Capítulo primero

Pyle se había invitado él solo para, según él, tomar una copa, pero yo sabía muy bien que en realidad no bebía. Después de varias semanas la fantástica reunión en Phat Diem parecía casi increíble: incluso los detalles de la conversación estaban menos claros. Eran como las letras que faltan en una tumba romana, y yo el arqueólogo que llenaba los huecos según mi parcial visión del asunto. Llegué incluso a pensar que me había estado tomando el pelo, y que la conversación había sido un elaborado y humorístico disfraz que ocultaba sus verdaderos propósitos, pues ya se rumoreaba por Saigón que trabajaba para uno de esos servicios que se llaman tan inadecuadamente secretos. Quizá estaba encargado de suministrar armamento norteamericano a una Tercera Fuerza —la banda de música del obispo, todo lo que quedaba de sus jóvenes y asustadas levas sin pagar—. Me guardaba en el bolsillo el telegrama que me esperara en Hanói. No tenía ningún sentido decírselo a Phuong, porque eso hubiera envenenado los pocos meses que nos quedaban con lágrimas y discusiones. No pensaba pedir ni siquiera el permiso de salida hasta el último momento, por si acaso tuviera algún familiar en la oficina de inmigración.

—Pyle viene a las seis —le dije.

—Iré a ver a mi hermana —dijo.

—Supongo que a él le gustaría verte.

—No le gusto yo ni mi familia. Cuando estuviste fuera no vino ni una vez a ver a mi hermana, aunque ella lo había invitado. Estuvo muy dolida.

—No tienes por qué salir.

—Si quisiera verme a mí, nos habría invitado al Majestic. Quiere hablar contigo en privado, de negocios.

—¿Cuál es su negocio?

—La gente dice que importa muchas cosas.

—¿Qué cosas?

—Drogas, medicinas…

—Eso es para los equipos contra el tracoma que trabajan en el norte.

—Quizá. La aduana no puede abrir los paquetes. Vienen como valija diplomática. Pero una vez hubo un error… y echaron al empleado. El primer secretario amenazó con suspender todas las importaciones.

—¿Y qué había en el paquete?

—Material plástico.

—¿Quieres decir bombas?

—No. Sólo material plástico.

Cuando salió Phuong, escribí a Inglaterra. Uno de los hombres de la Reuter salía para Hong Kong dentro de unos días y podría echar mi carta al correo. Sabía que mi petición carecía de posibilidades, pero no quería reprocharme luego que no había hecho todo lo posible. Escribí al editor gerente diciéndole que éste era un momento inadecuado para cambiar a su corresponsal. El general de Latiré se moría en París; los franceses estaban a punto de retirarse del todo de Hoa Binh: el norte nunca se había visto en mayor peligro. Yo no era la persona adecuada, le dije, para el puesto de editorialista de extranjero —yo era un reportero, no tenía verdaderas opiniones sobre nada—. En la última página incluso apelaba a razones personales, aunque era improbable que pudiera subsistir cierta simpatía humana bajo la luz de los fluorescentes, entre las viseras verdes sobre los ojos y las expresiones estereotipadas… «el bien del periódico», «la situación exige…».

Escribí en el papel:

«Por razones personales no estoy muy contento de tener que abandonar Vietnam. No creo que pueda trabajar mejor en Inglaterra, donde tendré no sólo problemas económicos sino también familiares. Desde luego, si pudiera permitírmelo, renunciaría antes que volver al Reino Unido. Sólo digo esto para mostrar hasta qué punto mis objeciones son importantes. No creo que haya sido un mal corresponsal, y éste es el primer favor que les he pedido hasta ahora».

Repasé entonces mi artículo sobre la batalla de Phat Diem, con el fin de que pudiera echarse al correo también desde Hong Kong. Los franceses no pondrían ahora objeciones serias… se había levantado el sitio: una derrota podía presentarse como una victoria. A continuación rompí la última página de mi carta al editor. No tenía sentido… las «razones personales» acabarían siendo simplemente materia de bromas maliciosas. Todos los corresponsales, se suponía, tenían su chica local. El editor bromearía con el editor nocturno, y éste se llevaría su envidia hasta su casita suburbana en Streatham, y se iría a la cama pensando en ello, junto a su fiel esposa, con la que había cargado durante años desde Glasgow. Podía imaginarme muy bien ese tipo de casa de misericordia… un triciclo roto en el salón, y alguien que le había roto su pipa favorita; y estaba también la camisa de un niño en el cuarto de estar esperando que alguien le cosiera un botón. «Razones personales»: cuando estuviera bebiendo en el Club de Prensa no me gustaría que me recordaran por las bromas que habrían hecho sobre Phuong.

