Los mensajes de Cavor, del sexto al decimosexto, están a cada paso interrumpidos, y abundan tanto en repeticiones, que casi no forman una narración seguida. Los publicaremos completos, por supuesto, en la memoria científica; pero aquí será mucho más conveniente limitarse a continuar con extractos y citas, como en el anterior capítulo. Hemos sometido cada palabra a un minucioso escrutinio crítico, y mis propios recuerdos e impresiones de las cosas lunares, aunque breves, han sido de inestimable ayuda para la interpretación de lo que sin ello habría sido de una obscuridad impenetrable. Naturalmente, como seres vivientes que somos, nuestro interés se concentra mucho más en la extraña comunidad de insectos lunares en que Cavor vive, según parece, como huésped colmado de honores, que en la simple condición física de aquel mundo.
Creo haber explicado ya que los selenitas que vi se parecen al hombre en que andan en dos pies y rectos, y que tienen cuatro miembros principales; y he comparado el aspecto general de sus cabezas y las coyunturas de sus miembros, con las de los insectos. He señalado también, la peculiar consecuencia de su gravitación menor en la luna: debilidad y fragilidad. Cavor confirma mis observaciones sobre estos puntos: llama, a los selenitas «animales», aunque por supuesto, no entran en división alguna de la clasificación de las criaturas terrestres, y deja constancia de que «el tipo insecto de la anatomía nunca ha pasado en la tierra, afortunadamente para los hombres, de un tamaño relativamente muy pequeño». Los mayores insectos terrestres, vivientes o ya extinguidos, no miden, en verdad, más de seis pulgadas de largo; «pero aquí, a causa de la menor gravitación de la luna, un animal, sea insecto o vertebrado, parece que puede alcanzar dimensiones humanas y ultrahumanas».
No menciona a la hormiga, pero sus alusiones hacen que la hormiga aparezca de continuo ante mi mente, con su actividad incansable, con su inteligencia y organización social y con su estructura, particularmente por el hecho de que presentan, además de las dos formas —masculina y femenina, que casi todos los otros animales poseen—, una cantidad de otras criaturas asexuales, trabajadores, soldados, etc…, diferentes una de otra en estructura, carácter, poder y empleo, y sin embargo, todos miembros de las mismas especies. Porque hay que notar que los selenitas tienen gran variedad de formas. Desde luego no solamente son, por su tamaño, colosálmente más grandes que las hormigas, sino también, en opinión de Cavor, con respecto a la inteligencia, a la moralidad, a la sabiduría social, son colosálmente más grandes que los hombres. Y en vez de las cuatro o cinco diferentes formas de hormigas que el hombre conoce hasta ahora, las diversas formas de selenitas son casi innumerables. Ya he tratado de indicar la muy considerable diferencia que se observa entre los selenitas del centro y los de la corteza exterior con quienes la casualidad hizo encontrarme: sus diferencias de tamaño, color y forma eran ciertamente tan grandes como las que separan a las razas de hombres más diversas; pero las diferencias que vi quedan reducidas absolutamente a la nada en cuanto se las confronte con las que Cavor describe. Parece, efectivamente, que los selenitas exteriores que vi eran, los más de ellos, de un solo color y ocupación: pastores, matarifes, etc. Pero dentro de la luna, cosa de que yo no tenía ni siquiera sospecha, parece que hay una cantidad de clases de selenitas: diferentes en formas, diferentes en poder y en apariencia, y que sin embargo, no son diferentes especies de criaturas sino diferentes formas de una especie. La luna es, seguramente, algo como un vasto hormiguero; pero en vez de existir en éste sólo las cuatro o cinco clases de hormigas: trabajador, soldado, macho alado, reina y esclavo, hay varios cientos de diferentes clases de selenitas, y casi todas las gradaciones entre una clase y otra.
Debemos creer que Cavor descubrió esto con mucha rapidez. Deduzco de su narración (pues no puedo decir que ésta lo expone con claridad), que quienes lo capturaron fueron los pastores bajo la dirección de los otros selenitas, que tienen más grandes las cajas cerebrales (¿cabezas?), y mucho más cortas las piernas. Al ver que no se decidía a andar, ni aun cuando lo punzaran con sus lanzas, lo condujeron a las lóbregas galerías interiores, cruzaron un puentecillo estrecho, algo como una tabla puesta de un lado a otro de una zanja, que quizás sea el mismo por el cual me negué yo a pasar, y lo pusieron en una cosa que al principio debe haberle parecido una especie de ascensor. Era un globo —que había estado absolutamente invisible para nosotros en las tinieblas—, y lo que yo había creído una simple tabla que se hundía en el vacío era, sin duda, el puentecillo para pasar al globo.
