Capítulo 4

1

Desde el campanario de la catedral la batalla era solamente pintoresca, fija como un cuadro de la guerra de los boers en un viejo número de Illustrated London News. Había un avión lanzando suministros en paracaídas a un puesto aislado de las calcaires[27], aquellas extrañas montañas erosionadas por la intemperie en la frontera de Annam que parecen montones de piedra pómez, y al tener que volver siempre al mismo sitio para el lanzamiento, parecía que nunca se movía, y que el paracaídas estaba siempre allí, en el mismo lugar, a mitad de camino hacia la tierra. Desde la llanura surgían siempre iguales los estallidos de los morteros, el humo sólido como las piedras, y en el mercado ardían pálidamente las llamas a la luz del sol. Las diminutas figuras de los paracaidistas se movían en una sola hilera a lo largo de los canales, pero a esta altura parecían estacionarias. Incluso el cura, sentado en una esquina del campanario nunca cambiaba de posición mientras leía el breviario. Desde esa distancia la guerra era muy ordenada y limpia.

Yo había llegado de Nam Dinh antes del amanecer en una balsa, No pudimos desembarcar en la estación naval porque estaba cortada por el enemigo que rodeaba completamente la ciudad en un radio de seiscientos metros, así que la embarcación llegó cerca del mercado en llamas. Éramos un blanco fácil a la luz de las llamas, pero por alguna razón nadie disparó. Todo estaba tranquilo, a excepción del desmoronamiento y crujido de los puestos que ardían. Pude oír hasta los pasos de un centinela senegalés que hacía la guardia al borde del río.

Había conocido bien Phat Diem en la época anterior al ataque —la calle única, larga y estrecha, de puestos de madera, cortada cada cien metros por un canal, una iglesia y un puente—. De noche la iluminaban sólo velas o pequeñas lámparas de aceite (no había electricidad en Phat Diem excepto en los cuarteles de los oficiales franceses), y noche y día la calle estaba abarrotada y llena de ruido. Con su extraño estilo medieval, bajo la sombra y protección del príncipe obispo, había sido la ciudad con más vida de todo el país, y ahora, cuando desembarqué y caminaba hacia las dependencias de los oficiales, era la más muerta. Escombros y cristales rotos y el olor de pintura y yeso quemados, la larga calle vacía hasta donde podía alcanzar la vista me recordaba una avenida de Londres en las primeras horas de la mañana después de un bombardeo: se esperaba ver incluso un cartel que dijera «Bomba sin explotar».

La fachada del edificio de los oficiales se había venido abajo, y las casas que había enfrente estaban en ruinas. Al bajar por el río desde Nam Dinh había sabido por el teniente Peraud lo que había ocurrido. Se trataba de un joven serio, masón, y para él era como un castigo por las supersticiones de sus compañeros. El obispo de Phat Diem había visitado una vez Europa y había adquirido allí cierta devoción por Nuestra Señora de Fátima —la visión de la Virgen que, según creen los católicos, se apareció a un grupo de niños en Portugal—. Al regresar a casa, hizo construir una gruta en su honor en los terrenos de la catedral, y celebraba su festividad todos los años con una procesión. Las relaciones con el coronel al mando de las tropas francesas y vietnamitas se habían vuelto tensas desde el día en que las autoridades habían dispersado el ejército privado del obispo. Este año el coronel —que sentía cierta simpatía hacia el obispo, porque para cada uno de ellos su país era más importante que el catolicismo— tuvo un gesto de amistad y participó con sus más altos oficiales al frente de la procesión. Nunca se había congregado una multitud mayor en Phat Diem para honrar a Nuestra Señora de Fátima. Incluso muchos budistas —que constituían casi la mitad de la población— no quisieron perderse la fiesta, y los que no creían ni en Dios ni en Buda pensaban que, de algún modo, todos estos estandartes e incensarios y la custodia de oro mantendrían la guerra lejos de sus hogares. Todo lo que quedaba del ejército del obispo —su banda de música— encabezaba la procesión, y los oficiales franceses, piadosos por orden del coronel, la seguían como niños de un coro, atravesando el portal que daba acceso al recinto de la catedral, pasando por la blanca imagen del Sagrado Corazón que se hallaba en una isla en medio del pequeño lago frente a la catedral, bajo el campanario que tenía alas que se extendían al estilo oriental, y ya dentro de la catedral bajo el artesonado con sus gigantescos pilares hechos de árboles únicos, y el trabajo de lacado escarlata del altar, más budista que cristiano. De todos los pueblos entre los canales, de aquel paisaje holandés, donde los brotes jóvenes y verdes de arroz y las doradas cosechas reemplazan a los tulipanes, y las iglesias a los molinos de viento, afluía la gente.

