Capítulo 2

1

Al menos una vez al año los caodaístas celebran un festival en la Santa Sede de Tanyin, que se halla a ochenta kilómetros al noroeste de Saigón, para conmemorar tal año de la Liberación, o de la Conquista, o incluso algún festival budista, cristiano o de Confucio. El caodaísmo era siempre el capítulo preferido de mis explicaciones a los visitantes. El caodaísmo, invento de un funcionario cochinchino, era una síntesis de las tres religiones. La Santa Sede estaba en Tanyin. Había un papa y cardenales femeninos. Profecías en tablillas. San Victor Hugo. Cristo y Buda contemplando desde lo alto de la catedral una fantasía oriental al estilo de Walt Disney, con dragones y serpientes en tecnicolor. Los recién llegados quedaban siempre encantados con la descripción. ¿Cómo podía uno explicarles lo triste de todo el asunto: el ejército privado de veinticinco mil hombres, armados con morteros construidos con los tubos de escape de coches viejos, aliados de los franceses que se volvían neutrales en los momentos de peligro? A estas celebraciones, que contribuían a mantener tranquilos a los campesinos, el papa invitaba a los miembros del Gobierno (que aparecían si en ese momento los caodaístas ocupaban algún puesto), al cuerpo diplomático (que enviaría a algunos subsecretarios con sus esposas o sus chicas) y al comandante en jefe francés, que delegaría en un general de dos estrellas, de los que trabajan en una oficina, para que lo representara.

A lo largo de la ruta a Tanyin fluía un rápido tráfico de coches del estado mayor y del cuerpo diplomático, y en las zonas más peligrosas de la carretera había soldados de la Legión Extranjera cubriendo los arrozales. Era siempre un día de cierta ansiedad para el Alto Mando francés y quizá de cierta esperanza para los caodaístas, pues ¿qué podría poner de relieve su propia lealtad, sin mayores esfuerzos, que dispararan sobre algunos invitados importantes fuera de su territorio?

En cada kilómetro se levantaba una pequeña torre de vigilancia, de barro, que dominaba los lisos arrozales como un signo de exclamación, y cada diez kilómetros había un fuerte más amplio a cargo de un pelotón de legionarios, marroquíes o senegaleses. Como el tráfico en Nueva York, los coches iban a una velocidad fija… y como ocurre con el tráfico de Nueva York, sentía uno cierta impaciencia controlada, al contemplar el coche de delante y, en el espejo, el coche de detrás. Todo el mundo quería llegar a Tanyin, ver el espectáculo y regresar lo más rápidamente posible: el toque de queda era a las siete.

Se pasaba de los arrozales bajo control francés a los arrozales de los Hoa-Haos y de ahí a los arrozales de los caodaístas, que estaban generalmente en guerra con los Hoa-Haos: sólo cambiaban las banderas en las torres de vigilancia. Se veían los niñitos desnudos sentados en los búfalos, que vadeaban los campos llenos de agua que les llegaba hasta los genitales; donde la dorada cosecha estaba lista los campesinos, con sus sombreros en forma de lapa, aventaban el arroz frente a unos pequeños refugios curvados de bambú trenzado. Los coches pasaban rápidamente, como si pertenecieran a otro mundo.

Pero las iglesias de los caodaístas atraían la atención de los forasteros en todos los pueblos; estuco azul pálido y rosado, y un gran ojo de Dios sobre la puerta. Aumentaban las banderas; las tropas de campesinos avanzaban por la carretera; nos acercábamos a la Santa Sede, En la distancia la montaña sagrada surgía como un bombín verde sobre Tanyin —ahí era donde se mantenía el general Thé, el miembro disidente del estado mayor que había declarado recientemente su intención de combatir tanto a los franceses como al Vietminh—. Los caodaístas no habían hecho ningún intento para capturarlo, aunque había secuestrado a un cardenal, pero se rumoreaba que lo había hecho con la connivencia del papa.

Siempre daba la impresión de que hacía más calor en Tanyin que en cualquier otro sitio del delta meridional; quizá era la ausencia de agua, quizá era la sensación de ceremonias interminables que lo hacían sudar a uno vicariamente, sudar por las tropas que se mantenían firmes con atención soportando los largos discursos en una lengua que no comprendían, sudar por el papa con sus pesados ropajes chinescos. Solamente las mujeres cardenales con sus pantalones de seda blancos, que charlaban con los sacerdotes de anchos sombreros, daban una impresión de frescura bajo el calor abrasador; no se podía creer que fueran las siete y la hora del cóctel en la terraza del Majestic, con la brisa procedente del río Saigón.

Después del desfile entrevisté al delegado del papa. No esperaba sacarle nada, y no me equivoqué: era un convencionalismo por las dos partes. Le pregunté sobre el general Thé.

—Un hombre imprudente —dijo y cambió de tema.

Comenzó con el discurso que ya tenía preparado, sin darse cuenta de que ya se lo había oído dos años antes —me recordaba a mis propios discos de gramófono cuando llegan nuevos visitantes—. El caodaísmo era una síntesis religiosa… lo mejor de todas las religiones… se habían enviado misioneros a Los Ángeles… los secretos de la Gran Pirámide… Llevaba puesta una larga sotana blanca y fumaba sin parar. Tenía algo de astuto y corrupto: surgía con frecuencia la palabra «amor». Yo tenía la seguridad de que él sabía que todos nosotros estábamos allí para reírnos de su movimiento; nuestro aire de respeto era tan corrupto como su falsa jerarquía, pero nosotros éramos menos astutos. Nuestra hipocresía no nos proporcionaba ninguna ganancia… ni siquiera un aliado en quien se pudiera confiar, mientras que la de ellos les había procurado armas, provisiones, y hasta dinero en efectivo.

—Gracias, eminencia.

Me levanté para irme. Me acompañó hasta la puerta, esparciendo la ceniza del cigarrillo.

—Dios bendiga su trabajo —dijo con untuosidad—. Recuerde que Dios ama la verdad.

—¿Qué verdad? —le pregunté.

—En la fe caodaísta todas las verdades se reconcilian y la verdad es amor.

Llevaba un enorme anillo en el dedo y, cuando me dio la mano, creo que esperaba realmente que se lo besara, pero no soy nada diplomático.

Bajo la lúgubre luz vertical del sol vi a Pyle; estaba intentando en vano arrancar su Buick. Sin saber cómo, durante las dos últimas semanas, me había estado encontrando con Pyle continuamente, en el bar del Continental, en la única librería buena de la rue Catinat. La amistad que él se había impuesto desde el principio ahora la enfatizaba más que nunca. Sus ojos tristes preguntaban con fervor por Phuong, mientras sus labios expresaban con más fervor incluso la dimensión de su afecto y de su admiración —Dios me perdone— por mí.

Había un comandante caodaísta de pie junto al coche hablando deprisa. Se detuvo cuando llegué. Lo reconocí —había sido uno de los ayudantes de Thé antes de que éste se lanzara a las montañas.

—¡Hola, comandante! —le dije—, ¿cómo está el general?

—¿Qué general? —preguntó con una mueca tímida.

—Seguramente en la fe caodaísta —dije— todos los generales se reconcilian.

—No consigo mover este coche, Thomas —dijo Pyle.

—Le conseguiré un mecánico —dijo el comandante, dejándonos.

—Le he interrumpido.

—Oh, no era nada —dijo Pyle—. Quería saber cuánto cuesta un Buick. Esta gente es tan amistosa cuando se les trata bien. Los franceses no parecen saber cómo manejarlos.

—Los franceses no se fían de ellos.

—Un hombre se hace digno de confianza cuando uno tiene confianza en él —dijo Pyle con solemnidad.

Sonaba a máxima caodaísta. Empecé a sentir que el aire de Tanyin era demasiado ético para que yo pudiera respirarlo.

—Tomemos una copa —dijo Pyle.

—No hay nada que me apetezca más.

—Me traje un termo con jugo de lima.

Se agachó revolviendo en una cesta que llevaba detrás.

—¿No tiene ginebra?

—No, lo siento mucho. Ya sabe —dijo con entusiasmo— que el jugo de lima es muy bueno para este clima. Contiene… no estoy seguro qué vitaminas.

Me alargó una taza y bebí.

—¿Le apetece un sandwich? Son realmente magníficos. Tienen un nuevo ingrediente especial para sandwiches que se llama «Vita-Salud». Me lo ha enviado mi madre desde Estados Unidos.

—No, gracias, no tengo hambre.

—Sabe casi como ensaladilla rusa… sólo que un poco más seca.

—No, gracias.

—¿Le importa si me como uno?

—No, no, por supuesto que no.

Le dio un buen mordisco, haciéndolo crujir y crepitar. En la distancia el Buda de piedra blanca y rosada se alejaba de su hogar ancestral y su ayuda de cámara —otra estatua— lo perseguía corriendo. Las mujeres cardenales regresaban a su casa y el ojo de Dios nos vigilaba desde lo alto de la puerta de la catedral.

—¿Sabe que sirven el almuerzo aquí? —dije.

—Pensé que no valía la pena arriesgarse. La carne… hay que tener cuidado con ella con este calor.

