La mañana en que Pyle llegó a la plaza junto al Continental yo estaba ya harto de mis colegas de prensa norteamericanos, corpulentos, ruidosos, jovenzuelos y de mediana edad, siempre con cuchufletas agrias contra los franceses, que eran, después de todo, los que luchaban en esta guerra. Periódicamente, después de que hubiera acabado limpiamente alguna maniobra y los heridos y muertos hubieran desaparecido de la escena, se les llamaba a Hanói, a casi cuatro horas de vuelo, donde se dirigía a ellos el comandante en jefe, se les alojaba durante una noche en un campamento para la prensa donde alardeaban de tener el mejor barman de Indochina, se les llevaba volando por encima del último campo de batalla a una altura de mil metros (el límite de alcance de una batería pesada), y luego se les devolvía sanos y salvos, con todo su bullicio, como sí regresaran de una excursión de colegio, al hotel Continental de Saigón.
Pyle era tranquilo, parecía modesto; en alguna ocasión ese primer día tuve que inclinarme hacia adelante para captar lo que decía. Y era muy, muy serio. Algunas veces parecía encogerse en su interior ante el ruido de la prensa norteamericana en la terraza de arriba… La terraza considerada popularmente la más segura trente a las granadas de mano. Pero no criticaba a nadie.
—¿Ha leído a York Harding? —me preguntó.
—No. No, creo que no. ¿Qué ha escrito?
Contempló una tienda de productos lácteos que había al otro lado de la calle y dijo como si estuviera soñando: «Se parece a un establecimiento norteamericano». Me pregunté cuánta nostalgia había detrás de esa extraña elección al observar una escena tan poco familiar. Pero ¿no me había fijado yo en mi primer paseo por la rue Catinat en la tienda con los perfumes Guerlain, y me había consolado pensando que, después de todo, Europa no estaba más que a treinta horas? Apartó con desgana la mirada de la tienda de productos lácteos y dijo:
—York escribió un libro titulado El avance de la China roja. Es un libro muy profundo.
—No lo he leído. ¿Lo conoce usted personalmente?
Asintió solemnemente y se hundió en el silencio. Pero un momento después lo rompió para modificar la impresión que había dado.
—No lo conozco bien —dijo—. Creo que sólo lo he visto dos veces.
Me gustó Pyle por eso… por considerar que era una jactancia tener relación con… ¿cómo se llamaba?… York Harding. Más tarde habría de descubrir que sentía un enorme respeto por lo que llamaba escritores serios. Ese término excluía a los novelistas, los poetas y los dramaturgos, a menos que se ocuparan de lo que él llamaba un tema contemporáneo, e incluso en ese caso era mejor leer la cosa directamente, tal como se encontraba en York.
—Sabe usted —le dije—, cuando se vive en un lugar durante mucho tiempo se deja de leer sobre ese sitio.
—Por supuesto que siempre me gusta saber lo que tiene que decir el que vive en el lugar —respondió como en guardia.
—¿Y luego verificar si coincide con York?
—Sí —quizá había notado la ironía, porque añadió con su amabilidad habitual—: sería para mí un gran privilegio si usted tuviera tiempo para ilustrarme sobre los puntos principales. Porque York, sabe, estuvo aquí hace más de dos años.
Me gustaba su lealtad hacia Harding… quienquiera que fuera ese Harding. Significaba un cambio con respecto a los ataques de los periodistas y su cinismo inmaduro.
—Tómese otra botella de cerveza y trataré de darle una idea de cómo están las cosas —le dije.
Empecé explicándole, mientras me contemplaba fijamente como un alumno ejemplar, la situación en el norte, en Tonkin, donde los franceses en aquellos días estaban manteniéndose en el delta del río Rojo, que contenía a Hanói y el único puerto del norte, Haiphong. Era aquí donde se cultivaba la mayor parte del arroz y cuando era la época de la cosecha comenzaba siempre la batalla anual por el arroz.
—Eso es el norte —le dije—. Los franceses pueden mantenerse, pobres diablos, si los chinos no acuden en ayuda del Vietminh. Es una guerra de jungla y montaña y pantano, arrozales donde se hunde uno hasta los hombros y el enemigo desaparece simplemente, entierra las armas, y se viste con ropas de campesinos. Pero en Hanói puede uno pudrirse cómodamente en la humedad. Allí no tiran bombas. Dios sabe por qué. Podría llamarse una guerra normal.
