preguntó Phuong.

—Es un poco dura —dije—. Pero tiene derecho…

Y seguí leyendo.

Siempre creí que querías a Anne más que todos nosotros hasta que hiciste las maletas y te fuiste. Ahora parece que estás planeando dejar a otra mujer porque puedo deducir de tu carta que realmente no esperas una respuesta «favorable». «Habré hecho todo lo que podía»… ¿no estás pensando eso? ¿Qué harías si te telegrafiara diciendo «Sí»?, ¿te casarías de verdad con ella? (tengo que decir «ella»… no me dices cómo se llama). Quizá lo harías. Supongo que, como todos nosotros, te estás haciendo viejo y no te gusta vivir solo. Yo misma me siento sola a veces. Tengo entendido que Anne ha encontrado otro compañero. Pero tú la dejaste a tiempo.

Helen había tocado con precisión la herida seca. Tomé otro trago. Una cuestión de sangre… era la expresión que acudió a mi mente.

—Deja que te prepare una pipa —dijo Phuong.

—Cualquier cosa —dije—, cualquier cosa.

Ésa es una de las razones por las que debo decir «No» (no hay necesidad de hablar sobre los motivos religiosos, porque tú nunca los has comprendido o creído en ellos). El matrimonio no te impide dejar a una mujer, ¿verdad? Sólo retrasa el proceso, y sería tanto más injusto para la chica en este caso si vivieras con ella tanto como viviste conmigo. Te la traerías contigo a Inglaterra donde se sentiría perdida y extraña, y cuando la dejaras, qué terrible sensación de abandono experimentaría. Supongo que ni siquiera usa cuchillo y tenedor, ¿verdad? Estoy siendo cruel porque pienso en el bien de ella más que en el tuyo. Pero, querido Thomas, también pienso en el tuyo.

Me sentía físicamente enfermo. Hacía ya mucho tiempo que no recibía ninguna carta de mi mujer. Yo la había forzado a escribir ésta y se podía percibir su dolor en cada línea. Su dolor hería mi propio dolor: volvíamos a revivir otra vez la vieja rutina de herirnos el uno al otro. ¡Ojalá se pudiera amar sin herir!… la fidelidad no es suficiente: yo había sido fiel a Anne, y sin embargo la había herido. La herida se produce por el acto de la posesión: somos demasiado pequeños en cuerpo y espíritu para poseer a otra persona sin orgullo o para ser poseídos sin humillación. En cierta forma estaba contento de que mi mujer me atacara otra vez… había olvidado su dolor durante demasiado tiempo, y ésta era la única clase de recompensa que yo le podía dar. Desgraciadamente los inocentes se ven siempre involucrados en cualquier conflicto. Siempre, en todas partes, hay alguna voz que solloza desde una torre.

Phuong encendió la lámpara de opio.

—¿Va a dejar que te cases conmigo?

—Todavía no lo sé.

—¿No lo dice?

—Si lo dice lo hace muy despacio.

Pensé: «¡Cuánto se enorgullece uno de estar degagé[40], de ser un reportero, no un editorialista, y cuántos líos organiza detrás del escenario! El otro tipo de guerra es más inocente que éste. Se hace menos daño con un mortero».

Si voy contra mis más profundas convicciones y te digo «Sí», ¿acaso sería eso bueno para ti? Dices que te han pedido que vuelvas a Inglaterra y soy consciente de lo que debes odiar la situación y de que harás cualquier cosa que te la ponga más fácil. Te imagino casándote después de haber tomado demasiadas copas. La primera vez lo intentamos de verdad —tanto tú como yo— y fracasamos. No se intenta con tanta fuerza la segunda vez. Dices que perder a esa chica será el fin del mundo. Una vez usaste exactamente esa misma expresión conmigo —te podría enseñar la carta, la conservo todavía— y supongo que le dirías lo mismo a Anne. Dices que siempre hemos tratado de decirnos la verdad el uno al otro, pero, Thomas, tu verdad es siempre tan temporal ¿De qué vale discutir contigo, o tratar de que comprendas una razón? Es más fácil actuar como me dice mi fe que actúe —irrazonablemente, según crees tú— y te diga simplemente: no creo en el divorcio, mi religión lo prohíbe, así que la respuesta, Thomas, es no… no.

Había otra media página, que no leí, antes de la despedida de «Con cariño, Helen». Creo que contenía noticias sobre el tiempo y sobre una vieja tía mía a la que quería.

No tenía ningún motivo de queja, y esperaba esta respuesta, Había mucha verdad en ella. Sólo hubiera deseado que Helen no hubiese pensado en voz alta con tanta extensión, cuando esos pensamientos la herían tanto a ella como a mí.

—¿Dice que no?

—No se ha decidido. Todavía hay esperanza —dije casi sin ningún titubeo.

Phuong se rió.

—Dices «esperanza» con esa cara tan larga.