Nadie se dio cuenta de los agentes del Vietminh que se habían unido también a la procesión, y aquella noche mientras el principal batallón comunista atravesaba los pasos de calcaire, adentrándose en la llanura de Tonkin, bajo la mirada impotente de los vigías franceses que se hallaban en lo alto de las montañas, los agentes de la vanguardia atacaban Phat Diem.

Ahora, después de cuatro días, con la ayuda de los paracaidistas, se había rechazado al enemigo a un kilómetro escaso de la ciudad. Esto significaba una derrota: no se permitían periodistas, no se podían enviar telegramas, porque los periódicos debían informar sólo de las victorias. Las autoridades me habrían detenido en Hanói si hubieran conocido mi propósito, pero cuanto más se aleja uno de los cuarteles generales, menos estricto es el control hasta que, cuando se halla al alcance del fuego enemigo, se convierte uno en un invitado que es bien recibido —lo que ha sido una amenaza para el estado mayor de Hanói, una preocupación para el coronel encargado de Nam Dinh, para el teniente en el frente es una broma, una distracción, un detalle de interés del mundo exterior, de tal forma que durante unas pocas y benditas horas puede dramatizarse a sí mismo un poco y contemplar bajo una falsa luz heroica incluso a sus propios heridos y muertos.

El cura cerró su breviario y dijo:

—Bueno, ya se acabó.

Era europeo, pero no francés, porque el obispo no habría tolerado a un cura francés en su diócesis. Dijo como disculpándose:

—Tengo que subir hasta aquí, entiende, para conseguir un poco de tranquilidad lejos de toda esa pobre gente.

El ruido del fuego de mortero parecía acercarse, o quizá era el enemigo que por fin estaba contestando. La extraña dificultad era encontrarlos: había doce estrechos frentes, y entre los canales, entre las granjas y los arrozales, innumerables oportunidades para las emboscadas.

Justo debajo de nosotros se levantaba, se sentaba y se tendía toda la población de Phat Diem. Los católicos, los budistas, los paganos, todos ellos habían empaquetado sus posesiones más valiosas —una cocina, una lámpara, un espejo, un armario, algunos felpudos, un cuadro sagrado— y se habían metido en el recinto de la catedral. Aquí en el norte haría un frío terrible cuando llegara la noche, y la catedral ya estaba llena: no había más refugio; incluso cada peldaño de la escalera que conducía al campanario estaba ocupado, y continuamente se agolpaba más gente contra la puerta, llevando a sus bebés y sus utensilios domésticos. Creían, cualquiera que fuese su religión, que aquí estarían a salvo. Mientras contemplábamos la escena, se introdujo a empujones un joven de uniforme vietnamita con un rifle: lo detuvo un cura que le quitó el rifle. El padre que estaba a mi lado me explicó:

—Aquí somos neutrales. Éste es territorio de Dios.

Y yo pensé: «¡Qué extraño y pobre pueblo tiene Dios en su reino, asustado, con frío, muriéndose de hambre (“No sé cómo vamos a alimentar a esta gente”, me dijo el cura); cabría esperar de un gran rey algo mejor que esto!». Pero entonces pensé: «Es siempre lo mismo donde quiera que vaya uno, no son los gobernantes más poderosos los que tienen pueblos más felices».

Ya se habían establecido tienditas allí abajo. Y comenté:

—Es como una enorme feria, verdad, pero sin una sola cara sonriente.

El cura dijo:

—Pasaron un frío terrible anoche. Tenemos que mantener las puertas del monasterio cerradas o si no, nos invadirían.

—¿Pero aquí dentro tienen calor? —pregunté.

—No mucho calor. Y no tendríamos espacio ni siquiera para una décima parte de los que son —y continuó—: sé lo que está pensando. Pero es esencial que algunos de nosotros nos mantengamos firmes. Tenemos el único hospital que hay en Phat Diem, y nuestras únicas enfermeras son estas monjas.

—¿Y médico?

—Yo hago lo que puedo.

Me di cuenta entonces de que llevaba la sotana manchada de sangre.

—¿Subió hasta aquí para verme? —me preguntó.

—No. Quería tener una idea de la situación.

