La primera vez que Pyle se encontró con Phuong fue también en el Continental, quizá dos meses después de su llegada. Era antes del anochecer con el fresco momentáneo que surge cuando el sol se acaba de poner, y las luces estaban encendidas en los postes de las callejuelas. Los dados repiqueteaban en las mesas en las que los franceses jugaban al quatre-cent-vingt-et-un y las chicas con pantalones de seda blancos bajaban en bicicleta hacia casa por la rue Catinat. Phuong estaba bebiendo un vaso de zumo de naranja y yo tomaba una cerveza, los dos sentados en silencio, contentos de estar juntos. Entonces hizo su aparición Pyle, indeciso, y los presenté. Tenía una forma peculiar de mirar con dureza a las chicas como si nunca antes hubiera vista una, y luego se ruborizaba.
—Me pregunto si usted y la señora que lo acompaña podrían acercarse a mi mesa. Uno de nuestros agregados…
Era el Agregado Económico. Nos lanzó una mirada desde la terraza de arriba, con una enorme y cálida sonrisa de bienvenida, llena de confianza, como el hombre que sabe conservar a sus amigos porque usa los desodorantes adecuados[17]. Lo había oído llamar Joe varias veces, pero no sabía su apellido. Nos hizo una ruidosa demostración moviendo las sillas y llamando al camarero, aunque todo lo que esa actividad podía posiblemente producir en el Continental era elegir entre una cerveza, coñac con soda o vermú.
—No pensaba verlo aquí, Fowler —me dijo—. Estamos esperando que vuelvan los muchachos de Hanói. Parece que ha habido una buena batalla. ¿No estaba usted con ellos?
—Estoy cansado de volar cuatro horas para una conferencia de prensa —le dije.
Me miró con desaprobación. Dijo:
—Esos muchachos se lo toman en serio. Vaya, supongo que podrían ganar el doble trabajando en algún negocio o en la radio sin correr ningún riesgo.
—Pero tendrían que trabajar —dije.
—Parece que huelen la batalla como caballos de guerra —continuó exultante, sin prestar atención a las palabras que no le gustaban—. A Bill Granger… no se le puede apartar de una pelea.
—Supongo que tiene razón. Lo vi en una la otra noche en el bar del Sporting.
—Usted sabe perfectamente que no me refería a eso.
Dos conductores de trishaw bajaban pedaleando con furia por la rue Catinat y pararon empatados frente al Continental. En el primero iba Granger. El otro contenía una especie de paquetito gris y silencioso del que Granger empezaba ahora a tirar hacia la acera.
—Oh, vamos, Mick —decía—, vamos.
Entonces empezó a discutir con el conductor sobre el precio del viaje.
—Mire —le dijo—, tómelo o déjelo —y lanzó a la calle una cantidad cinco veces superior a la normal para obligar al hombre a que se agachara.
El Agregado Económico dijo, nervioso:
—Creo que estos chicos se merecen un poco de diversión.
Granger lanzó su carga sobre una silla. Entonces advirtió la presencia de Phuong.
—Oye, Joe, viejo sinvergüenza —dijo—. ¿Dónde la encontraste? No sabía que te interesaran esas cosas. Perdonen, tengo que ir a hacer lo que ya saben. Cuiden a Mick.
—Bruscos modales de soldado —dije.
Pyle, ruborizándose de nuevo, dijo con ansiedad:
—No les habría invitado si llego a pensar…
El paquete gris se movió en la silla y la cabeza cayó sobre la mesa como si estuviera suelta. Suspiró, un prologado suspiro de tedio infinito, y se quedó quieto.
—¿Lo conoce? —le pregunté a Pyle.
—No. ¿No es alguien de la prensa?
—Oí cómo Bill lo llamaba Mick —dijo el Agregado Económico.
—¿No hay un nuevo corresponsal de United Press?
—No es él. Lo conozco. ¿No será de su Misión Económica? No pueden ustedes conocer a toda su gente… hay centenares.
—No creo que pertenezca a nuestra Misión —dijo el Agregado Económico—. No puedo recordarlo.
—Podríamos ver su tarjeta de identidad —sugirió Pyle.