Se echó a mis pies como un perro en la tumba de un cruzado, preparando el opio, y me pregunté qué le diría a Pyle. Después de fumarme cuatro pipas me sentí mejor preparado para afrontar el futuro y le dije que la esperanza era buena… que mi mujer estaba consultando a un abogado. Cualquier día podría recibir el telegrama de liberación.

—Eso no importaría tanto. Podrías llegar a un acuerdo económico —dijo Phuong, con lo que pude oír la voz de su hermana hablando a través de su boca.

—No tengo ahorros —dije—. No puedo mejorar la oferta de Pyle.

—No te preocupes. Puede ocurrir cualquier cosa. Siempre hay múltiples maneras —dijo—. Mi hermana dice que podrías hacerte un seguro de vida.

Y pensé en lo realista que era al no minimizar la importancia del dinero y no hacer ninguna gran declaración de amor que la pudiera atar. Me pregunté cómo con el transcurso de los años podría Pyle soportar esta difícil empresa, porque Pyle era un romántico; pero, desde luego, en su caso habría un buen acuerdo económico, y las dificultades podrían suavizarse como ocurre con el músculo que no se usa cuando desaparece la necesidad. Los ricos siempre saltan ganando.

Aquella tarde, antes de que cerraran las tiendas de la rue Catinat, Phuong se compró otros tres pañuelos de seda. Se sentó en la cama y me los enseñó, con exclamaciones sobre sus colores brillantes, llenando un vacío con su voz cantarina, y luego, doblándolos cuidadosamente, los colocó con una docena más en su cajón: era como si estuviera poniendo los cimientos de un modesto acuerdo económico. Y yo puse los alocados cimientos del mío, al escribirle a Pyle una carta esa misma noche, con esa lucidez y previsión del opio, tan poco fiables. Esto fue lo que le escribí —la volví a encontrar el otro día dentro del libro de York Harding, El papel de Occidente. Debía de estar leyendo el libro cuando le llegó mi carta. Quizá la usara para marcar el libro, y luego no siguiera leyéndolo.

«Querido Pyle», decía, y estuve tentado por única vez de escribir «Querido Alden», porque, después de todo, ésta era una carta de andar por casa de cierta importancia, y se diferenciaba de otras cartas de andar por casa por contener una falsedad:

Querido Pyle, llevo tiempo queriendo escribirle desde el hospital para agradecerle lo que hizo la otra noche. Ciertamente me salvó usted de un final incómodo. Estoy volviendo a moverme ahora con la ayuda de un bastón —me lo rompí aparentemente por el sitio idóneo y la vejez no me ha llegado todavía a los huesos y aún no están frágiles—. Debemos organizar una fiesta juntos para celebrarlo (El bolígrafo se quedó trabado en esa palabra y, de pronto, como una hormiga que encuentra un obstáculo, la rodeó para seguir por otro camino). Tengo otra cosa que celebrar y sé que usted se alegrará también con ello, pues siempre ha dicho que lo que ambos queremos es el bienestar de Phuong. Cuando volví tenía una carta de mi mujer esperándome, y más o menos se muestra conforme en divorciarse. De manera que ya no tiene usted ninguna necesidad de preocuparse más por Phuong.

Era una frase cruel, pero no me di cuenta de la crueldad hasta que volví a leer la carta y entonces ya era demasiado tarde para cambiarla; si quitaba eso, haría mejor en romper en pedazos toda la carta.

—¿Qué pañuelo te gusta más? —me pregunto Phuong—. Me encanta el amarillo.

—Sí. El amarillo. Baja al hotel y échame esta carta al correo.

Miró la dirección.

—Podría llevarla a la Legación. Se ahorraría un sello.

—Preferiría que la pusieras por correo.

Entonces me eché y con el sosiego del opio pensé: «al menos ahora no me dejará antes de que yo me vaya, y quizá mañana, de alguna forma, después de algunas pipas más, se me ocurra algo para quedarme».

2

La vida normal sigue… eso ha salvado la cordura de muchos hombres. De igual forma que durante un ataque aéreo se comprobaba que era imposible estar asustado todo el tiempo, así también bajo el bombardeo de los trabajos rutinarios, de los encuentros casuales, de las ansiedades personales, se pierde durante horas el miedo personal. Los pensamientos sobre el venidero abril, sobre el abandono de Indochina, sobre el incierto futuro sin Phuong, se veían afectados por los telegramas de cada día, por los boletines de la prensa de Vietnam, y por la enfermedad de mi ayudante, un indio llamado Domínguez (su familia procedía de Goa a través de Bombay), que había asistido en mi lugar a las conferencias de prensa menos importantes, que había mantenido sus sensibles oídos abiertos a los tonos del chisme y del rumor, y que llevaba mis mensajes a la oficina de telégrafos y a la censura. Con la ayuda de comerciantes indios, especialmente en el norte, en Haipliong, Nam Dinh y Hanói, llevaba su propio servicio de inteligencia personal, del que yo me beneficiaba, y creo que conocía con más exactitud que el Alto Mando francés la situación de los batallones del Vietminh dentro del delta de Tonkin.