Llamaron a la puerta. Abrí y era Pyle con su perro negro, que entró delante de él. Pyle miró por encima de mi hombro y vio la habitación vacía.

—Estoy solo —le dije—, Phuong está con su hermana.

Se ruborizó. Me di cuenta de que llevaba una camisa hawaiana, aunque el color y el diseño eran comparativamente discretos. Me sorprendió: ¿lo habían acusado de actividades antinorteamericanas? Me dijo:

—Espero no haberle interrumpido…

—Oh, por supuesto que no. ¿Una copa?

—Gracias. ¿Tiene cerveza?

—Lo siento. No tenemos nevera… tenemos que pedir el hielo fuera. ¿Le apetece un whisky?

—Sólo un poco, si no le importa. No soy muy aficionado a las bebidas fuertes.

—¿Sin agua?

—Mucha soda… si tiene suficiente.

—No le he visto desde Phat Diem —le dije.

—¿Recibió mi nota, Thomas?

Cuando usaba mi nombre de pila, era como una declaración de que no estaba de broma, de que no había levantado ninguna cortina de humo, de que estaba aquí para llevarse a Phuong. Me di cuenta de que se había vuelto a cortar el pelo al rape recientemente; ¿acaso la camisa hawaiana cumplía la función de un plumaje masculino?

—Recibí su nota —le dije—. Supongo que debería romperle la cara.

—Desde luego —dijo—, tiene usted razón, Thomas. Pero hice boxeo en la universidad… y soy bastante más joven.

—No, no sería acertado por mi parte, ¿verdad?

—Mire, Thomas (estoy seguro de que usted siente lo mismo), no me gusta tratar de Phuong a sus espaldas. Pensé que ella estaría aquí.

—Bueno, ¿de qué vamos a tratar… de material plástico? —no tenía la intención de sorprenderlo.

—¿Cómo sabe usted eso? —dijo.

—Phuong me lo contó.

—¿Y cómo pudo ella…?

—Puede estar seguro de que lo sabe toda la ciudad. ¿Qué es eso tan importante?, ¿se va a dedicar al negocio de juguetes?

—No nos gusta que circulen por allí los detalles de nuestra ayuda. Ya sabe cómo es el Congreso —y de vez en cuando hay senadores de visita—. Tuvimos muchos problemas con nuestros equipos contra el tracoma porque estaban usando una droga en lugar de otra.

—Sigo sin entender lo del material plástico.

Su perro negro estaba sentado en el piso ocupando demasiado sitio, jadeando; su lengua parecía un pastel quemado. Pyle dijo vagamente:

—Oh, ya sabe, queremos impulsar algunas industrias locales, y tenemos que andar con tiento con los franceses. Quieren que todo se compre en Francia.

—No les culpo por ello. Una guerra necesita dinero.

—¿Le gustan los perros?

—No.

—Creía que los británicos eran grandes amantes de los perros.

—Nosotros pensamos que los norteamericanos aman los dólares, pero debe haber excepciones.

—No sé cómo podría arreglármelas sin Duke. Sabe, a veces me siento tan terriblemente solo…

—Tiene usted muchos compañeros en su trabajo.

—El primer perro que tuve se llamaba Príncipe. Lo llamé así por el príncipe Negro. Ya sabe, aquel que…

—Masacró a todas las mujeres y niños de Limoges.

—No recuerdo eso.

—Los libros de historia lo pasan por alto.

Habría de ver muchas veces aquella mirada de dolor y desengaño en sus ojos y el gesto de la boca cuando la realidad no coincidía con las ideas románticas que él acariciaba, o cuando alguien a quien amaba actuaba por debajo del estándar imposible que él le había adjudicado. En cierta ocasión, recuerdo, cogí a York Harding en un craso error sobre un hecho, y tuve que consolarlo:

—Equivocarse es de humanos.