—Por el amor de Dios, no lo despierte. Con un borracho hay bastante. De todas formas, Granger lo conocerá.
Pero no lo conocía. Volvió del retrete con aire lúgubre.
—¿Quién es la señora? —preguntó de mal humor.
—La señorita Phuong es amiga de Fowler —dijo Pyle fríamente—. Queremos saber quién…
—¿Dónde la encontró? Hay que tener cuidado en esta ciudad —y añadió sombríamente—: Gracias a Dios que existe la penicilina.
—Bill —dijo el Agregado Económico—, queremos saber quién es Mick.
—¡Qué sé yo!
—Pero tú lo trajiste aquí.
—Las ranas[18] no soportan el whisky. Se quedó frito.
—¿Es francés? Me pareció que lo llamabas Mick.
—Tenía que llamarlo de alguna manera —dijo Granger.
Se inclinó sobre Phuong y le dijo:
—Oye, tú. ¿Otro vaso de naranja? ¿Tienes cita esta noche?
Yo le dije:
—Tiene cita todas las noches.
El Agregado Económico dijo con rapidez:
—¿Qué tal la guerra, Bill?
—Una gran victoria al noroeste de Hanói. Los franceses recuperaron dos pueblos que nunca nos había dicho que hubieran perdido. Numerosas bajas del Vietminh. No han podido contar las suyas todavía pero nos las comunicarán dentro de una o dos semanas.
El Agregado Económico dijo:
—Corre un rumor de que el Vietminh ha entrado en Phat Diem, que ha quemado la catedral y expulsado al obispo.
—No nos contarían eso en Hanói. No es una victoria.
—Uno de nuestros equipos médicos no pudo pasar más allá de Nam Dinh —dijo Pyle.
—¿Tú no llegaste hasta allí, Bill? —preguntó el Agregado Económico.
—¿Quién cree que soy yo? Soy un corresponsal con una Ordre de circulation[19] que dice cuándo estoy fuera del área permitida. Vuelo al aeropuerto de Hanói. Nos dan un coche hasta el Campamento de Prensa. Nos preparan un vuelo por encima de las dos ciudades que han vuelto a tomar y nos enseñan la bandera desde esa altura. Luego tenemos una conferencia de prensa y un coronel nos explica lo que hemos estado viendo. Después pasamos nuestros telegramas por el censor. Luego tomamos unas copas. El mejor barman de Indochina. Luego tomamos el avión de regreso.
Pyle miró su cerveza con el ceño fruncido.
—Te subestimas, Bill —dijo el Agregado Económico—. Vamos, aquel reportaje de la carretera 66 —¿cómo lo titulaste, «La carretera al infierno»?— era digno del Pulitzer. Sabes lo que quiero decir… aquella historia del hombre decapitado que estaba de rodillas en la zanja, y el otro que viste caminar en sueños…
—¿Cree que realmente me acerqué a aquella apestosa carretera? Stephen Crane pudo describir la guerra sin ver ninguna. ¿Por qué no yo? Es una maldita guerra colonial en cualquier caso. Deme otra copa. Y luego vayamos a buscar una chica. Ustedes ya tienen una mujer. Yo quiero también una mujer para mí.
Le dije a Pyle:
—¿Cree usted que hay algo de verdad en los rumores sobre Phat Diem?
—No sé. ¿Es importante? Me gustaría ir a echar un vistazo —dijo— si es importante.
—¿Importante para la Misión Económica?
—Oh, sí —dijo—, no se pueden trazar límites estrictos. La medicina es un tipo de arma, ¿verdad? Estos católicos estarán muy en contra de los comunistas, ¿verdad?
—Comercian con los comunistas. El obispo consigue sus vacas y el bambú para sus construcciones de los comunistas. Yo no diría que fueran exactamente la Tercera Fuerza de York Harding —le dije provocadoramente.
—Vámonos —gritaba Granger en ese momento—. No puedo perder toda la noche aquí. Me voy a la Casa de las Quinientas Muchachas.
—Si usted y la señorita Phuong quisieran cenar conmigo… —dijo Pyle.