—Se lo he preguntado porque anoche subió un hombre hasta aquí. Quería confesarse. Se había asustado un poco, sabe, con lo que había visto a lo largo del canal. Y no es de extrañar.

—¿Tan mal están por ahí?

—Los paracaidistas los cogieron en un fuego cruzado. Pobre gente. Pensé que quizá usted sentía lo mismo.

—No soy católico. No creo que me pudiera llamar ni siquiera cristiano.

—Es extraño lo que hace el miedo en el hombre.

—A mí nunca me afectaría así. Incluso si creyera en algún Dios, seguiría odiando la idea de la confesión. Arrodillarse en una de esas cajas suyas. Exponer mi interior a otro hombre. Debe perdonarme, padre, pero a mí me parece morboso… incluso inhumano.

—Oh —dijo con ligereza—, supongo que es usted una buena persona. Y no creo que tenga mucho de qué arrepentirse.

Contemplé las iglesias, que se levantaban espaciadas con regularidad entre los canales, en dirección al mar. Vi el destello de una luz en el segundo campanario y dije:

—No han mantenido ustedes todas sus iglesias neutrales.

—No es posible —dijo—. Los franceses han accedido a dejar sólo el recinto de la catedral. No podemos esperar más. Eso que mira usted es un puesto de la Legión Extranjera.

—Me voy. Adiós, padre.

—Adiós y buena suerte. Tenga cuidado con los tiradores emboscados.

Tuve que abrirme paso entre la multitud a empujones, y pasando por el lago y la blanca estatua de brazos azucarados extendidos, llegué a la larga calle.

Se podía ver por cada lado casi un kilómetro, y había solamente dos seres vivos en toda esa longitud, sin contarme a mí —dos soldados con cascos camuflados que se alejaban lentamente por un extremo de la calle con sus ametralladoras preparadas—. Y digo seres vivos porque había un cuerpo que sobresalía de un zaguán con la cabeza en la carretera. El zumbido de las moscas que se arremolinaban allí y el chapoteo de las botas de los soldados, que era cada vez más débil, eran los únicos ruidos. Pasé con rapidez junto al cuerpo, volviendo la cabeza al otro lado. Unos minutos después, cuando volví la mirada atrás, estaba completamente solo con mi sombra y no había más ruido que el que yo hacía. Me sentí como si fuera un blanco en un campo de tiro. Pensé que si me ocurría algo en esta calle podrían pasar muchas horas antes de que me recogieran: el tiempo suficiente para que se reunieran las moscas.

Después de cruzar dos canales, tomé una callejuela que me condujo a una iglesia. Había una docena de hombres con camuflaje de paracaidista sentados en el suelo, mientras dos oficiales examinaban un mapa. Nadie me prestó ninguna atención cuando me acerqué a ellos. Un hombre que llevaba las largas antenas de un transmisor portátil dijo:

—Podemos ponernos en movimiento.

Y todo el mundo se levantó.

Les pregunté en mi mal francés si podía acompañarlos. Una ventaja de esta guerra era que un rostro europeo se convertía por sí mismo en un pasaporte en el campo de batalla: un europeo no podía ser sospechoso de ser un agente enemigo.

—¿Quién es usted? —me preguntó el teniente.

—Escribo sobre la guerra —dije.

—¿Norteamericano?

—No, inglés.

—Es muy poca cosa —dijo—, pero si desea venir con nosotros…

Empezó a quitarse el casco metálico.

—No, no —le dije—, eso es para los combatientes.

—Como guste.

Salimos por detrás de la iglesia en fila india, con el teniente a la cabeza, y paramos un momento en el borde de un canal para que el soldado con el transmisor portátil pudiera establecer contacto con las patrullas de ambos flancos. Los proyectiles de mortero pasaban por encima de nosotros y estallaban lejos de nuestra vista. Habíamos recogido más hombres detrás de la iglesia y éramos ahora unos treinta. El teniente me explicó en voz baja, apuntando con el dedo en el mapa:

—Tenemos informes de que hay unos trescientos aquí en este pueblo. Quizá se estén agrupando para esta noche. No sabemos. Nadie los ha encontrado todavía.

—¿A qué distancia?

—Trescientos metros.

Las palabras llegaban por el transmisor y continuamos en silencio, a la derecha el canal recto, a la izquierda maleza baja y campos de cultivo y maleza otra vez.

—Todo en orden —susurró el teniente con un gesto para inspirar seguridad cuando partimos.