Y debido a que nunca usábamos nuestra información excepto cuando se convertía en noticia, y nunca pasábamos ningún informe a la inteligencia francesa, este hombre gozaba de la confianza y de la amistad de varios agentes del Vietminh que se escondían en Saigón-Cholon. El hecho de que fuera asiático, a pesar de su nombre, sin duda ayudaba.

Yo sentía afecto por Domínguez. Mientras otros hombres llevan su orgullo en la superficie como una enfermedad de la piel, sensible al menor roce, el orgullo de Domínguez estaba profundamente escondido, y se reducía a la proporción más pequeña que se pudiera encontrar, pienso yo, en cualquier ser humano. Todo lo que uno encontraba en el contacto cotidiano con él era gentileza y humildad, y un absoluto amor por la verdad: tendría uno que estar casado con él para descubrir su orgullo. Quizá la verdad y la humildad vayan juntas: hay tantas mentiras que nacen de nuestro orgullo —en mi profesión, el orgullo de un reportero, el deseo de enviar una historia mejor que la del otro, y era Domínguez el que me ayudaba a no preocuparme—, de ese orgullo por resistirse a todos esos telegramas que me enviaban de Inglaterra preguntándome por qué no había cubierto la historia que contaba fulano de tal, o el reportaje de otro que yo sabía que no respondía a la verdad.

Ahora que estaba enfermo me daba cuenta de lo mucho que le debía… es que hasta se ocupaba de que mi coche estuviera lleno de gasolina, y sin embargo, ninguna vez, ni con una frase ni con una mirada, se había inmiscuido en mi vida privada. Creo que era católico, pero no tenía más indicios que su nombre y su lugar de origen… por lo que sabía a través de su conversación, podía haber adorado a Krishna o haberse incorporado a los peregrinajes anuales, envuelto en una armazón de alambres, a las Cuevas Batu. Ahora su enfermedad se presentaba como una salvación, que me libraba de la monotonía de mis ansiedades personales. Era yo el que ahora tenía que asistir a las plúmbeas conferencias de prensa y acercarme cojeando a mi mesa del Continental en busca de algún chisme entre mis colegas; pero yo era menos capaz que Domínguez de distinguir lo verdadero de lo falso, así que adquirí el hábito de ir a visitarlo por las tardes para hablar de lo que había oído. A veces estaba presente uno de sus amigos indios, sentado junto a la estrecha cama de hierro del alojamiento que Domínguez compartía en una de las calles más míseras cerca del boulevard Galliéni. Se sentaba derecho en la cama con los pies metidos debajo del cuerpo hasta el punto de que uno no tenía la impresión de visitar a un enfermo, sino más bien de que era recibido por un rajá o un cura. A veces cuando tenía mucha fiebre le corría el sudor por el rostro, pero nunca perdía la claridad de pensamiento. Era como si su enfermedad tuviera lugar en el cuerpo de otra persona. La dueña de la pensión le tenía siempre preparado un jarro con lima fresca al lado de la cama, pero nunca lo vi beber… quizá eso hubiera sido admitir que tenía sed, que era su propio cuerpo el que sufría.

De todos los días en que lo visité recuerdo uno en particular. Había dejado de preguntarle cómo se sentía por miedo a que la pregunta sonara como un reproche, y era siempre él el que preguntaba con gran ansiedad sobre mi salud y se disculpaba por las escaleras que me había tocado subir. Dijo entonces:

—Me gustaría que conociera a un amigo mío. Tiene una historia que usted debería escuchar.

—Sí.

—He escrito su nombre porque sé que le resulta difícil recordar los nombres chinos. No debemos usarlo, por supuesto. Tiene un almacén de chatarra en el Quai Mytho[41].

—¿Es importante?

—Podría serlo.

—¿Puede darme una idea?

—Preferiría que usted mismo lo oyera de sus labios. Hay algo extraño, pero no lo comprendo.

Le corría el sudor por la cara, pero lo dejaba correr como si las gotas tuvieran vida y fueran sagradas —tenía mucho de hindú, nunca hubiera puesto en peligro la vida de una mosca.

—¿Cuánto sabe usted de su amigo Pyle? —me preguntó.

—No mucho. Nuestros caminos se han cruzado, eso es todo. No lo he vuelto a ver desde lo de Tanyin.

—¿Qué tipo de trabajo desempeña?

—Está en la Misión Económica, pero eso cubre una multitud de pecados. Creo que está interesado en las industrias locales… supongo que con conexiones comerciales norteamericanas. No me gusta la forma en que mantienen a los franceses luchando, mientras al mismo tiempo les cortan los negocios.