—Puede usted comer en el chalet —lo interrumpió Granger—, mientras yo me ocupo de las chicas de al lado. Vamos, Joe. Que eres un hombre.
Creo que fue entonces, al preguntarme qué era un hombre, cuando sentí por vez primera afecto por Pyle. Estaba sentado algo lejos de Granger, dándole vueltas a la jarra de cerveza, con una expresión de decidido aislamiento. Le dijo a Phuong:
—Supongo que usted estará harta de toda esta charla… sobre su país, quiero decir.
—Comment?
—¿Qué vas a hacer con Mick? —preguntó el Agregado Económico.
—Dejarlo aquí —respondió Granger.
—No puedes hacer eso. Ni siquiera sabes su nombre.
—Podríamos llevárnoslo y que las chicas lo cuidaran.
El Agregado Económico se rió estruendosamente. Parecía una cara de la televisión. Dijo:
—Vosotros los jóvenes podéis hacer lo que queráis, pero yo estoy demasiado viejo para esos juegos. Me lo llevaré a casa conmigo. ¿Dijiste que era francés?
—Hablaba francés.
—Si lo puedes meter en mi coche…
En cuanto se fue, Pyle tomó un trishaw con Granger, y Phuong y yo los seguimos por la carretera a Cholon. Granger había intentado meterse en el trishaw con Phuong, pero Pyle lo había apartado. Mientras nos llevaban por la larga carretera suburbana hacia la ciudad china, pasó una fila de tanques franceses, cada uno con su cañón que sobresalía y su oficial silencioso que, sin moverse, parecía un mascarón de proa bajo las estrellas y el cielo negro, suave, cóncavo… otra vez problemas probablemente con un ejército privado, el Binh Xuyen, que controlaba el Grand Monde y los salones de juego de Cholon. Ésta era una tierra de barones rebeldes. Era como Europa en la Edad Media. ¿Pero qué estaban haciendo los norteamericanos aquí? Colón todavía no había descubierto su país. Le dije a Phuong:
—Me gusta ese tipo, Pyle.
—Es tranquilo —contestó, y el adjetivo que fue ella la primera en usar se le adhirió como un mote escolar, hasta el extremo de que se lo oí usar incluso a Vigot, cuando me contó la muerte de Pyle, sentado allí con su visera verde.
Detuve nuestro trishaw frente al chalet y le dije a Phuong:
—Entra y busca una mesa. Es mejor que yo me ocupe de Pyle.
Ése fue mi primer instinto: protegerlo. Nunca se me ocurrió que había una necesidad mayor de protegerme a mí mismo. La inocencia siempre reclama tácitamente protección cuando haríamos mucho mejor en protegernos contra ella: la inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campanilla y que se pasea por el mundo sin querer hacer daño.
Cuando llegué a la Casa de las Quinientas Muchachas, Pyle y Granger habían entrado. Pregunté en el puesto de policía militar que había en el portal:
—Deux Américains?[20]
Era un joven cabo de la Legión Extranjera. Dejó de limpiar su revólver y me señaló con el pulgar el zaguán que había más hacia dentro, bromeando en alemán. No pude entenderlo.
Era la hora del descanso en el inmenso patio que estaba abierto al cielo. Había centenares de muchachas echadas sobre la hierba o sentadas en cuclillas hablando con sus compañeras. Las cortinas de los pequeños cubículos que había alrededor del patio estaban descorridas —una chica cansada estaba sola sobre una cama con los tobillos cruzados—. Había problemas en Cholon y las tropas estaban confinadas en sus cuarteles por lo que no había trabajo: el domingo del cuerpo. Sólo un grupo de chicas que se peleaban, se daban tirones y gritaban me reveló dónde se mantenía viva aún la costumbre. Recordé el viejo cuento de Saigón del visitante distinguido que había perdido sus pantalones luchando por volver a la seguridad del puesto de policía. Aquí no había protección para el civil. Si éste decidía invadir territorio militar, habría de cuidarse él solo y lograr salir por su cuenta.
Yo había aprendido una técnica… divide y vencerás. Elegí a una del montón que me rodeaba y la dirigí lentamente hacía el lugar donde peleaban Pyle y Granger.