Se había echado a reír de manera nerviosa y había dicho:

—Debe usted pensar que soy tonto, pero… bueno, casi llegué a creer que era infalible —y añadió—: A mi padre le encantó la única vez que se vio con él, y mi padre es bastante difícil de contentar.

El enorme perro negro que se llamaba Duke, después de haber jadeado lo suficiente como para establecer cierto derecho sobre el aire, empezó a husmear por toda la habitación.

—¿Podría hacer que el perro se estuviera quieto? —le dije.

—Oh, lo siento mucho. Duke. Duke. Siéntate, Duke.

Duke se sentó y empezó a lamerse, haciendo ruido, sus partes íntimas. Llené nuestros vasos y conseguí de paso interrumpir la limpieza de Duke. La tranquilidad duró muy poco tiempo; a continuación empezó a rascarse.

—Duke es terriblemente inteligente —dijo Pyle.

—¿Qué le ocurrió a Príncipe?

—Estábamos en la granja en Connecticut y lo atropellaron.

—¿Le afectó mucho?

—Oh, sí, muchísimo. Significaba mucho para mí, pero uno ha de ser sensato. Nada me lo podía devolver.

—Y si pierde a Phuong, ¿se comportará también de manera sensata?

—Oh, sí, espero que sí. ¿Y usted?

—Lo dudo. Hasta me podría volver loco. ¿Ha pensado en ello, Pyle?

—Me gustaría que me llamara Alden, Thomas.

—Prefiero no hacerlo. Pyle tiene… ciertas asociaciones. ¿Ha pensado en ello?

—No, desde luego. Es usted la persona más franca que he conocido. Cuando recuerdo cómo se comportó cuando me metí…

—Recuerdo que pensaba, antes de irme a dormir, en lo conveniente que sería que hubiera un ataque y lo mataran a usted. La muerte de un héroe. Por la democracia.

—No se ría de mí, Thomas.

Estiró las largas piernas como si se sintiera incómodo.

—Debo parecerle un poco tonto, pero sé cuándo está usted bromeando.

—No estoy bromeando.

—Sé que usted, hablando sinceramente, quiere lo mejor para ella.

Fue entonces cuando oí los pasos de Phuong. Había mantenido la esperanza, contra toda esperanza, de que Pyle se hubiera ido antes de que ella regresara. Él también los oyó y los reconoció.

—Aquí está —dijo, aunque había tenido sólo una noche para aprenderse sus pisadas.

Incluso el perro se levantó y se puso al lado de la puerta, que yo había dejado abierta para que entrara el fresco, casi como si la aceptara ya como un miembro más de la familia de Pyle. Yo era un intruso.

—Mi hermana no estaba en casa —dijo Phuong, mirando con recelo a Pyle.

Me pregunté si decía la verdad, o si su hermana le había ordenado que regresara rápidamente.

—¿Recuerdas a monsieur Pyle? —le pregunté.

Enchanté —estaba haciendo uso de sus mejores modales.

—Me complace mucho volver a verla —dijo él, sonrojándose.

—Comment?

—Su inglés no es muy bueno —dije.

—Me temo que mi francés es terrible. Estoy estudiándolo, sin embargo. Y puedo entenderlo… si Phuong habla despacio.

—Actuaré como intérprete —dije—. Lleva algún tiempo acostumbrarse al acento local. Vamos a ver, ¿qué quiere usted decirle? Siéntate, Phuong. Monsieur Pyle ha venido especialmente para verte. ¿Está usted seguro —le pregunté a Pyle— de que no preferiría que los dejara a los dos solos?

—Quiero que usted oiga todo lo que tengo que decirle. De otra forma no sería honrado.

—Bien, adelante.

Empezó diciendo solemnemente, como si esta parte se la hubiera aprendido de memoria, que sentía un gran amor y respeto hacia Phuong. Los había sentido desde aquella noche en que había bailado con ella. Sus palabras me recordaban un poco a un mayordomo que va enseñando a un grupo de turistas una «gran mansión». La gran mansión era su corazón, y se nos iba ofreciendo sólo un atisbo rápido y a hurtadillas de los apartamentos privados habitados por la familia. Traduje lo que decía con meticuloso cuidado —sonaba peor así—, y Phuong estaba sentada en silencio con las manos en su regazo como si estuviera escuchando una película.