—Le oí el otro día hablando en una fiesta que la Legación daba a unos congresistas que estaban de visita. Lo habían puesto a informarles.

—Que Dios salve al Congreso —dije—, no lleva ni seis meses en este país.

—Hablaba de las viejas potencias coloniales… Inglaterra y Francia, y de cómo ustedes no tenían esperanzas de ganarse la confianza de los asiáticos. Y ahí es donde entraba Estados Unidos ahora con las manos limpias.

—Hawái, Puerto Rico —dije—, y Nuevo México.

—Entonces alguien le hizo una de esas preguntas tópicas sobre las oportunidades que tiene el Gobierno de aquí de derrotar alguna vez al Vietminh, y respondió que una Tercera Fuerza podría hacerlo. Siempre se podía encontrar una Tercera Fuerza independiente del comunismo y del nacionalismo corrupto… democracia nacional la llamó; bastaría con encontrar un líder y con mantenerlo a salvo de las viejas potencias coloniales.

—Todo eso está en York Harding —dije—. Lo había leído antes de venir. Hablaba de eso la primera semana, y aún no ha aprendido nada.

—Puede que haya encontrado a su líder —dijo Domínguez.

—¿Y qué importa eso?

—No lo sé. No sé lo que hace realmente. Pero vaya y hable con mi amigo del Quai Mytho.

Me dirigí a casa para dejarle una nota a Phuong en la rue Catinat, y luego bajé en coche hasta el puerto cuando se ponía el sol. En el quai junto a los vapores y los buques de guerra grises, había mesas y sillas al aire libre, y las cocinillas portátiles estaban encendidas y en ebullición. En el boulevard de la Somme los peluqueros trabajaban bajo los árboles y los adivinos se sentaban en cuclillas contra los muros con sus mazos de cartas sucias. En Cholon estaba uno en una ciudad distinta, donde parecía que el trabajo estaba sólo empezando más que acabando con el final del día. Era como entrar en un escenario de pantomima: los largos carteles verticales chinos y las luces brillantes y la multitud de extras lo llevaban a uno hacia los bastidores, donde todo se volvía de repente mucho más oscuro y tranquilo. Uno de estos bastidores me condujo de nuevo al quai y al enjambre de sampanes, donde los almacenes parecían bostezar en la sombra, sin que hubiera nadie por los alrededores.

Encontré el lugar con dificultad y casi por casualidad, la verja del depósito estaba abierta, y se podían ver las extrañas formas picassianas de montones de chatarra gracias a la luz de una lámpara vieja: los armazones de camas, las bañeras, los cubos de basura, los capós de coches, las franjas de colores viejos donde daba la luz. Bajé por un sendero estrecho abierto entre toda esta chatarra y llamé en voz alta al señor Chou, pero no hubo ninguna respuesta. Al final del depósito había una escalera que subía a lo que supuse que sería la casa del señor Chou —aparentemente se me había dirigido a la puerta de atrás, y suponía que Domínguez tendría sus motivos—. Incluso en la escalera había chatarra alineada, pedazos de hierro viejo que podrían resultar útiles algún día en este nido de cuervos que era la casa. Había una habitación grande en el rellano, donde se hallaba sentada y echada una familia completa, dando la impresión de que era un campamento que podría sufrir en cualquier momento un ataque. Las tacitas de té lo invadían todo, y había muchas cajas de cartón llenas de objetos de difícil identificación y maletas de fibra cerradas con correas; había una anciana sentada en una cama grande, dos niños y dos niñas, un bebé que gateaba por el suelo, tres mujeres de edad mediana vestidas con viejos pantalones oscuros de campesinas y chaquetas, y dos viejos en un rincón con ropas chinas de seda azul jugando al mah jongg. Ignoraron mi llegada; jugaban con rapidez, identificando cada pieza al tacto, y el ruido era como el de los guijarros en la playa cuando se retira la ola. Y ninguno de los otros se inmutó tampoco; sólo un gato saltó sobre una caja de cartón y un perro flaco me olió y se echó para atrás.

—¿Monsieur Chou? —pregunté, y dos de las mujeres sacudieron la cabeza, sin que nadie me mirara, excepto que una de las mujeres enjuagó una taza y sirvió té de una tetera que se mantenía caliente en su caja forrada de seda.

Me senté al borde de la cama cerca de la anciana y una niña me trajo la taza: era como si ya hubiera quedado absorbido en la comunidad con el gato y el perro… quizá también ellos habían aparecido de la misma forma fortuita la primera vez. El bebé atravesó la habitación gateando y me tiró de los cordones de los zapatos, y nadie lo recriminó: no se recriminaba a los niños en Oriente. De las paredes colgaban tres calendarios comerciales, cada uno de ellos con una joven vestida con alegres ropas chinas y con las mejillas de un color rosa brillante. Había un espejo grande que misteriosamente tenía escritas las letras Café de la Paix… quizá se había visto atrapado por casualidad en medio de la chatarra: yo mismo me sentía atrapado en ella.