En éste descendieron hacia regiones interiores cada vez más iluminadas. Al principio bajaron en silencio —turbado, únicamente, por el cuchicheo de los selenitas—, y después entraron en un creciente ruido y movimiento. En poco tiempo, la profunda obscuridad había dado a los ojos de Cavor una sensibilidad tan grande, que a cada momento iba viendo algo más de las cosas que lo rodeaban, y por último lo vago tomó forma.
«Figúrense ustedes un enorme espacio cilíndrico —dice Cavor en su séptimo mensaje—, que tendrá hasta un cuarto de milla de ancho; muy tenuemente alumbrado al principio y después claro, con grandes plataformas extendidas en espirales que se pierden por fin hacia abajo, en una azul profundidad: y el espacio se iluminaba cada vez más, sin que fuera posible decir cómo ni por qué. Acuérdense ustedes de la cavidad por dónde pasa la escalera en espiral más ancha, o la que sirve para el ascensor más espacioso que hayan visto, y multipliquen sus dimensiones por ciento; imagínenselo ustedes en el crepúsculo, visto a través de un vidrio azul; imagínense verlo ustedes mismos así, pero imagínense también sentirse extraordinariamente ligeros, haberse desprendido de cuanta sensación de vértigo puede sentirse en la tierra, y tendrán los primeros elementos de la impresión que entonces sentí».
»En torno de aquella enorme cavidad, imagínense ustedes una ancha galería que se extiende en una espiral mucho más empinada que lo que sería creíble en la tierra, y que forma un escarpado camino, sólo separado del abismo por un pequeño parapeto que se pierde en una perspectiva lejana, dos millas hacia abajo.
»Alcé los ojos, y vi el mismo sujeto de la visión de abajo: parecía por supuesto, que asomaba la cabeza para mirar dentro de un cono muy inclinado. El viento soplaba de arriba abajo y más arriba me parece que oí, debilitándose por momentos, el bramido de las reses recogidas nuevamente de los pastos del exterior. Y arriba y abajo, las galerías en espiral se veían sembradas de una muchedumbre desparramada, insectos pálidos, débilmente luminosos, que nos miraban o se entregaban con prisa a sus desconocidas ocupaciones.
»No sé si fue ilusión mía, pero me pareció que un copo de nieve pasó rápidamente, empujado por la helada brisa. Y luego, como otro copo de nieve, un pequeño hombre-insecto, prendido a un paracaídas, se deslizó cerca de nosotros, con mucha velocidad, hacia las regiones centrales de la luna.
»El selenita cabezudo que estaba sentado junto a mí, al verme mover la cabeza como alguien que ve, extendió su “mano” en forma de trompa y señaló una especie de muelle que aparecía a la vista, abajo, muy lejos: un pequeño desembarcadero, o algo así, colgado en el vacío. A medida que nos acercábamos a aquel punto nuestra velocidad disminuía, hasta que al llegar a su altura nos detuvimos. Alguien arrojó un cabo, pronto atado, y en seguida me encontré delante de una multitud de selenitas que se agolpaban a verme.
»Aquélla era una agrupación inconcebible: repentina, violentamente, se impuso a mi atención la gran variedad de tipos que existe entre aquellos seres de la luna.