—Pero hay bastante seguridad. Son vegetarianos.

—Supongo que estará bien… pero me gusta saber lo que como —le dio otro bocado a su «Vita-Salud»—. ¿Cree usted que tienen mecánicos de confianza?

—Saben lo suficiente para convertir un tubo de escape en un mortero. Creo que con los Buicks hacen los mejores morteros.

El comandante regresó y, saludándonos con elegancia, nos dijo que había encargado al cuartel que enviaran un mecánico. Pyle le ofreció un sandwich de «Vita-Salud», que le rechazó muy educadamente. Dijo con aire de hombre de mundo:

—Aquí tenemos tantas reglas sobre la comida —hablaba un inglés excelente—. Son estúpidas. Pero ya saben lo que ocurre en una capital religiosa. Supongo que es lo mismo en Roma… o Canterbury —añadió con una elegante y ligera inclinación hacia mí.

Luego se quedó callado. Los dos estaban en silencio. Tenía la profunda impresión de que no se deseaba mi compañía. No pude resistir la tentación de meterme con Pyle… es, después de todo, el arma de la debilidad y yo era débil. No tenía juventud, seriedad, integridad, futuro.

—Quizá después de todo le acepte un sandwich —le dije.

—Oh, desde luego —dijo Pyle—, desde luego.

Se detuvo antes de volverse a la cesta que tenía detrás.

—No, no —le dije—. Sólo estaba bromeando. Ustedes dos quieren estar a solas.

—Nada de eso —dijo Pyle.

Era una de las personas que peor sabía mentir de todas las que conozco… era un arte que evidentemente nunca había practicado. Le explicó al comandante:

—Thomas es el mejor amigo que tengo.

—Conozco al señor Fowler —dijo el comandante.

—Le veré antes de irme, Pyle.

Y me alejé hacia la catedral. Allí podía gozar de algo de fresco.

San Victor Hugo con el uniforme de la Academia Francesa y el halo alrededor del tricornio apuntaba a algún noble sentimiento que Sun Yat Sen escribía en una tablilla; entré en la nave. No había ningún sitio donde sentarse excepto en el sillón papal, rodeado por una cobra de yeso; el piso de mármol brillaba como agua y no había cristales en las ventanas. Hacemos jaulas con agujeros para el aire, pensé, y el hombre se hace su jaula para la religión casi de la misma manera —con dudas que quedan a merced de la intemperie y credos que están abiertos a innumerables interpretaciones—. Mi mujer había encontrado su jaula con agujeros y a veces la envidiaba. Hay un conflicto entre el sol y el aire: yo vivía demasiado al sol.

Paseé por la larga nave vacía… ésta no era la Indochina que yo amaba. Los dragones con cabezas de león ascendían por el púlpito: en el techo, Cristo exhibía su corazón sangrante. Buda estaba sentado, como se sienta siempre Buda, con su regazo vacío. La barba de Confucio colgaba exigua como una cascada en la estación seca. Todo era como una representación teatral: el gran globo sobre el altar era la ambición, la cesta con la tapa móvil en la que el papa hacía sus profecías era una trampa. Si esta catedral tuviera una existencia de cinco siglos en lugar de dos décadas, ¿habría reunido cierto tipo de verosimilitud con el desgaste de los pies y la erosión de la intemperie? Una persona a quien se pudiera convencer, como mi mujer, ¿encontraría aquí la fe que no encontraba en los seres humanos? Y si realmente yo hubiera necesitado fe, ¿la habría encontrado en su iglesia de estilo normando? Pero nunca había deseado la fe. El oficio de un reportero es recoger y exponer lo que ocurre. A lo largo de mi carrera nunca había descubierto lo inexplicable. El papa hacía sus profecías con un lápiz en una tapa móvil y la gente creía. En cualquier visión siempre se podía encontrar la tablilla. Yo no guardaba en mi repertorio de la memoria ninguna visión ni milagro.

Repasé al azar mis recuerdos como si fueran fotos de un álbum: un zorro que había visto a la luz de una bengala enemiga sobre Orpington cuando se arrastraba a escondidas junto a un corral de aves, lejos de su escondrijo rojizo en el extremo del campo; el cuerpo de un malayo muerto a bayonetazos que había traído una patrulla de gurkas en la parte trasera de un camión hasta un campamento minero en Pahang, mientras los culíes chinos lo contemplaban con risas nerviosas y un compañero malayo le colocaba un cojín bajo la cabeza sin vida; una paloma en la repisa de una chimenea, preparada para volar en una habitación de hotel; la cara de mi mujer en una ventana cuando volví a casa para despedirme la última vez. Mis pensamientos habían comenzado y acabado con ella. Debía haber recibido mi carta hacía más de una semana, y el telegrama que yo no esperaba no había llegado. Pero se dice que si un jurado está demasiado tiempo deliberando hay esperanzas para el prisionero. Dentro de otra semana, si no llegaba ninguna carta, ¿podría empezar a tener esperanzas? A mi alrededor podía oír los coches de los soldados y los diplomáticos que se ponían en marcha: había acabado la fiesta otro año más. Empezaba la estampida para regresar a Saigón, con el toque de queda. Salí a buscar a Pyle.

Estaba de pie a la sombra con su comandante, y no había nadie trabajando con el coche. Parecía que la conversación, fuese sobre lo que fuese, había acabado, y allí estaban en silencio, como cohibidos por cortesía mutua. Me acerqué a ellos.

—Bueno —dije—, creo que me voy. Lo mejor es que salga usted también si quiere llegar antes del toque de queda.

—El mecánico no ha aparecido.

—Vendrá pronto —dijo el comandante—. Estaba en el desfile.

—Podría pasar aquí la noche —le dije—. Hay una misa especial… verá que es toda una experiencia. Dura tres horas.

—Debería volver.

—No podrá regresar a menos que salga ya —y añadí sin muchas ganas—: si quiere puedo llevarlo y el comandante puede hacer que le envíen el coche mañana a Saigón.

—No tiene por qué preocuparse por el toque de queda en territorio caodaísta —dijo el comandante como presumiendo—. Pero a partir de ahí… Desde luego puedo hacer que le envíen el coche mañana.

—Con el tubo de escape intacto —dije, y sonrió resplandeciente, con elegancia, con eficiencia, con una abreviatura militar de sonrisa.

2

Ya la hilera de automóviles iba muy por delante de nosotros cuando salimos. Aceleré para intentar alcanzarla, pero habíamos dejado atrás la zona caodaísta y estábamos en la de los Hoa-Haos, sin que divisáramos ni siquiera una nube de polvo delante de nosotros. El mundo se presentaba liso y vacío aquella tarde.

No era el tipo de paisaje que se asocia con las emboscadas, pero podía haber hombres escondidos, con el agua llegándoles hasta el cuello, en los arrozales inundados que se encontraban a pocos metros de la carretera.

Pyle carraspeó, lo que era señal de que se acercaba una confidencia íntima.

—Espero que Phuong esté bien —dijo.

—Nunca la he conocido enferma.

Una torre de vigilancia quedaba atrás, y otra aparecía, como las pesas de una balanza.

—Vi ayer a su hermana de compras.

—Y supongo que le invitaría a que le hiciera una visita —dije.

—Sí, en efecto.

—No abandona la esperanza con facilidad.

—¿La esperanza?

—De casarle con Phuong.

—Me dijo que usted se iba a marchar.

—Eso se rumorea.

—Usted jugaría limpio conmigo, Thomas, ¿verdad? —dijo Pyle.

—¿Limpio?

—He solicitado un traslado —dijo—. No quisiera que ella se quedara sin ninguno de los dos.

—Pensaba que se quedaría hasta que expirara su contrato.

—Me di cuenta de que no podría soportarlo —dijo sin autocomplacencia.

—¿Cuándo se marcha usted?

—No lo sé. Me han dicho que podría arreglarse algo en unos seis meses.

—¿Puede soportarlo seis meses?

—No me queda más remedio.

—¿Qué razón dio para el traslado?

—Le conté al Agregado Económico, usted ya lo conoce, Joe, los hechos, más o menos.

—Supongo que él piensa que soy un canalla al no permitirle que salga con mi chica.

—Oh, no, se puso más bien de su lado.

El coche estaba haciendo un ruido raro y se estremecía… creo que llevaba un minuto con el ruido antes de que me diera cuenta, porque estaba examinando la inocente pregunta de Pyle: «¿Está jugando limpio?». Pertenecía a un mundo psicológico de una gran simplicidad, donde se hablaba de democracia y de honor en el mismo sentido en que aparecía este último término en las tumbas antiguas, y con idéntico significado al que le otorgaban nuestros padres.

—Se acabó —dije.

—¿La gasolina?

—Había bastante. Había llenado el tanque por completo antes de salir. Esos sinvergüenzas de Tanyin me la han robado con un sifón. Debí haberlo pensado. Es típico de ellos que nos dejen la suficiente para que podamos salir de su territorio.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Podemos llegar sólo hasta la próxima torre de vigilancia. Esperemos que tengan algo de gasolina.