Bebí despacio el amargo té verde, cambiando de mano la taza sin asas a medida que el calor me quemaba los dedos, y me preguntaba cuánto tiempo debía quedarme. Intenté una vez comunicarme con la familia en francés, preguntando cuándo pensaban que volvería monsieur Chou, pero nadie me contestó: probablemente no habían comprendido. Cuando acabé la taza la volvieron a llenar y siguieron con sus ocupaciones: una mujer planchando, una niña cosiendo, los dos niños en sus lecciones, la anciana mirándose los pies, los minúsculos pies deformes de la vieja China… y el perro vigilando al gato, que se hallaba encima de las cajas de cartón.

Empecé a darme cuenta de lo duro que era el trabajo que tenía que hacer Domínguez para ganarse su exiguo jornal.

Un chino extremadamente demacrado entró en la habitación. Parecía no ocupar ningún espacio: era como esos pedazos de papel impermeables a la grasa que dividen las galletas de una lata. Su único espesor residía en el pijama de franela a rayas que llevaba.

—¿Es usted monsieur Chou? —le pregunté.

Me contempló con la mirada indiferente de un fumador de opio: las mejillas hundidas, las muñecas de un bebé, los brazos de una niña pequeña… se habían necesitado muchos años y muchas pipas para reducirlo a estas dimensiones.

—Mi amigo, monsieur Domínguez, me ha dicho que tenía usted algo que mostrarme. ¿Es usted monsieur Chou? —le dije.

Oh, sí, dijo, él era monsieur Chou y me indicó cortésmente con la mano que volviera a tomar asiento. Se podía decir que el objeto de mi visita se le había perdido en algún lugar de los espesos corredores de humo de su mente. Se sentía muy honrado por mi visita: ¿le aceptaría una taza de té? Enjuagaron otra taza tirando el contenido al suelo y me la pusieron como un carbón al rojo vivo entre las manos… la prueba del té. Le comenté el tamaño de la familia.

Echó un vistazo a su alrededor con una tenue sorpresa, como si nunca la hubiera visto a esa luz anteriormente.

—Mi madre —dijo—, mi mujer, mi hermana, mi tío, mi hermano, mis hijos, los hijos de mi tía.

El bebé se había alejado de mis pies dando vueltas y ahora estaba tendido de espaldas dando patadas y haciendo ruidos con la boca. Me pregunté de quién sería. Nadie parecía lo suficientemente joven —o lo suficientemente viejo— para haber hecho este niño.

—Monsieur Domínguez me dijo que era importante —le dije.

—Ah, monsieur Domínguez. Espero que monsieur Domínguez esté bien.

—Ha tenido fiebre.

—Es una mala época del año.

Yo no tenía la convicción ni siquiera de que se acordara de quién era Domínguez, Empezó a toser, y bajo la chaqueta del pijama, que había perdido dos botones, la piel tirante sonaba como un tambor del lugar.

—También usted debería ver a un médico —le dije.

Se unió a nosotros un recién llegado… no lo había oído entrar. Era un hombre joven vestido pulcramente con ropas europeas.

—El señor Chou tiene sólo un pulmón —dijo en inglés.

—Lo siento mucho.

—Se fuma ciento cincuenta pipas diarias.

—Eso parece demasiado.

—El médico le dice que no le hace ningún bien, pero el señor Chou se siente mucho más feliz cuando fuma.

Emití un gruñido indicando que comprendía.

—Si me permite que me presente, soy el gerente del señor Chou.

—Yo me llamo Fowler. Me ha enviado el señor Domínguez. Me dijo que el señor Chou tenía algo que contarme.

—La memoria del señor Chou está muy debilitada. ¿Quiere usted tomar una taza de té?

—Gracias, pero ya he tomado tres tazas.

Sonaba a una pregunta y respuesta de un libro de frases hechas.

El gerente del señor Chou me quitó la taza de las manos y se la alcanzó a una de las niñas, que después de tirar al suelo lo que quedaba en la taza la volvió a llenar.

—No está lo bastante fuerte —dijo, cogiendo la taza y probando el té él mismo; la enjuagó con cuidado y la volvió a llenar con una segunda tetera.

—¿Así está mejor? —preguntó.

—Mucho mejor.

El señor Chou carraspeó, para lanzar un inmenso escupitajo a la escupidera de latón decorada con flores rosadas. El bebé daba vueltas de un lado a otro entre los restos de té y el gato saltaba de una caja de cartón a una maleta.

—Quizá fuera mejor que hablara usted conmigo —dijo el hombre joven—. Me llamo Heng.

—Si me dijera usted…

—Bajemos al almacén —dijo el señor Heng—. Se está más tranquilo allí.