»No había, a decir verdad, semejanza entre dos seres de aquella hormigueante muchedumbre. ¡Se diferenciaban en forma, se diferenciaban en tamaño! Algunos se inclinaban, se estiraban; otros corrían de un lado para otro, por entre las piernas de sus camaradas; algunos se retorcían y entrelazaban como serpientes. Todos ellos sugerían la grotesca e intranquilizadora idea de un insecto que de algún modo ha conseguido remedar a un ser humano; todos parecían presentar una increíble exageración de alguna determinada parte del cuerpo: éste tenía un vasto miembro anterior derecho, un enorme brazo “antenal”, o algo así; aquél parecía todo pierna, encaramado, tal como se le veía, en zancos; otro avanzaba un órgano de forma nasal al lado de un ojo agudamente escrutador, que le hacía aparecer sorprendentemente humano basta que uno veía su boca exenta de expresión. Los fabricantes de juguetes hacen unos polichinelas con patas de langosta; así era aquel ser. La extraña y (fuera de la falta de mandíbulas y palpos), casi insectuna cabeza de aquellos selenitas, pasaba por transformaciones asombrosas; aquí era ancha y baja, allá alta y angosta; aquí, su vacía frente se prolongaba en cuernos y otras prominencias extrañas; en uno tenía patillas y parecía dividida, en otro tenía un grotesco perfil humano. Varias cajas craneanas se estiraban, como vainas, hasta adquirir un largo enorme. Los ojos eran también de una extraña variedad, algunos bastante elefantinos, diminutos y vivos; otros, anchos pozos obscuros. Había asombrosas formas con cabezas reducidas a microscópicas proporciones y estupendos cuerpos, y fantásticas, tenues cosas que parecían existir sólo como base para unos ojos vastos, rodeados de un círculo blanco, chispeantes. Y el más extraño de todos, o a lo menos así me parecía por el momento, era que dos o tres de aquellos seres estrafalarios de un mundo subterráneo, de un mundo protegido del sol o de la lluvia por innumerables millas de roca… ¡llevaban paraguas en sus tentaculares manos!, ¡verdaderos paraguas de apariencia terrestre! Y en seguida pensé en el hombre del paracaídas que había visto descender…
»Aquella gente lunar se conducía exactamente como una muchedumbre humana en circunstancias semejantes: se empujaban y estrujaban mutuamente, el uno echaba a un lado al de más allá, hasta se subían uno sobre otro para verme. A cada momento aumentaban en número, y se agolpaban con más presión contra los discos de mis guardianes (Cavor no explica lo que esto significa); a cada momento nuevas formas se imponían a mi maravillada atención. Y, de repente, se me hizo señas de que entrara, y se me ayudó a entrar en una especie de litera, que unos conductores dotados de fuertes brazos, levantaron: así fui conducido por encima de aquella hirviente pesadilla, al alojamiento que se me había destinado en la luna. Por todas partes me rodeaban ojos, caras, máscaras, tentáculos, un ruido sordo como el roce de alas de escarabajo, y una gran mezcla de balidos y chillidos, que eran las voces de los selenitas…
Por lo que sigue comprendemos que lo llevaron un «departamento hexagonal», y allí estuvo acompañado durante cierto tiempo. Después se le dio mucha mayor libertad hasta que gozó casi de tanta como la de que puede gozarse en una ciudad civilizada de la tierra. Parece que el misterioso ser, gobernante y amo de la luna, designó a dos selenitas de grandes cabezas para «custodiarle y estudiarle, y para establecer con él la comunicación mental que fuera posible alcanzar», y por sorprendente e increíble que pueda parecer, aquellos dos seres, aquellos fantásticos hombres-insectos, aquellos seres de otro mundo, llegaron a comunicarse con Cavor por medio del lenguaje terrestre…
Cavor les da los nombres de Fi-u y Tsi-puff. Dice que Fi-u tenía de alto unos cinco pies, las piernas delgadas, cortas, como de dieciocho pulgadas de largo, y pequeños pies, de la común forma lunar. Sobre aquellas piernas se balanceaba un cuerpecito, palpitante con los latidos del corazón. Los brazos eran largos, flojos, con muchas coyunturas, y terminaban en un puño tentacular; el cuello tenía también muchas coyunturas, como los de los demás, pero era excepcionalmente corto y grueso.
«Su cabeza —dice Cavor, (aludiendo sin duda a alguna anterior comunicación que se había extraviado)—, es del corriente tipo lunar, pero extrañamente modificada: la boca tiene la usual hendidura sin expresión, pero es muy pequeña y se abre hacia abajo, y cara entera, propiamente dicha, está reducida al tamaño de una ancha nariz chata. A cada lado hay un ojo, semejante a los de la gallina».
»El resto de la cabeza forma un voluminoso globo, y la epidermis cueruda, gruesa, de los pastores de reses, se adelgaza hasta quedar reducida a una simple membrana, a través de la cual se ven claramente los movimientos de pulsación del cerebro. Fi-u es, en resumen, un ser con un cerebro tremendamente hipertrofiado y con lo demás de su organismo relativo y, podría decirse en sentido terrestre, absolutamente atrofiado.
En otro párrafo, Cavor compara a Fi-u, visto por detrás con Atlas sosteniendo el mundo. Tsi-puff, según parece, era un insecto muy semejante a él, pero su «cara» se estiraba hasta ser de un largo considerable, y por hallarse la hipertrofia cerebral en otras regiones, su cabeza no era redonda, sino de forma de pera, con el pedúnculo hacia abajo. Después habla Cavor de los portadores de literas, seres con tremendos hombros y el resto del cuerpo flaco; de unos ujieres que más debían parecer arañas, y de un encorvado lacayo, todos los cuales componían su servidumbre.