Unos cuarenta metros más allá, otro canal, con lo que quedaba de un puente, una única plancha sin barandas, que se presentaba frente a nosotros. El teniente nos hizo el gesto de que nos desplegáramos y nos echamos al suelo frente al territorio desconocido, que estaba a unos treinta metros, al otro lado de la plancha. Los hombres miraron el agua y luego, como obedeciendo una orden, todos juntos, apartaron los ojos hacia otro lado. Por un momento no comprendí lo que habían visto, pero cuando me di cuenta, mi mente volvió, no sé por qué, al chalet y los hombres vestidos de mujer y los jóvenes soldados silbando, y Pyle diciendo:

—Esto no es nada apropiado.

El canal estaba lleno de cadáveres: me recuerda ahora un estofado irlandés con demasiada carne. Los cuerpos se agolpaban unos sobre otros: una cabeza gris como de foca, y anónima como un preso de cráneo rapado, sobresalía del agua como una boya. No había sangre: supongo que había dejado de fluir hacía mucho tiempo. No tengo ni idea de cuántos había allí: debían de haber sido cogidos en un fuego cruzado, al tratar de regresar, y supongo que cada uno de los hombres de nuestro grupo que estaban en esta orilla estaba pensando: «Con dos basta para jugar a ese juego». Yo también aparté la vista; no queríamos que nos recordaran lo poco que contábamos, lo rápida simple y anónima que venía la muerte. A pesar de que mi razón quería el estado de la muerte, yo tenía tanto miedo como una virgen antes del acto. Me hubiera gustado que la muerte viniera dando primero un aviso, de forma que pudiera prepararme. ¿Para qué? No lo sabía, ni cómo, a menos que fuera para echar un vistazo a mi alrededor, para ver lo poco que dejaba detrás.

El teniente se sentó junto al hombre del transmisor portátil y miraba fijamente la tierra entre sus pies. El instrumento empezó a soltar instrucciones y con un suspiro, como si le hubieran interrumpido el sueño, se levantó. Existía una rara camaradería en todos sus movimientos, como si estuvieran todos igualmente comprometidos en una tarea que habían desarrollado juntos infinitas veces. Dos hombres se acercaron a la plancha e intentaron cruzarla, pero perdieron el equilibrio por el peso de las armas y tuvieron que sentarse a horcajadas y avanzar unos pocos centímetros cada vez. Otro hombre había encontrado una balsa escondida entre unos arbustos algo más abajo por el canal y la acercó hasta donde estaba el teniente. Seis de nosotros nos subimos a ella y el soldado empezó a empujarla con un palo hacia la otra orilla, pero nos encontramos con un banco de cadáveres y encallamos. Empujó más con el palo, hundiéndolo en este lodo humano, y se soltó un cadáver que flotaba cuan largo era junto a la balsa, como un bañista tendido a tomar el sol. Entonces nos vimos libres otra vez, y una vez en la otra orilla salimos como pudimos, sin mirar atrás. No se había disparado ningún tiro: estábamos vivos; la muerte se había retirado quizá hasta el siguiente canal. Oí a alguien justo detrás de mí que decía con gran seriedad: Gott sei dank[28]. Con la excepción del teniente casi todos ellos eran alemanes.

Más allá había un grupo de casas que parecía ser una granja; el teniente se adentró primero, pegándose a la pared, y lo seguimos en fila india a intervalos de unos dos metros. Entonces los hombres, de nuevo sin ninguna orden, se dispersaron por la granja. La vida la había abandonado —no había quedado atrás ni siquiera una gallina—, aunque en las paredes de lo que había sido la sala de estar colgaban dos horrorosas reproducciones del Sagrado Corazón y la Virgen con el Niño que daban al destartalado grupo de casas un aire europeo. Uno sabía en lo que creía esa gente aunque no compartiera sus creencias: eran seres humanos, no sólo grises cadáveres desangrados.

Gran parte de una guerra consiste en andar por ahí sentado sin hacer nada, esperando a alguien. Sin ninguna garantía del tiempo que te queda, parece que no vale la pena ni siquiera iniciar un pensamiento. Haciendo lo que habían hecho tantas veces antes, los centinelas cambiaron de posición. Cualquier cosa que se moviera delante de nosotros era ahora enemiga. El teniente hizo una marca en su mapa e informó de nuestra posición por radio. Cayó sobre nosotros una tranquilidad típica del mediodía: incluso los morteros estaban en silencio y no había aviones en el aire. Un hombre hacía garabatos con una ramita en el fango del corral. Pasado un rato parecía que habíamos sido olvidados por la guerra. Tenía la esperanza de que Phuong hubiera enviado mis trajes al tinte. Un viento frío removió la paja del corral, y un hombre se fue púdicamente detrás del granero a hacer sus necesidades. Traté de recordar si le había pagado al cónsul británico de Hanói la botella de whisky que me había proporcionado.