Le extendí la mano al señor Chou, que la dejó descansar entre las palmas de las suyas con una mirada de sorpresa, y luego dirigió los ojos por toda la habitación como si tratara de situarme. El ruido de los guijarros descendía a medida que bajábamos por la escalera.

—Tenga cuidado. Falta el último escalón —me dijo el señor Heng, y encendió una linterna para guiarme.

Estábamos otra vez entre los armazones de cama y las bañeras y el señor Heng me condujo hacia un pasillo lateral. Cuando había recorrido unos veinte pasos se detuvo y dirigió la luz a un pequeño tambor de hierro.

—¿Ve usted eso? —me dijo.

—¿Qué es?

Le dio la vuelta y me mostró la marca de fábrica: «Diolacton».

—Sigue sin significar nada para mí.

—Tenía aquí dos de esos tambores —añadió—. Los recogieron con otra chatarra en el garaje del señor Phan-Van-Muoi. ¿Lo conoce usted?

—No, creo que no.

—Su mujer es pariente del general Thé.

—Todavía no comprendo…

—¿Sabe usted lo que es esto? —me preguntó el señor Heng, agachándose y levantando un largo objeto cóncavo como un tallo de apio que brillaba con destellos cromados a la luz de su linterna.

—Podría ser una instalación de baño.

—Es un molde —dijo el señor Heng.

Se trataba evidentemente de un hombre que gozaba fatigosamente proporcionando instrucción a los que lo escuchaban. Hizo una pausa para que yo mostrara de nuevo mi ignorancia.

—¿Comprende lo que quiero decir con un molde?

—Sí, desde luego, pero todavía no entiendo…

—Este molde lo hicieron en Estados Unidos. Diolacton es una marca de fábrica norteamericana. ¿Empieza a comprender?

—Francamente, no.

—El molde tiene un defecto. Por eso lo tiraron. Pero no deberían haberlo tirado con la chatarra… ni tampoco el tambor. Fue un error. El gerente del señor Muoi vino aquí a verme personalmente. No pude encontrarle el molde, pero dejé que se llevara el otro tambor. Le dije que era todo lo que tenía, y lo que me contó es que los necesitaban para almacenar productos químicos. Por supuesto, no preguntó por el molde, eso habría sido muy arriesgado, pero hizo una búsqueda a fondo. El propio señor Muoi llamó posteriormente a la Legación Norteamericana preguntando por el señor Pyle.

—Parece que dispone usted de un servicio de inteligencia completo —le dije.

Aún no podía imaginarme de qué se trataba.

—Le pedí al señor Chou que se pusiera en contacto con el señor Domínguez.

—¿Quiere usted decir que ha establecido cierto tipo de conexión entre Pyle y el general? —le dije—. Pero es algo mínimo. Y no es ninguna novedad, de todas formas. Aquí todo el mundo hace labores de inteligencia.

El señor Heng golpeó el negro tambor de hierro con el talón y el ruido reverberó entre los armazones de camas.

—Señor Fowler —dijo—, usted es inglés. Es neutral. Ha sido honrado con todos nosotros. Es capaz de sentir simpatía por alguno de nosotros, no importa del bando que seamos.

—Si está usted insinuando que es comunista, o del Vietminh, no se preocupe —le dije—. No me asombra. No tengo ninguna inclinación política.

—Si ocurre algo desagradable aquí en Saigón, se nos echará la culpa a nosotros. A mi comité le gustaría que tuviera usted una visión correcta de la situación. Por eso le he enseñado estas cosas.

—¿Qué es Diolacton? —le pregunté—. Suena como leche condensada.

—Tiene algo en común con la leche.

El señor Heng dirigió la linterna al interior del tambor. Quedaba en el fondo, como si estuviera sucio, un poco de polvo blanco.

—Es uno de los materiales plásticos norteamericanos —dijo.

—He oído rumores de que Pyle estaba importando material plástico para juguetes.

Cogí el molde y lo observé. Intenté mentalmente adivinar su forma. No era ésta la apariencia propia del objeto: era la imagen en un espejo, al revés.

—No para juguetes —dijo el señor Heng.

—Parece como si fueran partes de una varilla.

—La forma es extraña.

—No logro entender para qué puede servir.

El señor Heng se alejó.

—Sólo quiero que recuerde lo que ha visto —dijo, regresando a las sombras del montón de chatarra—. Quizá un día tenga usted motivos para escribir sobre ello. Pero no debe decir que vio el tambor aquí.

—¿Ni el molde? —pregunté.

—Especialmente el molde.