Fi-u y Tsi-puff acometieron el problema del lenguaje de un modo bastante natural. Entraron en la celda hexagonal en que Cavor estaba encerrado, y empezaron a imitar todos los sonidos que éste emitía: el primero fue una tos. Cavor, por su parte, parece que comprendió su intención con gran prontitud, y comenzó a repetirle s palabras y a indicarles su aplicación. El procedimiento continuó, probablemente siendo siempre el mismo: Fi-u escuchaba a Cavor, mirándolo durante un rato, luego señalaba también, y repetía la palabra que había oído.
La primera palabra que dominó fue «hombre», y la segunda «lunestre», que Cavor, a lo que parece en la precipitación del momento, empleó, en vez de «selenita» para designar a la raza lunar. Tan pronto como Fi-u estaba seguro del significado de una palabra, la repetía a Tsi-puff, quien la recordaba infaliblemente. En la primera sesión llegaron a dominar más de cien palabras.
Después parece que llevaron a un artista para que los ayudara en su labor con dibujos y diagramas, porque los que hacía Cavor eran bastante imperfectos: «era, —dice Cavor—, un ser con un brazo activo y un ojo escrutador, y dibujaba con increíble rapidez».
El undécimo mensaje es, indudablemente, sólo un fragmento de una comunicación más larga. Después de algunas frases entrecortadas, que han llegado en forma ininteligible, continúa:
«Pero sólo interesaría al los lingüistas, y me demoraría mucho, referir con detalles la serie de tentativas de conversaciones de que aquello fue comienzo, y por otra parte, temo que no me fuera posible presentar algo capaz de reproducir en su debido orden todos los avances y vueltas que dimos, en nuestro afán de comprendernos mutuamente. En los verbos encontramos muy pronto el camino expedito, por lo menos en los verbos activos que pude expresar por medio de dibujos; algunos adjetivos fueron fáciles de explicar; pero cuando llegamos a los substantivos abstractos, las preposiciones, y a las formas de lenguaje figurado por cuyo medio se expresa uno tan fácilmente en la tierra, aquello fue como zambullir en el agua con un cinturón de corcho. Pero esas dificultades sólo fueron insuperables hasta la sexta lección, cuando se nos agregó un cuarto auxiliar, un ser con una cabeza enorme, de forma de foot-ball, cuyo “fuerte” era evidentemente la persecución de las analogías complicadas. Entró en actitud preocupada, tropezando con un banquito. Era necesario presentarle las dificultades que habían surgido con cierta cantidad de gritos, golpes, y pinchazos, para que llegaran a su conocimiento; pero una vez que esto sucedía, su penetración era asombrosa. En cualquier momento en que se necesitara pensar con mayores alcances que los de Fi-u (los cuales eran, como he dicho ya, vastísimos), se solicitaban los servicios de la cabezuda persona, y ésta, invariablemente, transmitía sus conclusiones a Tsi-puff, para que los recordara: Tsi-puff era siempre el arsenal de hechos. Y así continuamos adelantando».
»Largo me pareció, y sin embargo, fue breve, apenas unos días, el tiempo que pasó sin que pudiéramos hablar positivamente con aquellos insectos de la luna. Al principio, como es lógico, nuestra conversación se limitó a un cambio de sonidos infinitamente fastidioso y exasperante; pero de una manera imperceptible llegamos a la comprensión, y a fuerza de paciencia me he puesto al alcance de los limitados medios de mis interlocutores. Fi-u es quien tiene a su cargo todo lo que sea hablar, y habla con una gran suma de meditación previa: primero hace: “Mm… mm…”, y como ha llegado a posesionarse de un par de lugares comunes, por ejemplo: “Si puedo decirlo…”, “Si usted me comprende…”, los injerta a cada rato en el discurso.
»Supongan ustedes que está explicando lo que es su artista; pues dirá: “Mm… mnm… él… si puedo decirlo…, dibuja. Come poco… bebe poco… dibuja. Ama dibujar. No otra cosa. Odia todos no dibujan como él. Enojado. Odia todos dibujan como él mejor. Odia mayoría gente. Odia todos no piensan todo mundo para dibujar. Enojado. Mm… Todas cosas significan nada para él; sólo dibujar. Usted gústale… Nueva cosa para dibujar. ¿Eh?… Este (volviéndose a Tsi-puff) ama recordar palabras. Recuerda maravilloso, mejor nadie. Piensa no, dibuja no: recuerda. Dice (aquí acudió a su ayudante para que le proporcionara la palabra,) historias…, todas cosas. Oye una vez, repítelo siempre”.