—Je suis un vieux —le dije—. Trop fatigué[21].
La chica se reía y me apretaba.
—Mon ami —dije—, il est très riche, très vigoureux[22].
—Tu es sale[23] —me respondió ella.
Pude ver a Granger, acalorado y triunfante; era como si tomara esta demostración como un tributo a su hombría. Una chica había cogido a Pyle del brazo e intentaba sacarlo suavemente del círculo. Empujé a mi chica contra las otras y lo llamé:
—Pyle, aquí.
Me miró por encima de sus cabezas y dijo:
—Es terrible. Terrible.
Pudo haber sido un efecto de la luz de la lámpara, pero su cara parecía descompuesta. Pensé que muy posiblemente era virgen todavía.
—Vamos, Pyle —le dije—. Déjelas con Granger.
Vi que se llevaba la mano al bolsillo de la cadera. Creo realmente que pretendía vaciar sus bolsillos de piastras y billetes de un dólar.
—No sea tonto, Pyle —le grité secamente—. Va a hacer que se peleen.
Mi chica estaba volviendo a mí, pero le di otro empujón hacia el círculo interior que rodeaba a Granger.
—Non, non —dije—, je suis un Anglais, pauvre, très pauvre[24].
Entonces me agarré de la manga de Pyle y tiré de él, con la chica colgada de su otro brazo como un pez atrapado en el anzuelo. Dos o tres chicas trataron de interceptarnos antes de que llegáramos al zaguán donde el cabo estaba de vigilancia, pero no tenían mucho ánimo.
—¿Qué voy a hacer con ésta? —me preguntó Pyle.
—No dará problemas —y en ese momento la chica se soltó de su brazo y se zambulló en el remolino que rodeaba a Granger.
—¿Cree que él estará bien? —preguntó Pyle con ansiedad.
—Tiene lo que quería: mujeres.
La noche fuera parecía muy tranquila con sólo otro escuadrón de tanques que pasaba como gente que tenía un propósito determinado. Dijo:
—Es terrible. No habría creído nunca… —lo decía con temor y tristeza—. Eran tan hermosas.
No envidiaba a Granger, se lamentaba de que lo bueno —y la belleza y la gracia son seguramente formas de lo bueno— pudiera ser corrompido o maltratado. Pyle podía ver el dolor cuando lo tenía ante sus ojos. (No escribo esto como una burla; después de todo, somos muchos los que no podemos).
—Vuelva al chalet —le dije—. Phuong nos está esperando.
—Lo siento —dijo—. Lo había olvidado completamente. No debería haberla dejado sola.
—Ella no corría peligro.
—Sólo pensaba en que Granger estuviera a salvo…
Se abandonó otra vez a sus pensamientos, pero cuando entramos en el chalet me dijo con oscura aflicción:
—Había olvidado cuántos hombres hay que…
Phuong nos había guardado una mesa al borde de la pista de baile y la orquesta tocaba una melodía que había sido popular cinco años antes en París. Había dos parejas vietnamitas bailando, pequeños, impecables, abstraídos, con un aire de civilización con el que nosotros no podíamos competir. (Reconocí a uno, un contable de la Banque de l’Indo-Chine, y su mujer). Uno tenía la impresión de que nunca se vestían con descuido, pronunciaban una palabra inadecuada, o eran presa de pasiones desordenadas. Si la guerra parecía medieval, ellos eran como del futuro siglo XVIII. Se podría suponer que el señor Pham-Van-Tu escribía como los augustanos en su tiempo libre, pero casualmente sabía que era admirador de Wordsworth y que escribía poemas a la naturaleza. Pasaba sus vacaciones en Dalat, que era lo más cerca que podía estar de la atmósfera de los lagos ingleses. Se inclinó levemente al dar la vuelta. Yo pensaba en cómo se las estaría arreglando Granger cincuenta metros más arriba.
Pyle se estaba disculpando con Phuong en un francés malo por haberla hecho esperar.
—C’est imperdonable[25] —decía.
—¿Dónde ha estado? —le preguntó ella.
Y él contestó:
—Acompañando a Granger a casa.