3

No es fácil la primera vez que vuelve uno a encontrarse con la persona que —como suele decirse— te ha salvado la vida. No había visto a Pyle durante el tiempo que pasé en el Hospital de la Legión, y su ausencia y silencio, fácilmente comprensibles (porque él era más sensible que yo ante las situaciones embarazosas), me preocupaban a veces de manera irracional, de modo que de noche, antes de que me calmara el somnífero me lo imaginaba subiendo las escaleras de mi piso, llamando a la puerta, durmiendo en mi cama. Había sido injusto con él en eso, y por ello había añadido cierto sentimiento de culpabilidad a mis otras obligaciones más formales. Y supongo que estaba, además, la culpabilidad de mi carta (¿qué distantes antepasados me habían legado esta conciencia estúpida? Seguro que ellos no la tenían cuando violaban y mataban en su mundo paleolítico).

A veces me preguntaba si debía invitar a mi salvador a cenar, o si debía sugerirle un encuentro para echar un trago en el bar del Continental. Era un problema social fuera de lo común, que dependía quizá del valor que uno le atribuyera a la propia vida. ¿Una comida y una botella de vino, o un whisky doble?… había estado preocupado durante días hasta que el mismo Pyle resolvió el problema, al acercarse gritándome a través de la puerta cerrada. Estaba durmiendo la siesta una tarde calurosa, agotado por los esfuerzos que había hecho con la pierna por la mañana, y no había oído cómo llamaba a la puerta.

—Thomas, Thomas.

La llamada se mezclaba con un sueño en el que yo descendía por una larga carretera vacía buscando dónde girar, pero en vano. La carretera se iba presentando como la cinta de un magnetófono con una uniformidad que nunca habría visto alterada si la voz no la hubiera interrumpido… primero era como una voz que sollozaba de dolor, que procedía de una torre, y luego de repente era una voz que me hablaba a mí personalmente:

—Thomas, Thomas.

En voz baja dije:

—Vete, Pyle. No te me acerques. No quiero que me salves.

—Thomas.

Estaba golpeando la puerta, pero yo me hacía el dormido o el muerto, como si estuviera otra vez en el arrozal y se tratara de un enemigo. De pronto me di cuenta de que ya no llamaba más, y alguien hablaba en voz baja fuera con otra persona que respondía. Los susurros son peligrosos. No podía saber quiénes eran los que hablaban. Salí con cuidado de la cama y con la ayuda de mi bastón llegué hasta la puerta de la otra habitación. Quizá me había movido demasiado aprisa y me habían oído, porque se hizo un silencio fuera. El silencio era como una planta que extendía sus ramificaciones: parecía crecer por debajo de la puerta esparciendo las hojas por la habitación donde yo estaba. Era un silencio que no me gustaba, por lo que abrí la puerta de golpe. Phuong estaba de pie en el pasillo y Pyle tenía las manos colocadas sobre los hombros de ella: por su actitud podían acabar de darse un beso.

—Vaya, entren —dije—, entren.

—No conseguía que me oyera —dijo Pyle.

—Al principio estaba dormido, y luego no quería que me molestaran. Pero ya me ha molestado, así que entre.

—¿Dónde lo encontraste? —le pregunté en francés a Phuong.

—Aquí. En el pasillo —dijo—. Lo oí llamar y subí corriendo para dejarlo entrar.

—Siéntese —le dije a Pyle—. ¿Quiere tomar café?

—No, y no quiero sentarme, Thomas.

—Yo sí que tengo que sentarme. Esta pierna mía se cansa. ¿Recibió mi carta?

—Sí. Ojalá no la hubiera escrito.

—¿Por qué?

—Porque no era más que un montón de mentiras. Confiaba en usted, Thomas.

—No debería usted confiar en nadie cuando hay una mujer por medio.

—Entonces no puede usted confiar en mí después de esto. Subiré aquí a escondidas cuando esté usted fuera, escribiré cartas con sobres mecanografiados. Quizá esté creciendo, Thomas.

Pero había lágrimas en su voz, y parecía más joven que nunca.

—¿No podía usted ganar sin mentir?

—No. Ésta es la doblez europea, Pyle. Tenemos que compensar nuestra falta de suministros. Sin embargo, debo haber estado bastante torpe. ¿Cómo descubrió las mentiras?

—Fue la hermana de Phuong —dijo—. Trabaja para Joe ahora. La acabo de ver. Sabe que lo han llamado a usted a Inglaterra.

—Ah, es eso —dije con alivio—. Phuong también lo sabe.

—¿Y la carta de su mujer? ¿La conoce Phuong? Su hermana la ha visto.

—¿Cómo?

—Vino aquí a ver a Phuong cuando usted estaba fuera ayer, y Phuong se la enseñó. No puede usted engañarla. Ella sabe inglés.

—Entiendo.

No había motivo para enfadarse con nadie —era demasiado evidente que el ofensor era yo, y Phuong le habría enseñado la carta probablemente para presumir… no era un signo de desconfianza.

—¿Sabías todo esto desde anoche? —le pregunté a Phuong.

—Sí.

—Me di cuenta de que estabas callada —le acaricié el brazo—. Podrías haber estado hecha una furia, pero eres Phuong… no una furia.