»El espectáculo es mucho más maravilloso de lo que jamás soñé que me fuera dado ver y oír: pasmado me quedo al oír a estos extraordinarios animales, —pues ni la familiaridad en que vivo con ellos atenúa ante mis ojos el antihumano efecto de su apariencia—, cuchicheando continuamente una aproximación cada vez más cercana a un lenguaje terrestre coherente, formulando preguntas, dando respuestas. Me parece a ratos que tomo a la época de la niñez, en que me volvía todo oído para escuchar las fábulas en que pleiteaban la hormiga y la langosta y la abeja hacia de juez.
Y mientras avanzaban esos ejercicios lingüísticos, parece que la reclusión de Cavor iba siendo menos rigurosa.
«El primer temor y desconfianza que nuestro desgraciado conflicto con los selenitas exteriores creó, se desvanece —dice Cavor—, cada vez más, por la prudente racionalidad de cuanto hago… Ahora puedo ir y venir por donde me place, y en lo que se me sujeta lo hacen únicamente por mi bien. Así es como he podido llegar hasta este aparato y, ayudado por un feliz hallazgo entre los materiales acumulados en esta enorme cueva-depósito, arreglar lo necesario para el envío de mis mensajes. Hasta ahora no ha habido la menor tentativa para impedirme que lo haga, aunque he explicado con bastante claridad a Fi-u que estoy telegrafiando a la tierra».
»—¿Habla usted con otro? —me ha preguntado, observándome atentamente.
»—Con otros.
»—Otros… —ha repetido él—. ¡Oh, sí! ¿Hombres?
»Y yo continué la transmisión de mi mensaje.
Cavor corregía continuamente sus primeras descripciones de los selenitas, siempre que nuevos hechos modificaban sus conclusiones anteriores; y esto nos hace advertir que no damos sin cierta reserva los extractos que van a leerse en seguida. Los tomamos de los mensajes noveno, decimotercio y decimosexto, y no obstante ser tan vagos y fragmentarios, presentan probablemente el cuadro más completo de la vida social de aquella extraña comunidad, que el genero humano pueda esperar durante muchas generaciones.
«En la luna —dice Cavor—, cada ciudadano conoce su posición: ha nacido para ella y la acabada disciplina de ejercicio, educación y cirugía a que se le sujeta, lo hace al fin tan completamente adecuado para ella que ya no tiene ni ideas ni órganos para ningún objeto distinto».
»¿Por qué habría de tenerlos? —preguntaría Fi-u.
»Si, por ejemplo, un selenita está destinado a ser matemático, sus maestros intelectuales y físicos se consagran inmediatamente a formarlo para tal objeto. Ahogan toda incipiente disposición para otros fines, alientan sus tendencias matemáticas con perfecta habilidad psicológica. Su cerebro crece, o por lo menos crecen las facultades matemáticas de su cerebro, y el resto de su persona crece solamente en cuanto es necesario para sostener la parte esencial de su ser.
»Así llega día en que, excepción hecha del sueño y la alimentación, su único deleite consiste en el ejercicio y despliegue de su facultad, lo único que le interesa es la aplicación de ésta, su única sociedad es la de otros especialistas de su mismo empleo. Su cerebro sigue creciendo sin cesar, se hace cada vez más grande, por lo menos en sus partes concernientes a las matemáticas, que se abultan continuamente, y parecen absorber toda la vida y el vigor del resto de su cuerpo. Sus miembros se encogen, el corazón y los órganos digestivos disminuyen, la cara de insecto queda oculta bajo sus abultados contornos. Su voz llega a ser un simple chillido para la emisión de fórmulas. Parece sordo a todo cuanto no sea problemas debidamente enunciados. La facultad de reír, salvo por el repentino descubrimiento de alguna paradoja, está perdida para él: su más honda emoción es la resolución de un cómputo nuevo. Y de esa manera realiza el objeto a que se le ha destinado.