Pero no tuvimos suerte. El coche se paró a unos treinta metros de la torre. Nos dirigimos a pie hasta la torre y les grité en francés a los centinelas que éramos amigos, que nos estábamos acercando. No tenía ningún deseo de que me disparara un soldado vietnamita. No hubo respuesta: no apareció nadie. Le pregunté a Pyle:

—¿Tiene algún arma?

—Nunca llevo.

—Ni yo.

Los últimos colores de la puesta de sol, verde y dorada como el arroz, se diluían sobre el horizonte de aquel mundo plano: frente al gris neutro del cielo la torre de vigilancia parecía tan negra como la tinta. Debía ser casi la hora del toque de queda. Volví a gritar pero nadie contestó.

—¿Sabe cuántas torres hemos pasado desde el último fuerte?

—No me he dado cuenta.

—Ni yo tampoco.

Habría probablemente seis kilómetros al menos hasta el siguiente fuerte… una hora de camino. Volví a llamar por tercera vez, y la respuesta fue el silencio repetido.

—Parece estar vacía: voy a subir para comprobarlo —dije.

La bandera amarilla con franjas rojas descoloridas hasta tonos anaranjados indicaba que estábamos fuera del territorio de los Hoa-Haos y en la zona del ejército vietnamita.

—¿No cree que si esperamos aquí podría pasar algún coche? —preguntó Pyle.

—Podría, pero el enemigo podría llegar antes.

—¿Vuelvo a encender las luces? Como señal.

—Por Dios, ni se le ocurra. Déjelo como está.

Ya estaba tan oscuro que tropecé, buscando la escalera. Algo crujió debajo de mis pies; podía imaginarme cómo viajaría el ruido entre los arrozales, ¿y quién lo podía escuchar? Ya no se distinguía la silueta de Pyle, era sólo una mancha al lado de la carretera. La oscuridad, cuando caía definitivamente, caía como una piedra.

—Quédese ahí hasta que le llame —le dije.

Me pregunté si el vigía habría subido la escalera, pero no, allí estaba… pues aunque pudiera subir por ella un enemigo, era su única posibilidad de escapar. Comencé la ascensión.

He leído tantas veces relatos de lo que piensa la gente en los momentos de miedo: en Dios, en la familia, o en una mujer. Admiro ese control. Yo no pensaba en nada, ni siquiera en la trampilla que había sobre mí; dejé, por unos segundos, de existir: estaba totalmente invadido por el miedo. Al llegar al final de la escalera me di un golpe en la cabeza porque el miedo me impedía contar los escalones, me impedía oír, o ver. Entonces saqué la cabeza por encima del suelo de tierra y nadie me disparó, con lo que el miedo se disipó.

3

Había una pequeña lámpara de aceite encendida en el suelo y dos hombres agachados contra la pared, mirándome. Uno tenía una ametralladora y el otro un rifle, pero estaban tan asustados como yo. Parecían niños de escuela, pero con los vietnamitas la vejez aparece de repente como el sol… ahora son niños y enseguida se vuelven ancianos. Me alegré de que el color de la piel y la forma de mis ojos fueran un pasaporte… ahora ya no dispararían, ni siquiera por miedo.

Salí totalmente del suelo, hablándoles para tranquilizarlos, diciéndoles que tenía el coche fuera, que me había quedado sin gasolina. Quizá tuvieran alguna y pudieran vendérmela. No parecía probable por el vistazo que eché. No había nada en el cuartito redondo excepto una caja con municiones para la ametralladora, una pequeña cama de madera y dos mochilas colgadas de un clavo. Un par de cacerolas con restos de arroz y unos palillos de madera indicaban que habían estado comiendo sin mucho apetito.

—¿Sólo lo suficiente para poder llegar hasta el próximo fuerte? —les pregunté.

Uno de los hombres que estaba sentado apoyado en la pared —el del rifle— negó con la cabeza.

—Si no pueden ayudarnos tendremos que pasar aquí la noche.

—C’est defendu[35].

—¿Por quién?

—Usted es civil.

—Nadie me va a obligar a sentarme ahí afuera en la carretera y dejar que me corten la cabeza.

—¿Es usted francés?

Sólo uno de los hombres hablaba. El otro permanecía sentado, con la cabeza ladeada, vigilando la abertura de la pared. No podía estar viendo nada más que una postal nocturna; parecía estar escuchando y yo también empecé a poner atención. El silencio estaba lleno de ruidos: ruidos a los que se podía dar nombre… un crac, un crujido, un roce, algo parecido a una tos, y un susurro. Oí entonces a Pyle: debía haber llegado al pie de la escalera:

—¿Está usted bien, Thomas?

—Suba —le dije.

Empezó a ascender por la escalera y el soldado que se había mantenido callado hizo un movimiento con su ametralladora —no creo que hubiera oído una palabra de lo que decíamos: fue un movimiento brusco, como un salto—. Me di cuenta de que el miedo lo había paralizado. Le ordené como si fuera un sargento.

—¡Deje esa arma! —y empleé el tipo de palabrota francesa que pensé que reconocería.

Me obedeció automáticamente. Pyle subió hasta el cuarto, y le dije:

—Nos han ofrecido la seguridad de la torre hasta que sea de día.

—Estupendo —dijo Pyle. Su voz sonaba como si estuviera un poco sorprendido. Preguntó—: ¿No tendría que estar uno de estos tipos de guardia?

—Prefieren no correr el riesgo de que los maten de un tiro. Ojalá hubiese traído algo más fuerte que el jugo de lima.

—Seguro que la próxima vez lo traeré —dijo Pyle.

—Tenemos una larga noche por delante.

Ahora que Pyle estaba conmigo no oía los ruidos. Incluso los dos soldados parecía que se habían relajado un poco.

—¿Qué puede pasar si los viets los atacan?

—Dispararán un tiro y echarán a correr. Puede leerlo todas las mañanas en el Extrême Orient: «Un puesto al suroeste de Saigón fue temporalmente ocupado anoche por el Vietminh».

—¡Qué perspectiva!

—Hay cuarenta torres como ésta entre nosotros y Saigón. Las posibilidades son siempre que el herido sea el otro.

—Podríamos habernos comido esos sandwiches —dijo Pyle—. Insisto en que uno de ellos debería estar de guardia.

—Tienen miedo de que les pille una bala.

Ahora que nosotros dos nos habíamos acomodado también en el suelo, los vietnamitas se relajaron un poco. Sentía simpatía por ellos: no era ningún trabajo fácil para un par de hombres mal entrenados pasarse en vela noche tras noche en este lugar, sin saber nunca cuándo podrían arrastrarse los viets por la carretera a través de los arrozales. Le dije a Pyle:

—¿Cree usted que éstos saben que están luchando por la democracia? Deberíamos tener aquí a York Harding para que se lo explicara.

—Siempre se está riendo usted de York —dijo Pyle.

—Me río de cualquiera que pierda tanto tiempo escribiendo sobre lo que no existe… los conceptos mentales.

—Existen para él. ¿Acaso no tiene usted algunos conceptos mentales?, ¿Dios, por ejemplo?

—No tengo ningún motivo para creer en Dios. ¿Usted sí?

—Sí. Soy de la Iglesia Unitaria.

—¿En cuántos cientos de millones de dioses cree la gente? Vamos, es que incluso un católico cree en un Dios muy diferente cuando está asustado, o feliz, o con hambre.

—Quizá, si existe Dios, debe ser tan vasto que a cada cual parecerá diferente.

—Como el gran Buda en Bangkok —dije—. No se le puede ver completo de una vez. Pero de cualquier modo, él sí permanece siempre igual.

—Seguro que lo que usted intenta es sólo hacerse el duro —dijo Pyle—. Debe haber algo en lo que crea. Nadie puede seguir viviendo sin alguna creencia.

—Oh, yo no soy berkeleiano. Creo que mi espalda está apoyada contra esta pared. Y creo que ahí enfrente tenemos una ametralladora.

—No quería decir eso.

—Creo en lo que informo, que es más de lo que suele pasar con los corresponsales norteamericanos.

—¿Un cigarrillo?

—No fumo… excepto opio. Dele uno a los centinelas. Lo mejor es hacerse amigos suyos.

Pyle se levantó, les encendió los cigarrillos y volvió.

—Me gustaría que los cigarrillos tuvieran una significación simbólica como la sal —le dije.

—¿No se fía de ellos?

—A ningún oficial francés —le dije— le gustaría pasar la noche solo con dos soldados asustados en una de estas torres. Es que se sabe que incluso un pelotón ha entregado a sus oficiales. A veces los viets tienen más éxito con un megáfono que con un bazuca. Y no los culpo. Ellos tampoco creen en nada. Usted y los suyos están tratando de hacer una guerra con la ayuda de gente que no siente ningún interés.

—No quieren el comunismo.

—Lo que quieren es suficiente arroz —le dije—. No quieren que los tiroteen. Quieren que los días sean uno igual al otro. Lo que no quieren son nuestras pieles blancas por los alrededores diciéndoles lo que necesitan.