—¿Lo ha comprendido? —me preguntó Pyle.

—Hasta donde yo puedo saberlo, sí. ¿No querrá usted que yo le añada un poco de fuego, verdad?

—Oh, no —dijo—, sólo traduzca. No quiero perturbarla emocionalmente.

—Ya entiendo.

—Dígale que quiero casarme con ella.

—Se lo dije.

—¿Qué fue lo que dijo?

—Me preguntó si hablaba usted en serio. Y le he dicho que es usted de ese tipo de personas serias.

—Supongo que ésta es una situación extraña —me dijo—, que tenga que pedirle a usted que me traduzca.

—Bastante extraña.

—Y sin embargo, parece tan natural. Después de todo, usted es mi mejor amigo.

—Es muy amable de su parte decirme eso.

—No hay nadie por quien aceptaría meterme en problemas excepto por usted —me dijo.

—¿Y supongo que enamorarse de mi chica es como meterse en problemas?

—Desde luego. Ojalá fuera cualquier otra persona, Thomas.

—Bueno, ¿qué le digo ahora?, ¿que no puede usted vivir sin ella?

—No, eso es demasiado emotivo. Y tampoco es toda la verdad. Tendría que irme, por supuesto, pero uno lo supera todo.

—Mientras usted piensa lo que va a decirle, ¿le importa si hablo con ella directamente?

—No, por supuesto que no, es totalmente justo, Thomas.

—Bueno, Phuong —le dije—, ¿me vas a dejar por él? Quiere casarse contigo. Yo no puedo. Ya sabes por qué.

—¿Te vas a ir? —me preguntó, y yo pensé en la carta del editor que tenía en el bolsillo.

—No.

—¿Nunca?

—¿Cómo se puede prometer eso? Él tampoco puede hacerlo. Los matrimonios se rompen. Muchas veces se rompen con más rapidez que una relación como la nuestra.

—Yo no quiero irme —dijo ella, pero la frase no ofrecía consuelo; contenía un «pero» que no se había expresado.

Pyle dijo:

—Creo que debo poner todas las cartas sobre la mesa. No soy rico. Pero cuando muera mi padre tendré unos cincuenta mil dólares. Tengo buena salud: tengo un certificado médico de sólo hace dos meses, y puedo enseñarle mi grupo sanguíneo.

—No sé cómo traducir eso. ¿Para qué sirve?

—Bueno, para asegurarnos de que podemos tener hijos juntos.

—¿Es así como hacen ustedes el amor en América… con cifras de ingresos y grupos sanguíneos?

—No lo sé, nunca lo he hecho antes. Quizá en casa mi madre hablaría con su madre.

—¿De su grupo sanguíneo?

—No se ría de mí, Thomas. Supongo que soy anticuado. Ya ve que estoy un poco perdido en esta situación.

—Y yo también. ¿No cree que deberíamos dejarlo y jugárnosla a los dados?

—Bueno, ahora pretende hacerse el duro, Thomas. Sé que usted la quiere a su manera tanto como yo.

—Bien, siga, Pyle.

—Dígale que no pretendo que me quiera de repente. Eso vendrá con el tiempo, pero dígale que lo que le ofrezco es seguridad y respeto. No suena muy emocionante, pero quizá sea mejor que la pasión.

—Siempre puede conseguir la pasión —le dije— de su chófer, cuando esté usted en la oficina.

Pyle se sonrojó. Se puso de pie bruscamente y dijo:

—Ésa es una broma sucia. No voy a permitir que la insulte. No tiene usted ningún derecho…

—Todavía no es su mujer.

—¿Qué puede usted ofrecerle? —me preguntó con rabia—. ¿Doscientos dólares cuando se marche a Inglaterra, o se la cederá a alguien junto con los muebles?

—Los muebles no son míos.

—Y ella tampoco. Phuong, ¿quiere usted casarse conmigo?

—¿Y qué hay del grupo sanguíneo? —le pregunté—. ¿Y el certificado médico? Necesitará el de ella, ¿verdad? Quizá deba también tener el mío. Y su horóscopo… no, ésa es una costumbre india.

—¿Quiere usted casarse conmigo?