»Otro ejemplo: al selenita destinado a cuidar reses se le induce desde sus primeros años a pensar en reses y a vivir con ellas, a complacerse en conocer las tendencias de las reses, a ejercitarse en seguirlas, domarlas y atenderlas. Se le enseña a ser activo y ágil, sus miembros se habitúan a las apretadas envolturas, sus ojos a los angulares contornos que constituyen la elegancia de los pastores lunares. Concluye por no tener interés en lo que pasa en la parte más honda de la luna; mira a todos los selenitas que no están tan versados como él en lo que se refiere a las reses, con indiferencia, con burla o con hostilidad. Sus pensamientos se concentran en los pastos para las reses, su dialecto es un acabado tecnicismo ganadero. Así también, tiene cariño a su trabajo, y cumple, felicísimo con ellas, las obligaciones que constituyen su razón de ser. Y lo mismo pasa con todas las clases y condiciones de selenitas: cada uno es una perfecta unidad en una máquina mundial…
»Los seres de grandes cabezas a quienes tocan las labores intelectuales, forman algo como la aristocracia de esta extraña sociedad, y a la cabeza de ellos, quinta esencia de la luna, está el maravilloso ganglio gigantesco, el Gran Lunar, ante cuya presencia debo comparecer en breve. El ilimitado desarrollo de los entendimientos en la clase mental se ha hecho posible por la ausencia de todo cráneo huesoso en la anatomía lunar, que no tiene la extraña caja de hueso que se cierra en torno del cerebro del hombre, insistiendo imperiosamente, cuando el cerebro se desarrolla, en decir a éste: “hasta aquí y no más lejos”, y empleando para ello todo su poder. Estos seres se resumen en tres clases principales, que difieren grandemente en influencia y en respeto: los administradores, uno de los cuales es Fi-u, selenitas de considerable iniciativa y movilidad, responsable cada uno de una determinada porción cúbica de la capacidad lunar; los expertos, como el pensador de cabeza en forma de foot-ball, a quienes se educa para ejecutar ciertas operaciones especiales; y los eruditos, que son los depositarios de todos los conocimientos. A esta última clase pertenece Tsi-puff, el primer profesor lunar de lenguas terrestres. Con respecto a estos últimos, cosa es digna de notar que el ilimitado crecimiento del cerebro lunar ha hecho innecesaria la invención de todas las ayudas mecánicas para el trabajo cerebral que han señalado la carrera del hombre: no hay libros, ni archivos de ninguna clase, ni bibliotecas o inscripciones. Todo el conocimiento está almacenado en cerebros susceptibles de ensancharse, como se ensancha el abdomen de las hormigas melíferas de Tejas, a medida que lo van llenando de miel. El Archivo Histórico, la Biblioteca Nacional lunar, son colecciones de cerebros vivientes…
»He notado que los administradores, menos especializados, se interesan vivamente por mí cada vez que me encuentran: se apartan de mi camino, me miran, y me dirigen preguntas a las cuales contesta Fi-u. Van y vienen, de un lado a otro, con una comitiva de porta-literas, lacayos, voceros porta-paracaidas y demás servidores, grupos de aspecto curioso. Los expertos, o la mayor parte de ellos, no me hacen caso, como tampoco se hacen caso entre sí, o si notan mi presencia es sólo para engolfarse en una verbosa exhibición de su peculiar habilidad. Los eruditos, casi siempre, están arrobados en una impenetrable y apoplética complacencia, de la cual sólo puede despertarles una negación de su saber. Generalmente van guiados por pequeños cuidadores y lacayos, y a menudo se ve con ellos a unas diminutas criaturas, de apariencia vivaz, generalmente regordetas, que me inclino a creer son algo así como sus esposas; pero algunos de los más profundos sabios, son ya demasiado voluminosos para poder moverse, y se les lleva de un lugar a otro en una especie de bateas hondas, cual movedizas gelatinas de conocimientos, que se captan mi más respetuoso asombro. Acabo ahora mismo de pasar junto a uno de ellos, al venir al lugar en que se me permite divertirme con estos juguetes eléctricos; era una cabeza vasta, pelada, temblorosa, calva y de piel delgada, que iba en su grotesca litera; los porta-literas llevaban la carga distribuidos adelante y atrás, y unos diseminadores de noticias, de aspecto muy curioso, con caras que casi parecían trompetas, proclamaban la fama del sabio.
»Ya he descripto las comitivas que acompañan a la mayor parte de los intelectuales: ujieres, portadores, lacayos, con sus extraños tentáculos y músculos o lo que sean, que reemplazan la abortiva potencia física de aquellos hipertrofiados cerebros. Casi siempre los acompañan también peones de carga; unos mensajeros extremadamente veloces, con piernas parecidas a las de las arañas y “manos” para sostener los paracaídas, y voceros con órganos vocales que bastarían para despertar a los muertos. Fuera de lo que forma la especialidad da sus inteligencias, esos subalternos son tan inertes e inservibles como las sombrillas en una vidriera; existen sólo en relación a las órdenes que tienen que obedecer, a los deberes que tienen que cumplir.