—Tenía que pensar —me dijo.

Y me acordé de cómo, al despertarme durante la noche, había sabido por lo irregular de su respiración que no estaba dormida. Le había alargado mi brazo y le había preguntado: Le cauchemar?[42]. Solía tener pesadillas cuando llegó por vez primera a la rue Catinat, pero anoche había negado con la cabeza ante mi sugerencia: tenía la espalda vuelta hacia mí y yo había pegado la pierna contra ella… el primer movimiento de la fórmula del amor. Ni siquiera entonces había notado nada malo.

—¿No puede usted explicar, Thomas, por qué…?

—Es bastante evidente. Quería tenerla.

—¿A cualquier precio para ella?

—Desde luego.

—Eso no es amor.

—Quizá no sea su forma de amar, Pyle.

—Yo quiero protegerla.

—Yo no. No necesita protección. Yo la necesito alrededor, la necesito en mi cama.

—¿Contra su voluntad?

—Ella no se quedaría contra su voluntad, Pyle.

—Phuong no puede quererlo después de esto.

Sus ideas eran así de simples. Me volví para mirarla. Se había ido al dormitorio y estaba estirando la colcha sobre la que yo había estado echado; cogió entonces uno de sus libros con fotos de un estante y se sentó en la cama como si estuviera totalmente al margen de nuestra conversación. Sabía qué libro era… una colección de fotografías de la vida de la reina. Podía ver al revés la carroza real camino de Westminster.

—Amor es una palabra occidental —dije—. Nosotros la usamos por razones sentimentales o para ocultar una obsesión por una mujer. Esta gente no padece obsesiones. Se va a sentir herido, Pyle, si no tiene cuidado.

—Le habría golpeado si no fuera por esa pierna.

—Debería estarme agradecido… y a la hermana de Phuong, desde luego. Ya puede seguir adelante sin escrúpulos ahora… y es usted muy escrupuloso para algunas cosas, ¿verdad?, cuando no se trata de material plástico.

—¿Material plástico?

—Ojalá sepa usted lo que está haciendo con eso. Oh, sí, ya sé que sus motivos son buenos, siempre lo son.

Me miraba sorprendido y como si sospechara algo.

—A veces me gustaría que tuviera usted unos cuantos motivos malos, así podría comprenderse algo más de los seres humanos. Y eso se aplica a su país también, Pyle.

—Quiero darle a Phuong una vida decente. Este lugar… apesta.

—Disimulamos el olor con barritas de incienso. Supongo que usted le ofrecerá una enorme nevera y un coche para ella sola y el último modelo de televisor y…

—Y niños —dijo.

—Jóvenes y brillantes ciudadanos norteamericanos dispuestos a testificar.

—¿Y qué quiere darle usted? No se la iba a llevar a Inglaterra.

—No, no soy tan cruel. A menos que pudiera pagarle el billete de regreso.

—Simplemente quiere mantenerla como un objeto cómodo hasta que se vaya de aquí.

—Es un ser humano, Pyle. Es capaz de decidir.

—Con falsas evidencias. Y es una niña ante ellas.

—No es ninguna niña. Es más dura de lo que usted pueda llegar a ser. ¿Conoce usted esa clase de barniz que no se raya? Ésa es Phuong. Puede sobrevivirnos a una docena como nosotros. Se hará vieja, eso es todo. Sufrirá por los partos, por el hambre y el frío y el reumatismo, pero no sufrirá nunca como nosotros, por las ideas, las obsesiones… no se rayará, sólo decaerá.

Pero incluso mientras soltaba mi perorata y la veía pasar la página (un grupo de familia con la princesa Ana), sabía que me estaba inventando un personaje tanto como lo hacía Pyle. Uno no conoce nunca a otro ser humano; por más que yo dijera, ella estaba tan asustada como nosotros: no tenía el don de la expresión, eso era todo. Y me acordaba de aquel primer año de tormentos cuando había intentado con pasión comprenderla, cuando le había suplicado que me dijera lo que pensaba y la había asustado con mis enfados irrazonables ante sus silencios. Incluso mi deseo había sido un arma, como si cuando uno hunde la espada en el vientre de la víctima ésta perdiera el control y hablara.

—Ha dicho usted bastante —le dije a Pyle—. Ya sabe todo lo que hay que saber. Váyase, por favor.

—Phuong —la llamó.

—¿Monsieur Pyle? —dijo interrogante, levantando la vista del castillo de Windsor; su formalidad era cómica y tranquilizadora en aquel momento.

—Él la ha engañado.

—Je ne comprend pas[43].

—Oh, váyase —le dije—. Váyase con su Tercera Fuerza y con York Harding y con el papel de la democracia. Váyase a jugar con su material plástico.

Más tarde tendría que admitir que había cumplido mis instrucciones al pie de la letra.