—Dígaselo en francés —le dije—, que me cuelguen si voy a seguir traduciéndole.

Me puse de pie y el perro gruñó. Me puso furioso.

—Dígale a su maldito Duke que se calle. Ésta es mi casa, no la suya.

—¿Quiere usted casarse conmigo? —le repitió.

Avancé un paso hacia Phuong y el perro volvió a gruñir.

—Dile que se vaya y se lleve al perro —le dije a Phuong.

—Venga conmigo ahora —le dijo Pyle—. Avec moi[34].

—No —dijo Phuong—, no.

De pronto desapareció todo nuestro enfado; era un problema muy sencillo: podía resolverse con una palabra de dos letras. Sentí un enorme alivio; Pyle se había quedado allí de pie con la boca a medio abrir y una expresión de sorpresa en la cara.

—Ha dicho que no —dijo.

—Sabe suficiente inglés como para decir eso.

Ahora tenía ganas de reírme; cómo habíamos hecho el tonto los dos.

—Siéntese y tome otro whisky, Pyle —le dije.

—Creo que debo irme.

—Una copa para el camino.

—No debo beberme todo su whisky —murmuró.

—Consigo todo el que quiero a través de la Legación.

Me acerqué a la mesa y el perro me enseñó los dientes. Pyle dijo con furia:

—Tranquilo, Duke. Compórtate.

Se limpió el sudor de la frente.

—No sé lo que me ha pasado.

Cogió el vaso y dijo con melancolía:

—Gana el mejor. Sólo le pido, por favor, que no la abandone, Thomas.

—Por supuesto que no la abandonaré —le dije.

Phuong me preguntó:

—¿Quizá a él le apetezca fumar una pipa?

—¿Le apetece fumar una pipa?

—No, gracias. No toco el opio, y tenemos instrucciones estrictas en nuestro servicio. Me acabo esta copa y me voy. Siento lo de Duke. Generalmente es muy tranquilo.

—Quédese a cenar.

—Si no le importa prefiero estar solo —hizo una mueca rara—. Supongo que la gente diría que nos hemos comportado de forma muy extraña. Ojalá pudiera casarse con ella, Thomas.

—¿Lo dice de verdad?

—Sí. Desde que vi aquel lugar, ya sabe, aquella casa cerca del chalet… he estado tan preocupado.

Se bebió el desacostumbrado whisky con prisas, sin mirar a Phuong, y cuando se despidió no le dio la mano, sino que hizo una torpe reverencia. Me di cuenta de cómo los ojos de ella lo seguían hasta la puerta y cuando pasé por delante del espejo me vi a mí mismo: el botón superior de los pantalones desabrochado, el principio de una barriga. Ya fuera, dijo Pyle:

—Le prometo no volver a verla, Thomas. Usted no permitirá que todo esto se interponga entre nosotros, ¿verdad? Pediré el traslado cuando acabe mi trabajo.

—¿Cuándo será eso?

—Dentro de unos dos años.

Regresé a la habitación pensando: «¿qué beneficio he sacado de esto? Podría haberles dicho a los dos que me voy a ir». Pyle tendría que llevar su corazón destrozado como un objeto decorativo sólo durante unas pocas semanas… Mi mentira le haría sentirse incluso mejor con su conciencia.

—¿Te preparo una pipa? —me preguntó Phuong.

—Sí, dentro de un momento. Sólo quiero escribir una carta.

Era la segunda carta del día, pero no rompí ningún trozo, aunque tenía tan pocas esperanzas de contestación como en la anterior. Decía así:

Querida Helen, regreso a Inglaterra el próximo mes de abril para encargarme del puesto de editorialista de extranjero. Puedes imaginarte que no me hace mucha ilusión. Inglaterra representa para mí el escenario de mi fracaso. Había pensado que nuestro matrimonio durara tanto como si compartiera tus creencias cristianas. Hasta este día no he visto con claridad lo que no funcionó (sé que ambos lo intentamos), pero creo que fue mi humor. Sé lo cruel y malo que puede llegar a ser. Pero ahora creo que es un poco mejor —el Oriente me ha influido—, no más dulce, pero sí más tranquilo. Quizá sea sencillamente que tengo cinco años más —al final de la vida, cuando cinco años constituyen una proporción importante de lo que queda—. Has sido siempre muy generosa conmigo, y nunca me has reprochado nada desde nuestra separación. ¿Serías incluso más generosa? Sé que antes de casarnos me advertiste que nunca podría haber divorcio. Acepté el riesgo y no tengo por qué quejarme. Pero a la vez, ahora te lo pido.