Se oyeron dos disparos frente a nosotros, y pensé: «Aquí está. Ya llega». Era todo el aviso que necesitaba. Esperaba, con una sensación de euforia, lo permanente.

Pero no ocurrió nada. Una vez más me «había preparado en exceso para el acontecimiento». Sólo largos minutos después entró uno de los centinelas e informó de algo al teniente. Capté únicamente la expresión Deux civils[29].

—Vayamos a ver —me dijo el teniente.

Y siguiendo al centinela recorrimos un sendero enfangado de gran vegetación entre dos campos de cultivo. A unos veinte metros de las casas de la granja, en una zanja estrecha, encontramos lo que buscábamos: una mujer y un niño pequeño. Estaban evidentemente muertos: un pequeño coágulo de sangre en la frente de la mujer, y el niño parecía dormir. Tenía unos seis años y yacía como un embrión en el vientre de la madre con sus piernecitas huesudas encogidas.

Mal chance[30] —dijo el teniente.

Se agachó y le dio la vuelta al niño. Llevaba una medalla sagrada colgada del cuello, y me dije a mí mismo: «el amuleto no funciona». Había un pedazo de pan mordido debajo de su cuerpo. «Odio la guerra», pensé.

—¿Ha visto usted bastante? —me preguntó el teniente, hablando con violencia, como si yo hubiera sido responsable de estas muertes.

Quizá para el soldado el civil es el hombre que lo emplea para matar, que incluye la culpabilidad del asesinato en el sobre de la paga y escapa a la responsabilidad. Regresamos a la granja y nos sentamos otra vez sobre la paja en silencio, a cubierto del viento, que como un animal parecía saber que la oscuridad se estaba acercando. El hombre que había estado haciendo garabatos estaba ahora haciendo sus necesidades, y el que había estado haciendo sus necesidades, hacía los garabatos. Pensaba cómo en esos momentos de tranquilidad, después de que se hubieran apostado los centinelas, debían haber creído que era seguro salir de la zanja. Me preguntaba si habían permanecido allí durante mucho tiempo —el pan estaba muy seco—. Probablemente esta granja fuera su hogar.

La radio estaba funcionando de nuevo. El teniente dijo con fatiga:

—Van a bombardear el pueblo. Se está llamando a las patrullas para la noche.

Nos levantamos y emprendimos el viaje de regreso, volviendo en balsa de nuevo a través del banco de cadáveres, pasando junto a la iglesia de uno en uno. No habíamos ido muy lejos, y sin embargo parecía un viaje bastante largo para haber obtenido como único resultado la muerte de aquellos dos. Los aviones habían ascendido, y detrás de nosotros comenzaba el bombardeo.

Ya había oscurecido cuando llegué al cuartel de los oficiales, donde pasaba la noche. La temperatura era sólo de un grado sobre cero, y el único calor que podía encontrarse se hallaba en el mercado en llamas. Con una pared destruida por un bazuca y las puertas desencajadas, las cortinas de lona no podían impedir la corriente de aire. El motor eléctrico no funcionaba y teníamos que levantar barricadas de cajas y libros para mantener las velas encendidas. Yo jugaba dinero comunista al quatre-cent-vingt-et-un con cierto capitán Sorel: no se podía jugar la bebida ya que yo era un invitado de los oficiales. La suerte retrocedía y avanzaba fatigosamente. Abrí mi botella de whisky para intentar que entráramos un poco en calor, y los otros se reunieron a mi alrededor.

—Ésta es la primera copa de whisky que tomo desde que dejé París —dijo el coronel.

Entró un teniente de su ronda de centinelas.

—Quizá tengamos una noche tranquila —dijo.

—Nos atacarán antes de las cuatro —dijo el coronel.

—¿Tiene usted un arma? —me preguntó.

—No.

—Le encontraré una. Es mejor que la tenga bajo la almohada —y añadió cortésmente—: me temo que encontrará su colchón algo duro. Y a las tres treinta empezará el fuego de mortero. Intentamos disolver cualquier concentración.

—¿Cuánto tiempo cree usted que durará esto?

—¿Quién sabe? No podemos disponer de más tropas de Nam Dinh. Esto es sólo una diversión. Si conseguimos resistir sin más ayuda que la que tuvimos hace dos días, puede decirse que se trata de una victoria.