—Si Indochina cae…

—Conozco el disco. Cae Siam. Cae Malasia. Cae Indonesia. ¿Qué significa «cae»? Si creyera en el Dios de ustedes y en la otra vida, apostaría mi futura arpa contra su corona dorada a que dentro de quinientos años no existirán Nueva York ni Londres, pero la gente estará aquí cultivando arroz en estos campos, seguirá llevando sus productos al mercado en esos palos largos, con sus sombreros en punta. Los niñitos estarán sentados sobre los búfalos. Me gustan los búfalos, a ellos no les gusta nuestro olor, el olor de los europeos. Y recuerde… desde el punto de vista de un búfalo, usted es también europeo.

—Se les forzará a creer en lo que les digan, no se les permitirá que piensen por sí mismos.

—El pensamiento es un lujo. ¿Cree usted que el campesino se sienta a pensar en Dios y la democracia cuando se mete en su choza de barro por la noche?

—Habla usted como si todo el país fuera campesino. ¿Y qué hay de los que tienen educación? ¿Van a ser felices?

—Oh, no —dije—, los hemos educado en nuestras ideas. Les hemos enseñado juegos peligrosos, y por eso estamos aquí esperando, con la esperanza de que no nos corten las cabezas. Merecemos que nos las corten. Me gustaría que su amigo York estuviera aquí también. Me pregunto cómo se lo tomaría.

—York Harding es un hombre muy valiente. En Corea, por ejemplo…

—No era un soldado como los otros, ¿verdad? Tenía un billete de regreso. Con un billete de regreso la valentía se convierte en un ejercicio intelectual, como la flagelación de un monje. ¿Cuánto puedo aguantar? Estos pobres diablos no pueden coger un avión para volver a casa.

—¡Eh! —les grité a los centinelas—, ¿cómo os llamáis?

Pensé que trabar conocimiento los atraería de alguna manera al círculo de nuestra conversación. Pero no contestaron: simplemente nos devolvieron las miradas desde detrás de sus cigarrillos.

—Creen que somos franceses —dije.

—Justamente —dijo Pyle—. No debería usted estar contra York, debería estar contra los franceses. Su colonialismo.

—Los ismos y las cracias. Deme hechos. Un cultivador de caucho azota a sus trabajadores… de acuerdo, me opongo. Pero no ha sido instruido por el ministro de las Colonias para que lo haga. En Francia supongo que azotaría a su mujer. He visto a un cura, tan pobre que no tiene más pantalones que los que lleva puestos, trabajando quince horas dianas, de choza en choza en medio de una epidemia de cólera, sin comer nada más que arroz y pescado salado, diciendo la misa con una taza vieja… y un plato de madera. Yo no creo en Dios y sin embargo estoy junto a ese cura. ¿Por qué no llama usted a eso colonialismo?

Es colonialismo. Dice York que con frecuencia son los buenos administradores los que hacen muy difícil que pueda cambiarse un sistema malo.

—En cualquier caso, todos los días mueren franceses… eso no es un concepto mental. Y no están empujando a esta gente con medias mentiras, como hacen los políticos de ustedes… y los nuestros. He estado en la India, Pyle, y sé el daño que producen los liberales. Ya no tenemos partido liberal… el liberalismo ha infectado a los demás partidos. Todos somos o conservadores liberales o socialistas liberales: todos tenemos una buena conciencia. Preferiría ser un explotador que lucha por aquello que está explotando, y muere en ello. Fíjese en la historia de Birmania. Nosotros llegamos e invadimos el país, las tribus locales nos apoyan: salimos victoriosos; pero, como ustedes, los norteamericanos, nosotros no éramos colonialistas en aquellos tiempos. Ah, no, firmamos la paz con el rey devolviéndole su provincia y dejamos que nuestros aliados fueran crucificados y partidos en dos. Eran inocentes. Pensaban que nos íbamos a quedar. Pero éramos liberales y no queríamos tener mala conciencia.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—Haremos lo mismo aquí. Animarlos y dejarlos con poco equipamiento y una industria de juguetes.

—¿Industria de juguetes?

—Su material plástico.

—Ah, sí, ya entiendo.

—No sé para qué estoy hablando de política. No me interesa y, además, soy un reportero. No estoy engagé[36].

—¿De verdad? —preguntó Pyle.

—Por el placer de una discusión… para pasar esta maldita noche, eso es todo. Yo no tomo partido. Seguiré informando, cualquiera que sea el ganador.

—Si ellos ganan, tendrá que informar usted de mentiras.

—Generalmente hay algún modo de evitarlo, y no he notado tampoco mucho interés por la verdad en nuestros periódicos.

Creo que el hecho de que estuviéramos allí sentados y charlando animó a los dos soldados: quizá pensaban que el sonido de nuestras voces blancas —porque las voces también tienen color, las voces amarillas cantan y las voces negras hacen gárgaras, mientras que las nuestras simplemente hablan— daría una impresión de cantidad y mantendría a los viets apartados. Recogieron sus cacerolas y empezaron a comer otra vez, raspándolas con sus palillos, con los ojos clavados en Pyle y en mí, mirándonos por encima del borde de la cacerola.

—Así que piensa que estamos perdidos.

—No es eso justamente —le dije—. No tengo ningún deseo especial de que ganen. Me gustaría que esos dos pobres diablos que tenemos aquí enfrente fueran felices… eso es todo. Me gustaría que no tuvieran que sentarse en la oscuridad de la noche asustados.

—Hay que luchar por la libertad.

—No he visto a ningún norteamericano luchando por estos alrededores. Y en cuanto a la libertad, no sé lo que significa. Pregúnteles a ellos.

Me dirigí a ellos en francés:

—La liberté… qu’est ce que c’est la liberté?[37].

Chupaban el arroz y nos miraban fijamente sin decir nada.

—¿Pretende usted que todo el mundo esté hecho del mismo molde? —dijo Pyle—. Está discutiendo por el simple placer de discutir. Es usted un intelectual. Defiende la importancia del individuo tanto como lo hago yo… o York.

—¿Por qué acabamos de descubrirla? —dije—. Hace cuarenta años nadie hablaba así.

—No había entonces amenaza.

—La nuestra no estaba amenazada, ah no, pero ¿a quién le importaba la individualidad del hombre del arrozal, y a quién le importa ahora? El único hombre que lo trata como un hombre es el comisario político, el que se sienta en su choza y le pregunta cómo se llama, y escucha sus quejas; el que dedica una hora al día a enseñarle… no importa qué, ése es el que lo trata como un hombre, como alguien valioso. No siga usted repitiendo en Oriente esa cháchara de loro sobre la amenaza del alma individual. Aquí se va a encontrar en el lado equivocado… son ellos los que defienden lo individual y nosotros sencillamente representamos al soldado 23987, una unidad dentro de la estrategia global.

—Usted no se cree ni la mitad de lo que dice —dijo Pyle como si estuviera incómodo.

—Probablemente tres cuartas partes. Llevo aquí mucho tiempo. Ya ve, es una suerte que no esté engagé, hay cosas que podría sentirme tentado a hacer… porque aquí en Oriente… bueno, no me gusta Ike. Me gustan… bueno, esos dos. Éste es su país. ¿Qué hora es? Se me ha parado el reloj.

—Ya son las ocho treinta.

—Diez horas más y podemos irnos.

—Va a hacer bastante frío —dijo Pyle temblando—. Nunca me había supuesto algo así.

—Hay agua por todos lados. Tengo una manta en el coche. Eso será suficiente.

—¿Hay peligro?

—Es temprano para los viets.

—Déjeme ir a mí.

—Yo estoy más acostumbrado a la oscuridad.

Cuando me puse en pie los soldados dejaron de comer.

Je reviens tout de suite[38] —les dije.

Dejé colgar las piernas sobre la trampilla, encontré la escalera y bajé. Es extraño lo tranquilizadora que es la conversación, especialmente cuando se trata de asuntos abstractos: parece normalizar el entorno más extraño. Ya no estaba asustado: era como si hubiera dejado una habitación y fuera a volver a ella para continuar la discusión… la torre de vigilancia era la rue Catinat, el bar del Majestic, o incluso una habitación de Gordon Square.

Me quedé de pie junto a la torre durante un minuto para recuperar la visión. El cielo estaba estrellado, pero no había luna. La luz de la luna me recuerda un depósito de cadáveres y el resplandor frío de una lámpara desnuda sobre una losa de mármol, pero la luz de las estrellas es viva y nunca está quieta, es como si hubiera alguien en esos vastos espacios que estuviera tratando de comunicar un mensaje de buena voluntad, pues incluso los nombres de las estrellas son de amigos. Venus es una mujer a la que amamos, las Osas son los ositos de la infancia, y supongo que la Cruz del Sur, para aquellos que, como mi mujer, tienen creencias religiosas, puede ser un himno o una oración preferida rezada junto a la cama. Por un momento temblé como había hecho Pyle. Pero la noche estaba bastante cálida, sólo que los pequeños canales de agua poco profunda que había a cada lado le daban un tono gélido al calor. Salí hacia el coche y por un momento, cuando ya me encontraba en la carretera, pensé que no estaba allí. Eso hizo que vacilara mi confianza, incluso después de que recordé que se había parado a unos treinta metros. No pude evitar caminar con los hombros agachados: me sentía menos visible de esa forma.