Phuong me gritó desde la cama que tenía la bandeja preparada.

—Un momento —dije.

Podría disfrazártelo todo —continué— para hacer que sonara más honorable y más digno, haciéndote creer que era por el bien de otra persona. Pero no es eso, y hemos tenido siempre la costumbre de contarnos la verdad. Es por mi bien y sólo por el mío. Amo mucho a otra, hemos vivido juntos durante más de dos años, me ha sido muy leal, pero sé que yo no le soy esencial. Si la abandono, creo que se sentirá algo infeliz, pero no será ninguna tragedia. Se casará con otro y formará una familia. Es de tontos por mi parte contarte esto. Te estoy ofreciendo la respuesta en bandeja. Pero porque he sido sincero hasta ahora, quizá me creas cuando te digo que perderla sería, para mí, el principio de la muerte. No te pido que seas «razonable» (la razón está toda de tu parte) o que tengas piedad. Es una palabra demasiado importante para esta situación mía y, en cualquier caso, no merezco especialmente piedad. Supongo que lo que te estoy pidiendo realmente es que, de repente, irracionalmente, reacciones como si no fueras tú. Quiero que sientas (dudé sobre qué palabra escribir y no conseguí encontrar la adecuada) afecto y que actúes antes de que tengas tiempo para pensar. Sé que eso es más fácil de hacer por teléfono que a trece mil kilómetros de distancia. ¡Si pudieras simplemente ponerme un telegrama diciendo «Estoy de acuerdo»!

Cuando acabé me sentí como si hubiera recorrido un largo trecho corriendo, forzando unos músculos que no estaban en condiciones. Me eché en la cama mientras Phuong me preparaba la pipa.

—Es joven —le dije.

—¿Quién?

—Pyle.

—Eso no es importante.

—Yo me casaría contigo si pudiera, Phuong.

—Lo sé, pero mi hermana no lo cree.

—Le acabo de escribir a mi mujer pidiéndole el divorcio. No lo había intentado nunca antes. Siempre hay alguna posibilidad.

—¿Una posibilidad grande?

—No, pequeña.

—No te preocupes. Fuma.

Aspiré el humo mientras ella empezaba a preparar la segunda pipa. Le pregunté otra vez:

—¿No estaba tu hermana realmente en casa, Phuong?

—Ya te lo dije… había salido.

Era absurdo someterla a esta pasión por la verdad, una pasión occidental, como la pasión del alcohol. Debido al whisky que había bebido con Pyle, el efecto del opio era menor que otras veces.

—Te mentí, Phuong. Me han ordenado que vuelva a Inglaterra.

Bajó la pipa.

—Pero no irás.

—Si me niego, ¿de qué vamos a vivir?

—Podría irme contigo. Me gustaría conocer Londres.

—Sería muy incómodo para ti si no estamos casados.

—Pero quizá tu mujer acepte divorciarse.

—Quizá.

—Iré contigo en cualquier caso —dijo.

Y lo decía de verdad, pero pude ver en sus ojos cómo se ponían en marcha sus pensamientos, cuando levantó de nuevo la pipa y comenzó a calentar la pasta del opio.

—¿Hay rascacielos en Londres? —me preguntó.

Y la quise por la inocencia de su pregunta. Phuong podría mentir por educación, por miedo, incluso por interés, pero era incapaz de la astucia necesaria para mantener oculta su mentira.

—No —dije—, tienes que irte a los Estados Unidos para verlos.

Me echó una rápida mirada por encima de la aguja reconociendo su error. Entonces, cuando amasaba el opio, comenzó a hablar desordenadamente de los vestidos que se pondría en Londres, de dónde viviríamos, del metro, que había conocido leyendo una novela, y de los autobuses de dos pisos: ¿iríamos en avión o en barco?

—Y la Estatua de la Libertad… —dijo.

—No, Phuong, eso está también en los Estados Unidos.