—¿Y aquí en el sur?
—Los franceses controlan las principales carreteras hasta las siete de la tarde; controlan después las torres de vigilancia y las ciudades… parte de ellas. Eso no significa que uno esté seguro, o no habría verjas de hierro frente a los restaurantes.
Con qué frecuencia había explicado todo esto antes. Era como un disco que volvía siempre a girar para información del recién llegado… el parlamentario de visita, el nuevo ministro británico. A veces me despertaba por la noche diciendo: «Tomemos el caso de los caodaístas». O los Hoa-Haos o los Binh Xuyen, todos los ejércitos privados que vendían sus servicios por dinero o venganza. Los extranjeros lo encontraban pintoresco, pero no hay nada pintoresco en la traición y la desconfianza.
—Y ahora —le dije— está el general Thé. Era el jefe del estado mayor de los caodaístas, pero ahora se ha echado a las montañas para luchar contra los dos bandos, los franceses, los comunistas…
—York —dijo Pyle— escribió que lo que el Oriente necesitaba era una Tercera Fuerza.
Quizá yo debiera haber advertido ese brillo fanático, la respuesta rápida a una frase, el sonido mágico de las cifras: la Quinta Columna, la Tercera Fuerza, el Séptimo Día. Habría podido ahorrarnos muchos problemas a todos, incluso Pyle, si me hubiera dado cuenta de la dirección que tomaba aquella mente joven infatigable. Pero lo dejé con ese esbozo general de la situación y volví a mi paseo diario de arriba abajo de la rue Catinat. Pyle tendría que averiguar por sí mismo la situación real, que se apoderaba de uno como un olor: el oro de los arrozales bajo un sol chato y tardío; las frágiles grullas pescadoras que revoloteaban por los campos como mosquitos; las tazas de té en la plataforma de un viejo sacerdote, con la cama y sus calendarios comerciales, sus cubos y sus tazas rotas y los desperdicios de toda una vida reunidos alrededor de su silla; los sombreros como moluscos de las muchachas que reparaban la carretera donde había explotado una mina; el oro y el verde joven y los brillantes vestidos del sur, y en el norte los marrones oscuros y las ropas negras y el círculo de montañas enemigas y el zumbido de los aviones. Cuando llegué por primera vez contaba los días de mi misión, como un colegial que va marcando los días de cada trimestre, creía estar unido a lo que quedaba de una plaza de Bloomsbury y al autobús 73 que pasa por delante de Euston, y la primavera en el local de Torrington Place. Ahora estarían reventando los bulbos del jardín de la plaza, y no me importaba lo más mínimo. Necesitaba un día punteado por aquellas súbitas explosiones que podían ser los escapes de los coches o podían ser granadas; necesitaba seguir viendo aquellas figuras de pantalones de seda que atravesaban con gracia el húmedo mediodía; necesitaba a Phuong, y mi hogar había cambiado de residencia unos trece mil kilómetros.
Di la vuelta en la casa del Alto Comisionado, donde hacía guardia la Legión Extranjera con sus quepis blancos y sus charreteras escarlatas, crucé junto a la catedral y regresé por el triste muro de la Sureté vietnamita que parecía oler a orines e injusticias. Y sin embargo, también eso era parte de mi hogar, como los pasillos oscuros de los pisos superiores que uno evitaba en la infancia. Las revistas nuevas, sucias, estaban expuestas en los quioscos junto al muelle… Tabú e Ilusión, y los marineros bebían cerveza en la acera, un blanco fácil para las bombas de fabricación casera. Pensé en Phuong, que estaría regateando el precio del pescado tres calles más abajo a la izquierda antes de ir a tomarse alguna cosa en la tienda de productos lácteos (siempre sabía dónde estaba aquellos días), y Pyle se esfumó con naturalidad y facilidad de mi mente. Ni siquiera se lo mencioné a Phuong, cuando nos sentamos a almorzar juntos en nuestra habitación de la rue Catinat, ella con su mejor túnica de seda floreada porque hacía justamente dos años que nos habíamos conocido en el Grand Monde[15] de Cholon.
Ninguno de los dos lo mencionó cuando nos despertamos la mañana después de su muerte. Phuong se había levantado antes de que yo estuviera totalmente despierto y había preparado nuestro té. Uno no tiene celos de los muertos, y me parecía fácil aquella mañana volver a nuestra antigua vida juntos.