Tuve que abrir con llave el maletero para sacar la manta y el clic y el chirrido me sobresaltaron en medio de todo el silencio. No me hacía mucha gracia que fuera el único ruido en lo que debía ser una noche llena de gente. Con la manta sobre los hombros bajé la puerta del maletero con más cuidado que antes, y entonces, justo cuando se cerró del todo, el cielo hacia el lado de Saigón se iluminó y llegó retumbando por la carretera el sonido de una explosión. Una Bren empezó a escupir fuego sin parar, aunque volvió a quedar muda antes de que cesara el estruendo. Pensé: «le han dado a alguien», y oí voces muy lejanas que gritaban de dolor, o miedo, o quizá incluso de triunfo. No sé por qué, pero había estado pensando todo este tiempo en un ataque que viniera desde detrás, por la carretera por la que habíamos pasado, y tuve por un momento la sensación de que era injusto que los viets estuvieran allí delante, entre nosotros y Saigón. Era como si inconscientemente nos hubiéramos estado acercando al peligro en lugar de habernos distanciado de él, justamente igual que ahora yo caminaba en su dirección, volviendo a la torre. Y caminaba porque así se hacía menos ruido que corriendo, aunque el cuerpo me pedía correr.

Al pie de la escalera llamé a Pyle.

—Soy yo… Fowler —(ni siquiera entonces me decidí a usar el nombre de pila para dirigirme a él).

La escena en el interior de la habitación había cambiado. Las cacerolas de arroz habían vuelto a estar en el suelo; uno de los hombres mantenía su rifle en la cadera y estaba sentado contra la pared mirando fijamente a Pyle, y Pyle estaba de rodillas un poco más allá en la pared de enfrente con los ojos puestos en la ametralladora que yacía entre él y el segundo centinela. Parecía que había empezado a arrastrarse hacia ella pero que algo le había detenido. El brazo del segundo centinela estaba extendido hacia la ametralladora: nadie había luchado, ni siquiera amenazado, era como ese juego infantil en el que uno no puede moverse cuando lo ven, o lo vuelven a mandar al principio otra vez.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Los dos centinelas me miraron y Pyle se lanzó sobre la ametralladora, llevándosela al sitio que ocupaba en la habitación.

—¿Es un juego? —pregunté.

—No me fío de que ése tenga el arma —dijo Pyle— en caso de que llegue el enemigo.

—¿Ha usado alguna vez una ametralladora?

—No.

—Muy bien. Yo tampoco. Me alegro de que esté cargada… no sabríamos cómo cargarla.

Los centinelas habían aceptado con tranquilidad la pérdida de la ametralladora. Uno bajó el rifle y se lo colocó sobre los muslos; el otro se dejó caer contra la pared y cerró los ojos como si fuera un niño y creyera que se hacía invisible en la oscuridad. Quizá estuviera contento de no tener ya responsabilidad. A lo lejos volvió a sonar la Bren… tres tiros y luego silencio. El segundo centinela apretó con fuerza los ojos.

—Ellos no saben que no sabemos usarla —dijo Pyle.

—Se supone que están de nuestro lado.

—Pensaba que usted no era de ningún lado.

Touché —dije—. Me gustaría que los viets lo supieran.

—¿Qué está ocurriendo ahí afuera?

Le cité de nuevo el Extrême Orient de la mañana siguiente: «Un puesto a cincuenta kilómetros de Saigón fue atacado y temporalmente ocupado anoche por tropas irregulares del Vietminh».

—¿Cree usted que sería más seguro irse a los arrozales?

—Haría una humedad terrible.

—No parece usted preocupado —dijo Pyle.

—Estoy bastante asustado… pero las cosas van mejor de lo que podrían ir. Generalmente no atacan más de tres puestos en una noche. Nuestras posibilidades han mejorado.

—¿Qué es eso?

Era el ruido de un vehículo pesado que venía por la carretera, circulando en dirección a Saigón. Me acerqué al hueco del rifle y miré hacia abajo, justamente cuando pasaba un tanque.

—La patrulla —dije.

El cañón de la tórrela se movía de un lado a otro continuamente. Quise llamarlos, pero ¿de qué serviría? No tenían sitio a bordo para dos civiles inútiles. El suelo de tierra tembló un poco cuando pasaban, y enseguida se habían ido. Miré mi reloj —las ocho cincuenta y uno—, y me mantuve a la espera, haciendo esfuerzos por vislumbrar el primer resplandor. Era como calcular la distancia del relámpago por el retraso antes del trueno. Pasaron casi cuatro minutos antes de que abrieran fuego. En una ocasión pensé que había detectado la respuesta de un bazuca, y luego se hizo el silencio otra vez.

—Cuando regresen —dijo Pyle— podríamos hacerles señas para que nos acercaran al campamento.

Una explosión estremeció el suelo.

—Si regresan —dije—. Eso sonó como si hubiera sido una mina.

Cuando volví a mirar mi reloj eran las nueve quince y el tanque no había regresado. No había habido más tiros.

Me senté al lado de Pyle y estiré las piernas.

—Será mejor que intentemos dormir —dije—. No hay otra cosa que podamos hacer.

—No me gustan estos centinelas —dijo Pyle.

—Están muy bien si no aparecen los viets. Póngase la ametralladora bajo las piernas para más seguridad.

Cerré los ojos e intenté imaginarme que estaba en otro lugar… sentado en uno de los compartimientos de cuarta clase que tenían los ferrocarriles alemanes antes de que Hitler llegara al poder, en los días en que uno era joven y podía pasarse toda la noche despierto sin melancolía, en que se soñaba despierto con la esperanza y no con el miedo. Ésta era la hora en que Phuong se disponía siempre a prepararme mis pipas nocturnas. Me pregunté si habría alguna carta esperándome… no tenía esperanzas, porque sabía lo que contendría una carta, y mientras no llegara ninguna podía soñar despierto con lo imposible.

—¿Está dormido? —me preguntó Pyle.

—No.

—¿No cree que deberíamos subir la escalera?

—Empiezo a comprender por qué ellos no lo hacen. Es la única salida.

—Ojalá volviera ese tanque.

—No volverá ya.

Trataba de no mirar el reloj excepto a intervalos largos, y los intervalos nunca eran lo largos que parecían. Las nueve cuarenta, las diez y cinco, las diez y doce, las diez y treinta y dos, las diez cuarenta y uno.

—¿Está despierto? —le dije a Pyle.

—Sí.

—¿En qué piensa?

Vaciló antes de responder:

—En Phuong.

—¿Sí?

—Me estaba preguntando qué estará haciendo.

—Yo puedo decírselo. Habrá decidido que yo voy a pasar la noche en Tanyin —no es la primera vez—. Estará acostada en la cama con un pebete encendido para alejar los mosquitos y estará mirando las fotos de un viejo Paris-Match. Como los franceses, siente pasión por la familia real.

—Debe ser maravilloso saberlo con tanta exactitud —dijo con melancolía.

Me imaginaba sus suaves ojos de perro en la oscuridad. Deberían haberle puesto Pido, no Alden.

—No lo sé realmente… pero es muy probable. No sirve de nada estar celoso cuando no se puede hacer nada. «No hay barreras para una barriga».

—A veces odio la forma que tiene de hablar, Thomas. ¿Sabe cómo la veo yo? Me parece fresca, como una flor.

—¡Pobre flor! —dije—. Tiene mucha hierba mala en torno.

—¿Dónde la conoció?

—Estaba bailando en el Grand Monde.

—Bailando —exclamó, como si la idea le produjera dolor.

—Es una profesión perfectamente respetable —le dije—. No se preocupe.

—Tiene usted una cantidad tan terrible de experiencia, Thomas.

—Lo que tengo es una cantidad terrible de años. Cuando usted llegue a mi edad…

—Nunca he tenido chica —dijo—, no propiamente. No lo que se podría llamar una experiencia de verdad.

—Gran parte de la energía parece que se les va a ustedes en silbar.

—Nunca se lo he dicho a nadie.

—Es usted joven. No tiene por qué avergonzarse.

—¿Ha conocido usted muchas mujeres, Fowler?

—No sé lo que significa muchas. No más de cuatro han significado algo importante para mí… o yo para ellas. Las otras cuarenta y tantas… quién sabe por qué lo hace uno. Cierta idea de higiene, de las propias obligaciones sociales, ambas equivocadas.

—¿Cree usted que son ideas equivocadas?

—Ojalá pudiera volver a tener esas noches. Todavía estoy enamorado, Pyle, y estoy en decadencia. Ah, y había orgullo, desde luego. Lleva mucho tiempo dejar de sentirse orgulloso porque a uno lo necesiten. Aunque Dios sabe por qué nos sentimos así, cuando basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar quiénes se ven también solicitados.

—¿No creerá usted que hay algo que no funciona en mí, verdad, Thomas?

—No, Pyle.

—No significa que yo no sienta necesidad, Thomas, como todo el mundo. No soy… raro.