»Sin embargo, he podido darme cuenta de que la mayoría de los insectos que van y vienen por los caminos espirales, que ocupan los globos ascendentes y bajan por el aire, cerca de mí, aferrados a los ligeros paracaídas, pertenecen a la clase obrera. “Piezas de máquinas”, en el hecho, algunos se hallan en completo estado natural; no poseen forma alguna de lenguaje; el tentáculo único del pastor de reses es reemplazado por uno o dos manojos de tres, cinco, o siete dedos para agarrar, levantar, guiar, y el resto de sus cuerpos no es más que el necesario apéndice subordinado a estas importantes partes. Algunos, que supongo manejan mecanismos para hacer sonar campanas, tienen enormes orejas, parecidas a las del conejo, exactamente detrás de los oídos; a otros que trabajan en delicadas operaciones químicas, les sobresale un vasto órgano olfativo; otros tienen pies con las coyunturas anquilosadas; y otros que se me han dicho son sopladores en la fabricación del vidrio, parecen simples fuelles. Pero cada uno de estos selenitas comunes que he visto en su labor, está exquisitamente adaptado a las necesidades sociales para las que se le ha destinado. Las obras finas son hechas por artesanos afinados también, sorprendentemente enanos y delicados: los hay que podrían caber en la palma de la mano. Hay también una especie de selenita-motor, muy común, cuyo deber y único deleite consiste en servir de fuerza motriz para varias pequeñas aplicaciones. Y para mantener a todo el mundo selenita en orden y contener cualquier tendencia al error que pudiera mostrar alguna naturaleza extraviada, hay allí los más vigorosos seres musculares que he visto en la luna, especie de agentes de policía lunar, que desde sus primeros años deben haber sido enseñados a mantener en perfecta obediencia a las cabezas hinchadas.
»La fabricación de estas varias clases de operarios debe necesitar de un procedimiento muy curioso o interesante. Todavía estoy a obscuras a ese respecto; pero no hace mucho pasé al lado de un número de jóvenes selenitas encerrados en vasijas, de las que sólo sobresalían los miembros anteriores, se les comprimía allí para que fueran motores de una clase especial de máquinas. Al “brazo”, preparado así con aquel sistema desarrollado de educación técnica, se le estimula con irritantes y se le alimenta mediante inyecciones, mientras al resto del cuerpo se le priva de toda alimentación. Si no he entendido mal la explicación que me dio Fi-u, esas curiosas criaturas dan, en los primeros tiempos, señales de sufrimientos causados por sus diversas posiciones encogidas, pero se habitúan fácilmente a su suerte. Para hacerme ver mejor las cosas, Fi-u me llevó a un lugar en que estaban en preparación unos mensajeros: la operación consistía en dar a sus piernas gran flexibilidad y hacer que fueran largas. Sé que lo que voy a decir no es lógico; pero estas ojeadas a los métodos educadores de los selenitas me han producido un efecto desagradable. Espero, sin embargo, que esto pase, y que me sea dado ver alguna faz más simpática de un orden social tan maravilloso. Aquella mano de aspecto lamentable que apuntaba afuera de la vasija, parecía dirigir algo como un desesperado llamamiento a probabilidades perdidas, y todavía me persigue su visión, aunque no se me oculta que, al fin y al cabo, ese procedimiento es todavía más humanitario que nuestros métodos terrestres de aguardar a que los niños lleguen al estado de seres humanos propiamente dicho, para entonces, y sólo entonces, convertirlos en máquinas…
»También muy recientemente —creo que fue en la undécima o duodécima visita que hice a este aparato—, obtuve un curioso dato sobre la vida de dichos operarios. Iba con Fi-u y mis demás acompañantes, por un camino corto y poco frecuentado, en vez de bajar por la espiral y seguir por los malecones del Mar Central. De los tortuosos senderos de una galería larga y obscura, salimos a una vasta caverna, de techo bajo, saturada de un olor de tierra y alumbrada con bastante luz. Esta salía de un tumultuoso brote de lívidas plantas “fungóideas”, algunas de ellas singularmente parecidas a nuestros hongos terrestres, pero tanto o más altas que un hombre.
»—¿Lunestres comen esto? —pregunté a Fi-u.
»—Sí, alimento.
»—¡Por vida mía! —exclamé—. ¿Qué es esto?
»Mi vista había tropezado con la forma de un selenita excepcionalmente grande y flaco, que yacía inmóvil entre los tallos, con la cara contra el suelo. Nos detuvimos.
»—¿Muerto? —pregunté—, pues todavía no he visto ni un muerto en la luna, y tengo curiosidad de verlo.
»—¡No! —exclamó Fi-u—. Ese… trabajador; no trabajo hacer. Bebe, poquito bebida; entonces… duerme… hasta que necesitámoslo. ¿De qué serviría despertarle, eh? No necesitámoslo andando ocioso.
»—¡Allí hay otro! —grité.