—¿Te quedarás esta noche? —le pregunté a Phuong, de la forma más despreocupada que pude, mientras me comía los croissants.
—Tengo que ir a buscar mis cosas.
—Puede que la policía esté allí —le dije—. Mejor te acompaño —fue lo más cerca que estuvimos ese día de hablar de Pyle.
Pyle tenía un piso en una casa nueva cerca de la rue Duranton, a poca distancia de una de esas calles principales que los franceses subdividían continuamente en honor de sus generales… de forma que la rue De Gaulle se convertía después de la tercera intersección en la rue Leclerc, y ésta más tarde o más temprano probablemente se convertiría de repente en la rue de Lattre. Debía haber alguien importante que llegaba por vía aérea de Europa, porque a lo largo de la ruta hasta la residencia del Alto Comisionado había un policía cada veinte metros frente a la acera.
En la entrada de grava del apartamento de Pyle había varias motocicletas y un policía vietnamita examinó mi tarjeta de prensa. No quería permitir la entrada de Phuong a la casa, así que tuve que ir a buscar a un oficial francés. En el baño de Pyle estaba Vigot lavándose las manos con el jabón de Pyle y secándoselas con la toalla de Pyle. Su traje tropical tenía una mancha de aceite en la manga… aceite de Pyle, supongo.
—¿Alguna novedad? —le pregunté.
—Encontramos su coche en el garaje. No tenía gasolina. Debe de haber salido anoche en el trishaw o en el coche de otra persona. Quizá lo vaciaron de gasolina.
—Podría incluso haber ido a pie —le dije—. Ya sabe cómo son los norteamericanos.
—Su coche se le quemó, ¿verdad? —me preguntó pensativamente—. ¿No se ha comprado uno nuevo todavía?
—No.
—No es un punto importante.
—No.
—¿Tiene usted alguna opinión? —me preguntó.
—Demasiadas —le dije.
—Cuénteme.
—Bueno, puede haberlo asesinado el Vietminh. Ya han asesinado a mucha gente en Saigón. Encontraron su cuerpo en el río junto al puente de Dakow —territorio del Vietminh cuando se retira la policía por la noche—. O podrían haberlo matado los de la Sureté vietnamita —ya se sabe que eso pasa—. Quizá no les gustaban sus amigos. Quizá lo mataron los caodaístas porque conocía al general Thé.
—¿Lo conocía?
—Eso es lo que se dice. Quizá lo mató el general Thé porque conocía a los caodaístas. Quizá lo mataron los Hoa-Haos por insinuarse a las concubinas del general. Quizá sólo lo mató alguien que quería su dinero.
—O un simple caso de celos —dijo Vigot.
—O quizá la Sureté francesa —continué yo—, porque no le gustaban sus contactos. ¿Está usted buscando realmente a quien lo mató?
—No —dijo Vigot—, sólo estoy haciendo un informe; eso es todo. Mientras sea un acto de guerra… bueno, matan a miles cada año.
—A mí puede descartarme —le dije—. No estoy implicado. No estoy implicado —le repetí.
Había sido un artículo de mi profesión de fe. Siendo lo que era la condición humana, que lucharan, que se armaran, que se mataran, yo no iba a intervenir. Mis compañeros periodistas se llamaban a sí mismos corresponsales; yo prefería el título de reportero. Escribía lo que veía, No tomaba ningún tipo de acción… incluso una opinión es una especie de acción.
—¿Qué está usted haciendo aquí?
—He venido por las pertenencias de Phuong. Sus agentes no la quieren dejar entrar.
—Bueno, vayamos a buscarlas.
—Es muy amable de su parte, Vigot.
Pyle tenía dos habitaciones, una cocina y un baño. Fuimos al dormitorio. Yo sabía dónde tendría Phuong su cofre —debajo de la cama—. Tiramos de él juntos; contenía sus libros de fotos. Cogí del armario sus pocos vestidos, sus dos túnicas buenas y sus pantalones. Tenía uno la sensación de que llevaban allí colgados sólo unas pocas horas, y que no era ése su lugar, que estaban de paso como una mariposa en la habitación. En un cajón encontré sus pequeños culottes triangulares y su colección de pañuelos para el cuello. Había realmente muy poco que meter en el cofre, menos de lo que se lleva en Europa para una visita de fin de semana.