—Ninguno de nosotros lo necesitamos tanto como decimos. Hay muchísimo de autohipnosis sobre eso. Ahora yo sé que no necesito a nadie… excepto a Phuong, Pero eso es algo que se aprende con el tiempo. Podría pasarme un año sin ninguna inquietud por la noche si ella no estuviera.

—Pero ella está ahí —dijo con una voz que casi no pude captar.

—Uno empieza siendo promiscuo y acaba como su abuelo, siendo fiel a una mujer.

—Supongo que parece muy ingenuo empezar así…

—No.

—No está en el Informe Kinsey.

—Por eso no es ingenuo.

—Sabe, Thomas, es estupendo que esté aquí, hablándole así. En cierta forma no parece que haya peligro ya.

—Así nos solía pasar con los ataques aéreos en Londres —dije— cuando venía la calma. Pero siempre volvían los aviones.

—Si alguien le preguntara cuál ha sido su experiencia sexual más profunda, ¿qué diría usted?

Ya me sabía la respuesta.

—Una mañana temprano, tumbado en la cama, cuando contemplaba a una mujer de bata roja que se cepillaba el pelo.

—Joe me dijo que había sido acostarse con una china y una negra al mismo tiempo.

—Así habría pensado yo también cuando tenía veinte años.

—Joe tiene cincuenta.

—Me pregunto qué edad mental le dieron en la guerra.

—¿Era Phuong la mujer de la bata roja?

Deseé que no hubiera hecho aquella pregunta.

—No —le dije—, esa mujer fue antes. Cuando dejé a mi esposa.

—¿Qué ocurrió?

—La dejé a ella también.

—¿Por qué?

Sí, ¿por qué?

—Somos tontos —le dije— cuando estamos enamorados. Tenía mucho miedo de perderla. Pensaba que la notaba cambiada, no sé si realmente había cambiado, pero no podía soportar la incertidumbre más tiempo. Me precipité hacia el final, tal como un cobarde se precipita hacia el enemigo y acaba ganando una medalla. Quería terminar con la muerte.

—¿Con la muerte?

—Era como la muerte. Entonces me vine al Oriente.

—¿Y encontró a Phuong?

—Sí.

—¿Pero no encuentra lo mismo con Phuong?

—No es lo mismo. La otra me quería, entiende. Yo tenía miedo de perder ese amor. Ahora sólo tengo miedo de perder a Phuong.

¿Por qué se lo había dicho?, me pregunté a mí mismo. Él no necesitaba que yo le brindara ningún tipo de estímulo.

—Pero ella le quiere, ¿verdad?

—Pero no así. No va con su naturaleza. Ya se dará cuenta de ello. Es un cliché llamarlas niñas, pero hay algo infantil. Le quieren a uno a cambio de amabilidad, de seguridad, de los regalos que le demos, y le odian por un golpe o una injusticia. No entienden cómo puede ser… que simplemente se entra en una habitación y se ama a un extraño. Para un hombre de edad, Pyle, es muy seguro… no se escaparán de casa mientras la casa sea feliz.

No había pretendido herirlo. Sólo me di cuenta de que lo había hecho cuando me dijo con sofocada rabia:

—Quizá prefiera mayor seguridad o más amabilidad.

—Quizá.

—¿No tiene miedo de que pueda pasar eso?

—No tanto como el que tenía con la otra.

—¿Pero usted la quiere?

—Oh, sí, Pyle, sí. Pero de aquella forma sólo he querido una vez.

—A pesar de las cuarenta y tantas mujeres —me espetó.

—Estoy seguro de que esa cifra está por debajo de la media Kinsey. Sabe, Pyle, las mujeres no quieren hombres que sean vírgenes. Y no estoy seguro de que nosotros las queramos vírgenes, a menos que pertenezcamos a un tipo patológico.

—Yo no quise decir que fuera virgen —dijo.

Todas mis conversaciones con Pyle parecían tomar direcciones grotescas. ¿Era por su sinceridad por lo que se salía de los cauces acostumbrados? Su conversación nunca mejoraba.

—Se pueden poseer cien mujeres y seguir siendo virgen, Pyle. La mayoría de los soldados norteamericanos que fueron colgados durante la guerra por violación eran vírgenes. No tenemos tantos en Europa, por fortuna. Hacen mucho daño.

—Sencillamente no le entiendo, Thomas.

—No merece la pena que se lo explique. Ya me aburre el asunto, en cualquier caso. Ya he llegado a la edad en la que el sexo no es tanto problema como la vejez y la muerte. Me despierto con estos últimos en la mente y no con el cuerpo de una mujer. Simplemente no quiero quedarme solo en mi última década, eso es todo. No sabría en qué pensar a lo largo de todo el día. Preferiría tener una mujer en la misma habitación… incluso aunque no la quisiera. Pero si Phuong me dejara, ¿tendría la energía para buscar otra?

—Si es eso todo lo que ella significa para usted…

—¿Todo, Pyle? Espere hasta que tenga miedo de vivir diez años solo, sin compañía, con un asilo al final. Entonces empezará a correr en cualquier dirección, incluso dejando a esa chica de la bata roja para encontrar a otra, a alguien que le vaya a durar hasta que muera.

—¿Entonces por qué no regresa con su mujer?

—No es fácil vivir con alguien a quien se ha herido.

Sonó un largo estampido de ametralladora… no sería a más de un kilómetro. Quizá un centinela nervioso había disparado a las sombras: quizá había comenzado otro ataque. Tenía la esperanza de que fuera un ataque… ello aumentaba nuestras posibilidades.

—¿Está asustado, Thomas?

—Por supuesto que lo estoy. Con todo mi instinto. Pero con la razón sé que es mejor morir así. Por ello vine al Oriente. La muerte se queda con uno.

Miré mi reloj. Eran las once. Nos quedaba una noche de ocho horas y luego podíamos descansar.

—Parece que hemos hablado de casi todo excepto de Dios. Mejor lo dejamos para la madrugada —le dije.

—Usted no cree en Dios, ¿verdad?

—No.

—Para mí las cosas no tendrían sentido sin Él.

—Para mí no tienen sentido con él.

—Leí una vez un libro…

Nunca supe qué libro había leído Pyle (presumiblemente no era de York Harding ni de Shakespeare, ni la antología de poesía contemporánea, ni de La fisiología del matrimonio… quizá fuese El triunfo de la vida). Nos llegó una voz directamente a la torre donde estábamos, parecía hablar desde las sombras a través de la trampilla… una voz hueca de megáfono que decía algo en vietnamita.

—Ya está —dije.

Los dos centinelas se aprestaron a escuchar, con las caras vueltas hacia el agujero para el rifle, y las bocas abiertas.

—¿Qué es? —preguntó Pyle.

Caminar hasta el ventanuco era como atravesar la voz. Miré rápidamente afuera: no había nada que ver… ni siquiera podía distinguir la carretera, y cuando volví a mirar al cuarto había un rifle apuntando, no sabía bien si a mí o al hueco. Pero cuando anduve siguiendo la curva de la pared el rifle se movió, vacuo, me siguió apuntando: la voz volvió a decir lo mismo otra vez. Me senté y bajaron el rifle.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Pyle.

—No lo sé. Supongo que han encontrado el coche y estarán diciéndoles a estos tipos que nos entreguen o será peor. Es mejor que coja esa ametralladora antes de que se decidan.

—Éste nos disparará.

—Aún no está seguro. Cuando lo esté disparará en cualquier caso.

Pyle movió las piernas y el rifle volvió a levantarse.

—Me moveré por la pared —le dije—. Cuando él mueva los ojos, apúntele.

Justamente cuando me levantaba se paró la voz: el silencio me hizo saltar.

—Deje caer el rifle —dijo Pyle secamente.

Me estaba preguntando si la ametralladora estaría cargada —no me había molestado en mirarla— cuando el soldado arrojó su rifle.

Crucé la habitación y lo cogí. Entonces empezó otra vez la voz… tenía la impresión de que no había cambiado ninguna sílaba. Quizá estuvieran usando un disco. Me preguntaba cuándo expiraría el ultimátum.

—¿Y qué va a ocurrir ahora? —me preguntó Pyle, como un colegial que contempla un experimento en el laboratorio: no parecía personalmente involucrado.

—Quizá un bazuca, quizá un viet.

Pyle examinó su ametralladora.

—No parece tener ningún misterio —dijo—. ¿Disparo un tiro?

—No, déjeles que duden. Preferirán tomar el puesto sin disparar, y eso nos da tiempo. Lo mejor es que nos larguemos rápidamente.

—Puede que estén esperando abajo.

—Sí.

Los dos hombres nos observaban… digo hombres, aunque dudo que sumaran cuarenta años entre los dos.

—¿Y éstos? —preguntó Pyle, añadiendo con una franqueza sorprendente—: ¿les disparo?

Quizá quería probar la ametralladora.

—No han hecho nada.

—Nos iban a entregar.

—¿Y por qué no? —le dije—. No se nos ha perdido nada aquí. Es su país.

Descargué el rifle y lo puse en el suelo.

—No irá a dejarlo, ¿verdad? —dijo.

—Soy demasiado viejo para correr con un rifle. Y ésta no es mi guerra. Vamos.