»Y luego vi que toda aquella extensa plantación de hongos estaba sembrada de postrados cuerpos adormecidos por un narcótico hasta que la luna tuviera necesidad de ellos. Los había por docenas, de todas clases. Dimos vuelta a algunos, y pude examinarlos con mayor minuciosidad que antes. Al acercarme a ellos oía que respiraban fuertemente; pero no se despertaban. De uno me acuerdo con claridad completa: creo que me causó mayor impresión por algún fuego favorable de luz y por su actitud que era la de un cuerpo humano encogido. Sus miembros anteriores eran unos tentáculos largos, delicados —el sujeto pertenecía a alguna clase de manipuladores finos—, y la postura en que dormía indicaba un sufrimiento sumiso. No cabe duda de que yo cometía un error al interpretar su expresión de esa manera; pero así la interpreté. Y cuando Fi-u lo hizo rodar hasta la obscuridad, entre los lívidos tallos, experimenté otra vez una sensación claramente desagradable, por más que para mí, sólo se tratara de un insecto haciendo rodar a otro insecto.
»Esto es, sencillamente, una aclaración del modo de adquirir hábitos de pensamiento y de sentimiento. Adormecer al trabajador que no se necesita y ponerlo a un lado es, seguramente, mejor que expulsarlo de la fábrica para que vaya a vagar por las calles. En toda comunidad social complicada, hay necesariamente una intermitencia en la ocupación de toda labor especial, y con el método empleado aquí, queda resuelto el problema de los brazos sin empleo. Sin embargo, tan poco racionales somos, aun cuando poseamos un cerebro científicamente educado, que todavía me desagrada el recuerdo de aquellos cuerpos inertes entre aquellas quietas, luminosas arcadas de vegetación camosa, y cuando tengo que andar en la misma dirección, evito ese camino a pesar de los inconvenientes del otro, más largo, más ruidoso y más frecuentado.
»Este otro camino me hace pasar por una caverna vastísima, sombría, muy transitada y llena de ruidos, y allí es donde veo —mirando hacia afuera por las aberturas hexagonales de una especie de muralla acribillada de agujeros como una colmena, o alineada atrás en un amplio espacio, o escogiendo los juguetes y amuletos hechos para darles gusto por acéfalos joyeros de delicados dedos que trabajan abajo, en unas casillas—, a las madres del mundo lunar, a las abejas reinas, podría decirse, de la colmena. Son seres de aspecto noble, adornados fantásticamente y a veces de una manera bastante linda, apostura altiva y cabezas microscópicas, en las que casi todo es boca.
»De la condición de los sexos en la luna, del noviazgo y del matrimonio, de los nacimientos y demás particularidades de esta especie, poco he podido saber hasta ahora; pero dados los continuos progresos de Fi-u en la lengua inglesa, mi ignorancia desaparecerá sin duda rápidamente. Opino que, como en las hormigas y abejas, una gran mayoría de los individuos de esta comunidad pertenecen al sexo neutro. En la tierra, en nuestras ciudades, hay ahora muchos que no llevan la vida de familia, que es la vida natural del hombre; pero aquí, como entre las hormigas, esto ha llegado a ser una condición normal de la raza, y la misión de repoblamiento, en la medida necesaria, recae sobre esta especial y en modo alguno numerosa clase de matronas, las madres del mundo lunar, anchos, corpulentos seres, bellamente adaptadas para llevar en su seno la larva selenita. Si no he comprendido mal una explicación de Fi-u, estas madres son completamente incapaces de querer siempre a los seres que dan a luz: períodos de locos mimos se alternan con raptos de agresiva violencia, y tan pronto como es posible, los párvulos, que son muy blandos y endebles y de color pálido, pasan a cargo de una variedad de hembras célibes, “trabajadoras” de nacimiento, pero que en algunos casos poseen cerebros de dimensiones casi masculinas.
Precisamente en este punto, y por desgracia, se cortó el mensaje. Por más fragmentario y misterioso que en todas sus faces sea el asunto que constituye este capítulo, da, sin embargo, una impresión vaga, pero amplia, de un mundo completamente extraño y maravilloso, de un mundo con el cual debe prepararse el nuestro, sin pérdida de tiempo, a entrar en competencia. Este intermitente chorro de mensajes, este susurrar de una aguja receptora en la falda de una montaña, constituyen la primera advertencia de un cambio en las condiciones humanas, tal como la humanidad hubiera podido difícilmente imaginarlo hasta ahora. En aquel planeta hay nuevos elementos, nuevas aplicaciones, nuevas tradiciones, un abrumador alud de ideas nuevas, una extraña raza con la cual tendremos inevitablemente que luchar por el dominio… del oro, que es allí tan común como aquí el hierro o la madera…