En el cuarto de estar había una fotografía suya con Pyle. Se la habían sacado en los jardines botánicos al lado de un enorme dragón de piedra. Phuong tenía sujeto al perro de Pyle por la correa, un chow-chow negro de lengua negra. Un perro demasiado negro. Puse la foto en el cofre.
—¿Qué ha ocurrido con el perro? —pregunté.
—No está aquí. Puede que se lo llevara consigo.
—Quizá vuelva y pueda usted analizar la tierra de sus patas.
—No soy Lecoq, ni siquiera Maigret, y estamos en guerra.
Crucé la habitación hasta la librería y examiné las dos hileras de libros —la biblioteca de Pyle—. El avance de la China roja, El desafío a la democracia, El papel de Occidente… eran éstas, supongo, las obras completas de York Harding. Había muchos Informes del Congreso, un libro de frases vietnamitas, una historia de la guerra en las Filipinas, un Shakespeare de la «Modern Library». ¿Con qué se relajaba? Encontré sus lecturas ligeras en otro estante: un Thomas Wolfe de bolsillo, una misteriosa antología titulada El triunfo de la vida y una selección de poesía norteamericana. Había también un libro de problemas de ajedrez. No parecía mucho para distraerse después de un día lleno de trabajo, pero, después de todo, había tenido a Phuong. Escondido detrás de la antología había un libro encuadernado en rústica que se titulaba La fisiología del matrimonio. Quizá estaba estudiando el sexo, como había hecho con el Oriente, en un libro. Y la palabra clave era matrimonio. Pyle creía en una vida con compromiso.
Su escritorio estaba completamente vacío.
—Ha hecho usted una buena limpieza —le dije.
—Ah —contestó Vigot—, tuve que hacerme cargo de todo en nombre de la Legación Norteamericana. Ya sabe con qué rapidez se extienden los rumores. Y podría haber pillaje. Hice que sellaran todos sus papeles.
Lo dijo seriamente, sin sonreír siquiera.
—¿Algo comprometedor?
—No nos podemos permitir encontrar nada comprometedor tratándose de un aliado —dijo Vigot.
—¿Le importaría que cogiera uno de estos libros…, como recuerdo?
—Miraré hacia otro lado.
Elegí El papel de Occidente de York Harding, y lo metí en el cofre con las ropas de Phuong.
—¿No hay nada que me pueda contar, como amigo, en confianza? —me preguntó Vigot—. Ya lo tengo todo atado en mi informe. Fue asesinado por los comunistas. Quizá sea el principio de una campaña contra la ayuda norteamericana. Pero entre nosotros… Oiga, estamos hablando con la garganta seca, ¿qué le parece si tomamos un vermú con cassis aquí a la vuelta de la esquina?
—Demasiado temprano.
—¿No le confió nada la última vez que lo vio?
—No.
—¿Cuándo fue eso?
—Ayer por la mañana. Después de la gran explosión.
Se calló por un momento para dejar que mi respuesta se asentara… en mi mente, no en la suya; interrogaba con educación.
—¿Estaba usted fuera de su casa cuando él lo llamó anoche?
—¿Anoche? Debía estar. No sabía…
—Puede que necesite usted un visado de salida. Ya sabe que nosotros podemos retrasarlo indefinidamente.
—¿Cree usted realmente —le dije— que quiero regresar a casa?
Vigot contempló por la ventana el hermoso día sin nubes. Y dijo tristemente:
—La mayoría de la gente quiere.
—Me gusta estar aquí. En casa hay… problemas.
—Merde[16] —dijo Vigot—, aquí está el Agregado Económico Norteamericano.
Repitió con sarcasmo:
—Agregado Económico.
—Mejor me voy. Querrá sellarme a mí también.
Vigot dijo con tono de hastío:
—Le deseo suerte. Éste tendrá mucho que decirme.
El Agregado Económico estaba de pie junto a su Packard cuando salí, tratando de explicarle algo a su chófer. Era un hombre robusto de mediana edad con un trasero exagerado y una cara que parecía no necesitar nunca una navaja. Me llamó:
—Fowler, ¿podría explicarle usted a este condenado chófer…?
Y le expliqué.
—Pues eso es justamente lo que le acabo de decir, pero siempre simula que no entiende francés —dijo.
—Puede deberse al acento.