Había vuelto a levantarse el viento de nuevo, buscando por dónde entrar. La cortina de lona se hinchaba (me recordaba la muerte de Polonio apuñalado detrás de un tapiz) y la vela oscilaba. Las sombras eran teatrales. Podríamos haber sido una compañía de cómicos ambulantes.

—¿Han resistido sus destacamentos?

—Hasta ahora, que yo sepa —y dijo con aspecto muy cansado—: esto no es nada, sabe usted, un asunto sin importancia comparado con lo que está ocurriendo a unos cien kilómetros en Hoa Binh. Ésa sí que es una batalla.

—¿Otra copa, coronel?

—No, gracias. Es magnífico este whisky inglés suyo, pero es mejor reservar un poco para la noche por si acaso surge la necesidad. Creo que, si me perdona, voy a dormir un poco. No se puede dormir después de que empiezan los morteros. Capitán Sorel, encárguese de que monsieur Fowlair tenga todo lo que necesita, una vela, cerillas, un revólver.

Y entró en su habitación.

Fue la señal para todos los demás. Me habían puesto un colchón en el suelo en un pequeño almacén; estaba rodeado de cajas de madera. Estuve despierto muy poco tiempo —la dureza del piso era como un descanso—. Me preguntaba, aunque curiosamente sin celos, si Phuong estaría en el apartamento. La posesión de un cuerpo esta noche parecía algo muy nimio —quizá había visto ese día demasiados cuerpos que no pertenecían a nadie, ni siquiera a sí mismos—. Todos éramos material que había de consumirse. Cuando me dormí soñé con Pyle. Estaba bailando solo en un escenario, tieso, con los brazos extendidos hacia una compañera invisible, y yo me senté y lo contemplé desde un asiento que era como un taburete de piano, con un revólver en la mano por si acaso alguien quisiera interrumpir su baile. El programa que había en el escenario, como los números de un «music-hall» inglés, decía: «La danza del Amor. Calificada A»[31]. Alguien se movió en la parte trasera del teatro y apreté con más fuerza la pistola. Entonces me desperté.

Tenía la mano sobre el revólver que me habían prestado, y un hombre estaba de pie en la puerta con una vela en la mano. Llevaba un casco metálico que proyectaba una sombra sobre sus ojos, y sólo cuando habló supe que era Pyle. Dijo con timidez:

—Siento mucho haberlo despertado. Me dijeron que podía dormir aquí dentro.

Yo todavía no estaba completamente despierto.

—¿Dónde consiguió ese casco? —le pregunté.

—Oh, alguien me lo prestó —dijo vagamente.

Arrastró con él una bolsa de viaje militar y comenzó a extraer de ella un saco de dormir forrado de lana.

—Está usted muy bien equipado —le dije, tratando de recordar por qué estábamos allí tanto él como yo.

—Ésta es la bolsa de viaje estándar de nuestros equipos de asistencia médica —dijo—. Me prestaron una en Hanói.

Sacó un termo y un pequeño calentador de alcohol, un cepillo para el pelo, el equipo de afeitarse y una lata de raciones. Miré mi reloj. Eran casi las tres de la mañana.

2

Pyle continuó desempaquetando. Hizo un pequeño estante con las cajas, sobre las que colocó su espejo de afeitarse y el resto del equipo.

—Dudo que consiga agua —le dije.

—Oh —dijo—, tengo bastante en el termo para pasar la mañana.

Se sentó en su saco de dormir y empezó a quitarse las botas.

—¿Cómo diablos llegó aquí? —le pregunté.

—Me dejaron llegar hasta Nam Dinh para ver a nuestro equipo contra el tracoma, y luego alquilé una embarcación.

—¿Una embarcación?

—Oh, una especie de balsa; no sé el nombre que le dan. En realidad la tuve que comprar. No costaba mucho.

—¿Y bajó usted solo por el río?

—No fue difícil realmente, sabe usted. Tenía la corriente a favor.

—Está loco.

—Oh, no. El único peligro de verdad era encallar.

—O que le disparara una patrulla naval, o un avión francés. O que le cortara la cabeza el Vietminh.

Se rió tímidamente.

—Bueno, de todas formas, aquí estoy —dijo.

—¿Para qué?

—Oh, hay dos motivos. Pero no quiero dejarlo sin dormir.

—No tengo sueño. Y los cañones van a empezar pronto.