—¿A casa? —dije yo riéndome, y Pyle me miró como si yo fuera otro Granger.
De repente me vi a mí mismo como él me veía, un hombre de mediana edad, con los ojos levemente inyectados en sangre, empezando a engordar, sin gracia en el amor, menos ruidoso que Granger quizá, pero más cínico, menos inocente, y vi a Phuong por un momento como la había visto la primera vez, al pasar bailando ante mi mesa en el Grand Monde con un traje de baile blanco, con dieciocho años, vigilada por una hermana mayor que había decidido encontrarle un buen marido europeo. Un norteamericano había comprado un billete y le pidió que bailara con él: estaba un poco borracho —nada peligroso—, y supongo que era nuevo en el país y pensaba que las señoritas del Grand Monde eran putas. La atrajo demasiado hacia él cuando empezaron a dar vueltas por la pista, y de repente allí estaba ella, volviendo a sentarse con su hermana, y allí se quedó él, despistado y perdido entre los que bailaban, sin saber qué había ocurrido o por qué. Y la chica cuyo nombre desconocía estaba allí sentada tranquilamente, sorbiendo de vez en cuando su zumo de naranja, completamente dueña de sí misma.
—Peut-on avoir l’honneur[26] —le estaba diciendo Pyle con su terrible acento, y un momento después los vi bailando en silencio al otro extremo de la habitación, Pyle manteniéndola tan lejos de él que parecía que en cualquier momento se iba a romper el contacto. Bailaba muy mal, mientras que ella era la mejor bailarina que yo hubiera visto en aquellos días del Grand Monde.
Habían sido unas relaciones largas y frustrantes. Si yo hubiera podido ofrecerle matrimonio y una buena situación, todo habría sido fácil, y la hermana mayor habría desaparecido tranquilamente y con tacto cada vez que estuviéramos juntos. Pero pasaron tres meses antes de que la pudiera ver un momento a solas, en un balcón del Majestic, mientras su hermana en la habitación de al lado nos preguntaba continuamente cuándo pensábamos entrar. Un barco de carga procedente de Francia estaba siendo descargado en el río Saigón a la luz de los reflectores, las campanas de los trishaws sonaban como teléfonos, y yo bien podía haber sido un joven tonto e inexperto para todo lo que logré decir. Volví sin esperanzas a mi cama en la rue Catinat sin soñar nunca que cuatro meses más tarde ella iba a estar durmiendo junto a mí, un poco jadeante, riéndose como si estuviera sorprendida porque nada había sido como ella esperaba.
—Monsieur Fowlair.
Mirando cómo bailaban no había visto que su hermana me hacía señas desde otra mesa. Ahora se había acercado y de mala gana la invité a sentarse. Nunca habíamos sido amigos desde la noche en que se había puesto enferma en el Grand Monde y yo había acompañado a Phuong a su casa.
—No le había visto desde hace un año —me dijo.
—Estoy fuera con frecuencia, en Hanói.
—¿Quién es su amigo? —me preguntó.
—Un hombre llamado Pyle.
—¿A qué se dedica?
—Pertenece a la Misión Económica Norteamericana. Ya sabe qué tipo de cosas… máquinas de coser eléctricas para costureras que se mueren de hambre.
—¿Existen?
—No sé.
—Pero no usan máquinas de coser. No debe haber electricidad donde viven.
Se trataba de una mujer que se tomaba todo al pie de la letra.
—Tendrá que preguntárselo a Pyle —le dije.
—¿Está casado?
Miré hacia la pista de baile.
—Yo diría que eso es lo más cerca que ha estado de una mujer.
—Baila muy mal —dijo ella.
—Sí.
—Pero parece un hombre agradable y de fiar.
—Sí.
—¿Puedo sentarme con ustedes un poco? Mis amigos son muy aburridos.
La música paró y Pyle se inclinó muy tieso ante Phuong, Luego la devolvió a la mesa y le apartó la silla. Pude darme cuenta de que a ella le agradaban sus modales. Pensé cuánto se perdía en sus relaciones conmigo.
—Ésta es la hermana de Phuong —le dije a Pyle—. La señorita Hei.
—Encantado de conocerla —dijo, y se ruborizó.