—Pasé tres años en París. Mi acento es lo bastante bueno para uno de estos condenados vietnamitas.
—La voz de la democracia —dije.
—¿Qué es eso?
—Supongo que es un libro de York Harding.
—No le entiendo.
Echó una mirada de desconfianza al cofre que yo llevaba.
—¿Qué lleva ahí? —me preguntó.
—Dos pares de pantalones de seda blancos, dos túnicas de seda, algunas bragas… tres pares, creo. Todos productos nacionales. Nada de ayuda norteamericana.
—¿Ha estado ahí arriba? —me preguntó.
—Sí.
—¿Ya se enteró de la noticia?
—Sí.
—Es algo terrible —dijo—, terrible.
—Supongo que el ministro está muy preocupado.
—Desde luego. Está ahora con el Alto Comisionado, y ha pedido una entrevista con el presidente.
Me cogió del brazo y me alejó de los coches:
—¿Usted conocía bien al joven Pyle, verdad? No puedo aceptar que una cosa así le haya sucedido a él. Yo conocí a su padre. El profesor Harold C. Pyle… habrá oído hablar de él.
—No.
—Es la autoridad mundial en erosión submarina. ¿No vio usted su foto en la portada del Time del mes pasado?
—Ah, creo que recuerdo. Un acantilado que se derrumbaba al fondo y gafas doradas en primer plano.
—Ése es. Yo tuve que redactar el telegrama para su familia. Fue terrible. Quería al muchacho como si fuera mi hijo.
—Eso lo convierte a usted en un familiar cercano a su padre.
Volvió sus húmedos ojos castaños hacia mí y dijo:
—¿Qué le pasa? Ésa no es manera de hablar cuando un muchacho tan bueno…
—Lo siento —dije—. La muerte impresiona a la gente de manera distinta.
Quizá realmente había querido a Pyle.
—¿Qué decía usted en el telegrama? —le pregunté.
Contestó con seriedad y literalmente:
—«Lamento informar que su hijo murió como soldado por la Democracia». El ministro lo firmó.
—Como soldado —dije—. ¿No sonará eso algo confuso? Quiero decir para su familia. La Misión de Ayuda Económica no se relaciona con el Ejército. ¿Consiguen ustedes medallas al valor?
Contestó en un tono bajo, lleno de ambigüedad:
—Tenía deberes especiales.
—Oh, sí, todos lo suponíamos.
—Pero él no habló, ¿verdad?
—Oh, no —dije, y recordé la expresión de Vigot—, era un americano muy tranquilo.
—¿Tiene usted alguna idea de por qué lo mataron, y quién lo hizo? —me preguntó.
Me enfadé de pronto; estaba ya cansado de todos ellos con sus provisiones particulares de Coca-Cola y sus hospitales portátiles y sus coches enormes y sus armas no muy recientes. Le dije:
—Sí, lo mataron porque era demasiado inocente para vivir. Era joven e ignorante y tonto y se vio involucrado. No tenía más idea que cualquiera de ustedes sobre lo que pasa aquí, y ustedes le dieron dinero y los libros de York Harding sobre Oriente y le dijeron: «Adelante. Conquista el Oriente para la Democracia». Nunca vio nada que no hubiera oído antes en una sala de conferencias, y los escritores y conferenciantes que tienen ustedes lo convirtieron en un tonto. Cuando veía un cadáver no podía ni siquiera distinguir las heridas. Una amenaza roja, un soldado de la democracia.
—Yo pensaba que era usted amigo suyo —me dijo con cierto tono de reproche.
—Yo era su amigo. Me hubiera gustado verlo leyendo los suplementos dominicales en casa y siguiendo el béisbol. Me hubiera gustado verlo sano y salvo con una chica norteamericana media, de las que se suscriben al Club del Libro.
Se aclaró la garganta, incómodo.
—Desde luego —dijo—. Había olvidado ese desgraciado asunto. Yo estaba de su lado, Fowler. Pyle se comportó muy mal. No me importa decirle que tuve una larga conversación con él sobre la chica. Sabe usted, yo tenía la ventaja de conocer al profesor y a la señora Pyle.
—Vigot lo está esperando —le dije, y me fui.
Por vez primera advirtió la presencia de Phuong y cuando volví la mirada hacia él me estaba contemplando con cierta perplejidad dolorida: un eterno hermano que no comprendía nada.