—¿No le importa si muevo la vela? Hay demasiada claridad aquí.

Parecía nervioso.

—¿Cuál es el primer motivo?

—Bueno, el otro día me hizo usted pensar que este sitio era muy interesante. Se acuerda cuando estábamos con Granger… y con Phuong.

—¿Sí?

—Pensé que debería echarle un vistazo. Para decirle la verdad, me sentí un poco avergonzado por Granger.

—Ya veo, Así de sencillo.

—Bueno, no había ninguna dificultad real, ¿verdad?

Empezó a jugar con los cordones de las botas, y hubo un largo silencio.

—No estoy siendo totalmente franco —dijo al fin.

—¿No?

—Realmente vine a verle a usted.

—¿Que vino hasta aquí para verme?

—Sí.

—¿Por qué?

Levantó la vista de los cordones de las botas, sintiéndose terriblemente violento.

—Tenía que decírselo: me he enamorado de Phuong.

Me reí. No pude evitarlo. Fue tan inesperado y serio.

—¿No podía haber esperado a que regresara? Estaré en Saigón la semana que viene —le dije.

—Podrían haberlo matado —dijo—. No habría sido decente. Y, además, no sé si hubiera podido mantenerme lejos de Phuong todo ese tiempo.

—¿Quiere usted decir que se ha mantenido lejos?

—Por supuesto. ¿No pensará usted que iba a hablarle a ella… sin que usted lo supiera?

—La gente lo hace así —dije—. ¿Cuándo ocurrió?

—Creo que fue aquella noche en el chalet, cuando bailé con ella.

—No pensaba que se hubiera acercado usted lo bastante.

Me miró con asombro. Si su conducta me parecía de locos, la mía le resultaba evidentemente inexplicable. Dijo:

—Sabe, creo que fue ver a todas aquellas chicas en esa casa. Eran tan bonitas. Y, vaya, ella podía haber sido una más. Quería protegerla.

—No creo que necesite protección. ¿Lo ha invitado a salir la señorita Hei?

—Sí, pero no he ido. Me he mantenido alejado —y añadió sombríamente—: ha sido terrible. Me siento tan canalla, pero me cree, ¿verdad?, que si usted hubiera estado casado yo nunca habría interferido entre un marido y su mujer.

—Parece usted muy seguro de que puede ahora entremeterse —le dije.

Por vez primera me había irritado.

—Fowler —me dijo—, ¿cuál es su nombre de pila?

—Thomas. ¿Por qué?

—Puedo llamarlo Tom, ¿verdad? Tengo la sensación de que esto, en cierta forma, nos ha acercado. Amar a la misma mujer, quiero decir.

—¿Cuál es su próximo movimiento?

Se sentó con entusiasmo contra las cajas de empaquetado.

—Todo parece diferente ahora que usted lo sabe —dijo—. Le pediré que se case conmigo, Tom.

—Preferiría que me llamara Thomas.

—Ella tendrá que elegir entre los dos, Thomas. Es bastante justo.

¿Pero justo? Sentí por vez primera el escalofrío, como una premonición, de la soledad. Todo era fantástico, y sin embargo… Pyle podría ser un pobre amante, pero yo era un pobre hombre. Él tenía en sus manos la riqueza infinita de la respetabilidad.

Empezó a desvestirse mientras yo pensaba: «Tiene también juventud». ¡Qué triste era envidiar a Pyle! Le dije:

—Yo no puedo casarme con ella. Ya tengo mujer en mi país. Y nunca aceptaría el divorcio. Pertenece a la Iglesia anglicana…, si sabe lo que eso significa.

—Lo siento, Thomas. Por cierto, mi nombre es Alden, si prefiere usted…

—Mejor me quedo con Pyle —le dije—. Pienso en usted como Pyle.

Se metió en el saco de dormir y extendió la mano hacia la vela.

—Uf —dijo—, menos mal que ya está todo, Thomas. Me he sentido realmente fatal con todo esto.

Era más que evidente que ya no se sentía así.

Cuando apagó la vela, se podía ver la silueta de su pelo cortado al rape contra la luz de las llamas del exterior.

—Buenas noches, Thomas. Que duerma bien.

Y acto seguido, como si sus palabras sirvieran como entrada de una mala comedia, los morteros abrieron fuego, chirriando, con un ruido muy agudo, explotando.

—Dios mío —dijo Pyle—, ¿es un ataque?

—Están tratando de detener un ataque.

—Bueno, supongo que ahora ya no podremos dormir.

—No, desde luego.