—¿Viene usted de Nueva York? —preguntó ella.
—No, de Boston.
—¿Eso está también en Estados Unidos?
—Oh, sí. Sí.
—¿Su padre es un hombre de negocios?
—En realidad, no. Es profesor.
—¿Profesor? —preguntó con un débil tono de desengaño.
—Bueno, es una especie de autoridad, sabe usted. La gente lo consulta.
—¿Para cuestiones de salud? ¿Es doctor?
—No de esa clase de doctores. Es doctor en ingeniería, sin embargo. Lo sabe todo sobre la erosión submarina. ¿Sabe usted lo que es eso?
—No.
Pyle dijo con un ligero intento humorístico:
—Bueno, dejaré que papá se lo explique.
—¿Está aquí?
—Oh, no.
—¿Pero va a venir?
—No. Era sólo una broma —dijo Pyle disculpándose.
—¿Tiene usted otra hermana? —le pregunté a la señorita Hei.
—No. ¿Por qué?
—Parece como si estuviera usted examinando las posibilidades del señor Pyle como marido.
—Sólo tengo una hermana —dijo la señorita Hei haciendo sonar con fuerza su mano contra la rodilla de Phuong, como un presidente que mantiene el orden con el mazo.
—Es una hermana muy bonita —dijo Pyle.
—Es la chica más hermosa de Saigón —dijo la señorita Hei, como si lo estuviera corrigiendo.
—Puedo creerlo.
—Ya es hora de que pidamos la comida —dije yo—. Incluso la muchacha más hermosa de Saigón debe comer.
—No tengo hambre —dijo Phuong.
—Es delicada —prosiguió con firmeza la señorita Hei. Había un matiz de amenaza en su voz—. Necesita cuidados. Se merece cuidados. Es muy, muy leal.
—Mi amigo es un hombre de suerte —dijo Pyle con gravedad.
—Adora a los niños —dijo la señorita Hei.
Me reí y entonces capté la mirada de Pyle; me estaba contemplando con sorpresa escandalizada, y de repente se me ocurrió que estaba interesado de verdad en lo que la señorita Hei decía. Mientras pedía la comida (aunque Phuong me había dicho que no tenía hambre, yo sabía que podía tomar un buen bistec con salsa tártara, dos huevos crudos y alguna otra cosa), escuchaba cómo Pyle trataba con seriedad la cuestión de los niños.
—Siempre he pensado que me gustaría tener muchos niños —decía—. Una familia grande es un interés maravilloso. Asegura la estabilidad del matrimonio. Y es también bueno para los niños. Yo fui hijo único. Es una gran desventaja ser hijo único.
Nunca le había oído hablar tanto antes.
—¿Qué edad tiene su padre? —preguntó la señorita Hei con glotonería.
—Sesenta y nueve años.
—A los ancianos les gustan los nietos. Es muy triste que mi hermana no tenga padres que puedan disfrutar con sus hijos. Cuando llegue ese día —añadió con una mirada triste que me dirigió a mí.
—Ni usted tampoco —dijo Pyle, sin ninguna necesidad, a mi entender.
—Nuestro padre era de muy buena familia. Fue mandarín en Hué.
—He pedido comida para todos —dije.
—Para mí no —dijo la señorita Hei—. Debo volver con mis amigos. Me gustaría ver de nuevo al señor Pyle. Quizá pueda usted arreglarlo.
—Cuando regrese del norte —dije.
—¿Va a ir al norte?
—Creo que ya es hora de que eche un vistazo a la guerra.
—Pero toda la prensa ha regresado —dijo Pyle.
—Ése es el mejor momento para mí. No tengo que ver a Granger.
—Entonces debe usted venir a comer conmigo y con mi hermana cuando monsieur Fowlair se haya ido —y añadió con hosca cortesía—: para distraerla.
Después de que se fue, Pyle dijo:
—¡Qué mujer tan agradable y tan cultivada! Y habla inglés tan bien.
—Dile que mi hermana estuvo en un negocio en Singapur —me dijo Phuong con orgullo.
—¿De verdad?, ¿qué tipo de negocio?