No era mi guerra, pero deseaba que aquellos otros que había en la oscuridad también lo supieran. Apagué de un soplo la lámpara de aceite y descolgué las piernas por la trampilla, buscando a tientas la escalera. Podía oír a los centinelas hablando en murmullos uno con el otro como los cantantes de moda, en aquella lengua que sonaba como una canción.

—Siga recto, hacia adelante —le dije a Pyle—, hacia el arrozal. Recuerde que hay agua… no sé con qué profundidad. ¿Preparado?

—Sí.

—Gracias por la compañía.

—Siempre es un placer —dijo Pyle.

Oí a los centinelas que se movían detrás de nosotros: me pregunté si tendrían cuchillos. La voz del megáfono sonó apremiante, como si estuviera ofreciendo una última posibilidad. Algo se movió suavemente en la oscuridad debajo de nosotros, pero podía haber sido una rata. Titubeé.

—Ojalá pudiera echar un trago —dije entre murmullos.

—Vamos.

Algo subía por la escalera: no oía nada, pero la escalera temblaba bajo mis pies.

—¿Qué le detiene? —dijo Pyle.

No sé por qué pensé en ello como en algo que se acercaba silenciosa y subrepticiamente. Sólo un hombre podía subir por la escalera, y sin embargo no podía concebirlo como un hombre igual a mí mismo —era como si un animal se estuviera acercando para matar, muy sigilosamente, e implacable como un ser de otra creación—. La escalera temblaba y temblaba y me imaginé que veía unos ojos relampagueantes que miraban hacia arriba. De pronto no lo pude soportar más y salté, y no encontré nada allí abajo salvo el suelo esponjoso, contra el que me torcí el tobillo como pudiera haberme torcido una mano. Oí cómo bajaba Pyle por la escalera; me di cuenta de que había sido un estúpido aterrorizado que no había reconocido sus propios temblores, yo, que había creído que era duro y que carecía de imaginación, todo eso que debe ser un observador imparcial y un reportero. Me puse en pie y casi volví a caerme por el dolor. Me dirigí hacia el arrozal arrastrando un pie, y oí cómo Pyle me seguía. Entonces el proyectil de bazuca hizo explosión en la torre y me vi con la cara en el suelo otra vez.

4

—¿Está usted herido? —me preguntó Pyle.

—Algo me dio en la pierna. Nada grave.

—Sigamos —dijo Pyle apremiándome.

Lo podía ver porque parecía cubierto por una fina capa de polvo blanco. Enseguida desapareció como ocurre con una película en la pantalla cuando se funden las lámparas del proyector: sólo seguía la banda sonora. Me levanté a duras penas con la rodilla buena e intenté ponerme de pie sin que el tobillo izquierdo, que era el malo, cargara con el peso, y de nuevo me caí, sin poder respirar por el dolor. No era el tobillo: algo le había ocurrido a la pierna izquierda. No me preocupaba —el dolor quita la preocupación—. Me quedé muy quieto en el suelo con la esperanza de que el dolor no me volviera a encontrar. Incluso contuve la respiración, como se hace con el dolor de muelas. No pensaba en los viets, que muy pronto estarían inspeccionando las ruinas de la torre: lanzaron otro proyectil —querían asegurarse bien antes de acercarse—. «¡Cuánto dinero cuesta —pensé, cuando el dolor cedía— matar a unos pocos seres humanos!… se puede matar a los caballos de forma mucho más barata». No debía de estar totalmente consciente porque empecé a pensar que había llegado al matadero, que era mi terror infantil en la pequeña ciudad en la que nací. Pensábamos entonces que oíamos a los caballos relinchar de miedo y la explosión del tiro de gracia sin dolor.

Hacía un rato que no había vuelto el dolor, ahora que estaba tendido quieto, conteniendo la respiración… eso me parecía tan importante como cualquier otra cosa. Me preguntaba con lucidez si debería quizá arrastrarme hacía los arrozales. Los viets posiblemente no tendrían tiempo de registrar mucho. A estas alturas habría salido otra patrulla en un intento por encontrar a los soldados del primer tanque. Pero tenía más miedo del dolor que de los guerrilleros, y me quedé quieto. No había ni rastro de Pyle por ninguna parte: debía de haber llegado a los arrozales. Oí entonces a alguien que lloraba. Venía de la torre, o de lo que había sido la torre. No parecía que fuera un hombre llorando: era como un niño que estuviera asustado por la oscuridad y que tuviera miedo de gritar. Supuse que sería uno de los dos muchachos… quizá su compañero había muerto. Deseé que los viets no lo degollaran. No se debería hacer una guerra con niños; y me vino a la mente entonces aquel cuerpecito enroscado en una zanja. Cerré los ojos… eso me ayudaba a apartar el dolor, también, y esperé. Una voz gritó algo que no entendí. Casi sentía que podía dormir en esta oscuridad, en esta soledad, sin el dolor.

Entonces oí los susurros de Pyle:

—Thomas, Thomas.

Había aprendido con rapidez la técnica de moverse sin ruido; no lo había oído regresar.

—Váyase —le respondí con susurros.

Entonces me encontró y se echó a mi lado.

—¿Por qué no me siguió?, ¿está herido?

—La pierna. Creo que está rota.

—¿Una bala?

—No, no. Un tronco. Piedra. Algo de la torre. No está sangrando.

—Tiene que hacer un esfuerzo.

—Váyase, Pyle. No quiero, me duele mucho.

—¿Qué pierna es?

—La izquierda.

Se arrastró a mi alrededor y me levantó el brazo por encima de su hombro. Quería sollozar como el muchacho de la torre pero sentía rabia, y es difícil expresar la rabia en un susurro.

—Maldita sea, Pyle, déjeme en paz. Quiero quedarme.

—No puede.

Estaba tirando de la mitad de mi cuerpo apoyándose en el hombro y el dolor era intolerable.

—No quiera ser un maldito héroe. No quiero ir.

—Tiene usted que ayudar —me dijo—, o nos cogen a los dos.

—Usted…

—Cállese o lo van a oír.

Yo estaba llorando de humillación… no se podría usar una palabra más fuerte. Me alcé apoyándome en él y dejando la pierna izquierda colgada… parecíamos dos torpes contendientes en una carrera a tres patas y no habríamos tenido ninguna posibilidad de escapar si, en el momento en que salíamos, no hubiera empezado a disparar una Bren con rápidos y breves tiros, carretera abajo en dirección a la torre siguiente. Quizá hubiera una patrulla que estaba empujando o quizá estuvieran completando su ronda de tres torres destruidas. Así se cubrió el ruido de nuestra lenta y desmañada escapada.

No estoy seguro si estuve consciente todo ese tiempo: creo que durante los últimos veinte metros Pyle debió de cargar con casi todo mi peso.

—Con cuidado ahora —dijo—, vamos a entrar.

El arroz seco crujía a nuestro alrededor y el barro eructaba y subía. El agua nos llegaba a la cintura cuando Pyle se paró. Estaba jadeando y tenía algo en la respiración que le hacía emitir un ruido como de un sapo enorme.

—Lo siento —le dije.

—No lo podía dejar —dijo Pyle.

La primera sensación fue de alivio; el agua y el barro me mantenían la pierna suave y firmemente como una venda, pero pronto el frío nos hizo castañetear los dientes. Me preguntaba si sería ya más de medianoche; podrían quedarnos unas seis horas así si los viets no nos encontraban.

—¿Puede usted dejar de apoyarse sólo un momento? —me dijo Pyle.

Y me volvió la irritación irrazonable… no tenía ninguna excusa salvo el dolor. No había pedido que me salvara, o que me pospusiera tan dolorosamente la muerte. Pensaba con nostalgia en mi lecho en el suelo seco y duro. Me mantuve como un flamenco sobre una sola pierna intentando aliviar a Pyle de mi peso, y cuando me movía, los tallos de arroz me hacían cosquillas, me cortaban y crujían.

—Me ha salvado la vida —dije, y ya Pyle carraspeaba preparando la respuesta convencional—, para que ahora pueda morir aquí. Prefiero la tierra seca.

—Es mejor que no hable —me dijo Pyle como si yo fuera un enfermo.

—¿Quién diablos le pidió que me salvara la vida? Vine al Oriente para que me mataran. Es típico de su maldita impertinencia.

Me tambaleé en el barro y Pyle me sujetó colocándome el brazo alrededor de su hombro.

—Descanse —me dijo.

—Usted ha visto películas de guerra. No somos un par de infantes de marina, y no le van a dar una medalla al valor.