—Thomas, quiero que sepa lo que pienso sobre la manera en que se ha tomado todo esto: creo que ha estado usted estupendo, estupendo, no hay otra palabra.

—Gracias.

—Ha visto usted mucho más mundo que yo. Sabe usted, en algunos aspectos Boston es un poco… corto de miras. Incluso si uno no es un Lowell o un Cabot. Ojalá me pudiera usted aconsejar, Thomas.

—¿Sobre qué?

—Sobre Phuong.

—Yo no me fiaría de mi consejo si fuera usted. No soy imparcial. Quiero conservarla.

—Oh, pero yo sé que usted es franco, absolutamente franco, y los dos queremos lo mejor para Phuong de corazón.

De pronto no pude soportar más su infantilismo. Le dije:

—No me importa en absoluto lo que sea mejor para ella. Es a usted a quien le importa. Yo sólo quiero su cuerpo. La quiero en la cama conmigo. Preferiría arruinarla y dormir con ella que, que… ocuparme de lo que le conviene más.

—Oh —dijo con voz débil, en la oscuridad.

Y continué:

—Si es sólo su conveniencia lo que a usted le importa, deje a Phuong en paz, por amor de Dios. Como cualquier otra mujer, preferirá un buen…

La explosión de un mortero libró a los oídos bostonianos de la vieja palabra anglosajona.

Pero había cierto carácter implacable en Pyle. Él había decidido que yo me estaba comportando bien y que tenía que comportarme bien.

—Sé lo que está sufriendo, Thomas —dijo.

—No estoy sufriendo.

—Ah, sí, claro que lo está. Yo sé lo que sufriría si tuviera que renunciar a Phuong.

—Pero yo no he renunciado a ella.

—Yo también soy apegado a lo físico, Thomas, pero renunciaría a toda esperanza de ese tipo si viera a Phuong feliz.

—Ella es feliz.

—No puede serlo; no en su situación. Necesita niños.

—¿Pero cree usted realmente en todas esas tonterías que su hermana…?

—Una hermana conoce a veces mucho mejor…

—Si sólo estaba tratando de venderle a usted esa idea, Pyle, porque piensa que tiene usted más dinero. Y, Dios mío, parece que se la ha vendido muy bien.

—Sólo tengo mi sueldo.

—Bueno, en cualquier caso tiene un cambio muy favorable.

—No se amargue, Thomas. Estas cosas pasan. Ojalá le hubiera pasado a otra persona y no a usted. ¿Son ésos nuestros morteros?

—Sí, «nuestros» morteros. Habla usted como si ella me fuera a dejar, Pyle.

—Desde luego —dijo sin convicción—, ella puede elegir quedarse con usted.

—¿Qué haría usted entonces?

—Pediría que me trasladaran.

—¿Y por qué no se va sencillamente, Pyle, sin causar más trastornos?

—No sería justo para ella, Thomas —dijo muy seriamente.

Nunca había conocido un hombre que tuviera mejores razones para justificar todos los problemas que causaba. Y añadió:

—No creo que usted comprenda bien a Phuong.

Y al despertar aquella mañana, meses más tarde, con Phuong a mi lado, pensé: «¿Y la comprendía él acaso?, ¿podía prever esta situación?, ¿Phuong Can feliz a mi lado y él muerto?». El tiempo se toma la venganza, pero la venganza parece agria con tanta frecuencia. ¿No sería mejor si no intentáramos comprender, y aceptáramos el hecho de que ningún ser humano comprenderá nunca a otro, ni una mujer a su marido, ni un hombre a su amante, ni un padre a su hijo? Quizá es por eso por lo que los hombres han inventado a Dios —un ser capaz de comprender—. Quizá si yo quisiera ser comprendido o comprender, caería tontamente en el engaño de creer, pero soy un simple reportero; Dios existe sólo para los que escriben los editoriales.

—¿Está usted seguro de que hay tanto que comprender? —le pregunté a Pyle—. Vamos, por amor de Dios, tomemos un whisky. Hay demasiado ruido para discutir.

—Es un poco temprano —dijo Pyle.

—Es tarde, maldita sea.

Serví dos vasos y Pyle levantó el suyo mirando fijamente la luz de la vela a través del whisky. Le temblaba la mano cada vez que estallaba un proyectil y, sin embargo, había hecho aquel viaje sin sentido desde Nam Dinh.

—Es extraño que ninguno de los dos pueda decir «buena suerte» —dijo Pyle.

Así que bebimos sin decir nada.