Se lo traduje a ella:
—Importación, exportación. Sabe taquigrafía.
—Ojalá tuviéramos más como ella en la Misión Económica.
—Hablaré con ella —dijo Phuong—. Le gustaría trabajar para los norteamericanos.
Después de la comida volvieron a bailar, Yo también soy malo bailando, y no tenía la inconsciencia de Pyle —¿o la tenía, me preguntaba a mí mismo, cuando me enamoré por vez primera de Phuong?—. Tuvo que haber habido muchas ocasiones en el Grand Monde antes de la noche memorable de la enfermedad de la señorita Hei en las que había bailado con Phuong sólo por la oportunidad de hablarle. Pyle estaba aprovechando tal oportunidad cuando daban vueltas por la pista otra vez; se había relajado un poco, eso era todo, y la mantenía a menos de un brazo de distancia, pero los dos estaban callados. De pronto, al contemplar los pies de Phuong, tan ligeros y tan precisos y tan dueños de los de Pyle que se arrastraban, me sentí otra vez enamorado. Apenas podía creer que dentro de una hora, o de dos horas, ella volvería conmigo a la mísera habitación con retrete compartido y las viejas en cuclillas en el pasillo.
Deseé no haber oído nunca el rumor sobre Phat Diem, o que el rumor se hubiera referido a otra ciudad distinta, y no al único lugar del norte donde mi amistad con un oficial de la marina francesa me permitía introducirme, sin censura, sin control. ¿Una primicia periodística? No en aquellos días, cuando de lo que todo el mundo quería leer era de Corea. ¿Una oportunidad para morir? ¿Por qué habría yo de querer morir cuando Phuong dormía a mi lado todas las noches? Pero conocía la respuesta a aquella pregunta. Desde la infancia nunca había creído en la permanencia y, sin embargo, la había anhelado. Siempre tenía miedo de perder la felicidad. Este mes, el próximo año, Phuong me dejaría. Si no el próximo año, dentro de tres años. La muerte era el único valor absoluto en mi mundo. Se pierde la vida y uno ya no puede perder otra cosa nunca más nada. Envidiaba a los que podían creer en un Dios y desconfiaba de ellos. Tenía la impresión de que mantenían su valor con una fábula sobre lo inmutable y lo permanente. La muerte era algo mucho más cierto que Dios, y con la muerte ya no existiría la posibilidad diaria de que el amor muriera. Se esfumaría la pesadilla de un futuro de aburrimiento e indiferencia. Nunca podría haber sido pacifista. Matar a un hombre era seguramente concederle un beneficio inconmensurable. Oh, sí, la gente siempre, todas partes, amaba a sus enemigos. Era a sus amigos a los que protegían para el dolor y la vacuidad.
—Perdóneme por apartar a Phuong de usted —dijo la voz de Pyle.
—Oh, no sé bailar, pero me gusta verla bailar.
Uno siempre hablaba de ella así, en tercera persona, como sí no estuviera presente. A veces parecía invisible como la paz.
Empezó entonces la primera atracción de la noche: un cantante, un prestidigitador, un comediante —era muy obsceno, pero cuando miré a Pyle me di cuenta de que evidentemente él no podía seguir el argot—. Sonreía cuando Phuong sonreía y se reía incómodo cuando yo me reía.
—Me pregunto dónde estará Granger ahora —dije, y Pyle me miró con reproche.
Luego vino el plato fuerte de la noche: una troupe de hombres vestidos de mujer. Había visto muchos durante el día en la rue Catinat paseando de un lado a otro, con sus viejos calzones y suéteres, con un poco de azul pintado alrededor de la barbilla, meneando las caderas. Ahora con vestidos de noche escotados, con joyas falsas y pechos falsos y voces roncas, parecían al menos tan deseables como la mayoría de las mujeres europeas de Saigón. Un grupo de jóvenes oficiales de la Fuerza Aérea les silbó y ellos les devolvieron sonrisas deslumbrantes. Me quedé asombrado por la repentina violencia de la protesta de Pyle.
—Fowler —me dijo—, vámonos. Ya hemos tenido bastante, ¿no? Esto no es nada apropiado para ella.