—Sh… Sh…

Se oían pasos, que se acercaban al borde del arrozal. La Bren de la carretera dejó de disparar y no había más ruido que el de los pasos y el ligero crujido del arroz cuando respirábamos. Entonces se pararon los pasos: parecía que estaban sólo una habitación más allá. Sentí la mano de Pyle que me apretaba el lado bueno para que me agachara lentamente; nos hundimos juntos en el barro muy despacio con el fin de causar el menor trastorno posible al arroz. Manteniéndome con una rodilla, y echando la cabeza hacia atrás con dificultad, conseguí mantener la boca fuera del agua. Me volvía el dolor a la pierna y pensaba: «si me desmayo aquí me ahogo» —siempre había odiado y temido la idea de ahogarme—. ¿Por qué no puede uno elegir la propia muerte? Ahora no había ruidos: quizá a seis metros de distancia estaban esperando un crujido, una tos, un estornudo… «Oh, Dios —pensé—, voy a estornudar». Si tan siquiera me hubiera dejado solo, sería responsable sólo de mi propia vida —no de la de él— y él quería vivir. Apreté los dedos que tenía libres contra el labio superior, como ese truco que aprendemos de pequeños cuando jugamos al escondite, pero el estornudo se prolongaba, estaba a punto de estallar, y en el silencio de la oscuridad los otros lo estaban esperando. Lo sentía llegar, lo sentía, y llegó…

Pero en el mismo segundo en que estalló el estornudo, los viets abrieron fuego con las ametralladoras, dibujando una línea de fuego a lo largo del arroz… se tragó mi estornudo con su repiqueteo seco como el de un taladro que hace agujeros en una superficie metálica. Respiré profundamente y me metí debajo del agua… de forma tan instintiva elude uno lo que quiere, coqueteando con la muerte, como la mujer que pide que su amante la viole. Sentimos cómo el arroz era barrido encima de nuestras cabezas, y pasó la tormenta. Salimos a respirar en el preciso momento en que oímos cómo los pasos volvían hacia la torre.

—Lo hemos conseguido —dijo Pyle, y aun con mi dolor me pregunté qué habíamos conseguido: en mi caso, la vejez, el sillón de editorialista, la soledad; y en su caso, ahora sé que hablaba prematuramente.

Luego nos decidimos a esperar en el frío. A lo largo de la carretera a Tanyin ardía como con vida una hoguera: ardía feliz como una celebración.

—Ése es mi coche —dije.

—Qué terrible, Thomas. No soporto ver cómo se destruyen las cosas —dijo Pyle.

—Debe haber quedado suficiente gasolina en el tanque para que arda así. ¿Tiene usted tanto frío como yo, Pyle?

—Estoy helado.

—¿Qué le parece si salimos y nos echamos en la carretera?

—Deles otra media hora.

—Usted es el que está soportando el peso.

—Puedo aguantar, soy joven.

Lo había dicho con humor, pero sonó igual de frío que el barro. Yo había tratado de disculparme por lo que el dolor me había obligado a decir, pero éste volvió otra vez.

—Es usted joven, desde luego. Puede permitirse el lujo de esperar, claro.

—No le entiendo, Thomas.

Habíamos pasado juntos lo que parecía una semana completa con sus noches, pero no conseguía entenderme mejor que lo que entendía francés.

—Lo mejor habría sido que me hubiera dejado —le dije.

—No hubiera podido mirar más a Phuong —dijo, y el nombre sonó como la oferta de un banquero; y yo la recogí.

—Así que fue por ella —dije.

Lo que hacía mis celos más absurdos y humillantes era que tenía que expresarlos con los susurros más bajos… carecían de tono, y a los celos les va el histrionismo.

—Piensa que con estos actos heroicos se la ganará. Qué equivocado está. Si yo estuviera muerto la podría tener.

—No quería decir eso —dijo Pyle—. Cuando se está enamorado se quiere jugar limpio, eso es todo.

Es verdad, pensé, pero no como inocentemente lo decía él. Estar enamorado es verse uno como la otra persona lo ve, es estar enamorado de la imagen falsa y exaltada de uno mismo. En el amor somos incapaces de honor… un acto de valentía no es más que la representación de un papel ante un auditorio de dos personas. Quizá yo ya no estuviera enamorado, pero lo recordaba.

—Yo, en su lugar, le habría dejado —le dije.

—Oh, no, no lo habría hecho, Thomas —y añadió con insoportable complacencia—: le conozco mejor de lo que usted mismo se conoce.

Con rabia intenté alejarme de él y aguantar mi propio peso, pero me volvió el dolor rugiendo como un tren en un túnel, y me apoyé con más fuerza contra él, antes de que empezara a hundirme en el agua. Me agarró por los brazos y me levantó, y luego centímetro a centímetro empezó a llevarme hasta la orilla y la carretera. Cuando llegó allí me dejó tendido en el barro poco profundo de la orilla al borde del arrozal, y cuando cedió el dolor y abrí los ojos y dejé de contener la respiración, sólo pude ver la elaborada disposición de las constelaciones… una disposición extraña que no podía reconocer: no eran las estrellas de Inglaterra. La cara de Pyle se echó sobre mí, quitándome la visión de las estrellas.

—Voy a bajar por la carretera, Thomas, para buscar una patrulla.

—No sea loco —le dije—. Lo matarán antes de que sepan quién es. Y eso si no lo cogen los viets.

—Es la única posibilidad. No puede quedarse en el agua durante seis horas.

—Entonces déjeme en la carretera.

—¿No servirá de nada que le deje la ametralladora? —me preguntó titubeante.

—Claro que no. Si está decidido a ser un héroe, al menos vaya despacio por el arroz.

—La patrulla pasaría de largo antes de que pudiera hacerle ninguna señal.

—Pero usted no habla francés.

—Les gritaré: Je suis Frongçais[39]. No se preocupe, Thomas. Tendré mucho cuidado.

Antes de que pudiera replicarle ya estaba fuera del alcance de los susurros… se movía de aquella forma silenciosa que él sabía, con frecuentes paradas. Lo podía ver por la luz del coche en llamas, pero no hubo ningún tiro; pronto se alejó de las llamas y muy pronto el silencio sustituyó sus pasos. Ah, sí, iba a tener mucho cuidado, como lo había tenido cuando bajó en una embarcación por el río hasta Phat Diem, con esa precaución típica del héroe de una historia de aventuras infantil, que se siente orgulloso de su cautela como si fuera una insignia de los boy-scouts, y completamente ignorante de lo absurdo e improbable de su aventura.

Me quedé allí tumbado escuchando los disparos de los viets o de una patrulla de legionarios, pero no se presentó nadie… probablemente le llevaría una hora o más llegar a una torre, si es que llegaba. Volví la cabeza lo suficiente para poder ver lo que quedaba de la torre, un amasijo de barro y bambú y puntales que parecían hundirse a medida que se hundían las llamas del coche. Sentía paz cuando se iba el dolor… como un día del Armisticio para los nervios; quería cantar. Pensé en lo extraño que resultaba que los de mi profesión no sacáramos más de dos líneas con una noticia de toda una noche como ésta… era una noche cualquiera en un parque o un jardín, y yo era lo único extraño. Entonces oí cómo empezaba de nuevo un débil sollozo que venía de lo que quedaba de la torre. Uno de los centinelas debía estar todavía vivo.

Pensé: «pobre diablo, si no se nos hubiera parado el coche junto a su puesto, podría haberse rendido como casi todos se rinden, o huido, al oír la primera llamada del megáfono. Pero estábamos nosotros ahí… dos hombres blancos, y teníamos la ametralladora y no se atrevían a moverse. Cuando nos fuimos ya era muy tarde». Me sentía responsable de aquella voz que sollozaba en la oscuridad: me había enorgullecido de mantener cierta distancia, de no pertenecer a esta guerra, pero aquellas heridas las había infligido yo como si hubiera usado la ametralladora, tal como había querido hacer Pyle.

Hice un esfuerzo para subir desde la orilla a la carretera. Quería acudir junto a él. Era lo único que podía hacer, compartir su dolor. Pero mi propio dolor personal me echó para atrás. No lo podía oír más. Me quedé quieto y no oí más que mi propio dolor que latía como un corazón monstruoso y contuve la respiración, rezándole a aquel Dios en el que no creía: «déjame morir o desmayarme. Déjame morir o desmayarme»; y luego supongo que me desmayé y no fui consciente de nada hasta que soñé que tenía los párpados congelados y que alguien estaba introduciendo un cincel para abrirlos, y que quería avisarles para que no dañaran el globo ocular, pero no podía hablar y el cincel me atravesó y sentí una antorcha que me brillaba en la cara.

—Lo hemos conseguido, Thomas —dijo Pyle.

Recuerdo eso, pero no recuerdo lo que Pyle les describió a los otros después: que yo señalaba con la mano en la dirección equivocada y les decía que había un hombre en la torre y que tenían que encargarse de él. En cualquier caso yo no había fabricado la suposición sentimental que Pyle había añadido. Me conozco y sé cuán profundo es mi egoísmo. No puedo sentirme a gusto (y mi principal deseo es sentirme a gusto) si otra persona sufre de dolor, tanto si lo veo como si lo oigo o lo toco. A veces los inocentes toman esto por generosidad, cuando todo lo que hago es sacrificar un bien pequeño —en este caso el retraso en que me atendieran la herida— por un bien mucho mayor, la paz de espíritu cuando necesito pensar sólo en mí mismo.

Regresaron para decirme que el chico había muerto, y fui feliz —no tuve ni siquiera que soportar mucho tiempo el dolor después de que me pusieron una inyección de morfina en la pierna.